30 de mayo de 2013

Lena Dunham Delayed

Esta semana tiramos del pasado.
Nos remontamos un mes en la memoria.
Hablamos de festivales, gente atrapada,
modernos (cómo no) y risas con hache,
además de palomitas penadas con cárcel.

¿Se han fijado? Las sesiones de los indie festivals nunca comienzan a la hora. Tal es su independencia, para mayor honra, respecto del horario comercial. Una rigurosa falta de puntualidad viene a ser el remedio de la abuela contra la carencia de anunciantes. A falta del pan financiero, buenas son las colas de espera. Celebrado entre el 25/04 y el 3/05, el Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona, el D’A de 2013 para los amigos del séptimo arte, no iba a ser para menos. Mi economía política doméstica tiene un límite para las entradas a 6 € & 50 cent. (descuento de estudiante incluido) pero todas las sesiones que visioné con mis propios ojos, cuya cantidad podemos enumerar con los dedos de la mano, contaron con la presencia de algún benévolo proyector, quien tuvo a bien el conceder a sus retrasados espectadores los cinco, diez, quince y hasta veinte minutos de justicia impuestos por los cánones de la cortesía española. Como retrasado con conciencia de estirpe que soy, ello, este ademán liberal, este gesto de magnificencia, esta holgura con los tiempos no supuso ningún alivio para mí. Llegaba tarde y corriendo —como siempre— a los cuarteles del CCCB. Mi reloj de bolsillo indicaba las 19.50. La película empezaba, según la parrilla, a las 19.45. La common law del lugar me daba todavía unos minutos extra. Estaba perdido, sin embargo. Yo suelo llegar cuando las cosas ya han empezado, ¿qué hace la gente con su tiempo libre en una sala de cine?

Las palomitas & la Coca-Cola estaban verboten para mí. Ya había probado el experimento hace unos años, en los Renoir de Tirso de Molina (MAD), durante el estreno de La cinta blanca, y no quería volver a experimentar el nazismo cultural en mis carnes. Ojos en llamas tras gafas de pasta, ¿se imaginan? La realidad puede llegar a ser más violenta que cualquier Haneke. Casi tan estricta como la etiqueta del espectador refinado. Da igual que la película sea una comedia de costumbres neoyorquina o un drama campesino mitteleuropeo: hay que verla con los brazos cruzados, las piernas cruzadas, o las palmas de las manos bocarriba, posadas sobre las rodillas —esas son las opciones. En cuanto a las risotadas enlatadas, siempre serán recibidas con los brazos abiertos en estos entornos, pues incorporan un distanciamiento brechtiano en relación a la contemplación estetizante burguesa, y es costumbre el mofarse a mandíbula batiente ante un Beckett o ante un Lynch, incluso en el MoMa ante un Duchamp, como pude comprobar una semana antes —una vez más— en el hilarante y refinado estreno de los Ilusos de Jonás Trueba, dentro del renovado y hipsterizado Matadero de Madrid, donde todas las señoras de la sala se partieron la caja, como mandan los cánones, nuevamente. (El nivel de las risas me suscita, de hecho, un interrogante. ¿Cuántas primas hermanas tiene Jonás para componer tamaño coreografía de sonrisas? Nunca llegaremos a saber la cifra exacta, me temo.) Como decía, retomando el argumento, a diferencia del ha-ha-ha de la carcajada limpia, el fru-fru de la pajita del refresco, el glub-glub de nuestras tráqueas animales y también el crunch-crunch de los maxilares inferiores introducen un ruido de fondo estomacal plebeyo y fuera de tono. Yo veo series mientras cocino, así que pelillos a la mar —por mi parte— y ¡larga vida a los taperguares! Pero habíamos venido a contemplar cinéma d’auteur. Tocaba sentarse a esperar y aburrirse, por añadidura, un poquito nada más.
 
Las palomitas
mejor no llegar a
 tocarlas si quiera.
Ya empieza el asunto, después de mucho esperar. Lucia Lijtmaer —la presentadora de la sesión— nos recuerda que Tiny Furniture —la película que estamos a punto de ver— no es Girls —la serie que todos hemos visto—. Ver para creer. Mismo reparto de actores, similar trama narrativa, idéntico escenario vital, ¿qué diferencias respaldan este enunciado? Para empezar, Lena Dunham ha simplificado el planteamiento narrativo, introduciendo el componente familiar. Allí donde la serie presenta un ambiente de fraternidad universitaria, o mejor dicho, los restos de amistad adolescente que la precariedad del mundo actual no ha apisonado, y Dunham realizar algunas variaciones narrativas con la materia prima contenida en una docena de perfiles sociales, la película simplifica el entramado de personajes, dejando de lado algunas figuras prescindibles —a mi juicio— del reparto original. En cuanto a la temática sociopolítica, todo igual en el frente: ante la fiereza del mercado de trabajo, una veinteañera obsesionada con las enfermedades de transmisión sexual, recién licenciada de alguna universidad americana, tiene que comerse su orgullo social de clase media, con guarnición de títulos, diplomas y certificados, y asimismo rebajar las aspiraciones intelectuales del cognitariado —que ella cree encarnar— a la altura miserable de una restaurant hostess, trabajo que consiste en apuntar las reservas de los clientes, durante el horario matutino, en una libreta de pedidos. ¿Menuda tragedia?, se preguntan. Menuda repetición, en realidad. Ese argumento está amalgamado a partir de la serie. Más interesante resulta, digo yo, las cuestiones generacionales que plantean los 98 min. de film. Frente a la confrontación antagónica entre progenie y progenitores que presenciamos en Girls, donde los nacidos en la década de los 80 aparecen como unos sacamantecas mimados y dependientes de la generación anterior, incapaces de encontrar una profesión a largo plazo, Tiny Furnitures sitúa esta dicotomía en perspectiva, incorporando la figura de la hermana adolescente y de la madre soltera (una vieja hippie), trasladando las complicadas relaciones de amistad a la estructura familiar, y mostrando también los conflictos que esta generación tiene con la camada inmediatamente posterior —los nacidos en los 90— quienes ya han incorporado, puestos bajo aviso, la ética protestante en su vida cotidiana.
 
Jemina Kirke. Madre embarazada
yonqui
. Atlante del katemossismo.

Sea como fuere, son las 19.55. Y todavía no ha empezado la película. Lucia Lijtmaer nos recuerda por segunda ocasión que no estamos ante Girls. En la cinta solo hay «some girls», nos recuerda por vez tercera. Tiradas en la cuneta se encuentran Allison Williams, quien interpreta en la serie a la morenaza Marnie Michaels, en el papel de veinteañera ordenada, con la vida planificada por completo, que termina perdiendo el Norte, y también Shoshanna Shapiro, la versión inocentona del consumismo americano, que Sexo en NYC representa en sus mejores momentos sexuales, rozando la cuarentena recién cumplida, y que Zosia Mamet encarna en sus primeros pasos, llenos de inocencia, credulidad y palabrería. El remanente femenino de esta austeridad en el casting de actores es Jemima Kirke. Jessa Johansson, para los amigos. En efecto, la hipster con acento británico que, durante la primera temporada, maquina la formación de un sindicato de babysitters, descuidando la atención de la muchachada que tiene a su cargo, para más tarde revolotear sobre el padre de las criaturas, y protagonizar una de las escenas lésbicas más entrañables de la serie, donde es llamada «Mary Poppins», y no sigo spoileando. La misma que, en la segunda temporada, en un capítulo que nadie puede spoilear, porque es una gema contenida en sí misma, sin relación con el resto de la trama, acompaña a la protagonista de la serie, a la propia Hannah Horvath, hasta las profundidades de la América Rural, con R mayúscula de Rodeo, donde el acento sureño se confunde con los dejes de Newcastle, las mujeres pueden mear detrás de un seto, y hasta el más pringao tiene una canita en pleno bosque, junto a las tumbas del cementerio, por ejemplo. Total, gran acierto para Dunham, el mantener a Kirke. Su sex appeal un tanto yonqui, en la mejor línea del Kate Moss Machine, salva alguna que otra escena de la película, que habría tenido que descender hasta los abismos del sitcom gag, en su ausencia, con tal de arrancar hasta el último

Hahahahahahahahahaha— del público.

Como contrapeso, tenemos a Alex Karpovsky. Yo pensaba para mis adentros, «Recórcholis: he aquí un buen actor», mientras los tramoyistas pasaban la película, y el público rumiaba sus palomitas imaginarias. Alex tiene todos los atributos requeridos para triunfar en el celuloide: mucha frente, mucha nariz y poca boca. Su mentón de Lama glama es imponente. Tiene una mirada descendente de órdago. Y su entonación es buena. En Tiny Furniture continúa interpretando su papel de petao, claro. A diferencia de la inglesa, su personaje carece de todo sex appeal. Se acuesta desnudo con mujeres preocupado en exclusiva por la sudoración de sus compañeras de cama. A pesar de su pecho de lobo, es un cordero sin gracia. Su relación con la protagonista es un boy meets girl fallido. El chico solo quiere alojamiento gratuito. Los problemas sexuales abarcan, por supuesto, bastantes metros en las cintas que ha grabado, durante su trayectoria cinematográfica, Lena Dunham. En los primeros capítulos Girls despunta una sexualidad mortecina, rutinaria y muy poco divertida, que contrasta por completo con la representación eufórica y falofórica, en ocasiones carnavalesca, que podemos encontrar en series —qué yo— como Californication, donde un escritor traumatizado llega a tener, solo en el episodio piloto, hasta cuatro lances sexuales: una felación para despertar de desayuno, mujer desnuda en la cama a mediodía, un poco de rollo sado durante la siesta, y algo de coitus interruptus tras la cena, ¡así cualquiera se pone a escribir! Tiny Furniture es, en varios sentidos, la culminación de este planteamiento. Culminación como nova más: la escena de sexo en el interior de una tubería con el guaperas de turno sintetiza la ambivalencia emocional de esa convención heterosexual que llamamos penetración vaginal. Pero culminación también como non plus ultra: en la galería del erotismo occidental, Lena Dunham es una invitada rolliza y tatuada, cuyos escarceos con los caballeros de Brooklyn se visten —alternativamente— o con un carácter mesiánico o con un aspecto bufonesco. Tertium quid non datur. El episodio quinto de la segunda temporada de Girls apuesta por la utopía: 24 horas de romance ininterrumpido con un adinerado y cariñoso médico divorciado, ¿quién pide más? Tiny Furniture, por el contrario, prefiere la broma fácil. He aquí una conversación entre una madre y una hija de manual de primero de carrera:
«¿Habéis tenido relaciones sexuales?» «Sí.» «¿En tu casa?» «No.» «¿En su casa?» «No.» «¿Entonces dónde?» «En otro sitio.» «¿En un hotel?» «En otro sitio.» «Madre mía, ¿en la calle?» «Peor que eso» «¿Qué hay peor que la calle?» «Una tubería industrial sobre la calle.»

Y los asientos detrás y delante, por todas partes, estallan en un Hahahahahahahaha. Y yo no paro de preguntarme, como hiciera otrora el ínclito Enrique Rey en FB, «¿en qué viajes, bajo qué climas, con qué gentes, durante qué aventuras habrá adquirido el público del CCCB esa maldita risa con hache aspirada?».

Tomar un Starbucks. Algo así como
el momento Hipster All-Bran. Violentado,
en este caso, por la cámara y por la prensa.
 

21 de mayo de 2013

Bambi ha muerto, cabrones.

Pan de oro. Placer adulto.
Iago Fernández Ferrán,
Como el ciervo huiste, 
Editorial Delirio, 2013.


La primera ventaja de la amistad entre escritores es que, así como los elogios mutuos se suponen de antemano, así también se perdonan las objeciones bien intencionadas. O por lo menos no se comprenden según ese esquema caínico que tantos poetastros suscriben, según el cual todas las reseñas negativas son puñaladas por la espalda que vienen a alterar el buenrollismo del mundo literario, donde las diversas corporaciones generacionales mercadean con el humo propio, sin excesivas rozaduras en los puntos de sutura, que para hacer el trabajo sucio, las objeciones y los insultos, para eso ya están los troles digitales. O eso espero. Y es que hoy quiero criticar a mi compadre, Iago Fernández Ferrán, quien acaba de publicar Como el ciervo huiste con la salmantina Editorial Delirio, cuyo catálogo cuenta con varios libros que llevan mi apellido, como pueden ser Bizarro (2010) o El arte de la indignación (2012), que un servidor ha coordinado con gusto infinito. Y claro, uno quiere llegar a viejo preñado de amistades pero, ya puestos a elegir, las prefiero curtidas por la inclemente sinceridad del francotirador, antes que reblandecidas y enternecidas a golpe de palmadita en el pompis. Así que allá vamos.

Fdez. Ferrán pertenece a mi camada generacional. En la presentación barcelonesa del libro, si no hubo cuarenta menciones despectivas a la posmodernidad, no hubo ninguna. Ambos entendemos cosas distintas, pero nos entendemos en suma, y cuando hablamos de los posmodernos, nuestras carcajadas rozan el cielo. Fdez. Ferrán tiene unos gustos estilísticos muy definidos, que yo comparto por completo. Los escritores viejunos de la tradición castellana están en nuestro haber como los más preciados. De los extranjeros, siempre presentes, tenemos a Faulkner, a Flaubert, a Proust. Y luego está Roberto Bolaño, que no termina de hacerme tilín, mira por dónde, a pesar de la teoría que tiene Fdez. Ferrán sobre el cruzamiento del surrealismo y del modernismo en Los detectives salvajes, gracias a la incorporación de fragmentos de realidad que apuntan como índices más allá del texto. —Los detectives salvajes, una novela que de posmoderna solo tiene los desnortados críticos literarios —sentencia Fdez. Ferrán mientras yo aplaudo. Como comprenderán, las expectativas depositadas sobre este tunante estaban en mi caso por la altura de las acciones de Lehman Brothers en el arranque de 2007. He esperado la llegada de su libro como agua de mayo. He soñado con escuadrones de narradores con mucha caspa sobre las hombreras. He acariciado esos párrafos que se extienden hasta el infinito y mucho más allá. Una vez entre mis manos, la cosa me sabe a poco, he de comunicar.

♫ Vamos los dos, los dos, los dos. Vamos los dos en compañía.
Vamos los dos, los dos, los dos. Al jardín de la alegría. 

Fdez. Ferrán es un tremendo estilista con poca cosa que contar. Quiero decir, los cinco relatos que componen el volumen, junto con el Epílogo, contienen multitud de historias que se entrecruzan pero éstas, y los individuos que las protagonizan, son apenas el condimento de un torrente sintáctico que permanece inalterado, sin fisuras durante todo el libro, porque de escribir bien y complejo se trata, pensará Fdez. Ferrán, y por supuesto, la psicología de los personajes está sobrevalorada. Ya estemos leyendo sobre la producción de grafito o sobre las aventuras de una madre soltera, Fdez. Ferrán nunca sacrificará un ápice de su capacidad lingüística, acometerá cada frase como si fuera la última, terminará poniendo toda la carne en el asador, acudirá con sus mejores galas a la cita con el diccionario, y nos regalará todas las esdrújulas del mundo. El resultado son —me temo— una colección de flujos de conciencia idénticos entre sí que remiten, en último término, a la cabecita libresca del escritor. Así se puede escribir, sin problemas, sobre un embarazo indeseado como si estuviéramos dirigiéndonos, coñac agitado en mano, a una audiencia compuesta a partes iguales por una organización filatélica segoviana y por un grupo de lectura de Gustavo Adolfo Becquer, por ejemplo:
Lo hicimos allí mismo; y, ¿en qué crees que pensé, cabrón?, ¿qué cara crees que superponía a la que jadeaba a dos palmos de mis labios, qué manos crees que enmascaraban a las que se cerraban sobre mi cuello y qué torso crees que se solapaba al mío?; pero, sobre todo, ¿qué látigos crees que deseé que estuvieran azotando mi matriz para que volviera a florecer al cabo de nueve meses aquel embrión obsceno?
En la época del sexo escrito a lo Bukowski, con su insufrible mete-saca protocolario, resulta de mucho agradecer tamaña floritura en el verbo hecho carne, pero qué duda cabe que, cuando Fdez. Ferrán asume una voz femenina en primera persona, y solo encuentra dos insultos coloquiales —«puto» & «cabrón»— para entonar el estado emocional de una despechada, silueteada sobre un entorno de «manos enmascaradas»«matrices azotadas» y «embriones obscenos», entonces una de dos: (i) o Fdez. Ferrán no tiene pajolera idea de la mentalidad femenina; (ii) o el relato está situado, para nuestro desconocimiento, en el siglo XIX, cuando las señoritas hablaban, suponemos, con este vocabulario. Los referentes literarios del escritor vuelven a pasar factura, otra vez, atentando contra cualquier atisbo de verosimilitud. Y no les cuento más porque no quiero espoilear la lectura. Enanos que inauguran fábricas nos esperan a la vuelta de la esquina, caballeros. Sin embargo, por inverosímil que sea, ningún suceso del contenido puede desbancar el despropósito, desmesurado por abundante, del continente. Para un escritor que alardea de hacer matemáticas con las palabras, y que confiesa haber cuadrado cada párrafo con regla y compás, este libertinaje en la gestión de las expresiones, esta incontinencia a la hora de teclear, no parece una estrategia demasiado inteligente a la hora de entroncar con el expresionismo. El Faulkner de Mientras agonizo, por utilizar una influencia que ambos tenemos, hubiera tirado la palangana de la erudición para quedarse con el niño de la narración, si me permiten esta figura tan manida.

Juán Benet no entiende
esa referencia a Faulkner
metida de mala manera.

En el siglo XXI, la segunda ventaja de la amistad entre escritores, con los medios de comunicación que tenemos a nuestra disposición, consiste en la posibilidad de adelantar las objeciones, pues los avisos no son traidores, y está muy bien el recibir las réplicas por privado, sin que nadie se percate del tema, haciendo como si fueran propias —digo— las distinciones que traza el escritor. Tras leer la reseña hasta este punto, Fdez. Ferrán monta en cólera, como suele, cargado de razones. Me subraya las expresiones que he malversado, las posiciones que he mancillado, la Historia de la Literatura pasada por el Arco de Belén. Temo no haber pillado —Cristo Mal— de la misa la media. Y en verdad, donde yo pronuncio flujo de conciencia, achacando a Fdez. Ferrán la incapacidad de meterse en la mente de sus personajes, un crítico literario versado hubiera borrado y escrito soliloquio en su lugar, pues los narradores de Como el ciervo encaran la presencia del auditorio con distinción y conciencia, limando las asperezas de la subjetividad vivita y coleante, recurriendo a un registro que —en efecto— ningún cerebro humano puede reproducir en directo. Es cierto: cuando menciono la autoridad compartida del expresionismo, cualquier maestrillo de bachillerato hubiera añadido, a reglón seguido, la contraposición con el realismo. Afortunadamente, la faja de Como el ciervo no reza el idioma de lo verosímil. En su defecto, serían dignos defectos a entresacar, entre otras arrugas del libro, la pésima adecuación con el mundo y la complejidad psicológica impostada.

Supongo que los argumentos de Fdez. Ferrán son incorregibles. Quizá la única incorrección que podamos achacar a este prometedor primer libro, escrito con las prisas y a lo loco, en los primeros tres meses de 2012, sea su inoportunidad y su anacronismo, siendo su apuesta por la grandilocuencia, en tiempos tan tuiteros como los nuestros, algo que rozará el suicidio en número de ventas; espero que no. Seguramente estemos de más los reseñistas como yo, que solo quiero decir, antes que me manden callar y me recuerden mi sitio, emulando las palabras negativas de Rafael Conde sobre Volverás a Región de Juan Benet, una cosa muy simple: «El libro, de un interés evidente, sufre por su inconsistencia argumental, por la abstracción de los personajes. Sus páginas están cargadas de moral. Pero estos defectos, comprensibles en una primera novela, no logran borrar el impacto total que causa este extraño libro.» Como Rafael Conde, me resisto a pensar que el mejor narrador en castellano de mi generación no tenga por el momento nada mejor que contar —valga la redundancia— mejor aún. A la espera de su segundo libro, me paso por el forro de los huevos las reseñas a domicilio, escritas según el manual de instrucciones del autor, y reivindico desde aquí mismo la violencia exegética sobre los textos, pues las publicaciones están para cuartearlas y doblarlas, que para todo lo demás ya tenemos los aparatos digitales, donde nadie lee un carajo y todo el mundo tontea con las apps. Si no podemos asaltar la literatura desde otros esquemas de interpretación —en suma— si no podemos malinterpretar a gusto, desplazado el texto desde la cómoda hasta la cama del faquir, entonces apaga y vámonos a tomar una en el Manchester Bar. Yo es que he venido a traer la espada. No me pidan, por favor, que me la enfunde.

«Este pavo ignora la referencia
de la palabra cómoda», pensará,
comprensivo, Iago Fdez. Ferrán.

13 de mayo de 2013

Mierda de vaca

HATERS GONNA HATE«Lo que no soporta este país es que nadie 
se permita escribir sobre su yo. [...] Yo creo que en el fondo hay
un problema de irritación ante el que se atreve a exhibir
su intimidad
y a comerciar con ella.» (Paco Umbral, 1978.)

Todavía no había terminado Ernest Castro su traducción y Benito Brooks ya estaba allí. Una virgen novicia en el templo la narrativa británica, cuya primera novela, traducida a nuestro idioma hace poco, algunos consideran mierda de vaca. Esta es la opinión mayoritaria en la prensa anglo, dice Benito, mientras enumera una retahíla de periódicos, que quizá no lean las adolescentes londinenses, esas que Benito penetra, mediante sus escritos, tanto en cuerpo como en alma. Pero Ernest sí lee —cuan snob— las noticias en inglés: The Guardian, The Times, The Independent, The Observer, ¿quién no sueña con codearse en el estrellato de la te, la hache y la e? A la mierda con Brooks, concluye Castro. Tanta The junta no puede —no debe— despistar su atención. Su tarea esa noche consiste en hacer de traductor gratuito para Sin Permiso, un semanario internauta, socialista y republicano. En el campo de visión del madrileño se interpone, sin embargo, el resplandor de los piercings del gloucesterciense, cuyo labio facial superior está tan agujereado de tachuelas que, si uno pudiera ignorar las bien pagadas publicaciones anglosajonas, también podría —dado el caso— confundir la boca hipster de Benito Brooks con un morro chav, un hocico choni, unas fauces redneck o cualquier cosa que brille en la oscuridad como si estuviera compuesto de diamantes. A fin de cuentas, lo malo del cristalino fulgor que emana este Ernesto Hemingway sin barba y tatuado, esta generación de turistócratas sin la virilidad de los de antaño, esta Barcelona venida a menos en términos de barbarie, cuya plaza de toros devino en centro comercial con mirador, es que —hasta donde sabemos— no todo lo que resplandece tiene la calidad de Swarovski.
 
KEEP CALM AND
Homo Homini Lupus.

Y es que Benito Brooks vive de la escritura. No me refiero a llenar cupones de la Once o del Ministerio. Hacer quinielas no vale. En el centro de la córnea amarillento-azulada de Brooks aparece una libra esterlina sometida a devaluación periódica conforme a la política monetaria de una nación soberana. En las cuencas de Castro, por el contrario, solo un iris rescatado in extremis por el BCE, una retina de €€€s a punto de transmutar en δραχμές, una triste pupila desahuciada. Una mierda de vaca, vaya. Ya había terminado Benito Brooks su quinta novela y Ernest Castro todavía estaba allí, tirando con su Beca de Movilidad, agradeciendo la piedad de La Caixa, rezando en dirección a Wall St., escribiendo textos como ceros a la izquierda —inútiles y todos los que quiera— mientras regala su fuerza de trabajo intelectual a Sin Permiso, descuidando sus obligaciones académicas, poniendo en peligro la posibilidad de seguir viviendo del cuento, con moraleja en su caso incluida, pudiendo él empalmar sucesivas subvenciones a la investigación, o cuanto menos intentarlo, susurrando trapicheos en los departamentos de Filosofía, haciendo de correveidile, en suma, como aspiraban hacer sus compañeros de clase —sí— sus uniformados y burocratizados class comrades. Visto lo visto, resulta preferible el transcribir 5.000 palabras por una causa legítima en ambos idiomas, antes que perder los trabajos y las noches con cierta anarca de pueblo, o recibir encargos de traducción por editoriales que nunca pagan, pues Hispañistan is different —Benito Brooks, amigo/my friend— y las narices de los traductores castellanos no soportan, aun ingresando los billetes europeos suficientes, el peso de cuatro quilates diamantinos. O eso piensa Ernest Castro. Mejor dicho, por Antoni Domènech:
Sin Permiso se hace gratis et amore, con la disciplina y con la generosidad de los viejos combatientes socialistas: de nuestros mayores anarcosindicalistas aprendimos que la disciplina sin generosidad es una ilusión farisaica; y de nuestros mayores marxistas, que la generosidad sin disciplina es una ilusión filistea.
En este brete tenemos, por tanto, a nuestro joven traductor. Convertido en una cucaracha kafkiana porque no tiene —porque le falta— una expresión castellana que haga las veces de epic fail. Castro está traduciendo un artículo, firmado por William Black, sobre el último epic fail de Niall Ferguson. En una reciente conferencia, Ferguson ha vuelto a desmelenarse —y dale— otra vez diciendo que los keynesianos hipotecan el futuro, estimulan la economía, ignoran el largo plazo, porque el pater familias de esta corriente intelectual, John Maynard Keynes, era maricón perdido y no tuvo descendencia. Este es el retrato robot aproximado: John, amante de alemanes; Maynard, cónyuge de bailarinas; Keynes, declamador de versos. Según esta desastrosa calumnia conservadora, el pensador británico estaría liberado de los lazos morales con el mañana porque, no teniendo progenie alguna conocida, tampoco tendría interés in the long run, donde nuestros vivitos descendientes —con suerte— no estarán todos muertos. Por supuesto, tomar esta lectura como una hipótesis válida para discutir sobre economía solo reporta para los lectores una moralización infamante de los clásicos. ¿Cómo expresar en español los matices del epic fail fergusiano? Decir fracaso épico sería asumir el propio como traductor. Algunos amigos dicen caerse con todo el equipo. Muy rebuscado para el economista que intentó «discutir a un premio Nobel de economía (Paul Krugman) en su propia especialidad». Otros recomiendan truño para la posteridad. Demasiado exacto para el historiador que intentó «difuminar en la Historia la historia de su fracaso predictivo». ¿Qué tal mierda de vaca? Dejémoslo en cagada memorable.
«Su incapacidad para debatir de una cuestión sin insultar
a su oponente
 sugiere alguna suerte de profunda inseguridad
que quizás resulte de un trauma infantil», dijo el charlacaniano
Ferguson (a la derecha) sobre Krugman (a la izquierda).

10 de mayo de 2013

Y tú más, babuino



Cuando en cambio se nos dice que a los ciudadanos españoles se les prohibirá a partir de ahora alquilar sus viviendas a turistas con el objetivo nada disimulado de proteger al lobby hotelero, lo que se le está pidiendo en realidad a los ciudadanos españoles es caridad. ¿Por qué? Porque con esa medida se está obligando a esos ciudadanos a entregar parte de su dinero (el que dejan de ganar con la prohibición del alquiler turístico) a un monopolio de empresarios incompetentes cuyos beneficios se han desplomado durante los últimos años por la competencia natural de cientos de miles de pequeños emprendedores mucho más ágiles y eficaces ¡en su propio sector! que ellos. 

Adosados buenos en el West Baltimore
que Stringer Bell podría haber arrendado.
 Damn you, Mariano.

Hay de todo en la viña de Jot Down. Gente a la izquierda de El Diario y gente a la derecha de El Mundo. Multitud de posiciones  ideológicas. Incluso dentro de la misma persona. Publicadas allí, las palabras de apertura —copiadas de «El mono eres tú»— las firma Cristian Campos. Campos es un provocador de mucho cuidado. Merece la pena detenerse en su escrito. La curiosidad de Campos por la divulgación científica es digna de nota. Su pensamiento político también resulta bastante peculiar. Digamos que se ciñe como un calcetín a la palabra escrita del liberalismo. Hoy eso suena a antisistema. Y por eso se ha ganado mi admiración. Pensar que la situación económica se soluciona dando mayor libertad a los agentes privados —full stop—  es siempre entrañable. Arena de otro costal son las ideas-fuerza que moviliza el articulista cuando califica el Reino de España como «el más europeo de los países africanos». O el elitismo lingüístico que muestra en su caricatura del político andaluz Diego Valderas. Los dialectos de la Península Ibérica suenan a swahili ante el cuidado castellano camposiano —qué duda cabe— pero machacar algunos miles de palabras contra un indefenso tuit parece —por lo generoso— un palizón innecesario de los de cinco contra uno. Siendo la extensión algo taaan importante, estimado Cristian, ¿por qué no te metes con alguien de tu tamaño? Tan grande es la falta de piedad, tan inmensa la ausencia de caridad, tan monumental la insuficiencia de compasión, del siempre solidario Cristian Campos.

Diego Valderas abre la boca
y habla un Lenguaje Ignoto.

Igual de amplia parece, me temo, su ignorancia sobre la socialdemocracia. Don Mariano es un socialista, según dice, porque mantiene las duplicidades administrativas, rescata el sector bancario, rechaza la dación en pago y sitúa el Reino «en los puestos más altos de la lista de países europeos con mayor presión fiscal y en los más bajos de las listas que miden los índices de libertad económica, por debajo incluso de decenas de repúblicas bananeras tercermundistas gobernadas por caciques despóticos de los que ya no se ven ni en los tebeos». Guau, that’s passion! Dejando de lado las lanzadas contra el moro muerto «del español corrupto, parásito, inculto, vago y bueno para nada», acusaciones manidas que componen la retórica habitual del periodista bien indignado, podemos aplicar el principio de caridad interpretativa —con la venia de su señoría— sobre la larga lista de agravios comparativos, cometidos todos ellos por la casta popular gobernante, y su inopinado socialismo de mercado, que Campos disecciona en su artículo. En suma, Hispañistán tiene los impuestos de la izquierda y las prestaciones de la derecha, los parados desde abajo y los corruptos desde arriba. Vale, ¿ha oído usted hablar de las políticas neoliberales? Cristian Campos —alias El Perdonavidas— no quiere entrar en materia. El neoliberalismo genera en él «la risa floja». ¿Igual de graciosa fue la deuda pública yanqui en aumento bajo el gobierno de Ronald Reagan? ¿Y las personas puestas de patitas en la calle durante los alocados eighties tatcherianos? Los neoliberales no son solo fantasmas de sábana blanca inventados por la izquierda para alejar los malos espíritus. Esta gente tiene unos patrones de conducta muy definidos. Sus políticas suelen concurrir en los mismos desastres. No por más socialistas serán peores gobernantes, vaya. 


El joven y alocado Mariano Rajoy,
el primero por la izquierda, en su época
camp hipster, se ha quedado sin entrada
para el Primavera Sound, y decide alistarse
con los guerrilleros socialdemócratas.

Y tampoco vale decir con los carrillos llenos de retórica que liberalismo de verdad de la buena solo hay uno, sin necesidad de sufijos, y no cincuenta-y-uno. El iPhone Five no se llama neoiPhone Four, de acuerdo. Sin embargo, yo cuento cuanto menos tres tipos de liberales. Las diferencias entre ellos no son solo cuestión de aplicaciones. Arrancando con las Cortes de Cádiz y terminando por el Partido Popular la historia es un relato de decadencia suma, I know & you know tenemos como poco: (i) el liberalismo del XIX, enemigo del sufragio universal masculino, gran baluarte de la monarquía constitucional, con el añadido de la libertad de empresa; (ii) el liberalismo inscrito en la piedra de los manuales de economía austriaca y de los artículos de filosofía política anglosajona que tanto viene a inflamar nuestro corazón que por momentos parece abrirse camino cual Alien (Ridley Scott, 1979) a través de nuestras costillas individualistas y pequeñoburguesas; (iii) el mal bautizado neoliberalismo, que queda mejor pintado como neocon, pues resulta que los amigos de la privatización y de la desregulación son ¡tatatachán! los tradicionalistas de toda la vida (los tories, los democris, los populis y tutti quanti), esto es: los otrora adversarios electorales de los partidos liberales desaparecidos ante la llegada de la democracia como un ladrón en medio de la noche oscura de entre-guerras que vino a huerfanar a todos los capitalistas de Occidente hasta que ¡tatatachán! con los camisas pardas toparon. Pero éstas son las miserias de otros, ¿no es cierto, querido Juan March?

La americana del liberalismo está estrecha 
de manga y de hombro, Mr. March: tome nota.

En fin, que si vamos de finos analistas políticos, y andamos con sutiles distinciones, como hace Cristian Campos, no tiene mucho sentido el llamar a las cosas con el nombre del adversario, solo por joder. Esta mala costumbre se cobra sus víctimas, por supuesto. A las hipérboles «¡Sociata, bribon!» & «¡Canalla neocon!» suelen seguir los insultos «Pero, ¡serás populista!» & «Habló, ¡el imperialista!» para terminar con la reductio ad hitlerum «Y tú más, ¡totalitario!» & «Anda que tú, ¡fascista!». Bajo el fuego cruzado de la artillería, una vez despejado el campo de batalla, la única baja notable —por ambas partes— termina siendo la inteligencia estafada del lector. Más vale ahorrarse desde un inicio, por tanto, las declaraciones de Amor-Odio entre determinadas tradiciones políticas, como son los eurocons (à la Merkel) y los eurosocios (à la Hollande), que siempre han estado más enemistados de palabra que —a la hora de la verdad— en el paso a la acción, gracias a su compromiso con la Unión. Claro que acabo de inventarme estos vocablos, ¿algún problema? Pues ya sabes: «rebota/ rebota/ que tu culo explota», condenado socialdemócrata.

TALANTE, ante todo. 
He dicho.

6 de mayo de 2013

Winners Don't Use Drugs

Todos vosotros. A punto de escucharme.
Tengo una columna semanal. A callarse.

¿Cuánto tiempo durará este impulso?

Perdonen ustedes esta captatio benevolentiae demagógica pero —todo sea dicho— en Barcelona hay tantas fiestas a guardar como políticos a destituir en toda España. Este mismo 4 de mayo, sin ir más lejos, mientras el proletariado internacional llamaba a filas para una nueva manifestación anti-represiva —ya van trece este año o he perdido la cuenta— el mundo hipster se reunía para celebrar la subjetividad moderna y el discurso egocéntrico en el Festival Primera Persona. Afortunadamente, la escaleta de ambas convocatorias no venía a coincidir en el espacio-tiempo. Bien sabido es por todos el interés infinito, la preocupación constante y —en suma— los 140 caracteres con espacios que nuestros intelectuales depositan diariamente desde el lavabo de su casa sobre los Mozos de Escuadra y Cartabón, y otras brigadas policiales del Reino Español. Ya te digo yo, ¿en cuántas manifestaciones la inteligentsia ha brillado por su ausencia? —En ninguuuna, claro. En los eventos de FB no cabe un alfiler, desde luego. Mófate tú del black bloc, el book bloc y otras estrategias de defensa con nombre raro: las gafas de pasta son la protección definitiva contra las balas de goma de la policía. Y a diferencia de los aguerridos antisistema, esta gente culta ha pasado de la página 35 de Mil-novecientos-ochenta-y-cuatro, la novela de George Orwell. Dirán: «disculpe estimado agente»; pedirán el número de placa. Dirán: «esto resulta intolerable»; la policía cargará sobre ellos. Dirán: «mi presunción de inocencia»; serán encarcelados sin problema. El miedo cambiará para bien de bando, sin duda, cuando la modernidad salga a la calle. Hasta entonces, a esperar toca.

Bruce Willis & The Beatles.
Gafas de pasta. Our best friend.
Protégete. Protégelos.
Reino de España.

Ahora en serio, sería una pena que los espectadores del CCCB y los manifestantes de las Ramblas no coordinaran entre sí los relatos de unos y de otros. Para empezar, porque la asociación entre profesores y presidiarios ha sido la única alternativa exitosa —corríjanme si me equivoco— a las luchas gremiales que han marcado la historia de las facultades y los departamentos de Letras. Hablo desde mi campo, la filosofía. Frente a la exclusividad de las demandas sectoriales —más educación pública, más autonomía estudiantil, y un largo etcétera: causas nobles y justas, ¿quién puede dudar de ello?— hubo un tiempo donde los Catedráticos de Ontología (con mayúscula, siempre) también salían del recinto universitario, incluso hasta llegaban a combatir por causas ajenas,  sin necesidad de coronarse por ello Reyes-Filósofos. Me remonto hasta el Cretácico Superior, por supuesto: Voltaire & l’affair Calas; Foucault & le GIP. O la AEPP de nuestra Transición, la Asociación para el Estudio de los Problemas de los Presos, formada —circa 1977— por José Luis Aranguren, Agustín García Calvo, Rafael Sánchez Ferlosio y Fernando Savater, entre otros. En vistas a la instauración de un Reino Policial Represor donde las libertades individuales quedan aplastadas por una montaña de decretos-ley mientras los antidisturbios campan a sus anchas por unas avenidas vaciadas de gente (o repletas de turistas, según se mire) ¿queda algo de esta vieja afinidad electiva entre los barrotes y las  letras en el Primera Persona? Una vez más, quien tuvo, retuvo. En la segunda sesión del festival, Dani el Rojo estuvo hablando de los años 80, de la Modelo y de la heroína. Aquello que no pudo detallar entonces, sobre el escenario y bajo los focos, está descrito a la perfección en sus memorias noveladas:

En los años de la conocida COPEL, los presos se autolesionaban un día sí y otro también para conseguir que alguien les prestase un poco de atención. Y si uno se fijaba en los detalles, veía cómo muchos de los habitantes de aquél lugar tenían los brazos llenos de cortes mal cicatrizados, que pretendían ocultar tras espantosos tatuajes talegueros. En el fondo, se trataba de una postura lógica. Si nadie hacía caso a sus reivindicaciones, sólo les quedaba la alternativa de cortarse escandalosamente en masa para poner en jaque a los servicios médicos del centro.

Quien haya notado el pretérito imperfecto que utiliza Lluc Oliveras, biógrafo del mentado gánster barcelonés, también sabrá que la Cooperativa de Presos en Lucha (COPEL) ya era historia cuando Dani entra en prisión en calidad de atracador de bancos, hacia 1981, para participar en los últimos coletazos del movimiento carcelario posfranquista. Las demandas históricas de «¡Amnistía, Libertad!» habían dejado entonces paso a la más prosaica: «Un poco de caballo, por caridad». No solo había rajas, sino también orificios, en los antebrazos de los presos. Los burócratas del aislamiento carcelario aprovecharon esa baza —vaya si la aprovecharon— para terminar con la política en las prisiones. La Asamblea de Lavapiés (MAD) no ha olvidado la lección: «Ni tiros en el aire / Ni por la nariz» coreaban el verano pasado los asistentes de una manifestación —otra más— contra la represión manifestada en una persecución policial que consumaron los Starsky & Hutch de la secreta madrileña, el revolver en la mano, la placa en el cinto y los cojones por corbata, contra los pobres manteros sin papeles del barrio. De ahí la importancia de marchar contra la madera, sí. Pero también, perdonen la cursilería, contra el policía que llevamos en nuestro interior. Incluso cuando viste de paisano o de drogadicto; tanto monta que monta tanto. Y ahí entra en juego la conciencia de abstinencia que puede transmitir la filosofía, digo yo. Suponiendo que los hombres de letras sigan interesados en ella. Y ya es mucho decir.

Dani El Rojo no tiene cenicero
para arrojar la ceniza de su cigarro.
Parece cool. En verdad, está atrapado.