Cuenta el mito
que ya se estaba hablando de la novela de la crisis antes de que ésta hubiera
empezado. Siempre se ha dicho que los hombres de negocios, salvo por los
ingresos mensuales en su cartilla, llevan una vida muy próxima a los
escritores. Mad Men explota, en ese sentido, el publicista que
todos llevamos dentro. Del mismo modo, se especula que algunos antiguos
empleados de Lehman Brothers ya pensaban escribir una novela, pues novelescas y
canallescas fueron sus aventuras, mientras bajaban en los ascensores, portando
sus pertenencias materiales en cajas, camino a la puta calle, Wall Street. Muchas han sido desde entonces las
descripciones en primera persona de la estafa de casino trucado que los
antisistema, solo por molestar, llaman capitalismo. Ahí tenemos Por qué dejé
Goldman Sachs de Greg Smith, un encargo editorial recalentado a partir de
una polémica misiva aparecida en el New York Times donde Smith, quejándose del
cortoplacismo rampante de nuestros tiempos, recuerda con nostalgia los viejos
tiempos de la avaricia a largo plazo (la expresión es de Sidney
Weinberg) cuando la confianza, el prestigio, la seguridad y hasta la utilidad
social eran algunas varas de medir las inversiones económicas.
Muchos dirán que la propia lógica del derivado
financiero, lejos de resultar inspiradora para el novelista, se resiste a ser
convertida en ficciones. ¿Cómo narrar la vida de un Credit Default Swap?,
he ahí la cuestión. Según cierta visión
de la cultura vigente, las operaciones millonarias en los mercados secundarios
de deuda pública solo serían parte del complot que el presente tiene montado
contra el resto de los tiempos. Para constatar el carácter plausible de
esta lectura basta con echar un vistazo a volúmenes como Present Shock
de Douglas Rushkoff, sobre cómo las redes sociales revientan los patrones
narrativos tradicionales sustituyendo la periodización de los sucesos por el
lema "está pasando ahora mismo"; o 24/7: Late Capitalism and the
Ends of Sleep, donde Jonathan Crary comenta como los sistemas de
vigilancia, los patrones de consumo y la flexibilidad laboral están terminando
con cualquier noción de descanso. Sin
embargo, se siguen escribiendo novelas sobre la crisis de tropecientas páginas
con una estructura secuencial aristotélica. ¿Cómo viene siendo posible esta
tendencia a contracorriente?
La factura de Capital de John Lanchester quizá
pueda darnos una idea. Escrita entre 2006 y 2011, Capital es una novela
de cocción lenta —Lanchester escribe a mano 500 palabras diarias de ficción—
donde el estilo dickensiano (la influencia de The Wire es
notable) se fragmenta mediante la intromisión de capítulos dedicados a un solo
personaje. En este friso social circulan
tanto los inmigrantes salidos de las películas de Ken Loach como esos pijos
cuyo mejor tema de debate consiste en enumerar la ristra de números de su
nómina. A esto se dedica precisamente Robert Young, asalariado por el Pinker
Lloyd Bank (eso sí: con un salario pantagruélico) y residente en la
imaginaria Pepsy Road —ficción verosímil dada la existencia de teatros
Häagen-Dazs y lineas de metro Vodaphone—. Young colecciona puntitos de Damian
Hirst. Los Young British Artists son, de hecho, objeto de irrisión
constante durante buena parte de la novela; varios performers hijos de papa
reciben su merecido por su presunto compromiso político genuflexo ante
los dictámenes mercantiles. Lanchester tiene razones más que suficientes para
tamaño escarnio público del gremio: convincentes investigaciones empíricas
señalan que el número de fundaciones
artísticas privadas por metro cuadrado constituye un índice fiable para
determinar la injusticia de los sistemas impositivos nacionales. Algo está
yendo fatal, vendría a decir Lanchester, cuando los ricos tienen dinero de
sobra para dárselas de cultivados.
¿Es Capital, con sus 600 páginas, la
novela de la crisis? Resulta difícil convencer a los realistas (he dicho bien:
los realistas) que consideran que cualquier intento de poner orden a los
sucesos en la época digital, fuera de la experimentación y lo fragmentario, no
tiene por qué estar condenado a recalar en el basurero de la narrativa
decimonónica (imaginamos que esto último es un insulto, quién sabe). Con sus detractores, sin embargo, Capital sigue siendo una novela deliciosa que conviene paladear con bastante
tiempo. Porque, en el lado B de la sociedad empresarial, todavía hay gente con
—por desgracia— tiempo ocioso forzoso, gajes del desempleo, cuyos ritmos
quizás estén mejor acompasados con los tiempos de Lanchester y su Capital:
un soberbio retrato del Titanic minutos antes de partirse en dos.
[Publicado originalmente en Quimera. Diciembre 2013.]
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