29 de julio de 2013

Still Death

Las Jornadas contra Franco.
María de los Ángeles: Always Franco
Más allá de la pelea tuitera, con Hermann Tertsch y los Bucaneros enviándose misivas amorosas desde lejos, las Jornadas contra Franco tuvieron cierta virtud expositiva. La exposición de las Jornadas mostraba, entre otras cosas, un sucinto resumen de los repertorios creativos utilizados por los artistas comprometidos de nuestro tiempo. Mejor dicho, de hace 40 años. Entre tanta performance, como las divertidísimas —pese a ser obvias— encarnaciones guiñolescas del generalísimo realizadas por Rómulo Bañares, se echa en falta una apuesta más arriesgada en cuanto a soportes se refiere. Por más que Francesc Torres se esfuerce en realizar un retrato naif del franquismo, el público curtido en mil batallas no podrá sino reconocer el trazo de las caricaturas medio infantiloides de Pablo Picasso, por no hablar la inmensa tradición de dibujantes desde Hermano Lobo hasta Mongolia, pasado por El Jueves. Solo algunos trabajos documentales, a la sombra del archivo didi-hubermaniano y de la memoria histórica zapateril, tal que Adios gracias de Etcétera (multicopia del acta de defunción de 1975) o Transición ficticia de Nuria Güell (sobre la muerte de seis maquis), permiten descubrir que no vivimos —para asombro del espectador— en 1978. Quizá hubiera sido entonces momento de organizar las Jornadas. La iniciativa llega tarde —vaya— pero llega. Y como se ufanan los seguidores del Rayo Vallecano, tiene lugar en un gran barrio. El detonante del asunto ha sido el juicio contra Eugenio Merino, conocido por sus estatuas a tamaño 1/1 sobre famosos situados en condiciones ridículas, en la mejor estela de Maurizio Cattelan et tutti quanti, herederos de la mordacidad humorística mediterránea. En las últimas entregas de ARCO, mientras el festival madrileño seguía en su peculiar caída libre hacia el abismo del business as usual, las piezas de Merino han brillado, como la estrella polar, con luz propia. Cuan luchador de wrestling, el escultor se ha ganado el cinturón de los pesos pesados otorgado por la asociación de reporteros dicharacheros metidos a periodistas culturales. Yo mismo, por ejemplo, he acudido a la feria desde pequeño, no solo para escuchar los piropos que regalan las galeristas a los hijos de, sino también por el espectáculo, la fanfarria, y Merino ha sido la última montaña rusa de este parque de atracciones. Desde la aparición del smartphone, nada ha simplificado tanto la vida de los suplementos culturales como las fotos, en plena portada y a todo color, de los Merino: Franco en una nevera, Castro zombificado, Bush meditando, Hirst que se suicida. Sin embargo, esta última entrega (¡maldición!) nos hemos quedado sin nuestro rancho. No hubo Merino alguno en ARCO 2013. La Fundación Francisco Franco ha llevado a los tribunales la caricatura del caudillo presentada en suciedad la edición anterior. And the rest is silence: la Plataforma de Artistas Antifascistas, pendientes de la resolución del juicio, organizan las Jornadas en apoyo de Merino; el presidente de la Fundación, un hortera de pantalón hasta los sobacos, se presenta en Vallecas notario mediantey vuelve a casa con cajas destempladas; la fiscalía desestima la demanda, tras apenas media hora de juicio, «ateniendo a los usos sociales actuales», anteponiendo la libertad de expresión del artista plástico, y quedando visto para sentencia el caso. Eugenio Merino esboza una amplia sonrisa ante las cámaras. La Fundación, desairada y deshonrada, está dispuesta a llegar hasta el Tribunal Supremo. ¿Será posible?

Eugenio Merino: Punching.




Si la noción del engagement artístico tuviera sentido ahora, cosa que dudo, dada la vigente ausencia de compromiso artístico hacia cualquier programa político que trascienda la crítica del statu quo (un carromato que resulta fácil y barato de abordar), artista comprometido sería, sin duda, Eugenio Merino. Si Always Franco removió las aguas del pantano, mostrando la complicidad del presidente del IFEMA, José María Álvarez del Manzano, con los fantasmas del franquismo y con sus enterradores, la última escultura del artista, Punching, expuesta en las Jornadas, constituye un feliz ajuste de cuentas con el pasado, una revisión histórica en formato artístico equiparable, en todo caso, a Malditos Bastardos. Gesto igual, otro dictador: allí donde Tarantino dispara sobre el cuerpo de Hitler, tiroteado en la película hasta extremos propios de Sonny Corleone, la cabeza de Don Francisco, las gafas rotas y un ojo morao, hace las veces de saco de boxeo, en el caso de Merino. Menos efectistas son los Democracia, cuyo cartel Franco Assassin, con el rótulo escrito sobre la tipografía paramilitar de los Freikorps, marca tendencia entre el agit-prop de la muestra. Mismas dimensiones, idéntica iconografía y distintas asociaciones encontramos en Franco por Pollock de Ramón González Echevarría. En esta ocasión, dejando de lado los blablabas sobre la abstracción pictórica como mancillamiento y rompimiento de la imagen realista propia de los retratos burgueses, una retórica gastada bastante poco de moda, ningún estudiante de primero de carrera ignora el vínculo interesante del cuadro. ¿A saber? El contubernio del expresionismo abstracto con la CIA, figura tutelar de la Segunda Restauración Borbónica (1975 - ). En esta línea (apropiación simbólica, revisionismo histórico) se encuentra tanto el cartel publicitario como la intervención de Noaz en el arranque de la exposición. En ambos casos, las flechas del haz fascista terminan clavadas en el cráneo privilegiado del generalísimo, inversión simbólica del imaginario falangista digna de Kiss. Igual agua baila el cachondo --nunca mejor dicho-- de Juan Pérez Agirregoikoa. Su Arriiiiiiiiiba España se apropia del saludo fascista para mayor escarnio del personal. A partir de ahora, levantar el brazo será sinónimo de erección; una asociación varonil que lleva el stamp of approval del Ausente José Antonio, aka el Primo de Rivera. Menos acertado se encuentra un dibujo anónimo, realizado sobre DIN-A2, donde se representa la genealogía de los poderes fácticos ibéricos, presidentes, reyezuelos y banqueros brotando como ramitas del féretro del caudillo. El error, a mi juicio, estriba en vincular el proyecto franquista con la UE, como hace el dibujante, engarzando la bandera rojigualda con las tricolores francesa y alemana, ocupando simbólicamente la posición que —en puridad— ocuparon en verdad el Papado y los Estados Unidos, genuinas amistades del fascismo en el mundo hispano, una afinidad electiva que, intuyo y espero, la estupidez de la Troika no llegará a borrar.

El generalísimo, europeista, no tenía un pelo.

Y mucho menos en materia estética. El régimen, que hasta en las bellas artes se confesaba católico & apostólico & romano, más dado a las obras públicas que a la ilustración (¿pa'qué?) del pueblo, se granjeó amistades duraderas entre los juntaladrillos. Y de esos cementos estas crisis. Esta impronta monumental del franquismo encuentra una radiografía —austera, mas exacta— en la Arquitectura española de Domenec: tres paneles en B/N sobre la planta y el alzado de ciertos edificios memorables del momento, tal que el Campo de Concentración de Castuera (1939), la Cárcel de Carabanchel (1944) o el Valle de los Caídos (1940-58), una antología de construcciones, harto variadas entre sí, que tienen en común el haber sido levantadas con mano de obra republicana, instalada bajo rejas y sometida a trabajos forzosos. Y hablando de instalaciones, ¿qué pensamos de Santiago Sierra? Capaz de disputar el starring mediático a Merino, la novia de esta boda, Sierra se ha puesto de punta en blanco y ha llenado de cucarachas una vitrina, en cuyo interior vemos un plano inclinado donde figura el apellido del agraviado, FRANCO, rodeado de excreciones insectiles. Tranquilos: entre insectos y seres humanos media un cristal antiestornudos. Así puede hacer la broma el artista, sin necesidad de mancharse las manos, como acostumbra casi siempre Sierra, mezclando obviedades con guiños de complicidad. No será santo de mi devoción, pero desde luego epatará a los epatados, como comprenderán, indignando a los indignados: los asustabuelas siempre encuentran a los pequeñoburgueses, para mayor regocijo del respetable, echando mano de su pistola conservadora. Que así sea, pues. Arena de otro costal es la instalación de Rubén Santiago en el cuarto de baño. A puerta cerrada —se llama así— ofrece como papel del culo unos periódicos guillotinados de la semana posterior a la muerte de Franco. (Me he dado cuenta, por cierto, que predomina sobre todo el ABC. Un diario famoso entre los izquierdistas que hacen de vientre por sus grapas. Mala elección para garantizar una higiene indolora del trasero. Doy fe, de veras.)
Encuentros de Pamplona.
Si hubiera un hemiciclo de visibilidad, sentado en el lado opuesto de Santiago Sierra —junto a Rubén Santiago— estaría Isidro Valcárcel Medina, presunto maestro putativo de tantos artistas españoles, cuya participación en las Jornadas —para variar— solo pudo ser rara de cojones: un altavoz situado en el pórtico de entrada a la galería que reproduce una conversación ininteligible entre el Maestro y un interlocutor no identificado. A saber qué rumiaba IVM. Mi paciencia es finita; y mis oídos, nada finos. Ahora bien, si un servidor hubiera tenido la oportunidad y el placer de charlar con IVM, habría sacado sin duda el asunto de los Encuentros de Pamplona, esa lavada de facha —nunca mejor dicho— del tardofranquismo. Resulta sospechoso que nadie cuestione la finalidad y la función del evento en cuestión, la posición de los creadores más experimentales durante el periodo de Transición, teniendo en cuenta la celebración de la efeméride, presente de manera incontestable en todos nuestros museos nacionales, empezando por el MNCARS. Estaría bien hablar con IVM sobre esto.


Carlos Garaicoa: Y Jesús dijo a Lázaro.
Pace IVM, el ejemplar más refinado de las Jornadas viene firmado por Carlos Garaicoa. Su proyecto de plaza pública con estatua (titulado Y Jesús dijo a Lázaro) claro que sienta un precedente —a mi juicio— en cuanto a pertinencia política y sutileza estética, combinadas de forma armónica. Me parece además una propuesta satisfactoria para terminar con la presencia del franquismo en nuestros parques y jardines: en lugar de retirar la figura ecuestre del caudillo, la solución final preferida por el entusiasta insurgente profesional, tal y como vimos en Bagdad en 2003; un modelo reciclado hasta la saciedad por los restauradores de todas las coronas españolas, quienes prefieren ante todo cementar la memoria, hacer borrón y cuenta nueva con el Ancien Régime, como si aquí pasar, no hubiera pasado nada, y el ciudadano tuviera que circular sin rencores sobre un espacio público hormigonado, sin fisuras de ningún tipo; en lugar de esta mandanga lotófaga —como digo— Garaicoa propone algo más radical, verdaderamente antifascista, que consiste en decapitar la figura a caballo, dejar allí mismo los restos del generalísimo y, por si fuera poco, montar una cinta transportadora para la óptima circulación —ahora sí— de variadas cabezas posibles, todas ellas adornadas con alguna suerte de pájaro sobre la frente, como si fueran los sushis y los sashimis de un restaurante japonés. Todo mola mogollón, salvo el título. Es el único pero, Garaicoa. Debería llamarse esta pieza In memoriam Schumpeter, a modo de homenaje del economista austriaco, un liberal de tomo y lomo, cierto, que tuvo el ingenio de teorizar sobre la democracia elitista, un modelo parlamentario donde los costes de entrada, la tendencia endogámica y los impedimentos partitocráticos son tan elevados, como sucede hoy en España, que solo se presentan a las elecciones la misma casta, cuyos miembros capitales circulan, como las cabezas de Don Francisco, conforme caen en descrédito, en una suerte de estrategia gatopardiana. Que cambie todo para que todo quede igual —todo sea dicho— es un lema viejo. Ya estaba en boca del Ministro de Asuntos Exteriores, José Félix de Lequerica, quien explicaba en 1945 como sigue los principios del Movimiento:

Estamos dispuestos a dar todo lo que tenemos para continuar en el poder. Vamos a tener que hacer sacrificios y los haremos sin vacilar. Si es necesario disolver la falange, la disolveremos. Incluso acabaremos con Franco si es necesario. Lo importante es preservar el fundamento del gobierno —sus miembros no importan. El fundamento del gobierno es el Ejército

Recuerden estas palabras cuando los militares egipcios campen a sus anchas, como hacen ahora, haciendo y deshaciendo gobiernos a su voluntad, mientras se escucha de fondo el aplauso cerrado de las feministas bienpensantes y los ordoliberales. Por los sucesos de entonces (y de ahora) resulta crucial repetir las palabras que Chevy Chase, cómico fundador del Saturday Night Live, estuvo pronunciando durante doce meses, con motivo de la muerte del dictador: «Generalisimo Francisco Franco is still dead». Vida queda (still live) llaman los ingleses a nuestra naturaleza muerta. Algo similar es, para nosotros, el imaginario franquista mancillado. Todo un bodegón, fantasmas incluidos, lleno de objetos inanimados. Que no tengan alma no quiere decir —ojo— que no tengan poder sobre el presente. La influencia del franquismo sigue siendo alargada. Su fundador, por el contrario, está muerto y enterrado. ¿Volverá como el zombi de Stalin en los Simpsons? Una cosa está clara: en vistas a alcanzar la plusmarca del no-muerto que —solo por joder— más tiempo ha aguantado la respiración, Don Francisco todavía tiene tiempo para desbancar a su predecesor, Tomás de Torquemada, famoso en el mundo entero porque lleva sin respirar desde 1498, como bromeaba Chevy Chase en los 70s. Hasta la segunda venida se mantiene, por tanto, nuestro dictador en posición horizontal. Y lleva así desde noviembre de 1975: horizontal y tieso. No están así sus herederos, vivitos y coleantes, empoderaos hasta la fecha. El estado médico del franquismo es estable. Su estado político, inmejorable. Convertidos en anatema para políticos y señoras mayores, los muertos que España mata, ya murieran calientes en la cama o en fosa común, gozan de muy buena salud. Que se lo digan —ya era hora— a Andreu Nin. Están hechos unos necrófilos los políticos advenedizos y los artistas engagés. No habrá tribunal que interrumpe la necesaria profanación de tumbas.


Y yo digo: enhorabuena.


Publicado originalmente en SalonKritik. 20 de julio de 2013.

23 de julio de 2013

Lo Bueno, Si Breve


Huelga decir que ante una novela de 1000 páginas la crítica resulta impotente en todo punto. El apasionado no tiene más remedio que elogiar con trazo grueso un retrato cuya capacidad de convicción solo convence a los convencidos de antemano. Así hace Eduardo Lago cuando prologa El plantador de tabaco y desgrana los epítomes habituales sobre el volumen que justo acaba de traducir. ¿Os he dicho que es una novela magistral? Que no falte la invitación a abandonarse en la lectura. A modo de respuesta, el reseñista suspicaz solo puede señalar cuestiones de detalle, defectos carentes de importancia para quienes, con todas las de la ley, se hayan administrado sus buenas dosis de lectura. Dicen los sociólogos que la intensidad de los aplausos en los espectáculos de Broadway es directamente proporcional a los costes de la entrada. Cuanto mayor sea el precio, mayor el engaño colectivo. Mayores las ganas de pensar que hemos gastado nuestro dinero y nuestro tiempo en algo digno de elogio. Algo similar sucede con las obras maestras de gran extensión. El guardián entre el centeno siempre tendrá sus detractores. Sobre La broma infinita, sin embargo, pesa el silencio del tochamen. ¿Quién está dispuesto a confesar que ciertos clásicos solo suponen una pérdida de tiempo y una ganancia en dioptrías?

Yo mismo, venga.

He invertido una semana en El plantador de tabaco. Del estilo de John Barth destaco la voluntad de entretejer los datos históricos en el grueso de la narración como pudiera hacer un novelista del siglo XVIII: mediante apartes procelosos. Los diarios íntimos son leídos hasta la última coma, los personajes desgranan sus memorias en directo. Ello permite que quien no sabe aprenda. La disputa entre cartesianos y newtonianos, entre católicos y protestantes, ambas están recogidas. Salvo por estos detalles, la revisión de las colonias inglesas que realiza Barth, centrada en Maryland, tiene cierto tono extemporáneo. El recurso de la primera persona apenas se utiliza, amén de un uso mayor del registro postal, cuya presencia brilla por su ausencia. Las mejores armas del Tristram Shandy y de las correspondencias dieciochescas son desestimadas en beneficio del diálogo afilado entre los principales personajes. Resulta sorprendente este monopolio de la conversación, pues ello redunda en detrimento del aspecto humorístico forzado y buscado durante toda la novela. No queriendo subrayar el lenguaje de la época, Barth solo cuenta con la acumulación de aventuras para arrebatar la sonrisa del lector. A falta de elementos pintorescos suficientes, la complicidad descansa sobre penes bautizados como sanguijuelas, sanguijuelas cuya penetración curan la primera regla, y cosas así. Más que posmoderno, novecentista me parece esta revisión del 1700, dada la sorprendente homogeneidad estilística del relato.


Una lectura del agotamiento, sin duda. 


Intuyo que la gracia de El plantador de tabaco estriba en olvidar la fecha de publicación del volumen y tragarse hasta las últimas consecuencias el pacto de ficción. Esto es, imaginar un escritor sin máquina de escribir. Un escritor con gorguera. Solo entonces nos permitimos el paternalismo literario que mantiene el presente respecto del pasado gracias a la peculiar composición del canon. Escrito en mayor medida por gente de mediana edad, el canon tiene pinta de geriátrico: solo figuran en él los muertos y los ancianos. Nuestra superioridad sobre esta gente está asegurada por el principio de las generaciones alternas. A los abuelos, no así a los padres, se les permite de todo. Así nos acercamos a sus páginas, sabiendo que ellos no tienen otra opción salvo contar con los vivos —uséase, nosotros— y con los profesores de secundaria para seguir siendo leídos. Además, ¿para qué atacar a quien no puede o no quiere defenderse? Enmendar la plana a un escritor cómico del siglo XVIII no tiene ningún sentido en cuanto todos leemos los libros consagrados en clave más o menos epigónica. Faulkner, a la luz de sus imitadores, parece mejorar sus propios originales. Los puntos fuertes siguen teniendo la fortaleza de los pistoletazos de salida. Y quien tuvo, retuvo: los errores se convierten en signos de distinción, trazas de singularidad, fortalezas del ingenio para el académico de turno. ¿Te aburre la Iliada? Pues ajo y agua.


Eso sí, a Alessandro Baricco ni agua.

20 de julio de 2013

Alex Trocchi. Vida y obra de un colgado

Gay Talese
poniéndose
bien fino.
I.
Cuando dentro de diez años comiencen a llegar las primeras remesas de la generación perdida y exiliada en Berlín, acuérdense entonces de Gay Talese. Si llegamos a ver algún día de vuelta las esperanzas invertidas en la formación de la generación mejor pertrechada de la Historia de España (valiente mentira la nuestra, por cierto, que tantos eufemismos, paños calientes y premios de consolación requiere), ya les digo, no se olviden de Talese. Y es que el padre del nuevo periodismo tiene un brillante artículo sobre la experiencia desfasada de la emigración. La misma experiencia tendrán quienes ahora creen estar descubriendo el Mediterráneo y la electrónica en alguna sala de conciertos berlinesa. El texto se titula "Looking for Hemingway": tomen nota. Narra las batallas de la primera generación de anglosajones que no tuvo la obligación de tomar Paris en paracaídas. Corría entonces el año 1952, los alemanes habían perdido una nueva oportunidad (ya habrá otras) de hacer saltar la ciudad de la luz y el amor por los aires, mientras ellos, veinteañeros barbilampiños recién expulsados de las mejores universidades del mundo, andaban buscando algo —no sé muy bien qué se les había perdido— por el Viejo Continente. Entonces acudían los jóvenes a Paris, como decimos, quizá ignorando que Nueva York ya le había robado la modernidad y la cartera a los franceses, como seguro acudirán los madrileños a Kreuzberg en busca de Sascha Ring, alias Apparat, hasta como poco 2023: sin enterarse de la misa la media. Si, como sostiene Talese, el objetivo consistía en saludar a los mayores de la generación perdida americana (ya se sabe, todo el mundo viaja para contemplar a sus compatriotas fuera de contexto: los estudiantes de Erasmus y los hoteles en Mallorca lo confirman), les habría salido mejor la jugada de haberse venido a contemplar la cultura/tortura de los animales con cuernos en España, que tanta pasión despertó entre los Welles y los Hemingways de la vida, en lugar  de fundar revistas culturales perdurables, publicar a Samuel Beckett y conocer a los situacionistas. Eran tiempos más salvajes aquellos. No se lo tengan en cuenta.

Entre los bárbaros destaca la presencia de Alexander Trocchi. Talese escribe el artículo como homenaje a The Paris Review, pero no puede evitar la distracción que supone un personaje de su talla (o de su calaña, mejor dicho). Hacia la mitad del texto aparece Merlin, la revista dirigida por este escocés de apellido italiano, y las comparaciones terminan, como siempre, siendo odiosas: "Alexander Trocchi's staff at Merlin in those days was made up largely of humorless young men in true rebellion, which The Paris Review staff was not; the Merlin crowd also read the leftist monthly Les Temps Modernes, and were concerned with the importance of being engage"[i], señala Talese de pasada. La historia pasa rápido sobre esta oposición entre niños ricos de letras y jóvenes proletas ilustrados, sin embargo, y nos encontramos de repente inmersos en una historia inquietante, pero sin apenas importancia: un paupérrimo poeta llamado Christopher resuelve suicidarse bajo el influjo de Nietzsche; sus amigos mantienen una vigilancia estricta de su persona; ante su desaparición, llaman a Trocchi, quien descubre el paradero del suicida, cerca de la frontera con España; la escena termina con Trocchi arrebatándole el veneno a Christopher mientras declara: "I've come down to embarrass you", mientras bajan los títulos de crédito y colorín colorado. Este texto, esta historia, fueron la primera noticia que tuve sobre Alexander Trocchi. Y ustedes se preguntarán, como yo me pregunté entonces, ¿quién diantres es este tipo? 

¿WTF?

II.
Alexander Trocchi (1925-1984) tiene la distinción de ser el miembro de la Internacional Situacionista más inteligente en ser expulsado; Debord no se andaba con tonterías y muchos menos soportaba a los "cretinos místicos" con los que andaba el escocés con apellido italiano: Allen Ginsberg, Colin Wilson, R.D. Laing, Tim Leary et tutti quanti conformaban el entorno natural de un escritor más conocido, entonces y ahora, por la droga que consumía (la heroína) que por los libros legados. No en balde, sobre esta generación de emigrantes voluntarios con cierto prurito insurreccional, a caballo entre la Segunda Guerra Mundial y la contracultura de los 60, dejaron escrito los hermanos Wilson el siguiente tortazo en toda la cara: "Historically they have come to be regarded as revolutionaries advancing a contemporary relevant critique of modern society though in reality neither was able to transcend cultural specialisms and dissident cultural milieux. These two were forever pulling themselves up short never allowing themselves to fall and fall and fall on through the cultural safety net constantly afraid their publishers and dealers might no longer have anything to do with them even though this fear was rarely openly acknowledged." [ii]


Corrían otros tiempos, como decíamos. Cuando los jóvenes descubrieron que la ciudad de los rascacielos detentaba el monopolio de lo bueno, ya era demasiado tarde para ellos. Durante la estancia de Trocchi en NYC los heroinómanos fueron amalgamados con la subversión comunista. Y en 1956 te condenaban a la silla eléctrica —ojo— por traficar ciertas sustancias con menores. A ojos de muchos, Trocchi seguirá siendo, para su desgracia, un mísero colgado de la vida, o como decían los tabloides de la época, "the media favourite junkie", con sus intervenciones en directo y sus multas por consumo. Más éxito tuvo con sus ideas revolucionarias el Christopher de la historia del suicidio que antes mencionábamos: se trataba nada más y nada menos que de Chris Logue, un troskista convencido, amigo de Tariq Ali, a quien encarcelaron por algo más que sus apariencias. A diferencia de su amado Burroughs (un amor en una sola dirección, nunca correspondido) Trocchi no sacó nada en claro de taladrarse la piel, nada que uno pudiera aprender desde su casa, vaya. Sus ideas sobre el tratamiento de la adicción, contenidas en "El yonqui: ¿amenaza o cabeza de turco?", quizá sean acertadas en términos médicos, o incluso proféticas en vistas a la evolución posterior de los centros de desintoxicación, pero no pueden estar tampoco más en consonancia con la doble moral que consiste en invisibilizar el problema (dejando de lado la fanfarria mediática, claro: las historias sobre inyecciones públicas en la rive gauche parisina son conocidas por todos; "mi own personal Dada", las llamaba, anticipando —sin saberlo— a Depeche Mode y a Gus van Sant). ¿La receta contra la drogodependencia?, según Trocchi: una comunidad hippie retirada en el campo para la expresión sexual, vital y artística del yonqui. "Si estuviera implicado en tal proyecto, ciertamente me gustaría tener doctores entre mis colegas, pero más que otra cosa desearía disponer de amantes y de una sexualidad liberada", confiesa el muy pillastre.

En 1962 Trocchi publica “La insurrección invisible de un millón de mentes”, su texto más conocido con distancia, donde promueve la abolición del arte, como toca en una publicación de la IS, a la vez que apuesta por una salida comunitaria del impasse mediático que tanto ha perturbado a los artistas con conciencia de clase (y de gremio) desde las vanguardias históricas, a saber: ¿cómo eliminar a los intermediarios? Y más importante, ¿cómo eliminar ese enorme sistema de intermediación llamado división capitalista del trabajo? Comparado con otros manifiestos del largo ciclo contracultural europeo que lleva desde Alfred Jarry hasta Wu Ming, y que tantos panfletos con garra social nos ha dejado a los historiadores y a los curiosos (¿y a los indignados?), no comprendo en este caso la fama del texto de Trocchi. Quizá sea la traducción, quién sabe, porque la redacción carece de tensión en muchas partes, a la par de incurrir en inconsistencias imperdonables para un documento de esta influencia y brevedad. Estaré yo blando de entendederas, así que díganme ustedes como conciliar estas dos frases, por ejemplo: (i) "Organización, control, revolución: cada uno de los millones de individuos a los que hablo tendrá cautela con tales conceptos, los encontrará imposibles con una conciencia silenciosa para identificarse a sí mismo con cualquier grupo, no importa su nombre"; (ii) "Sin organización coordinada la acción es imposible; la energía se disipa en ciento y un pequeños de protesta sin vinculación... un manifiesto aquí, una huelga de hambre allá.”

A falta de la jerigonza hegeliana del amigo Debord, el poco ducho en cuestiones filosóficas de Trocchi no tiene forma de conciliar los términos de la contradicción (¿espontaneidad u ordenación?) y termina saliendo por la tangente del dirigismo de la clase pensante ("Nosotros, los creativos de todos los lugares, tenemos que descartar esta postura paralítica y ") aderezado por el clásico wishful thinking sobre la cornucopia de las fuerzas productivas desarrolladas: "Está claro que en principio no hay problema de producción en el mundo moderno", escribe sin asombro de vergüenza una persona que tuvo que trabajar como carguero para ganarse la vida en NYC; está visto que el hambre, conjugado con otros alimentos espirituales, no aviva el seso. Y para terminar, la mentalidad ociosa concomitante a todo proyecto medianamente utópico: "Mientras [mientras el resto doblamos el espinazo, se entiende] nuestro anónimo millón puede proyectar su atención sobre el problema del "tiempo libre"." Un problema fantabuloso, por supuesto, pero no me salen las cuentas: 1 millón de yuppies, dividido por la población mundial en 1960, unos 3 billones de criaturas, equivale a una birria en términos estadísticos. Suerte a la clase creativa y su 0'03%. La van a necesitar, sin duda, si piensan que "los problemas distributivos están manejados más eficientemente y económicamente mejor en una escala global por una organización internacional como Naciones Unidas."

Trocchi leyendo
El libro de Caín.
III.
Poca cosa tenemos de Trocchi en nuestro idioma. En Anagrama está descatalogada su obra maestra, El libro de Caín, y para de contar con los dedos de la mano. Se agradece mucho por tanto la traducción en Capitán Swing de La insurrección invisible de un millón de mentes, una recopilación de textos editada por Andrew Murray, un pequeño aperitivo para descubrir a un escritor tan inagotable como el Mediterráneo, la electrónica o París. Para la versión en castellano, el traductor prefiere respetar el estilo sincopado del original, volviendo difícil el entrar en materia. Intuyo que lo críptico y lo inquietante son el objeto mismo de unos relatos que tratan de cuestiones tan cotidianas como el realizar una inversión fallida en el negocio del trapero del piso de arriba ("Peter Pierce") o el revelar la muerte del padre durante la merienda ("La campechana"). Así que la decisión traductoril de Antonio J. Rodríguez parece la correcta: la fidelidad a los sustantivos encadenados sin acción, a los verbos en subjuntivo y a las frases de tres palabras resulta bastante acertada en vistas a unas descripciones impresionistas que apenas capturan el ambiente que rodea a los personajes, cortando en seco con las pamplinas que los sociólogos venidos a críticos culturales han escrito sobre la existencia acelerada en las ciudades modernas y su relación con lo fragmentario. Lugares comunes que Trocchi pasa por el rodillo de unas narraciones costumbristas que bien podría haber firmado desde su dacha un ruso del siglo XIX. Y es que Trocchi es un maestro de la intrascendencia incluso para sentar siquiera alguna suerte de arquetipo sobre el anonimato, la alienación o el desencantamiento de su época. Sus personajes son anodinos; sus historias, nada interesantes; su extensión, apenas perceptible. Que sigamos avanzando por una selva de puntos y seguidos, sin esperar en ningún momento la llegada del Mesías, ignorando la llamada de atención que nos lanzan las cartas a Beckett, a Southern y a Burroughs desde los apéndices de cada capítulo, viene a ser un milagro para unos relatos cuya única razón de lectura, único fundamento narrativo y único interés literario, viene a ser el dodecafonismo del escritor, el tempo que alcanza en ocasiones.

En este sentido, "Los fragmentos de un diario" revelan la poética del amontonamiento y del solapamiento que caracteriza la escritura de Trocchi: "No soy yo quien impone las series de etiquetas: chubasquero, platillo, libros. Un recital automático. A diferencia de un asalariado que trabaja con inventarios, yo no tengo un interés inmediato. No hay sugerencia de valor posible que adjuntar. No hay columna de cifras cuidadosamente escritas que añadir. No hay resultado al que llegar. Papeles, simplemente. Libros, simplemente. Botellas, simplemente. Y pronto hasta los nombres dejarán de sugerir nada en mi boca." Bien sabía él que el testigo surrealista de Lautréamont no se encuentra en el léxico abundante, sino en la construcción sintáctica del párrafo, sin dejar nunca de lado la primera persona. Que la misiva de Lord Chandos no iba en serio, porque toda despedida del lenguaje no puede sino posponer el momento del silencio, llenando de palabras el hueco que deja un adiós. O que el mutismo de los personajes de Beckett, autor con el que Trocchi tuvo trato y desavenencia, como muestra la carta contenida en el libro ("Que usted sea capaz de reunir tantas recriminaciones [...] hace honor a su habilidad literaria, pero dice poco de lo que yo creía que era nuestra amistad"), provoca la risa por no hacer llorar. Menos poético y más anecdótico es el relato de la iniciación de Trocchi en el lado oscuro: son las Navidades de 1945, la guerra está a punto de terminar y nuestro joven escritor camina cerca del mar, a punto de terminar su servicio militar, avanzando en dirección a su fragata, mientras lleva algo de poesía en la mano; harto del libro en cuestión, toma impulso y contempla la parábola que describe el volumen antes de caer sobre las aguas, donde el papel se amasa y las palabras se difuminan, mientras pronuncia algún conjuro contra el texto; una historia similar a la experimentada por el adolescente Saint-John Perse, por aquél entonces portador del nombre compuesto más cabrón que jamás haya puesto un padre sobre un hijo, Marie-René-Auguste-Alexis, cuya biblioteca familiar todavía descansa en el fondo del mar, caída en un traslado desde Francia hasta las Antillas. El relato de Trocchi, por tanto, parece bastante increíble. Pero de eso se trata en ocasiones. Así pues, si quieren mi consejo, compren ahora este Reader. O esperen a la próxima década. Nunca se hace tarde, si la dicha es buena, para viajar a Paris.

El origen de una larga fama.




[i] "En aquellos días el personal de Alexander Trocchi en Merlin estaba compuesto por jóvenes sin humor puestos en verdadera rebelión, a diferencia del personal de The Paris Review; la peña del Merlin también leía el mensual izquierdista Les Temps Modernes, y estaban preocupados con la importancia de estar comprometido"
[ii] "Históricamente hemos llegado a verlos como aquellos revolucionarios que avanzaron una crítica relevante y contemporánea de la sociedad moderna, aunque en verdad ninguno fue capaz de trascender la especialización cultural y los milieux culturales disidentes. Estos dos [Alex Trocchi] estaban siempre lanzándose por los aires sin nunca permitirse caer y caer y caer a través de la red cultural de seguridad, temiendo constantemente que sus editores y sus camellos no tuvieran nada que hacer con ellos, aunque este miedo rara vez fuera reconocido abiertamente."

Publicado originalmente en Microrevista. 15 de julio de 2013.

15 de julio de 2013

Desde el Puesto de Telégrafos

Unos rounds con Diego Zúñiga.



I.
[Reseña.]

Como a todo estudiante de filosofía, a mi me gusta llamar a las cosas por su nombre. En mi pueblo una novela que apenas supera el centenar de páginas es una nouvelle con todas las de la ley. Teniendo en mente estos dogmas, no gustándome los gatos dados por liebres, ya se pueden imaginar las reticencias despertadas por Patricio Pron en mi persona cuando el argentino dijo que «Diego Zúñiga es el autor de una primera novela extraordinaria», haciendo referencia a Camanchaca, un libro cuya edición en Random House Mondadori ocupa 120 páginas de fragmentos cuya extensión varía desde 30 líneas bien apretadas hasta el «Todo es mentira, dijo mi mamá» que puebla en solitario la página 52. Una vez leído el libro, tengo que decir que quizá Pron errara sobre el formato del texto, más próximo a la prosa poética que cualquier otra cosa, pero desde luego acertó con la calidad del mismo: Camanchaca, a falta de otro término, resulta extraordinaria.

Y repito este adjetivo porque todo en esta narración está fuera de madre: un tío materno raptado por los ovnis o por los militares, dependiendo de la versión de la historia; una abuela creyente con creencias confusas (mezcla el fin del mundo y la destrucción de Babilonia; lee la Biblia pero habla de Jehová; ¿cristianismo, judaísmo o totum revolutum?; testigo del Mismísimo, en realidad); un padre cuyo fantasma se aparece en sueños transmutado en una ballena blanca voladora arponeada sobre los Andes (¡ríase Ud. de Hamlet!); y personajes a cada cual más estrafalario pueblan el microcosmos de Camanchaca. Forzando los límites del sentimentalismo, Zuñiga provoca el distanciamiento del lector, utilizando una combinación de elementos literarios que encontramos presentes en algunos coetáneos suyos (evitaré los nombres propios porque, entre los escritores más jóvenes, los paralelismos tan son odiosos como inevitables las identificaciones); la estrategia consiste en mezclar una escena trágica (el entierro de la abuela: «tuvieron que reducir los restos de mi tío para que entraran en el mismo nicho») y un espectador desapasionado («Mi papá no quiso verlo [...] Mi papá no dijo nada»), generando una sensación de incomodidad notable.

Retratada de memoria, mediante fragmentos y saltos temporales, la familia del protagonista parece siempre construida en el borde de la inverosimilitud, como si el narrador en primera persona no estuviera recordando una historia personal, sino un continente propio, o como si el autor tuviera por segundo apellido Márquez y Camanchaca estuviera compuesto por los recortables de un manuscrito primigenio de 600 folios o más.  De ahí la expresión prosa poética que he escogido para catalogar las emanaciones del estilo más interesante de Diego Zúñiga. Puesto el caso:

Era un camión largo. De pronto, una silueta al costado del camión, mirando a la carretera. Luego saltando. El hombre del auto frenó. Se quedó un momento quieto, como si alguien hubiera presionado stop. La imagen congelada. El desierto. El fuego. Play. El hombre que volvió a acelerar. Llegó a Iquique. Mi familia. Todo el mundo subiendo hacia el desierto. El sonido de las ambulancias. El fuego.

Más que las referencias pasajeras a Super Nintendo y a Bola de Dragón Z, intuyo que el estilo sincopado de este pasaje constituye la principal marca generacional en la escritura de Zuñiga, influido él también por el nuevo estilo internacional impuesto desde la blogosfera, donde la muchachada encadena frases sin adjetivación y sin subordinadas, como dictadas sin piedad desde un puesto de telégrafos. Salvo por alguna «lonja de jamón», algún «pendejo culiao» y cierto «lo llamó y le dijo», que vienen a colorear un poco los anodinos enunciados en sujeto-verbo-predicado de Zúñiga, cualquiera diría que estamos leyendo una traducción realizada por un amante de los puntos y seguidos, en lugar de un texto escrito de directo en castellano. 


II.
[Entrevista.]

Ernesto Castro (EC). En primer lugar, ¿qué es Camanchaca? Patricio Pron, desde la solapa de tu edición en Random House Mondadori, nos dice que estamos ante una novela. Sin embargo, en mi pueblo (donde hablamos francés muy bien en la intimidad) llamamos nouvelle a un texto de ficción de esta extensión. Por si fuera poco, cuando un lee el texto comienza a descubrir tonos líricos aquí y allá, hasta el punto de pensar: ¿no serán prosas poéticas? Así que dime, ¿qué taxonomía prefieres?

Diego Zúñiga (DZ). En Chile sucede algo particular: es muy grande la importancia de la poesía. Ignoro si muchos narradores leen poesía; todavía tengo esa duda. Desde luego Bolaño —quien espero haya influido para bien a los más jóvenes— reivindicó siempre a muchos poetas. Tenemos un poeta chileno, muerto hace ya más de veinte años, llamado Juan Luis Martínez, cuyo primer libro se titula La Nueva Novela. Es un poemario, finalmente, pero no está en verso, sino que tiene preguntas filosóficas, dibujos, etcétera. Es una suerte de collage con gran fondo, muy influido por los surrealistas, más allá de lo técnico y la pirotecnia. Tengo un amigo que dice que tras La Nueva Novela ya podíamos hacer cualquier cosa, como quien destroza los géneros para hacer algo nuevo. A estas alturas resulta muy difícil que las cosas no se mezclen. Los géneros, digo. Me pone muy contento cuando alguien descubre poesía en el texto, porque yo no me siento capacitado para escribirla, no solo por el tema del país y su tradición, sino porque no tengo el talento o la paciencia para hacerlo. Mario Levrero decía que una novela es cualquier cosa entre una tapa y una contratapa. Yo escribí Camanchaca pensando, siempre, que era una novela. Un año antes de escribir el libro publiqué un relato, unas cinco o cuatro páginas por encargo, para un diario donde se pagaba bastante bien. Y pronto me di cuenta que no era eso.  Aunque Camanchaca sean unas pocas páginas, formalmente sucede que yo solo cuento una parte. Es una historia familiar. De haberla contado de forma tradicional, digamos, tendría un volumen de 300 páginas. Me fascinaban los personajes poderosos de las novelas rusas y francesas, pero sabía que la historia tenía que ver con el narrador; su mirada está como así, finalmente, tiene problemas para expresarse. ¿Puede un libro de 400 páginas hablar de la falta de comunicación? Yo creo que no.

EC. Siguiendo con Rusia y los rusos, no se me caen los anillos cuando te digo que he confundido en varias ocasiones el título de tu libro con Kamchatka, la península situada en el extremo oriental de Siberia, cuyo nombre recuerdo gracias a un juego de mesa. En el Risk, Kamchatka es una región crucial para hacerse con Asia y para abordar América del Norte. Entre las ventajas del Risk para esta entrevista se cuenta su fidelidad para con la concepción occidental del mundo. Según el juego, América del Sur es la región menos interesante de todas, seguida muy cerca por Oceanía. Está dividida en tres zonas: la Gran Colombia, Brasil y el Cono Sur. La pregunta, por tanto, es la siguiente: ¿crees que a los lectores españoles nos gusta amalgamar la literatura latinoamericana o sois vosotros mismos los culpables de nuestra concepción riskeana de la realidad? En otras palabras, ¿hay en Camanchaca una pretensión de representar la realidad del subcontinente en el microcosmos familiar de la narración?

DZ. Hay esa pretensión, claro. Resulta inevitable cuando uno escribe sobre la familia. La novela está ambientada en el Norte de Chile, pegando con la frontera peruana y el desierto de Atacama: todo eso determina tu vinculación con el mundo, y cuando escribo mis libros, tanto este como el nuevo, pienso finalmente en el lugar. Cuando uno deja reposar los textos luego descubre que estas cosas pueden pasar en otros sitios: el norte de México o Perú, por caso. Si bien todos estos países son muy distintos entre sí, empezando por el idioma y los tonos, también hay algo que (paradojas de la vida) nos une: nuestras familias son un poco raras. En Camanchaca no hay nada de realismo mágico; todo está centrado en la familia; hay sucesos extraños y uno intenta medio normalizarlos. Considero que el hablar de la familia universaliza la historia. Hace unos años, igual ya no tanto, marcaba mucho ser hijo de padres separados. En Chile somos muy fijados con estas cosas. Camanchaca trata sobre una familia de clase media, que se dice en Chile, pero todo es bien frágil y precario. El libro muestra esa inquietud. Todo se puede extrapolar, igual.


EC. Ahora que mencionas el elemento de lo inhóspito, tan presente en la tradición narrativa europea, como nos recuerdan a todas horas los críticos literarios y sus monsergas freudianas, ¿crees que hay una obsesión europea por conocebir a los escritores latinoaméricos como kafkianos en el exilio? Confiesas que tu escritura se aleja del realismo mágico. Yo, desde luego, situaría Camanchaca sobre otros railes completamente distintos. Aunque la sensación de distanciamiento que genera tu composición de las escenas dramáticas sea digna de nota (y yo piense que hay un componente generacional en ello), me llama más la atención tu trabajo de la memoria histórica, tan personal, intimista y hasta familiar. Creo que hay muchos puntos en contacto con El espíritu de mis padres de Patricio Pron. Aunque quizás estemos ante una nueva misunderstanding inflaccionaria típicamente eurocéntrica. No hay casualidad alguna en que los mismos editores franceses, ingleses e italianos que en el pasado tuvieran reticencias en traducir a Pron se lanzaran hace unos años como hienas en cuanto escucharon el dulce canto de sirena de la dictadura y de los desaparecidos que emiten las páginas valientemente escritas por Patricio. Así que dime, ¿crees que los europeos tenemos alguna suerte de obsesión con encuadrar la alta cultura latina bajo la categoría de la memoria histórica?

DZ. Mira, tengo la sensación que sí. Medio en broma medio en serio la gente dice que Herralde dictaba a sus autores argentinos que pusieran por algún lugar la palabra desaparecido en los libros que publicaban con Anagrama. Algo así me pasó con la traducción de Camanchaca al italiano: ellos la miraron como una novela de posdictadura. El traductor hizo un epílogo donde rastreaba todas las marcas; las reseñas que aparecieron allá también ahondaban en ello, aunque todas se centraban más en la familia y la intimidad. Hicieron una lectura política, que no es que se la hayan inventado, pues el libro muestra las marcas, aunque el tema me parezca demasiado complejo. Ya pasamos por la novela del militante: generalmente un fracaso. Ahora pasamos por la novela de los hijos: Pron y su libro, que me gusta mucho; Zambra escribió Formas de volver a casa, que también trata este tema. A diferencia de ellos, yo no viví la dictadura. Nací en el 87, cuando ya estaba terminando. Nuestra labor como generación, de haber alguna, sería abordar este problema desde una perspectiva novedosa. Entre los argentinos, quienes siempre parecen en especial talentosos a la hora de narrar distintamente estas cosas, se cuenta un escritor jóven, Félix Bruzzone, que tiene un libro de relatos titulado 76. Siendo él hijo de desaparecidos, narra el asunto desde una perspectiva delirante, abandonando el llanto que suele acompañar estas exposiciones. Hay un gesto entre la indiferencia y el compromiso muy nuevo, muy fresco: me parece el modelo para abordar el asunto. Escribir desde Chile y no abordar el tema me parece (inevitablemente) difícil. Hay opciones, claro. Mucha gente quiere alejarse y me parece muy bien. En Chile el tema de la dictadura es algo que no... finaliza bien. En Argentina hubo gestos de reparación: Videla muere en la Cárcel; Pinochet, en un hospital militar, con todas las comodidades. Es un tema pendiente. Super pendiente, finalmente: el presidente en estos momentos es un hombre que dice no haber apoyado a la dictadura, pese a estar rodeado de gente cercana a Pinochet. En el Norte hubo campos de concentración enormes. En Atacama hubo uno. Pisagua, cerca de la frontera, tiene un campo desde la guerra chileno-peruana; es un lugar horrible. El Norte está ahí. No hacerse cargo me parece extraño. Yo he nacido allí, he crecido allí. Los relatos están como en el aire. Iquique, como cuento en la próxima novela, era la ciudad favorita de Pinochet. Cuando fue el plebiscito, cuando terminaron sacándoselo, él sólo pregunto: ¿Cómo me fue en Iquique? Perdió, por supuesto.

EC. Para cerrar, quisiera hacerte una pregunta sobre el estilo del párrafo y la sintaxis que utilizas. Salvo algún juego entre el complemento indirecto y el complemento directo, algún localismo inconsciente que te sale, y alguna expresión cariñosa para designar a los miembros de tu familia, Camanchaca está escrito en un estilo plano y uniforme. ¿Qué pasa con los jóvenes? ¿Han olvidado la hipotaxis y la adjetivación? ¿Acaso escribes desde un puesto de telégrafo?


DZ. Yo no escribo así, digamos, en la vida real. En la novela encontré una voz. Fui dándole forma. Alguien me dijo que Camanchaca es una novela sin estilo, porque el narrador -como tú dices- escribe pam-pam-pam, desde el telégrafo. La voz exigía eso. Pero yo no escribo así. Por el contrario, disfruto mucho con las frases subordinadas. Pensándolo generacionalmente, quizá estemos muy influenciados por las traducciones desde el inglés. Hay que luchar contra eso, cuestionarlo, darle un giro. Mi nueva novela se aproxima más a mi escritura ideal, cómo me gustaría escribir, en este sentido: un narrador en tercera persona, una historia más normal, etcétera. En Latinoamérica han pegado mucho las traducciones. Me genera una situación contradictoria, porque me encanta leer a Carver y a Cheever, pero luego uno descubre que todo el mundo anda leyendo igual, y piensas: «Cierra la puerta y andate por otro lado». Cuando estuve escribiendo Camanchaca, andaba muy pegado a Cheever y a ese estilo. De ahí el epígrafe de Richard Ford. Entiendo el libro como una huella del periodo que estuve buscando sintetizar la idea yanqui de la frase corta en un narrador muy puntual y concreto. De todas formas, no toda la literatura norteamericana es igual: Richard Brautigan no escribe como Carver. Para desmarcarme, hace tiempo que leo otras literaturas o poesía, incluso la yanqui, una tradición muy rica y variada. Y cuando he venido a España, ahora estos días, he comprado muchos libros europeos, tanto en las librerías de Madrid como aquí, en Barcelona. De pronto descubro que me estoy llevando todo franceses, húngaros y cosas así, cuando allá solo llegan cosas, por así decir, mainstream. Supongo que esto refleja mi cambio de intereses.


Publicado originalmente en Zafarranchos Merulanos. 11 de julio de 2013.

10 de julio de 2013

Zurita 752

Leyendo desde España una masturbación chilena

I

Por desgracia, el tráfico de influencias sobre el Atlántico no es tan fluido como nos gustaría. Tras el desembarco de los boomberos durante la Transición Española, los autores de América Latina, mal conocidos y amalgamados por su condición continental, son leídos en la Península siempre y cuando aparezcan en editoriales de la Península. Pocos son los sellos de allá conocidos por aquí. La poesía chilena confirma la regla en lo segundo (leemos a Nicanor Parra en Galaxia Gutenberg: tapa dura y 58€, ¡veleidades del Primer Mundo!) pero constituye una excepción a lo primero: en España hay una gran tradición de lectura (y de envidia) hacia los poetas chilenos. Nacidos en un país estrecho y alargado, verticalmente dispuesto como un poema, la lista de escritores en verso arrojados por el vientre chileno y celebrados con cava en Barcelona, cabeza editorial de España, sería imposible de desgranar por completo: desde los cuatro grandes hasta Jorge Teillier, pasando por Enrique Lihn o Gonzalo Millán, muchos versiculistas hemos leído con ganas. La obsesión reciente por Bolaño habrá además incrementado —supongo— el interés por los textos chilenos en general, y por los escritos de Raul Zurita en particular. Sobre Zurita deja escrito Bolaño en Entre paréntesis un blurb tan usual como inocuo; aparte de no decir nada, el fragmento tiene la virtud —qué menos— de responder a cuatro de las seis uves dobles del periodismo informativo. Who? «Zurita». What? «[C]rea una obra magnífica». How? «[Q]ue descuella entre los de su generación». When? «[Y] que marca un punto de no retorno con la poética de la generación precedente». A falta del Where? y del Why?, interrogantes impropios para cuestiones estéticas, la referencia bolañista merece nuestro respeto: muchas gracias por descubrir Zurita, Roberto. Más profundas, pero no menos vagas, son las palabras que Raúl dedica a Bolaño; están escritas en su último libro, el tema que aquí nos ocupa:

Cuando surgiendo de las marejadas se vieron de nuevo los estadios del país ocupado y sobre ellos al hepático Bolaño escribiendo con aviones la estrella distante de un dios que no estuvo  de un dios que no quiso  de un dios que no dijo  mientras adelante la mañana crecía y era como otro océano dentro el océano los desnudos cuerpos cayendo  el amor de la  rota boca  las graderías rebalsadas de prisioneros alzándoles sus brazos a las olas

Para quien no conozca la referencia implícita del texto, cabe señalar que —según Bolaño— el protagonista de Estrella Distante (1996), el nazi Carlos Wieder, pinochetista convencido y ejecutor de desapariciones atribuidas, hizo unos versos en el aire desde su avioneta («La muerte es mi corazón/ Toma mi corazón/ Carlos Wieder», rezaba el poema en los cielos). La respuesta de Zurita tuvo que esperar unos años: en 1973 estaba encarcelado por comunista y por veinteañero, igual que el cantante Victor Jara, a quien aplastaron las manos los esbirros de Pinochet (44 balas entre pecho y espalda) en el Estadio de Chile (de ahí la referencia a los estadios). Como digo, Zurita tuvo que esperar una década para escribir en los cielos de NYC la respuesta (La vida nueva, 1982), y otro decenio más para dejar grabado sobre el suelo del desierto de Atacama el monumental «Ni pena ni miedo», la frase latina que llevaba desde 1933 el 7º Regimiento Alpino del ejército de Mussolini («Nec spe nec metus», rezaba su escudo de armas). Visible como la Muralla China desde Google Maps, Ni pena ni miedo (1993) constituye algo así como el Monte Rushmore de la generación española de los 70, izquierdistas esperanzados en el arranque de la Transición, sorprendidos por la derrota del socialismo democrático en Chile (70-73) y en Portugal (74-76), más tarde convertidos en chaqueteros de derechas o en cínicos nihilistas posmodernos que no tienen miedo, en efecto, pero tampoco esperan nada. En suma, nunca fue tan cierta aquella sentencia de Holderlin sobre los poetas, que se comunican —según él— desde las alturas, como para el caso de los poetas chilenos, sean de derechas o de izquierdas, que se responden alto (muy alto) entre sí.


II

Para que se vayan situando, no muy lejos de Barcelona la Rica en Dones, pero más cerca de la Sacamantecas Corte Madrileña, hay una ciudad vieja castellana (apenas un pueblo) de nombre Salamanca donde los editores son jóvenes y los poetas, también. Entre los audaces encontramos a Fabio de la Flor, hombre orquesta de la Editorial Delirio, donde el año pasado tuvo lugar el parto de los montes: no fue un ratón sino un tocho/pocho de 752 páginas el resultado de la conexión chileno-salmantina. Raul Zurita hacía suya la plaza con un poemario/monumento, un ejercicio de memoria histórica, en verdad, o así es cómo vemos el asunto desde aquí, donde las experiencias personales se mezclan con el paisaje circundante a Valparaiso. Para publicar los ejemplares, Fabio de la Flor, quien suele editar libros en cuadrado, tuvo que modificar el formato. Él mismo me dijo off the record, y yo lo cuento aquí como si nada, que setecientas páginas equiláteras equivalen a talar medio Amazonas. Así que Fabio de la Flor, poco o nada eco-friendly en otras cosas, se avino a utilizar un paralelogramo más sostenible: el rectángulo. Ahora bien, salvo por sus dimensiones estilo Kellog’s All-Bran, Zurita encaja muy bien en el catálogo. Si el libro destaca, será para bien, porque la editorial cuenta con poemarios sociopolíticos (como Basura de Ben Clark), intimistas y personales (como Campo de fuerza de Carmen Camacho), así como desmesurados (como No haber nacido de Gonzalo Escarpa) que pueden arropar (y arropan de hecho) a su hermano mayor chileno sin complejos. 


Glosar el contenido de Zurita es una tarea que doy por desestimada. El libro hay que leerlo —diantres— aunque sea a cachos, solo las páginas impares, o como usted quiera abreviar esta extensa letanía que tanto se alarga, que tan mal cuerpo deja. Y es que Zurita tiene la manía de ser implacable: con un minimalismo descriptivo que llega a extremos bíblicos, los adjetivos y los apartes, los juegos formales están prohibidos en una poesía que desgrana anécdotas personales con una crueldad insólita. Así nos cuenta Zurita como se separa de su familia (mujer y dos hijos) para irse de putas buscando a una pelirroja (el color del pelo de su madre loca): «Me operé de ellos. Así de simple». En calidad de informe subjetivo, acompañando el escenario del desastre, encontramos algún «sufría», algún «lloraba», algún «gritaba»: mojones de subjetividad que acentúan el nudo en estómago que ya ata bien atado esta poesía casi burocrática, donde los golpes de estado, las separaciones matrimoniales o las muertes se registran con una celeridad enquistada. En verdad miento como un bellaco, pues la poesía de Zurita tiene un componente formalista, cómo no ignorarlo: hay apartados del libro donde la página está muy trabajada, hacia el final del libro sobre todo. Un tono menos contundente y más dubitativo aparece, asimismo, en poemas como «Dispensario». No obstante, considero que la mencionada sinceridad descarnada constituye aquí el principal elemento poético. El resto son descansos para un lector acongojado, quizás incluso ofendido o tal vez aburrido, dada la machacona y exhibicionista voluntad de contar que atraviesa Zurita.  


El libro arranca la víspera del 11-S, día de luto entre nosotros, los socialistas de todas las partes del mundo, que recordamos cuando el imperialismo derrocaba gobiernos democráticos sobre la faz de la Tierra, mucho antes de exportar a otros países el liberalismo constitucional, manu militari también, antes incluso de que los yihadistas les pisaran la fecha a los fascistas chilenos. Sobre la impotencia política que vino tras la derrota, Zurita escribe unas valientes líneas contra sí mismo. Nacido en una casa pobre pero ilustrada («Se suponía que teníamos unas casas en Iquique, heredadas de tiempos del salitre, pero en realidad valían un pepino», confiesa el hijodalgo); crecido como adolescente idealista con el comunismo («Veras que se va», la sección final del poemario, es también un cántico a la victoria efímera de Allende); consolidado como performer internacional gracias a una masturbación en privado (No puedo más, 1979) y a las repetidas mutilaciones que realizó sobre su cuerpo, ya fuera para portadas de sus libros (Purgatorio, 1979) o simplemente en señal de protesta; Zurita se desdice en «Verás un mar de piedras» de todos los críticos de arte, incluido él mismo cuando joven, quienes consideran que hacer el imbécil en salones, museos y galerías constituye algo más que impotencia subvencionada por la indignación (de capa caída) de los conservadores. La política mientras tanto, si me permiten el aparte, siempre ha estado en otra parte. Resulta de hecho muy lamentable ver cómo los niños burgueses licenciados en Historia del Arte que vienen a España desde Chile, conocedores al dedillo de todas las obras y los artistas del CADA (Colectivo Acciones de Arte), ignoren por contra el nombre del partido de la resistencia donde militaba Lotty Rosenfeld, artista chilena conocida en el mundo entero por Una milla de cruces sobre el pavimento; mal que nos pese, Rosenfeld fue encarcelada por su militancia, no por sus performances, hasta en dos ocasiones. Zurita fue miembro del CADA, y a toro pasado, en el libro que estamos comentando, escribe sobre el mundillo artístico de 1974:

Una pareja que veía llegando de Alemania me mostró las fotos. Fue al año del golpe y ya era cuento viejo, pero fue la primera vez que las vi. Los había arrastrado el cauce del Mapocho. Aparecieron una mañana y la gente los miraba desde los puentes. Me las mostraron porque la tipa había hecho unas obras con ellas. Pintó los cadáveres de la fotografía con un color rosado y el resto lo dejó igual. Joder con los artistas. Con la tipa me acosté una vez.

En 1980 la cosa no había mejorado:

La tipa me sacó las fotos mientras me la cascaba en una galería de arte y acabó mal. En fin, todo ese pajeo del arte bajo la dictadura y bla bla bla. Con esa tipa, más la que era mi segunda mujer y dos tipos más, teníamos un grupo de acciones de arte bajo la dictadura y bla bla bla.

¿Y qué dicen del final?

En fin: pequeños tipos rotos en un pequeño país roto.

III.



En suma, una Gesamkunstwerk rotunda y completa, cuya extensión desmesurada, escrita a chorro limpio, no ha impedido el recibimiento cálido por parte de una crítica de poesía, como la española, más acostumbrada a los versículos del poemario juvenil, quizá bueno en las distancias cortas, pero demasiado caro para el lector ocasional, incluso cuando está sufragado por el dinero público de alguna diputación provincial —cosa que pasa las más de las veces. Zurita, el libro, no incurre en el defecto contrario. Un tocho que recopila todas las cosas escritas y por escribir de algún figurín literario consolidado: Zurita —a pesar del título y las apariencias— no es eso. No. A caballo entre la antología de toda una vida y el libro temático, las 752 páginas de Zurita vuelven una y otra vez sobre los mismos fantasmas, aquellos que cruzaron en varias ocasiones el Atlántico para sembrar el miedo en las clases populares gracias a la mano invisible que mece la cuna del capital, o mejor dicho: su cama matrimonial americana. No están en el poemario estas palabras tan demagógicas, claro. Disculpen la intromisión de la política en este comentario: en el libro, si aparece la palabra capital (en Zurita, solo cuatro veces) siempre denota metrópoli señalada, cabeza urbana estatal, nunca dinero contante y sonante. Sin embargo, un ζῷον πoλίτικoν como el servidor que les escribe —deformado sin remedio por la interpretosis politizante y hasta marxista— no puede dejar de asociar estas páginas tan personales con aquellas otras, menos intimistas pero también cruciales para entender las derrotas que pueden establecer lazos a través de los continentes. Me refiero a Soberanos e intervenidos, el libro sobre la larga mano del imperialismo, ya saben Uds., en los países de impronta ibérica y latina. Escrito por Joan Garcés, otro chileno bien conocido nuestro, narra aquello que Zurita calla en ocasiones. Sin embargo, no es este lugar para repetir la agencia y el destrozo —nunca mejor dicho— de Washington en estas naciones. Así solo queda recordar las lecturas que realizó el poeta durante su estancia en la Península. Estas lecturas fueron, de hecho, el primer contacto de muchos lectores con Zurita. El comienzo de una amistad grande, espero, hacia cierto modelo de recitar. Primero calmado, luego dubitativo, finalmente teniendo que sujetarse el cráneo: así recita Zurita, cuya enfermedad de Parkinson convierte sus esfuerzos por mantener la compostura un espectáculo estético de primer orden donde la entrega a los espectadores constituye el principal componente a tener en cuenta cuando arrancan los aplausos. Atronadores. Dicho sea de paso, el tono de la lectura a viva voz recuerda asimismo, por extraño que parezca, la consulta privada del libro. Algo inevitable, hablo de mi experiencia: uno empieza piano-piano, ojeando la morbosidad del asunto, y termina agarrándose al asiento, cualquier cosa fija que haya cerca, con tal de no ser arrastrado por el torrente. A Zurita —si me permiten el consejo— conviene si eso leerlo por partes, a cachos y con saltos. Y si no terminan, tampoco se preocupen: la cosa continua. La cosa, como muestra la inestabilidad sociopolítica tanto chilena como española, no puede sino continuar.

[Publicado originalmente en 50 Watts. 10 de julio de 2013.]