9 de diciembre de 2013

Miscelánea (II)

La crisis es como montar en bici.
Una vez aprendes, etcétera.

Seguimos destapando malformaciones en la reforma constitucional introducida por los partidos mayoritarios del Reino de España en 2011. Recordemos que el objetivo confesado de la reforma consistía en imponer un techo de gasto sobre los presupuestos del Estado. Pues bien, a la malformación antidemocrática y chapucera (la decisión de modificar la sacrosanta carta magna fue tomada en unas pocas horas, sin consulta popular alguna, siguiendo dictados europeos) hay que sumar ahora la malformación cuántica y orwelliana diagnosticada por José Ignacio Antón, profesor de la Universidad de Salamanca, y hecha pública por Fernando Esteve en Oikonomía.
Resulta que el apartado modificado del art. 135 invoca la noción de balance fiscal estructural (BFE) para medir si estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades. Y pasa que esta magnitud arroja valores distintos dependiendo de la tendencia económica que estemos valorando. Así, calculado desde 2007, el BFE del Reino de España 2006 sería bueno, podría decirse que vivíamos por debajo de nuestro PIB potencial, el Estado podría haber gastado más en el contexto de una tendencia alcista; sin embargo, visto desde 2013, el BFE desciende 3,5 puntos, el saldo positivo desaparece, 2006 entra en números rojos, ¡solo porque nosotros estamos haciendo los cálculos desde el supuesto de una tendencia a la baja!
Ignoramos si esta propiedad maravillosa, la virtud de modificar el pasado según la posición relativa del observador, merece el epíteto de orwelliano (en virtud de 1984) o de cuántico (en virtud del experimento de la doble rendija), pero una cosa está clara: la Constitución del 78 y la casta política española hacen cosas muy raras; tienen un comportamiento ondulatorio y a la vez discreto; cambian de color como los quarks cada cuatro años; nadie puede determinar su momento y su posición en el espectro ideológico; merecen una jubilación anticipada, una pensión en Marbella y todo nuestro respeto.

Sobre la cuestión del determinismo biológico y del egoísmo genético (¿hasta qué punto la llamada a la transmisión reproductiva de los genes determina nuestra conducta como animales y en qué medida influyen los factores ambientales sobre nuestro carácter?) se ha publicado un artículo bastante completo donde figuran todas las posiciones históricas defendidas sobre el tema y el estado actual de la cuestión.
¿Conclusiones preliminares? Como podría haber dicho Séneca: en el debate Naturaleza vs Cultura no hay posición, por irrazonable o extremista que sea, que no haya sido defendida por al menos un intelectual sesgadamente informado. Y este artículo contiene, para desgracia de la discusión informada, muchas ideas-fuerza del constructivismo sociocultural del siglo XXI.
Ya estoy viendo a Stephen Jay Gould citando desde la tumba el curioso ejemplo del saltamontes y la langosta; son la misma especie con distinta conducta en virtud de distintos niveles de serotonina. Léase Testo Yonqui de Beatriz Preciado & let the party begin.

El grado cero de la política es la comunidad de vecinos. Quien reclama la autogestión de los presupuestos participativos o el derecho a decidir sobre la soberanía de un barrio (ciudadanos de Arganzuela, ¿quieren seguir siendo parte de (i) El Reino de España y (ii) la Comunidad de Madrid?), me juego la mano zurda que todos esos patriotas de distrito nunca han sido en toda su vida presidentes de una comunidad de vecinos. De haberlo sido estarían leyendo a Thomas Hobbes ahora mismo. Y es que la comunidad de vecinos es el horror del estado natural. La comunidad de vecinos confirma a Jean-Paul Sartre: el infierno son los otros, y lo sabes bien.
El economista Juan Santaló si ha sido presi. Y ha visto la bajísima competencia existente entre las compañías encargadas del mantenimiento de ascensores: los contratos suelen tener una duración superior a tres años, incluyen cláusulas de renovación implícita y además estipulan una penalización por incumplimiento de agárrate-tú-los-machos. Las cuatro primeras compañías de este sector acaparan más del 50% de la cuota de mercado nacional.
¿La solución? Según Santaló, más mercado. A mi juicio debería valorarse también la opción de nacionalizar un servicio cuya tendencia a generar monopolios es cosa de blanco y en botella. En este caso, el mantenimiento es una necesidad impuesta según criterios estatales, en tanto que el producto consumido es el mismo para todos y la distinción publicitaria de la oferta es una soberana marcianada (¿se imaginan anuncios para mantener ascensores?), cualquier recorte vía costes de producción disminuirá la seguridad de los trabajadores.

Si el sector público debería satisfacer según criterios de eficiencia aquellas necesidades que generan de suyo monopolios naturales o donde el criterio del beneficio genera claro desvalor, ¿por qué no aplicar el exprópiese chavista sobre aquellos negocios que, por muy alejados que estén del escenario político antagónico, satisfacen alguna de las condiciones mencionadas? ¡El mantenimiento no se vende, se defiende! 

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