29 de octubre de 2014

Invitados #8: Richard Feynman, ¡Feynman cerdo machista!

         Algunos años después de dar unas lecciones a los estudiantes de primer curso de Caltech (que fueron publicadas con el título de Feynman Lectures of Physics) recibí una larga carta de un grupo feminista. En ella me acusaban de prejuicios contra las mujeres, a causa de dos historias: la primera era un análisis de las sutilezas de la noción de velocidad, en la cual intervenían una conductora que era detenida por un agente de tráfico. Discutían sobre la velocidad a la que circulaba, y yo ponía en boca de la conductora objeciones válidas a las definiciones de velocidad que daba el agente. La carta decía que yo hacía parecer estúpida a la conductora.
         La otra historia objeto de sus críticas estaba referida por el gran astrónomo Arthur Eddington, quien acababa de averiguar que las estrellas obtienen su energía por combustión atómica de hidrógeno, mediante una reacción nuclear que produce helio. Eddington refería la forma en que, en la noche siguiente a su descubrimiento estaba sentado en un barco con su novia. Ella dijo: «¡Mira qué hermosas brillan las estrellas!», a lo cual él había replicado, «Sí, y ahora mismo soy el único hombre en el mundo que sabe la causa de que brillen». Eddington estaba describiendo una clase maravillosa de soledad, la que se tiene cuando se hace un descubrimiento.
       La carta sostenía que yo afirmaba que las mujeres son incapaces de comprender las reacciones nucleares.
           Imaginé que carecía de objeto tratar de responder con detalle a sus acusaciones, por lo que les respondí con una breve carta donde les decía, «¡Venga, hombre, no fastidies!».
            Inútil decir, aquello no funcionó demasiado bien. Me llegó otra carta: «Su respuesta a nuestra carta del 29 de septiembre resulta insatisfactoria…» bla, bla, bla. La segunda carta advertía que de no revisar el editor las cosas que ellas objetaban, íbamos a tener dificultades.
            Hice caso omiso de la carta y olvidé el asunto.
         Más o menos un año después, la Asociación Americana de Docentes de Física me concedió un premio por escribir aquellos libros, y me pidió que hablase en su congreso de San Francisco. Como Joan, mi hermana, vivía en Palo Alto, a cosa de una hora de coche, pasé la noche en su casa y fuimos juntos al Congreso.
          Al acercarnos a la sala donde debía pronunciar mi charla, nos encontramos gente repartiendo octavillas entre todos los que entraban. Joan y yo cogimos una cada uno y le echamos una ojeada. El lo alto decían «UNA PROTESTA». Seguidamente ofrecían citas de las cartas que me habían enviado, y mi respuesta (completa). Para terminar se decía en grandes letras «¡FEYNMAN, CERDO MACHISTA!».
            Joan se detuvo súbitamente y dio la vuelta apresuradamente: «Son muy interesantes», le dijo a la manifestante. «¡Me gustaría tener algunas más!»
            Le conté lo sucedido mientras entrábamos en la sala.
      En la parte delantera de la sala, cerca del estrado, se encontraban dos mujeres muy prominentes en la Asociación de Docentes. Una de ellas tenía a su cargo los asuntos femeninos dentro de la organización, y la otra era Fay Ajzenberg, una profesora de física que yo conocía, de Pennsylvania. Me ven bajar hacia el estrado acompañado de una mujer que lleva un puñado de octavillas y me habla. Fay se dirige a ella y le dice «¿Sabía usted que el Profesor Feynman tiene una hermana a quien animó a estudiar física y ha llegado a doctorarse en física?».
«Desde luego que lo sé», respondió Joan. «¡Esa hermana soy yo!»
Fay y su asociada me explicaron que las manifestantes eran un grupo —irónicamente, dirigido por un hombre— que no se cansaban de perturbar cuantas reuniones tenían lugar en Berkeley. «Nos sentamos una a cada lado de usted para hacer ver nuestra solidaridad, y justamente antes de que vaya a hablar, yo pronunciaré unas palabras para acallar a las manifestantes», ofreció Fay.
Dado que antes de intervenir yo habría otro orador, tuve tiempo para pensar algo que decir. Le agradecí a Fay su ofrecimiento, pero lo decliné.
En cuanto me puse en pie para hablar, media docena de manifestantes avanzaron hasta la delantera del salón de actos y desfilaron justo al pie del estado, agitando en alto sus letreros y salmodiando. «¡Feynman, cerdo machista! ¡Feynman, cerdo machista!».
Comencé mi alocución diciendo a las manifestantes «Lamento que la brevedad de mi respuesta a la carta de ustedes las haya hecho venir innecesariamente. Hay lugares más serios a los que dirigir la atención para mejorar la situación de las mujeres en la física que estos errores relativamente triviales —si así es como quieren llamarlos— en un libro de texto. Pero, después de todo, tal vez haya sido buena cosa que hayan venido. Pues las mujeres son efectivamente víctimas de prejuicios y discriminación en física, y hoy, la presencia de ustedes aquí nos recuerdan a todos tales dificultades y la necesidad de ponerles remedio».
Las manifestantes se miraron unas a las otras. Los cartelones que alzaban empezaron a bajar lentamente, como las velas al amainar el viento.
Proseguí: «A pesar de que la Asociación Americana de Docentes de Física me haya concedido un premio por enseñar, he de confesar que no sé hacerlo. Nada, pues, tengo que decir sobre enseñanza. Quisiera en cambio hablar de algo que resultará especialmente interesante para las mujeres que me están escuchando: me gustaría exponer la estructura del protón».
Las manifestantes bajaron sus letreros y salieron. Mis anfitriones me contaron después que jamás el hombre aquel y su grupo de protesta había sido vencido tan fácilmente.
(He descubierto recientemente una transcripción de mi discuros, y lo que dije al principio no parece ni de lejos tan dramático como yo lo recuerdo. ¡Lo que recuerdo haber dicho es mucho más maravilloso que lo que dije en realidad!)
Después de mi intervención, algunas de las manifestantes volvieron a la carga para presionarme sobre la historia de la conductora. «¿Por qué una conductora?», insistían. «Está usted dando a entender que todas las mujeres son malas conductoras».
«Pero la mujer hace parecer idiota al agente», dije yo «¿Por qué no les preocupa a ustedes la policía?»
«¡Porque eso es lo que es de esperar de un policía!», dijo una de ellas. «¡Son todos unos cerdos!»
«Pero es que debería importarles», dije yo. «En la historieta del libro olvidé decir que se trataba de una agente».

Invitados #7: Theodor W. Adorno, Aportación a la historia del pensamiento

Que haya escapado a la investigación, es difícil de aceptar; pero no está de más volver a recordar esta anécdota memorable de la historia del pensamiento. El 4 de diciembre de 1801, Kant añadió a su testamento del 28 de febrero de  1798 un codicilo, y en el §  2 dispuso: «A mi cocinera, Louise Nietschin, si a mi muerte (aún está sirviendo), y si no, nada, la suma de dos mil florines. Pero en mi testamento se contienen diversos legados hechos a mi cocinera». No puede quedar duda de que la cocinera de Kant se apellidaba Nietzsche, pues la z que falta en su nombre y adorna el del filósofo como un bigote marcial solo pudo entrar en la ortografía con la heroización de la burguesía victoriosa, dando así testimonio de una evolución que, por lo demás, puede estudiarse en las diferencias existentes entre las ideas kantianas y las nietzscheanas. Pero si esto es así, el odio de Nietzsche a Kant y a los sistemas idealistas aparece bajo una luz completamente nueva, y, por otra parte, se descubre una relación totalmente inesperada entre ambos pensadores. Pues de la cocinera de Königsberg a aquella aristocracia polaca cuya sangre tanto complacía a Nietzsche poseer no hay un camino muy largo. Perro tampoco al resentimiento. Incluso al más libre de los espíritus pudo ocurrirle que estuviera harto de su origen ante la posibilidad de lo mejor y más auténtico de su naturaleza —porque lo noble parece que necesitó de la mediación de la pequeña alma burguesa de la pobre cocinera—. ¿No sería el odio a Kant sino el odio a la cocinera en él mismo? ¿No se demostraría lo fraudulento del sistema, del que el buen europeo desconfiaba, el fraude de la antepasada en el libro de cuentas? ¿Y no cabría la última y más lejana posibilidad de que la moral de los señores fuese solo una moral de los esclavos superior con la que se hiciese posteriormente justicia, por cuestionable que esta fuese, a la sirvienta Louise frente al imperativo categórico del opresor? Habría que considerar seriamente la posibilidad de convocar un concurso con este problema como tema.


[Publicado originalmente en Th. W. Adorno, 
Obra completa, 20/2, Akal, Madrid, 2014.] 

27 de octubre de 2014

Invitados #6: José Carlos Cañizares, Furia.

Giordano Bruno, un heroico furioso.
Es intuitivo a cualquiera que algo existe que se traga nuestra furia en pequeños montoncitos, y que lo hace incluso —o quizás precisamente— cuando más la necesitamos. El error está en creer que esta furia es aplacada por algo concreto —un error en el que yo mismo caigo a menudo. No, nuestra furia no es aplacada por Siempre Así, ni por Qué Tiempo Tan Feliz, y ni siquiera por las finales de la Champions. Nuestra furia se disipa, más bien, en todas direcciones. La mayoría llegamos a viejos en edad universitaria, y lo que nos queda de fuerza se distribuye uniformemente entre todos los objetos y seres que nos rodean, ¡y el número de estos objetos crece sin cesar!
Cada nueva autopista o edificio, cada nuevo objeto que compro en el Ikea o en el chicuco de la esquina, son cosas que portan cargas de sensualidad. Estas cargas no hablamos de nada físico se refieren a los modos de usarlas. Las cosas se presentan y suscitan su uso potencial. Cuando uso una cosa, debo ejercer un esfuerzo sobre ella; cuando no la uso, todavía se me presenta, y debo elegir evitarla, o lo que es lo mismo, no usarla. En ocasiones, incluso debo reflexionar antes de comprender por qué no debo, o no quiero, usar algo en particular. Este esfuerzo sostenido sobre las cosas se paga en términos de fuerza, es decir, de furia. Y los objetos son cada vez más complicados y difíciles de manejar. Imaginamos la fuerza de un ser humano como un pequeño riachuelo que va frenándose con el roce de la tierra, con el encuentro de los obstáculos más diversos, hasta que al fin forma un charquito, o simplemente se seca por completo.
Del mismo modo, la proximidad física entre humanos apaga nuestra furia, pues algo nos afecta tanto más cuanto más se parece a nosotros; de donde se sigue que nada nos afecta más profundamente que las otras personas. Existen, por tanto, pocos artes más difíciles que el arte de cohabitar. La cohabitación nos exige mantener nuestras percepciones de otros seres humanos dentro de la más absoluta simplificación. Esta simplificación se ve relajada en ciertos márgenes dentro de los cuales permanecen nuestros seres queridos, mientras que otros perfiles típicos se abstraen a la medida de los ámbitos de relación que suscitan (el tendero existe en su tenderidad cotidiana, como el revisor del metro en su revisoridad), hasta desaparecer en la tiniebla de lo que, para nosotros, es una persona absolutamente abstracta: el ciudadano común, la persona-audiencia, la persona-voto, el fan. Estas operaciones de identificación, manipulación y simplificación de perfiles nos obligan a una acomodación constante y basculante con las otras personas, y así son rutinizadas por nuestro organismo.
Cuanto más rutinizamos, es decir, cuanto más automatizamos nuestras percepciones y acciones, menos energía consumimos. Se observa que la más mínima dispersión respecto de nuestras rutinas tiene un elevado coste en esfuerzo, coste que pagamos con un reblandecimiento de nuestro espíritu. También debemos aprender a reblandecernos a voluntad, es decir, debemos ser capaces de infligir un castigo sobre nosotros mismos a cada momento, y en particular sobre nuestra individualidad. Ello se debe no sólo a que no podemos disfrutar de todos los objetos y actividades que nos agradan, sino también a que debemos hacernos simples y rutinarios a las percepciones de los otros, como la economía de la cohabitabilidad exige. De lo contrario, seríamos sorprendentes; y toda sorpresa es una dispersión que exige un subsiguiente esfuerzo de acomodación; luego...
Hemos visto que nuestra furia languidece a medida que los objetos de nuestro entorno aumentan en número, cada uno exigiendo a nuestro cuerpo percepciones, decisiones y modos de uso particulares. Además, nuestra fuerza, que es la fuente de nuestra furia, se apaga con la diversidad, pues cada nuevo tipo de objeto es un nuevo modo de hacer, que alberga una nueva forma de afectarnos. Ahora bien: también hemos dicho que ningún cuerpo disminuye más nuestra furia que un organismo humano, pues éstos son los que más nos afectan, y los que exigen mayor trabajo de acomodación mutua. Se sigue, pues, que debemos castigar nuestra individualidad de muchas maneras y, sobre todo, vemos cómo una gran medida de esta individualidad se pierde en términos de poder para enfurecernos, para ser fecundos, abrasivos, originales, etcétera.
Cuanto más invasiva, decidida, potente e inmediata es una acción, más cantidad de furia puede ser liberada. En efecto, el hecho de que seamos capaces de domesticar la furia a lo largo del tiempo, y a través de innumerables operaciones de acuerdo y acomodación con las cosas vivas o inertes, implica bien que nuestra furia no estará disponible para cuando la necesitemos, bien que ella se verá obligada a manifestarse en formas más sutiles y mediatas. ¿No serán éstas las famosas sublimaciones de Freud? ¿Acaso no advertís, queridos lectores, que vuestra furia, como la de quien os escribe, ha quedado confinada a la inoperante República de las Letras? Desde luego, la operatividad de la furia es inasumible en las ciudades abarrotadas: la vida cívica sería del todo imposible si se permitiera un gran número y variedad de acciones furiosas. Por esta razón, la ciudad contemporánea necesita un buen número de repúblicas abstractas en las que confinar esta furia sutilizada y mediata. Localización y regulación de la furia: un pilar del civismo.
Así que la furia sutilizada no se remite exclusivamente a la República de las Letras esto nos era obvio desde hace mucho.
Desde luego, las consideraciones anteriores apoyan aquella famosa tesis meliorista de nuestro querido Steve Pinker, quien piensa que la humanidad ha encontrado su way out de la violencia (¿a quién hemos de agradecer este genuino progreso, al fin? ¿A la sociedad de la abundancia, a la liberal democracy, a la sociedad de la información? Pues cuando escuchamos los clamores de progreso, ya estamos esperando a que nos digan quién o qué es la causa de dicho progreso). Naturalmente, el declive de la violencia es sólo aparente, circunstancial: se debe a que nosotros, pobres ciudadanos, hemos sido largamente domesticados, y a que, cada día de nuestras vidas, nos hemos visto obligados a cohabitar y, por supuesto, a convertirnos en commodities agradables y poco sospechosas; commodities que viven apaciblemente entre commodities. Rompamos los flujos y los ritmos de circulación de las commodities, rompamos sus itinerarios: de inmediato veremos que la furia emerge, que se propaga desenfrenada y en una forma tanto más brutal.
Sabemos también que existe gente que no responde ante las obligaciones cívicas, gente que puede permitirse imponer su furia cuando lo desea, furiosos profesionales. ¿No son estos furiosos los cuerpos de seguridad del Estado, pero también los futbolistas? ¿No admiramos a Sergio Ramos porque él puede manifestar su furia en nuestro lugar? Y más aún debiéramos admirar a Mike Tyson, brecha abierta en el régimen espectacular de domesticación de la furia. Furia, ¡ah!, te revelas entonces como una producción social sujeta a las leyes de especialización de todo lo demás. Quienes aplastamos cada día nuestra furia e individualidad, ¿no debemos a Dick Cheney, JP Morgan, Florentino Pérez, así como a las fuerzas del orden, este derecho nuestro a ser gente civilizada? ¿Y no os sentís orgullosos de ser especímenes que confirman aproximadamente la teoría de Pinker, quizás la última que el Espíritu de la Ilustración llegue a fabricar? ¡Cómo podríamos negarnos a esto! ¡Ser vestigios de la Ilustración en plena Edad Oscura!
Por otra parte, ¿quién podría decir "menos furia", allí donde sólo hay más progreso? Sin duda un impío, alguien desagradable, un furioso. Y nosotros, ¡nosotros somos unos sentimentales!
¿Cómo podríamos demandar más furia, el derecho a estar furiosos?
Parece que debemos conformarnos con seguir siendo todo lo poco piadosos que podamos.
Y dejar la furia de lado como cosa de especialistas.

Steve Pinker, aquí TEDificando
el hegelianismo sin contradicciones.
[Jose Carlos Cañizares es James Doppelgänger en 
Homo Velamine, revista ultrarracionalista de periodicidad aleatoria.]

24 de octubre de 2014

Invitados #5: Leszek Kołakowski, Partido-religión y partido instrumento.


1.

Los versados en el tema me dicen que en Polonia hay cerca de ciento cincuenta partidos, registrados o no. No tengo por qué dudar de estimaciones, sobre todo si incluimos en la misma categoría organizaciones como la INEAPF (Increíblemente Noble y Elevada Asociación de Personas Frustradas), el YTQSMS (Yo También Quiero Ser Ministro o Senador), la UMPA (Unión de Prevaricadores Muy Activos) y semejantes. Se sabe de antemano que la mayoría de estos grupos desaparecerán sin dejar rastro o permanecerán ocultos en algún rincón oscuro, a diferencia de los partidos “verdaderos” que sobrevivirán a la confrontación electoral, y tal vez otros más, que no serán lo bastante importantes para obtener representación parlamentaria, pero sí para actuar en asuntos concretos como grupos de presión.
   También me dicen que ningún partido, ni siquiera los que probablemente ocuparán la mayor parte del espacio parlamentario, ha desplegado las alas de veras ni tiene un número importante de militantes —ya porque la idea de militancia tras decenios de gobierno de la UIGNICVLPE (Única e Infalible Guía de la Nación, Invariable y Consecuentemente Volcada en la Lucha contra sus Propios Errores) no despierta entusiasmo entre el pueblo, ya porque el pueblo, que por un lado desearía ver un programa fiable que asegurara la felicidad universal en una semana, por el otro es lo bastante listo para no dar crédito a quienes le hacen promesas de este tenor—.

2.

     Dando crédito a la opinión de los versados en el tema, me pregunto en qué consiste un partido “verdadero” y para qué sirve. Y aunque los partidos en el sentido de grupos antagónicos construidos según varios criterios existen desde que el mundo es mundo y pueden identificarse en casi todas las épocas históricas conocidas (Mario y Sila, güelfos y gibelinos, jansenitas y jesuitas, etcétera) —la naturaleza misma de la vida colectiva genera conflictos—, de partidos en el sentido estricto sólo solemos hablar en referencia a la democracia parlamentaria moderna, donde éstos funcionan como órganos a través de los cuales distintos intereses y aspiraciones contradictorios están representados en cuerpos legislativos provenientes de una elección (por lo tanto, los partidos únicos que gobiernan en los regímenes comunistas y fascsitas o en las tiranías del Tercer Mundo no son partidos, aunque así se llamen).
       Según criterios formales, los partidos pueden clasificarse por lo menos de dos maneras: en partidos ideológicos que llevan incorporados tanto un “objetivo final” político —por no decir una “visión del mundo”— como una imagen de la sociedad ideal que prometen instaurar tras haber derrotado a los enemigos del progreso, y partidos desprovistos de una ideología global en vigor, concentrados en solucionar los problemas importantes del momento; según otro criterio, podemos dividir los partidos en los que abiertamente y por programa defienden intereses particulares, como por ejemplo los de los agricultores o de los obreros industriales, y los que se proclaman representantes del interés nacional general o incluso del interés global de la humanidad. Estas distinciones conceptuales no siempre tienen sus corrrespondientes en la realidad social y admiten una gradación.
     El primer criterio nos permite poner en un extremo a los viejos partidos comunistas que cultivaban una compleja “visión científica del mundo”, sabían a ciencia cierta en qué consistía la sociedad perfecta y tenían recetas infalibles para construirla; en el otro, se situarían los dos grandes partidos americanos que, tradicionalmente, han sido una amalgama de intereses particulares, a menudo poco coherentes y el organo electoral que transformaba dichos intereses en temas comprensibles para todo el mundo, como los impuestos, el tipo de interés, el armamento, la lucha contra la delincuencia, las ayudas a la agricultura, la educación, etcétera (por el momento, las esperanzas de convertir el partido demócrata en una socialdemocracia de tipo europeo han quedado frustradas). Cabe subrayar que consignas como justicia, libertad y bienestar no crean ideologías específicas, ya que nunca se ha visto un partido que reclame la injusticia, la opresión o la miseria.
    El segundo criterio también pone en un extremo a los partidos comunistas tradicionales, cuya doctrina prometía la felicidad universal eterna no solamente para un país, sino para todo el género humano, y en el otro, los partidos que se reconocen expresamente como órganos destinados a realizar las aspiraciones de grupos sociales particulares, como los campesinos o los obreros.
  Muchas veces se ha observado que, en Europa, se está produciendo una tendencia a la “americanización” de los partidos, es decir, se renuncia a las ideologías omnimodas y “al objetivo final a favor de consignas que, incluso en paises donde no existe el sistema presidencial del tipo americano o francés, estos procesos van parejos con el carácter cada vez más presidencial de las elecciones (lo que cuenta es la persona del líder y no el programa), lo cual se explica en parte por la creciente influencia de la televisión en las camapañas electorales. Es muy posible que esta americanización se produzca también en Polonia.
Al mismo tiempo, se puede observar cómo los partidos tradicionales que representan intereses particulares se hacen pasar por representates del interés común. El partido laborista británico, otrora la representación parlamentaria de los sindicatos, hace esfuerzos sobrehumanos para mostrarse independiente de ellos y ser síndico de todos; los obreros, la patronal, las profesiones liberales, las mujeres, los agricultores, los jóvenes, los ancianos, las minorías raciales, los enfermos, los contribuyentes —en total, el trescientos por ciento de la población—. El partido conservador también se hace pasar por representante de todos los grupos sociales y, últimamente, incluso corre el rumor de que promueve una sociedad sin clases; esto no significa que estos partidos no difieran uno del otro, pero, si prescindimos de los eslóganes vagos y vacíos, las diferencias no se notan principalmente en la jerarquía de las prioridades: nadie sostiene que el paro sea un gran invento y la inflación un plato exquisito, pero unos están dispuestos a luchar contra la inflación por encima de todo, incluso al precio de aumentar el paro (aunque como es natural, “a largo plazo”, la lucha contra la inflación tiene que reducir el paro), mientras que otros, hacen lo contrario (aunque también huelga decir que una lucha eficaz contra el paro contribuirá “a la larga” a reducir la inflación), etcétera. Es previsible que tal universalización se produzca también en Polonia, excepto en los partidos campesinos, que tienen cada vez menos equivalentes en los países altamente industrializados, donde el sector de la agricultura se ha reducido a un porcentaje insignificante de la población.


3.

Éste ha sido un prólogo algo largo a una breve exposición de mis ideas sobre el “sistema multipartidista”. En la Polonia de hoy, casi todo el mundo está a favor del multipartidismo, incluidos los herederos de la masa de la quiebra del comunismo que, por razones misteriosas, en 1989 sufrieron una repentina y saludable iluminación.
Pero, ¿por qué debería estar a favor del multipartidismo alguien que se identifica con un solo partido y cree que éste, a diferencia de todos los demás, está en posesión de la mejor receta para satisfacer las necesidades de la nación y remediar todas las dolencias desagradables y molestas que la aquejan? Hay dos respuestas posibles a esta pregunta, y diferenciarlas —creo— es de primera importancia. Estas respuestas distinguen el concepto religioso del concepto instrumental del partido.
De acuerdo con el concepto religioso, puedo decir lo siguiente: es cierto que mi partido está en posesión de la mejor receta, etcétera, pero, desgraciadamente, no todos —por ignorantes, estúpidos o abyectos, o por obedecer a intereses particulares— lo reconocen; así pues, hay que conformarse con la existencia de otros partidos, porque destruirlos por la fuerza, suponiendo que mi partido fuera lo bastante fuerte para hacerlo, sería peor que toleralos. Dicho de otra manera, de acuerdo con este modo de pensar, sería recomendable que, tras recibir una instrucción adecuada y sin ningún tipo de coacción, todo el mundo reconociera que mi partido tiene la razón y, por tanto, debe ocupar de resultas de unos comicios libres el cien por cien de los escaños de las instituciones legislativas.
Pero también es posible pensar de otra manera, es decir, de acuerdo con el concepto instrumental: creo que un partido determinado tiene (por lo menos actualmente, aunque tal vez no siempre) el proyecto más creíble para solucionar los problemas sociales, pero la presencia de otros partidos forma parte del paquete y, sencillamente, tengo que soportarla, y por lo menos hay dos razones por las que vale la pena hacerlo. Primero: en una sociedad, la unanimidad es imposible por definición, ya que el conflicto de intereses es el elemento imprescindible de cualquier vida colectiva y no el producto de unas instituciones sociales deficientes. Imaginar que las cosas podrían ser diferentes significa ceder a la tentación totalitaria. Segundo: la unanimidad no es deseable en absoluto a causa de la irremediable limitación de los conocimientos humanos, y también porque no somos seres perfectamente racionales y, por lo tanto, por más que queramos, nunca podremos estar del todo seguros de separar netamente nuestros intereses particulares y privados de los principios que abrazamos, y siempre debemos estar alerta ante la posibilidad de confundirlos. De esto no se desprende que podamos aprender de todo quisqui, es decir, que todo partido sin excepción —incluidas las formaciones doctrinarias y fanáticas que siembran el odio, sean éstas fascistas, racistas, leninistas o liberales— posea parte de la verdad. Pero es sano suponer que, dentro del llamado marco del orden democrático, existen partidos distintos del que apoyamos que, gracias a un punto de vista particular (sólo Dios es capaz de tener un punto de vista que lo abarca todo), pueden ser sensibles a cuestiones que se nos escapan o suplir con sus críticas nuestras limitaciones. De ello, a su vez, no se desprende que los partidos puedan colaborar alegremente sin que afloren los conflictos (tiempo ha, Maritain puso como ejemplo de pluralismo político la diversidad de órdenes religiosas dentro de la Iglesia, pero éste no es el pluralismo que yo desearía como principio universal). Aunque sea cierto que, en algunas circunstancias, tal complementación es posible, por regla general los partidos conviven enzarzados en una pugna interminable. No hay ninguna inconsecuencia en apoyar a un partido y, al mismo tiempo, no desear que arramble con todo y pueda ejercer el poder sin ninguna oposición, crítica ni control externo. Al contrario, la conquista del poder absoluto por medios democráticos —de otros no vale la pena hablar— genera inevitablemente  en el ganador un espíritu triunfalista, así como una fe inamovible en la propia infalibilidad y omnipotencia y, por consiguiente, la nefastas convicción de que al ganador le está permitido todo y no tiene que preocuparse por la ley (por ejemplo, que puede confiscar bienes o repartirlos a su antojo y promulgar leyes contrarias a la ley natural y a los derechos humanos, para acabar metiendo entre rejas o asesinando a los que no piensan como él).
No hay nada siniestro ni infame en la defensa de los intereses particulares, pero es correcto presentarlos como lo que son y no como el bien común de la humanidad.
Quienes se creen propietarios exclusivos de la verdad y sólo como mal menor toleran a los que no piensan igual que ellos son discípulos de la escuela leninista-estatalista, sea cual fuere la verdad que enarbolan. Y quien cree que es posible y deseable la unanimidad del rebaño humano dispone sólo de un método para realizar su sueño: tiene que huir al desierto, donde, llevando una vida de anacoreta, podrá gozar de unanimidad consigo mismo. No hay ningún otro modo.

15 de octubre de 2014

Antología sobre Excalibur.

[Damas y caballeros, y demás primates que hayáis aprendido a leer y a manejar Google Crome, aquí tenéis una antología de artículos, respuestas y objeciones sobre el affair Excalibur, el primer perro en riesgo de contagio del ébola en el continente europeo, cuyo sacrificio por las autoridades madrileñas ha generado un interesante debate, que todavía continúa mientras escribo estas líneas, acerca de la psicología de los manifestantes antiespecistas, las razones morales y técnicas del sacrificio, así como una retaila de juicios de intención, comparaciones ciertamente odiosas y unas cuantas falacias. Esta antología pretende ilustrar los altibajos de aquella polémica, recopilando en un mismo sitio los textos que se escribieron a partir de la publicación de un artículo de Juan Soto Ivars en el dietario del Estado Mental, que yo mismo respondí en las páginas del dietario, del mismo modo que hizo Catia Faria en su muro de Facebook, J M Bellido Morillas en su blog y Alejandro Matesanz vía mail. Como la discusión siguió en las redes sociales, recomiendo a los amigos de las fuentes primarias y de los archivos sin edulcorar que vayan directamente a este hilo de comentarios, pues esta antología consta de dos partes, siguiendo el escolástico modo: (i) la quaestio, que son los artículos propiamente dichos; (ii) la disputatio, que incluye una selección personal de los comentarios que se realizaron en el hilo, incluida la réplica de Soto Ivars y mi contrarréplica, junto a las aportaciones de Camilo de Ory, Anónimo García, Javier Taillefer García, Alejandro Alonso López, Raúl Mugiente Sariñena, Nino Correa Guimerá, Adrián Rebola-Pardo y Pablo Martín Fernández, seleccionadas atendiendo a criterios como la capacidad de despellejar vivos los argumentos del contrincante, la voluntad de ampliar el campo de batalla intelectual o el desarrollo de caminos alternativos de reflexión. Disfruten de la lectura, porque solo hay texto.]


i. La quaestio. 

Contra el animalismo.
Juan Soto Ivars.

La defensa de los animales es un principio de la dignidad humana. El hombre que maltrata a su perro delata su crueldad, y esto se entiende desde los tiempos de Esopo. En la actualidad, muchas personas se preguntan si el sufrimiento de los animales puede reducirse. Más allá de anécdotas como el anormal que pega a su caniche o el encierro de vaquilla de las fiestas de un pueblo, está el dilema de la alimentación. Yo, carnívoro empedernido, no deseo que las reses y polluelos que degluto tengan una existencia parecida a la de los muebles embalados de Ikea. Quisiera que las cadenas de producción ganadera tuvieran mejores condiciones para los animales, aunque sé que la industrialización de la ganadería es un factor esencial en el desarrollo de las grandes sociedades. Al menos, hasta que alguien descubra cómo producir carne a precios asequibles para una sociedad con tantos miles de millones de comensales.
Pero una cosa es tener conciencia de que los animales sienten y padecen, y estar a favor de que se cuide de ellos lo mejor posible, y otra creer que las películas de Disney son como documentales de la 2, es decir: que los animales y los humanos no somos tan distintos como nos había dicho Darwin. En este sentido, animalistas y creacionistas caen en un error con base equiparable.
Esta semana algunos quedamos asombrados por la repercusión de la vida de un perro en una situación de contagio del virus del ébola en España. Cualquiera que asomase el hocico a los mentideros se daba cuenta que la noticia del día era la del perro de Teresa, auxiliar de enfermería contagiada de esta enfermedad. Muchos internautas que llamaban al padre Pajares “el cura ese” se referían al perro por su nombre de pila, y la amenaza del sacrificio preventivo del can, finalmente llevada a cabo, movilizó en change.org a más de 300.000 personas que querían salvar al chucho de la muerte a cualquier precio. Algunas personas llegaron a formar un cordón humano en la puerta de la casa de la enfermera donde permanecía el perro, como cuando el banco desahucia a una familia.
Científicos entendidos explicaron que el perro no debía ser sacrificado. No porque defendieran su vida perruna, sino porque hubiera debido estudiarse si el animal funcionaba como transmisor pasivo del virus. Los perros lamen a otros perros y llevan una vida errática. Un comportamiento peligroso en una situación de descontrol sobre un virus tan letal. Muchos animalistas estaban tan obsesionados con salvar al perro que compartían el testimonio de estos científicos en las redes sociales, inconscientes de lo que significa poner al animal en cuarentena. Como dijo una amiga veterinaria: ¿se creen que es ponerle un piso en Fuengirola?
Lo importante para esta oleada de animalistas era salvar la vida del perro a toda costa, y así se manifestaron por la vida del perro, y firmaron una petición para salvar la vida del perro. Petición que contenía tantas faltas morales como de ortografía, y que redactó una internauta que, con toda razón, elegía la foto de una niña para su avatar de change.org.
A mí todo aquello me ponía los pelos de punta. No por miedo al ébola, sino por el comportamiento de la multitud.
Excálibur, así se llamaba el perro, pertenecía a una mujer sobre la que pesa todavía el riesgo de muerte. Una auxiliar de enfermería a la que pusieron a trabajar con enfermos de ébola sin haberla adiestrado en profundidad para quitarse el traje, en un nuevo caso de incompetencia de las autoridades. Sin embargo, el perro movilizó más apoyos que la enfermera. Si los negros que caen como moscas en África caminasen a cuatro patas y estuvieran cubiertos de pelo, es posible que consiguieran despertar un poco de esta inmensa, desnortada e infantiloide compasión.
Decían muchos animalistas que una cosa no quitaba a la otra. Que ellos defendían lo mismo al perro que a la enfermera, los misioneros y los negros de África. No percibieron lo terrible que es defender “lo mismo” a unos que otros, no se dieron cuenta, y para colmo mentían: Médicos sin Fronteras sigue pidiendo ayuda para su operativo de emergencia en los países afectados. Por supuesto, no han recibido ni una pequeña parte de los apoyos que recibió el perro. Quizás si Liberia ladrase...
Me pregunto si, en esta situación de imbecilidad generalizada, podría tener éxito una campaña para salvar a las medusas que son asesinadas cada verano en las playas. Miles de perros mueren en perreras, o atropellados porque los anormales de sus dueños los abandonan en la cuneta cuando se van de vacaciones, pero Excálibur se convertía en perro mediático y desataba una inmediata movilización. La velocidad y la trayectoria de la campaña delataba un preocupante relativismo moral. Buscando en Twitter “Excálibur” y “Ana Mato”, aparecían cientos de comentarios de internautas que consideraban la vida del perro más valiosa que la de la ministra. Hubo quien, incluso, comparó el momento del sacrificio del perro con la ejecución de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA.
El infantilismo y el relativismo moral alcanzaban tal grado de notoriedad que asustaban. Pero no es una sorpresa, si uno se para a pensar en las bases de la corriente animalista.
El animalismo existe desde hace siglos en Occidente, pero ha alcanzado una gran popularidad cuando la generación Dinsey se ha hecho mayor. No es paradójico que en los años de la crisis económica se hayan multiplicado en los medios de comunicación las consignas de los animalistas. Las protestas contra las fiestas populares donde se maltrata a los animales, parrafadas sobre la dieta vegana y manifestaciones antitaurinas aparecen cada pocos días en los medios. Mientras muchas familias españolas no tienen qué comer, los animalistas nos recuerdan lo pecaminoso que les resulta vernos tragar una hamburguesa. Todo esto hace pensar que el animalismo es un movimiento radical con un origen eminentemente burgués, aunque por supuesto muchas personas de origen y de vida humildes se hayan dirigido a esta corriente.
Defienden a los animales porque, según dicen, ellos no pueden defenderse. Creen que esto es una declaración de intenciones, pero en realidad es una falla argumental que los retrata. Uno puede defender la necesidad de llevar la democracia con aviones militares a un país como Irak, pero los iraquíes podrán negarse a ello y montar un Estado Islámico. Uno puede creer que las autoridades mexicanas deben arrancar la lacra de los narcos de la sociedad, pero posiblemente los narcos acaben agujereando al activista a base de balazos. En cambio, perros, gatos, corderos y zarigüeyas permanecen impasibles mientras las legiones de animalistas se dejan las horas del reloj en defenderlos de las agresiones del hombre.
En este sentido, el animalismo es una causa vacía: defiende los derechos de un colectivo que no los ha exigido y que no va a causar ningún problema a sus supuestos benefactores.
El animalismo no tiene malas intenciones, pero puede llegar a ser nocivo como todas las deformaciones grotescas de la bondad humana. Los presupuestos de los animalistas más radicales tienen tintes alienígenas: proclaman la igualdad de todos los seres con sistema nervioso que moramos sobre la tierra, y con una frecuencia alarmante comparan el valor de la vida de un humano con la de cualquier ratón de laboratorio. Cuando un animalista escribe que la vida de su perro es más valiosa que la de mucha gente, recibe un apoyo enorme por parte de otros animalistas. Ahí está lo nocivo de esta corriente que en principio tiene tan buenas intenciones: al equiparar el valor de la vida de los animales con la vida humana, considera que quien mata a un animal, aunque sea en un matadero alimenticio, está cometiendo un asesinato. Por lo tanto, si el animalismo sigue creciendo y logra representación en cámaras legislativas, las consecuencias podrían llegar a ser mucho más serias que los comentarios de cuarenta defensores de los gatos en una red social.
La fragilidad argumental del animalismo contiene una gran paradoja, que se manifiesta en la acusación que los animalistas radicales han elegido para quienes nos rebelamos contra su doctrina. Nos llaman, despectivamente, especistas. Antropocéntrico o especista es aquel humano que se considera superior a un mono titi o una merluza. ¿Dónde está la gran paradoja? En que el animalismo se levanta precisamente sobre un antropocentrismo radical: proyecta en los animales cualidades humanas, hasta el punto de considerar a los animales sujetos de derecho.
Esta confusión, de nuevo motivada por nobles sentimientos, resulta aparatosa desde un punto de vista humanista. El animalista cree que los animales tienen derechos aunque con frecuencia se muestra incapaz de explicar de dónde emanan estos derechos. Suele referirse al derecho a la vida de los animales como si fuera un mandato del reino natural que los humanos deben acatar, pero no especifican dónde está escrita esta ley.
Asumido este dogma, no se dan cuenta de que la ecuación funciona exactamente al revés: somos nosotros, los hombres, quienes tenemos el derecho a disfrutar de los animales. Por supuesto, es un derecho que nos hemos otorgado: son milenios usando a las bestias para acarrear el peso de los carros, a los perdigueros para ayudarnos en la caza, a las lombrices para servir de cebo en nuestros anzuelos. Nosotros inventamos los derechos y tenemos la potestad de repartirlos, y todos los derechos de que disfrutan los animalistas parten de la misma fuente: desde la libertad para expresar sus planteamientos por escrito o para manifestarse en la calle, hasta la garantía de que nadie, por mucho que aborrezca lo que digan, podrá reprimirlos por la fuerza sin recibir un castigo.
Pero ahí está el problema capital de la ideología animalista: en que los animales no tienen derechos, de la misma manera que no tienen obligaciones. No pueden acatar leyes, ni hacerlas cumplir a otros animales. Cuando educamos a un perro para que no cague en casa estamos imponiéndole reflejos condicionados a su conducta, lo cual es totalmente diferente a imponer una ley. Pero que los animales no tengan derechos no significa que deban ser vulnerables a la crueldad humana: de nuestro derecho a utilizar a los animales emana nuestra obligación de cuidar de ellos. Es decir: no es que mi perro tenga derecho a una vida digna por ser un perro, sino que yo tengo la obligación de dársela, y por lo tanto debo ser castigado si lo maltrato. A cambio de mis cuidados, el perro me premia con su lealtad, su cariño y su simpatía, elementos tan intrínsecos a los perros que cualquiera con un poco de sensibilidad sufre cuando se le arrima por la calle un chucho abandonado.
Entre las dos posturas, la del derecho intrínseco del animal y la de nuestra obligación de cuidar a los animales, hay una distancia tan grande como la que separa a los niños de los adultos. Pero precisamente ahí, en el infantilismo, está el talón de Aquiles de los animalistas contemporáneos.

&&& 

Las 4 falacias de “Contra el animalismo”.
Catia Faria.

En “Contra el animalismo”, Juan Soto Ivars disputa las reivindicaciones del ‘movimiento animalista’ alrededor del caso Excalibur, apelando a la fatal infantilidad en la que incurren sus argumentos. Efectivamente, la infantilidad teórica es altamente dañina para el éxito de nuestros objetivos políticos y es lamentable que en un estado que congrega más de 40 millones de habitantes, esta infantilidad sea responsable de marcar el ritmo de los discursos públicos, sobre todo en lo que toca a los debates morales. Sin embargo, Juan Soto Ivars, en vez de exponer la infantilidad teórica de nuestro razonamiento moral, la ejemplifica de forma magistral. En vez de ser una contribución a pensar mejor para actuar mejor, pone a nuestra disposición una serie de falacias en las que podemos seguir escudando la discriminación por especie y nuestra cobardía moral ante ella. Dado que es imposible dar cuenta aquí de todos los errores en los que se fundamenta este artículo, me centraré en los más salientes, intentando eliminar de él todo el ruido del que se hace acompañar la argumentación. Expondré y evaluaré, a continuación, los argumentos a los que apela el autor por orden decreciente de fragilidad argumental.
Falacia 1: Ad hominem: se ataca al oponente en en vez de atacar sus ideas. Todo el artículo esta plagado de continuos ataques a las personas que luchan contra la desigualdad de consideración y trato a la que están sujetos los animales no humanos, en vez de criticar las ideas en las que se basa esa lucha. “Infantilidad”, “imbecilidad” son algunos de los términos usados por el autor para calificar a estas personas. El exponente máximo de esta estrategia es el ataque que dirige a la autora de la petición en defensa de Excalibur:

“Petición que contenía tantas faltas morales como de ortografía, y que redactó una internauta que, con toda razón, elegía la foto de una niña para su avatar de change.org.”

Su argumento puede ser claramente reformulado de la siguiente forma: la redactora de la petición es una analfabeta y una infantil. Por tanto, la petición y las ideas que la impulsan son incorrectas. ¿Por qué no funciona? Evidentemente, las faltas ortográficas de la autora o la foto de su perfil son aspectos totalmente irrelevantes para evaluar la fuerza de sus ideas. Si algo hubiera que criticar de esta petición, sería lo que el autor llama “sus faltas morales” y no las características personales de quien la ha escrito. Pero las supuestas faltas morales en las que incurre la petición jamás son expuestas. El autor se limita a afirmarlas sin identificarlas ni ofrecer razón alguna en la que basar su juicio.
Falacia 2: Muñeco de paja: se distorsiona la posición del interlocutor para hacerla fácilmente rebatible. El autor resume la fundamentación de la acción ‘animalista’ en lo siguiente:

“Defienden a los animales porque, según dicen, ellos no pueden defenderse.”

Sin embargo, esto es claramente falso. El hecho de que los animales no humanos, al contrario de otros individuos oprimidos en la historia, no puedan defenderse por sí mismos es una razón puramente adicional para luchar en contra de la injusticia a la que están sujetos. Lo mismo ocurre con la lucha en contra de las injusticias a las que están sometidos individuos humanos no plenamente autónomos y profundamente vulnerables como los niños o las personas con diversidad intelectual muy grave. Eso no implica, claramente, que esa sea LA razón por la que defendemos a esos individuos. Defendemos a los animales porque rechazamos el especismo, es decir, rechazamos la consideración desigual e injustificada de sus intereses en no sufrir y en vivir sus vidas por el hecho de que no pertenezcan a la especie humana.
¿Y los humanos en África?
Otro muñeco de paja en el que incurre el artículo esta relacionado con los 3.000 humanos infectados de Ébola en África. El autor acusa los ‘animalistas’ de priorizar la vida de Excalibur frente a la vida de estos humanos. Esto es evidentemente falso. En primer lugar, nuestro comportamiento moral es criticable solamente si hemos dejado de actuar correctamente cuando estaba a nuestro alcance hacerlo de otro modo. Una movilización de los animalistas españoles hubiera hecho muy poco para cambiar la situación de los enfermos del Ébola. Esto no significa que no haya razones para contribuir económicamente a las personas afectadas por el Ébola en África, sino que la movilización por Excalibur en nada afecta a esas razones. Podemos hacer ambas cosas o podemos sólo concentrar nuestros esfuerzos en aliviar el sufrimiento de aquellos que están peor. Pero sobre todo debemos, en un momento dado, hacer aquello que tenga mayor probabilidad de tener un impacto real en el cambio de una situación. Ése es el caso de Excalibur.
Pero, de todos modos, todo este razonamiento es innecesario, ya que hay una diferencia significativa entre los dos casos. Estos humanos han muerto porque no estaban disponibles los medios para salvarles. No han sido matados preventivamente. ¿Por qué es esta diferencia relevante aquí? Por que si se hubiera tenido los medios para salvarles, se les hubiera salvado. Por el contrario, se ha matado a Excalibur, a pesar de tener los medios para evitarlo. A esto se llama especismo. Nuestra lucha, por lo tanto, no es técnicamente ‘animalista’, sino antiespecista. Lo que buscamos no es defender a los animales sino erradicar el especismo en el que esta basado un mundo construido sobre la desigualdad, la muerte y el sufrimiento, cuya abrumadora mayoría de víctimas son animales no humanos.

Falacia 3: Falacia de la equivocación: uso distorsionado de un término con más de un significado. El autor afirma:

“El animalista cree que los animales tienen derechos aunque con frecuencia se muestra incapaz de explicar de dónde emanan estos derechos. Suele referirse al derecho a la vida de los animales como si fuera un mandato del reino natural que los humanos deben acatar, pero no especifican dónde está escrita esta ley. (…)”

No hace falta apelar a la ley natural para defender la consideración moral de los intereses no humanos, tal y como no la hay cuando se trata de seres humanos. Animales humanos y no humanos son seres sintientes con la capacidad para sufrir y disfrutar. De ahí surgen los intereses en no sufrir y en disfrutar de sus vidas que imponen restricciones en el modo en como esta justificado tratarles. Desde algunas perspectivas normativas se defiende, así, que los animales (y los seres humanos) tienen el derecho moral a no sufrir y a disfrutar de sus vidas.
Continúa el autor:

“Asumido este dogma, no se dan cuenta de que la ecuación funciona exactamente al revés: somos nosotros, los hombres, quienes tenemos el derecho a disfrutar de los animales. (…) Nosotros inventamos los derechos y tenemos la potestad de repartirlos, y todos los derechos de que disfrutan los animalistas parten de la misma fuente”

El autor incurre aquí en una confusión entre derechos morales y derechos legales. Mientras en el primer párrafo habla de derechos morales, aquí se desplaza al sentido legal del término. El hecho de que los seres humanos (y no “los hombres”) tengan el derecho LEGAL a disfrutar de los animales no significa que los animales no posean el derecho MORAL a no ser ‘disfrutados’ (léase explotados para beneficio humano), aunque no se les reconozca el derecho LEGAL a ello y, como tal, no puedan ver sus intereses protegidos o sus derechos MORALES respetados.
La única discusión es moral. ¿Tienen los animales derechos MORALES o tienen los animales intereses moralmente relevantes? En términos legales, no hay discusión. Hay que “repartir” derechos LEGALES a todos aquellos que posean intereses igualmente relevantes para garantizar su igual protección.

Falacia 4: Confundir una condición suficiente con una condición necesaria. Dice el autor:

“Pero ahí está el problema capital de la ideología animalista: en que los animales no tienen derechos, de la misma manera que no tienen obligaciones. No pueden acatar leyes, ni hacerlas cumplir a otros animales”.

El autor asume que el criterio de consideración moral de los individuos es la capacidad para asumir obligaciones. Es decir, que para tener derechos es necesario tener obligaciones. Esto es claramente falso. Si fuera cierto que sólo quienes tienen obligaciones pueden tener derechos, entonces todos aquellos humanos sin las capacidades cognitivas necesarias para “acatar leyes” o “hacerlas cumplir a otros” estarían también fuera de la esfera de la consideración moral, o, en los términos del autor, no tendrían derechos. Eso significa que estaría moralmente justificado tratarles del mismo modo como tratamos a los animales no humanos y a obviar sus intereses cuando eso nos beneficiara. Sometiéndolos, por ejemplo, al mismo sistema de explotación que a los restantes animales.
Sin embargo, esto sería claramente inaceptable. Si esto es así, entonces tendremos que rechazar el criterio de las obligaciones como aquello que determina que un individuo sea respetado (o tenga derechos). Lo único que importa a la hora de saber como debemos tratar a estos individuos es la capacidad para sufrir y disfrutar de sus vidas, y sus intereses correspondientes. Pero lo mismo se aplica a la mayoría de animales no humanos con idéntica capacidad. La imparcialidad exige que tratemos de forma igual los intereses iguales de estos individuos. Debemos, pues, rechazar el especismo y todas sus manifestaciones, responsables de los daños que padecen los animales bajo control humano.
Al contrario de lo que se defiende en el artículo, las/os ‘animalistas’ estamos intelectualmente preparadas/os y politicamente organizadas/os para luchar en contra del especismo y la sociedad inmoral que se ha erigido encima de él.
No hay mayor infantilidad intelectual que asumir la infantilidad de tu oponente.

&&& 

Métete con alguien de tu tamaño.
Ernesto Castro.

Juán Soto Ivars seguramente sea el narrador y el reportero más importante de nuestra generación. El reportaje que apareció en el segundo número del EEM sobre la precarización y externalización de la industria murciana es —a mi juicio— lo mejor que se ha publicado en la revista hasta la fecha. Pero como columnista tiene un problema: cuando escribe contra la opinión pública mayoritaria del momento tiene la manía de hablar de oídas y pocas veces se toma en serio a sus adversarios, como si por el hecho de ser muchos fueran todos tontos por definición. “Contra el animalismo”, el artículo de opinión que ha escrito a raíz de las protestas en contra del sacrificio del perro Excalibur, es una muestra de la ignorancia que suele respaldar el juicio de Soto Ivars cuando aborda temas de filosofía moral aplicada, y como yo soy otro buen samaritano sin trabajo, quisiera invertir parte de mi tiempo en informarle sobre el tema para que esta joven promesa, mi escritor preferido de los nacidos entre 1985 y 1990, no vuelva a dar semejante espectáculo de vergüenza ajena.
El caso es que columnistas como Soto Ivars tienen una tribuna y razones más que suficientes los 365 días del año para llamar la atención sobre la indiferencia que muestra la mayor parte de la gente hacia el sufrimiento ajeno, tenga lugar este en Gabón o en el matadero, pero curiosamente suelen escoger el día en que la opinión pública se posiciona en contra o a favor del matadero para acordarse de Gabón, y utilizar una causa para desprestigiar otra igual de noble, lo que nos lleva a sospechar que en realidad ninguno de los dos problemas quita el sueño a esta casta de todólogos, tertulianos y opinadores, sino que solo quieren agitar el candelero y hacerse los indepes, o como diría la gemela mala de Rosa Luxemburgo: siempre contra el pueblo mal que tenga la razón.
Esta gente se comporta con los movimientos sociales como los connoisseurs con los grupos de música indie. Todos son muy buenos hasta que dejan de sonar en el sótano de su adosado. Aunque Soto Ivars era un don nadie por aquel entonces, sus columnas heredan el espíritu de los liberales que se preguntaban por qué la gente no se echaba a la calle en 2010, con la que estaba cayendo, y cuando la gente les hizo caso en mayo de 2011, se apresuraron en aclarar que no se referían a cualquiera, sino en concreto a la calle Ferraz. Yo le quiero pedir en concreto a Soto Ivars que deje de incurrir en la falacia del espantapájaros, que consiste en caricaturizar la posición del adversario hasta que parezca tan indefendible como irreconocible, y que a poder ser se meta con gente de su tamaño, que aplique el criterio de caridad interpretativa, entendiendo que los lemas de los manifestantes son una exageración de razones más profundas con fines de movilización y concienciación, en lugar de escribir artículos como hace ahora para machacar los comentarios en mayúsculas de los haters que proliferan, con toda la razón del mundo, en su muro de Facebook.
Pero vayamos a los argumentos.
Soto Ivars sospecha que los defensores de los derechos animales incurren en la paradoja de proyectar cualidades humanas sobre los animales. Si esta joven promesa hubiera estudiado algo de lógica sabría que eso no se llama paradoja, que en griego significa “lo opuesto al sentido común”, supongo que estaremos de acuerdo en que la mayor parte de la gente, eso que llaman el sentido común, cree que su perro piensa más de lo que de hecho piensa. Pero no hay nada aparentemente contradictorio en creer que las fábulas de Esopo son literales. Es una creencia falsa, no una paradoja. Y es falso que el movimiento animalista atribuya cualidades según criterios estéticos, de pertenencia o hasta ecológicos. Ningún defensor de los derechos animales considera que un perro tenga más derechos que un zorro o viceversa, por mucho que una especie esté en peligro de extinción y la otra no, por mucho que el primero ataque a las gallinas y el segundo las defienda, por mucho que uno sea salvaje y el otro doméstico.
Soto Ivars cree que los defensores de los derechos animales ignoran a Darwin porque han visto demasiadas películas de Disney. Por desgracia, esta joven promesa sabe tan poco de biología como de dibujos animales. Llama “generación Disney” a los nacidos a finales de los 70 y comienzos de los 80, como si Bambi no fuera de 1922, Dumbo de 1941, La dama y el vagabundo de 1955, 101 dálmatas de 1961, los Aristogatos de 1970 y un largo etcétera de películas pleistocénicas. Si Soto Ivars hubiera tecleado “ética animal” en la Stanford Encyclopedia (claro que para eso hay que tener noticia de su existencia) sabría que el animalismo fue primero una cuestión académica y luego un movimiento militante, que empieza como mucho con Peter Singer en 1973. Y si nuestro narrador acudiera a las librerías para otra cosa que no fuera presentar sus propios libros sabría que Singer es el autor de un libro titulado Una izquierda darwiniana.
La visión que tiene el movimiento animalista sobre el estado natural es, de hecho, absolutamente darwiniana y radicalmente opuesta a la que tiene Disney. Justamente porque la naturaleza es una lucha sin cuartel de todos contra todos, justamente porque el último problema de la madre de Bambi son los cazadores furtivos, por detrás del clima, el hambre y los parásitos, tenemos que intervenir en el estado natural para mejorar la vida de quienes sienten y padecen como tú y como yo. Si Soto Ivars hubiera leído las dos primeras páginas del prólogo de la primera edición de Liberación Animal, el pistoletazo de salida del movimiento, conocería el malentendido que tuvo el autor con una loca de los gatos que pensaba que lo del sensocentrismo consistía en querer mucho a tus mascotas. Cuál sería su sorpresa (y la de Soto Ivars) al descubrir que Singer no tiene ninguna:

“Este libro no trata de mascotas. Es probable que su lectura no resulte agradable a quienes piensan que el amor por los animales no requiere más que acariciar un gato o echar de comer a los pájaros en el jardín. Más bien, se dirige a la gente que desea poner fin a la opresión y a la explotación dondequiera que ocurran y que considera que el principio moral básico de tener la misma consideración hacia los intereses de todos no se restringe arbitrariamente a los miembros de nuestra propia especie. Suponer que para interesarse por este tipo de cuestiones hay que ser “un amante de los animales” es un síntoma de que no se tiene la más ligera sospecha de que los estándares que nos aplicamos a nosotros mismos se podrían aplicar a otros animales. Nadie, salvo un racista que calificase a sus oponentes de “amantes de los negratas”, sugeriría que para interesarse por la igualdad de las minorías raciales oprimidas hay que amar a esas minorías, o considerarlas una monada y una lindeza.”

Soto Ivars quiere mostrar al mundo lo buen escritor que es mediante rebuscadas analogías con la guerra de Irak para atacar la máxima de que hemos que ser nosotros quienes protejan los intereses de los animales porque ellos mismos no pueden hacerlo. Pero es un corolario elemental de la teoría de juegos aplicada a individuos sin capacidad de raciocinio y con intereses en completar su ciclo vital. Si la competencia conduce a un resultado subóptimo para todas las partes, como es el caso del estado natural donde casi todos los individuos mueren antes de haberse reproducido, a todos los participantes les conviene que una autoridad superior garantice la posibilidad de la cooperación, y como en el caso de los animales esa autoridad no puede emerger del pacto, como pasa en el contrato original de Hobbes, tenemos que ser nosotros, los alienígenas de Soto Ivars, los que impongamos criterios de civilización sobre la naturaleza, incluida la naturaleza de nuestra joven promesa que ignora todo lo que no se expresa en su muro de Facebook.
¿Y cómo sabemos que estos son los criterios de civilización adecuados? Mediante una estimación que, dependiendo de la complejidad del caso, puede requerir conocimientos avanzados en dinámica de poblaciones. Como no hay forma humana de saber las preferencias de los animales, como no podemos preguntarles si prefieren que les tratemos como simple y barato mobiliario, que es como les trata ahora mismo la legislación española, como no podemos determinar si Excalibur se hubiera sacrificado motu proprio por Ana Mato y por el Rey, por el orden y la ley, tenemos que suponer que todo ser vivo tiene un interés en seguir vivo. Vamos, que me parece de coña tener que discutir si un perro con ébola tiene un interés objetivo sobre su propia existencia teniendo en cuenta que son asintomáticos, la enfermedad no les produce síntomas, y eventualmente pueden quedar libres de ella. Esto no lo digo yo, sino la tan sobada investigación publicada por Eric M. Leroy, entre otros, en Emerging Infectious Diseases.
Aunque Soto Ivars no ha leído a Kant, suscribe una versión del respeto como indicador de dignidad que el filósofo de Königsberg profesaba hacia los animales y hacia los españoles, porque pensaba que el trato que mostramos con los seres inferiores demuestra el tipo de personas que somos, como si el hecho de abstenerse de participar en las salvajadas de Tordesillas fuera una prueba de nobleza de espíritu. Me parece genial que la moral de Soto Ivars consista en sentirse superior a los maltratadores de animales, a los violadores de mujeres y a todos los malos ejemplos que no sigue esta joven promesa, pero mucho me temo que para hablar de dignidad hay que comprar el paquete kantiano completo y actuar siguiendo máximas que todo el mundo pueda seguir, y lo más importante, que quieras que todos sigan. Soto Ivars pertenece a una generación de kantianos hipsters que actúan como deben, pero se la sopla si los demás somos unos nazis, y hasta diría que lo prefieren para así tener alguien contra quien escribir los viernes.
En cuanto a la maniobra savateriana de apuntar que los animales carecen de derechos porque no tienen obligaciones, como la mayor parte de la gente que utiliza este lenguaje aparentemente jurídico –incluyendo por supuesto a los manifestantes a favor y en contra de la ejecución de Excalibur–  no tiene ni idea de lo que se enseña en la carrera de Derecho. Quisiera preguntarle a Soto Ivars de qué tipo de derechos habla (políticos, morales o de otro tipo), qué justificación filosófica aduce en su defensa (iusnaturalista, positivista o de otro tipo) y si cree que los discapacitados mentales carecen de derechos por la misma razón que los animales, o mejor aún, si deberían tener las mismas obligaciones que los cuerdos, definidos en sentido amplio, y ser condenados a la misma pena que nosotros en el hipotético caso de cometer crímenes de los que no son conscientes ni, por tanto, moralmente responsables. A ver si se luce esa promesa en la respuesta. 
Sea como fuere, las palabras que queramos ponerle a la protección jurídica que merecen los animales es lo de menos. Al fin y al cabo todos estamos de acuerdo, ya sea por amor a las mascotas, ya por sentido de la justicia o de la dignidad, en que no había ninguna razón moral para sacrificar a Excalibur, sino como mucho una coartada técnica, un subterfugio económico, que tiene que ver con la falta de medios actualmente disponibles para analizar y tratar a todos los animales, tanto humanos como no humanos, con independencia del continente en que vivan, que están ahora mismo en riesgo de contagio o directamente contagiados. Como decían los clásicos: primum vivere deinde philosophari

 &&&
  
La jerarquía de la vida.
J M Bellido Morillas.

Imaginenos un diálogo como este:
“Hola, qué tal. Bienvenido al Cielo”. “Gracias”. “Bueno, pues dígame”. “Nada, que yo es que soy misionero del Dios único”. “Ah, muy bien, eso del Dios único nos gusta mucho aquí. Como que soy yo el Dios único, el glorioso Ahura Mazda”. “Bien, bueno. No es exactamente lo que me esperaba, pero bueno”. “¿Y aparte de misionar qué ha hecho?”. “Pues antender enfernos, necesitados y esas cosas”. “Ah, muy bien, muy bien, todo eso nos encanta. Con tal de que no haya tocado cadáveres ni causado la muerte de un perro, vamos, ya sabe, lo básico, el Fargard y el Vendidad, se puede quedar aquí todo lo que quiera”.
En caso de verificarse tal diálogo, el Padre Pajares, causante indirecto, a través de una rocambolesca y abacadabrante historia, de la muerte del can Excálibur, y acostumbrado a tratar y exponerse a la nasuš, difícilmente podría escapar de los demonios con forma de perro vistos por Arda Viraf y descritos en el capítulo XLVIII de su libro, según la edición de Haug. Así que el injusto Padre Pajares será desgarrado durante toda la eternidad por demonios perrunos que devorarán todos sus miembros, según el testimonio revelado de aquel glorioso hombre de virtudes, quien alcanzó estas visiones del Infierno y el Paraíso con obras de gran justicia y rectitud, como conocer carnalmente a sus siete hermanas, según lo que es justo y benévolo para un mazdayasnin, como también lo es exponer los cadáveres humanos para que los devoren las bestias en lugar de cometer la inefable impiedad de enterrarlos.
Como no tengo hermanas cuyo concúbito me conceda la visión de las moradas ultraterrenas, no puedo opinar sobre tal materia y debo conformarme con dar cuenta de lo que se está diciendo a este lado de la vida, que, más o menos, puede resumirse en la respuesta de Ernesto Castro a Juan Soto Ivars. Seguramente existirá algo más, pero ya queda fuera de mi Facebook.
Ante la discusión de ambos en el medio zuckerberguense, y para no redundar más en aquello que ya había decidido que era mejor no meneallo, me he limitado a la libertad de imponerles unos ejercicios:
1. Se nos da la oportunidad de salvar a una rana o a un perro, pero no a ambos. ¿Qué debemos hacer?
2. Se nos da la oportunidad de salvar a una rana o a un comatoso. ¿Qué hacemos?
3. Un paciente con muerte cerebral aloja a una Naegleria fowleri (en la foto). ¿Debemos preservar la vida del ser que está vivo, y que, además, nos sonríe, o la del paciente cuya muerte (cerebral) hemos declarado, y que además no nos dice nada?
4. Vemos un caracol al que le salen patas que no son tales, sino larvas de icneumón. ¿Qué hacemos?
5. Se nos da la oportunidad de salvar a una vaca o a un hinduista, pero no a los dos. El hinduista nos pide que salvemos a la vaca. ¿Qué hacemos?
6. Podemos salvar a un feto o a un comatoso. Qué hacer.
7. Podemos salvar a un niño de 3 meses con ictiosis arlequín o a un chimpancé sano adulto. Exponga el protocolo de actuación a seguir, según su criterio.
6. Se nos da la oportunidad de salvar a un perro o a un zoroastra. El zoroastra nos pide que salvemos al perro. El incidente ocurre en Irán y el perro es considerado impuro por las autoridades de la Revolución Islámica. Nosotros somos maronitas. ¿Qué hacemos?
Es en estas situaciones cuando se ve realmente de qué estamos hablando. ¿Se puede responder sin establecer una jerarquía del valor de la vida que condene irremisiblemente a determinadas especies y seres al holocausto? Es una pregunta racional y espero una respuesta racional. Así que no me lloren.

&&&

Notas a vuelapluma.
Alejandro Matesanz.

Lo primero que haré será especificar (las) posibles posturas con respecto al “caso Excalibur”. No pretendo ser exhaustivo, y no tanto por principio como por no disponer del tiempo suficiente. Me parece esencial que en las exposiciones de las tesis haya una comprensión de todas las que están en juego (o de todas las que se consideren importantes). Es muy probable que no exponga todas (las tesis generales no expuestas no necesariamente son menospreciadas, sino que posiblemente ignoradas).
El hecho: se sacrifica un perro.
Creo que este hecho se puede debatir desde, al menos, dos posturas generales que determinarán todo desarrollo ulterior. Pienso que muchos de los posibles malos entendidos que se puedan dar proceden de mezclar estas dos posturas o de no especificarlas suficientemente.
Una postura podemos llamarla: “rigorista” y otra podemos llamarla “matizada”. Es importante entender que ninguna de estas posturas generales compromete el contenido de la tesis. Defino postura rigorista como aquella que estudia el conflicto desde una postura que no tiene en cuenta las circunstancias. Defino postura matizada como aquella que tiene en cuenta las circunstancias. Aclaro también que ser rigorista con respecto a una acción no requiere ser rigorista con respecto a otras y viceversa. Por decirlo de otro modo, no quiero establecer aquí una falsa dicotomía (no se trata aquí de tomar partido por jansenistas o jesuitas).
En la postura rigorista distingo tres posibilidades.
1 a- que, da igual la circunstancia, matar un animal no tiene importancia alguna ni moral ni legal.
1 b- que, da igual la circunstancia, matar un animal no tienen importancia legal, pero sí moral.
1 c- que, da igual la circunstancia, matar un animal no tienen importancia legal y esto es lo único que importa.
En el debate,  particularmente no le veo mucha vida a la postura 1c, no tanto por su validez o no, sino porque pertenece al ámbito de la ética descriptiva y no tanto a la ética normativa.
Las posibles razones para la postura 1 a (puedo dejarme algunas).
1 a 1- Los animales no tienen naturaleza racional y, por ello, no importa nada qué hagamos con ellos.
1 a 2- Los animales son incómodos (por ser demasiados, por ser malolientes, porque me dan miedo, porque pensamos en ellos como lo hacía Descartes…) por ello no importa reducir su población en casos aislados y tratarlos como se nos antoje.
La postura 1 b no es descriptiva es normativa/propositiva. Lo que dice es que hay cosas que son inmorales que no deben ser legisladas y ésta es una.
Hay, al menos, dos presupuestos aquí:
a- se debe separar ley y moral (presupuesto aceptado mayoritariamente salvo –y ni siquiera del todo- en países como Irán con su “policía moral”).
b- la relación del hombre con el animal entra dentro del marco de lo privado.
Veamos la postura rigorista 2.
2 a- da igual la circunstancia, no se debe acabar con la vida de un animal (obviamos la circunstancia de defensa propia que supongo que cualquier sujeto defenderá).
2 b- matar un animal (en este caso, pero pueden verse insertas más opciones) debe estar penalizado legalmente dando igual las circunstancias (supongo que aquí las excepciones que puedan poner los defensores de esta postura serán las mismas que en el ámbito intrahumano).
En la postura rigorista 2 está implícita la tesis de que ley, moral y naturaleza no están desvinculadas, al menos en este punto (seguramente en una época que cuestiona tanto lo “natural” hay muchas limitaciones en este punto; aquí pondría una señal de alarma con respecto a determinadas contradicciones fáciles de surgir).
También está implícita una postura moral objetivista (cuyo retorno en determinados ámbitos no puedo no celebrar). Para que sustentada en este caso, no tanto en lo que una especie es, pero sí en lo que una especie es capaz de hacer y padecer, en lo que podemos llamar “propiedades”).
Veamos la postura matizada.
1. Está permitido moralmente, y legalmente debe estarlo, acabar con la vida de los animales y/o modificar sus condiciones de vida cuando hay otras vidas (aquí se puede o no hacer diferencias específicas) que están en juego. (Aquí vida no significa ausencia de muerte, puede significar condiciones deseables para uno o varios sujetos).
Creo que esta postura no ha sido suficientemente estudiada en el debate, porque ha habido un tono rigorista generalizado. Es mi postura. Habiendo (más) riesgo de contagio por parte de seres humanos a la hora de analizar a Excalibur que a la hora de sacrificarlo.
2.  (Pienso que si la postura animalista quiere ser coherente con el utilitarismo esta posibilidad debería ser real). Por ejemplo, en el caso de que la vida de un individuo pudiese salvar la vida de un grupo mayor.
Creo que está laxamente justificada la postura que defiende que, aunque no sepamos lo que sienten/piden los animales debemos suponer que quieren seguir con su vida hasta que esta se acabe de modo natural (aquí sería contradictorio aceptar la eutanasia para hombres y no animales). Hay en la tesis de Ernesto Castro la idea de que nuestra intervención es precisa para salvar la “insuficiencia y/o injusticia” de la naturaleza (postura que conlleva, por cierto, la defensa de una diferencia cualitativa entre hombre y animal que no pocos niegan).
Aquí contempla, supongo, la intervención humana cuando se interprete que esta vida no merece la pena ser vivida (el intérprete  y la interpretación aquí tienen una importancia crucial y pueden ser totalmente voluntaristas).
Aquí veo varios problemas (a vuelapluma):
a- la presuposición de la tesis básica utilitarista: nuestra acción debe buscar el mayor bien en el mayor número de seres posible, identificando bien con placer o bienestar material y presuponiendo homogeneidad axiológica “interespecial”: “vale” lo mismo el placer de un cerdo que el de un ser humano o el de un perro y un caballo.
b- Creo que para seguir manteniendo esta tesis, el utilitarismo debe defenderse correctamente de la crítica clásica a sus cimientos:
- nunca podemos adivinar el resultado de nuestra acción y por lo tanto dichos principios no pueden guiar nuestra acción.
- el hedonismo inherente al utilitarismo (toda acción debe perseguir el bienestar o placer del máximo de sujetos posible) es vacuo porque placer es una palabra vacía que cada sujeto puede rellenar con un contenido diferente e, incluso, un mismo sujeto en diferentes momentos puede defender cosas diferentes. Para esta crítica me remito a Soloviov en su libro La justificación del bien. ¿Cuál es el criterio para discriminar tipos de placeres?, ¿por qué el placer corporal es superior al espiritual?, ¿por qué el placer por hacer lo que el sujeto x (siendo x un utilitarista) considera “el mayor bien” es superior al placer del sujeto y con criterios no utilitaristas?
- ¿Por qué reducir los “principios de civilización” según criterios seleccionados por x1 y no por x2 o y1, y2 (siendo x1 utilitarista benthamiano, x2 utilitarista milliano, y1 freerider 1, y2 freerider 2).
- ¿En el caso posible en que hubiese una mayor cantidad de seres con mayor bienestar (psicológico y/o corporal, aclarando que ambos se dan de manera antagónica en determinados sujetos) con la muerte de Excalibur (por ausencia del miedo a contagio o por otras razones) cómo justificar la inmoralidad del acto desde las bases utilitaristas?


ii. La disputatio.

Anónimo García: Fantástico, Ernesto. Yo dejé un comentario mucho más humilde que tu completísima argumentación, pero que copio aquí para complementarla. Parte del utilitarismo de Peter Singer: “Buen artículo, con puntos interesantes, pero que en mi opinión parte de una base errónea: medir lo que nos rodea por la utilidad que tiene para el hombre y no por su valor intrínseco. En el caso que nos ocupa: ¿tiene más valor la vida de un animal para él mismo o la satisfacción de saborear su carne para un humano? Yo creo que lo primero pesa más que lo segundo: la vida para él es más importante que comer jamón para mí. Por eso, y porque tampoco lo necesito para sobrevivir, prefiero no comerlo. Claro, que aquí hay otro supuesto: si fuese fan del sabor de la carne sin duda usaría la razón para justificar el impulso emocional de seguir pudiendo saborearla. Como estoy haciendo ahora mismo al revés, claro.”

Camilo de Ory: Hombre, Ernesto, yo distinguiría entre quienes se opusieron a la muerte de Excalibur esgrimiendo argumentos y tras analizar mínimamente la situación (en cuanto a posibilidades de contagio, viabilidad de las alternativas a su apiolamiento, etc), con los que no estoy de acuerdo pero que sí han aportado observaciones de mucho interés al debate, y quienes lo hicieron de manera visceral, espantados por la mera posibilidad de que se sacrificara a un animal inocente. A este segundo grupo, que no sé si es el más numeroso pero sí es el que ha hecho más ruido, yo sí lo veo muy Disney.

Juan Soto Ivars: Querido Ernesto, 
leí anoche tu artículo. Voy a responderte aquí, porque no quiero alimentar un debate en el que tú das por supuesto lo que el otro lee, ignora y pretende. Primero tengo que agradecerte una crítica que me ha tenido pensando todo el día: es posible que yo tienda a usar al espantapájaros en muchas ocasiones, y que no sea lo más inteligente meter por medio conceptos teóricos propios de personas cultivadas, inteligentes y ajenas a la aplicación práctica en un entorno social. Al hablar de animalismo como lo hago en mi artículo, alguien como tú puede decir, con toda razón, ¡el animalismo no es esto!
Ha ocurrido y seguirá ocurriendo que el teórico de una doctrina no acepte lo que ocurre cuando esa doctrina se implanta en personas mucho menos inteligentes que él. Pero tienes razón: yo no debería usar a la ligera los conceptos teóricos para referirme, sobre todo, a las consecuencias de la aplicación de esos conceptos en el rebaño humano, por usar un término que te resulte simpático.
Voy a pasar por alto todas las menciones que me dedicas, bastante insultantes, y la descripción que haces de tu oponente. Sólo te voy a recordar que los argumentos ad hominem son falaces, como supongo que aprendiste en primero de Filosofía. La primera parte de tu artículo se limita a explicar al lector quién es el fantoche que ha escrito lo que tú respondes. Por suerte, después, consigues remontar.
Según defiende Singer y defiendes tú, el animal tiene derecho a una vida digna por el hecho de ser una criatura que padece y que históricamente ha estado desprotegida ante las sociedades humanas. Yo niego ese derecho y defiendo la obligación humana de cuidar de los animales. Entiendo que el sujeto jurídico es la persona y no el animal y, como yo, lo entiende el derecho positivo. Por el momento, el derecho sigue siendo la ciencia que rige sociedades humanas, pero no dejes de avisarme cuando esto haya cambiado. Me preguntas después a qué tipo de derechos me refiero. Una lectura más tranquila de mi artículo quizás te hubiera respondido a la pregunta. Hablo de positivismo jurídico, no de iusnaturalismo. Desde el punto de vista iusnaturalista es posible que los animales puedan tener derechos por sí mismos, dependerá de quién esté mirando al animal. Pero convertirlos en sujetos jurídicos resulta problemático, no sólo por la incapacidad natural del animal para cumplir obligaciones, sino porque el animal no conoce sus propios derechos, ni puede hacerlos cumplir en una sociedad animales. Aunque no lo digo en el artículo, yo no puedo concebir un mundo sin reservas naturales salvajes protegidas de la injerencia humana. Para mí, la negación de los derechos animales vive pegada a la aceptación y la defensa de los ámbitos de vida salvaje, es decir: de vida animal ajena a lo humano.
Tu postura teórica, sin embargo, es sólida. Digna de una conversación a la altura de los despachos universitarios. Pero mi artículo responde a una realidad social: la implantación de esa teoría (desvirtuada) en una sociedad compuesta por personas menos inteligentes que tú. Si bajas los pies a la tierra de vez en cuando, es posible que puedas comprobar cómo se aplican ciertas teorías, cómo se deforman y cómo se sostienen en ellas conductas totalmente desquiciadas.

Ernesto Castro: Querido Juan, 
gracias por tu respuesta sosegada. Si me permites, voy directamente a la raíz de tu respuesta. Tú mismo dices que los humanos tienen la obligación de cuidar a los animales, pero luego niegas que los animales tengan derecho a la vida buena. Ahí tienes tu obligación que genera derecho. Estamos hablando de derechos y obligaciones morales, por supuesto, que son el fundamento de obligaciones y derechos de carácter estrictamente jurídico. ¿O acaso crees que esa obligación tuya de cuidar a los animales no debería tener unas garantías judiciales que aseguren su observancia y penalicen su incumplimiento por parte de todos los ciudadanos? De nuevo, tienes que comprar el paquete kantiano completo. Una de dos: o eres animalista o te contradices.
Cuando dices que mi posición daría para una buena discusión entre señoritos como tú y como yo, pero que por desgracia los defensores de los derechos animales son menos inteligentes que tú y que yo, aprecio la sutileza de la captatio benevolentiae, pero creo que estás equivocado. Simplemente echa un vistazo a las respuestas que ha generado tu artículo y verás gente mucho más comprometida con la verdad y con la justicia que nosotros. Es el caso de Catia Faria, de Eze Paez, de Daniel Dorado, de Alberto Bermejo, solo por señalar a unos pocos que han estado en la primera línea de las razones y de las acciones. Tú y yo somos dos saltimbanquis comparados con estos amantes de la verdad y sí, para qué vamos a negarlo, de los animales.
En cuanto a quienes reaccionaron emocionalmente contra el sacrificio de Excalibur, vuelvo a insistir en el principio de caridad interpretativa: seguirían teniendo razones morales aunque la rabia les impidiera exponerlas. Eres tú, y no yo, quien reclama que los movimientos sociales sean reuniones de filósofos. Eres tú, por tanto, quien queda convidado a bajarse a la calle a descubrir que la gente sencilla tiene la razón de vez en cuando.
Por ejemplo, en este caso.
Un saludo,

Javier Taillefer García: Ernesto, me voy a tomar la libertad de introducir un matiz. Dices que “Estamos hablando de derechos y obligaciones morales, por supuesto, que son el fundamento de obligaciones y derechos de carácter estrictamente jurídico”; y en tu artículo sugieres que Juan “no tiene ni idea de lo que se enseña en la carrera de Derecho”. Bueno, ese no es mi caso. Yo sí he estudiado derecho, y te puedo decir que eso que dices no tiene ni pies ni cabeza salvo que suscribas ‘in toto’ una corriente dogmática muy criticada y con poco apoyo dentro de la filosofía del derecho: el iusnaturalismo. En este sentido, esta tendencia sólo tiene cierto apoyo en EE.UU y en países en mayor o menor medida teocráticos (Sharía). Te podría dar argumentos desde el positivismo jurídico -los derechos y obligaciones legales lo son en la medida en que la norma que los recoge ha sido aprobada por el órgano competente siguiendo el procedimiento legalmente establecido. Y también desde el realismo jurídico -añade a lo anterior que si la ley es ineficaz no se puede considerar como tal. Sería el caso de una Ley Orgánica que legislase en contra de las leyes de la termodinámica. O incluso podría dártelos desde el punto de vista de la teoría crítica del derecho (donde ya nos meteríamos en temas de su uso ideológico), pero me voy a limitar a decirte que tu presuposición de que los derechos y obligaciones jurídicas derivan de derechos y obligaciones morales se encuentra en la raíz de los sistemas legislativos y del pensamiento legal más reaccionario. Que, en última instancia, no deja de ser una secularización de la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino. Sólo tienes que cambiar a “Dios” por “La Moral TM”.
Dicho eso, sólo me gustaría añadir que me parece un error de base convertir el debate sobre el perro en un debate sobre la moralidad o inmoralidad de su sacrificio: es, ante todo, una cuestión de salud pública. Me parece genial que haya gente como tú que quiera enriquecer el debate y llevarlo a otras dimensiones, como puede ser la de la filosofía moral; pero creo que, en el mejor de los casos, eso es secundario. Y de la misma forma que tu compras el paquete Kantiano completo (habría que ver hasta qué punto eso es un argumento de autoridad), me voy a permitir contestarte con mi paquete Nietzscheano completo: “No hay hechos morales, sólo una interpretación moral de los hechos”.

Alejandro Alonso López: En cualquier caso me ha parecido bastante más respetuoso Juan, que Ernesto, dicho sea de paso. Y personalmente considero a todos los animales un escalón por debajo del ser humano, puede que sea por mi particular teoría sobre el nacimiento del ser humano, pero tengo claro que en caso de cualquier peligro epidémico de la especie humana, el sacrificio del perro se hace lógico. Ya sólo quedaría acotar, cual sería el grado de peligro que permitiese la actuación o el sacrificio, y si realmente se estaba dando esa situación... que puede ser que no, como nos están demostrando desde EEUU. Pero no hay que saltarse que el principio de este debate nació del agravio comparativo a nivel mediático, o a nivel de percepción emocional de la población entre el caso de los misioneros, y el del perro. Y detrás de esa diferencia en la reacción, o esa excesiva reacción emocional con el perro que no surge con los misioneros, hay todo un desorden moral de la sociedad generado por el espectáculo televisivo. Yo comparo el caso de Excalibur, con el caso de la muerte de Puerta o Jarque, exfutbolistas que murieron de muerte súbita, y que provocaron que mucha gente que siquiera es capaz de llorar la muerte de un familiar cercano, fuese capaz de llorar en la puerta de los estadios, la muerte de estos desconocidos. Y al compararlo con el caso de otros seres humanos me libro del meticuloso debate sobre animalismo que estáis llevando a cabo. Buenas noches.

Ernesto Castro: No es necesario ser iusnaturalista para sostener que las obligaciones morales generan necesariamente derechos positivos. Si, como dice Soto Ivars y no yo, cuidar a los animales es una obligación y no una mera recomendación o una acción superogatoria, encomiable pero no obligatoria, entonces habrá que dotar de cierto poder coactivo a esa obligación, no basta con que los que cumplen con ella se sientan superiores a los que no. Entiendo por derecho a la norma y a las garantías que aseguran la observancia de esa obligación, y ahora sí, los positivistas como Javier Taillefer García añadirán el requisito puramente formal de “aprobadas por el órgano competente siguiendo el procedimiento legalmente establecido” y what not.
Conste en acta que el animalista radical es Soto Ivars, que considera que cuidar de los animales, no solo dejarlos en paz o no hacerles la vida imposible, sino de hecho contribuir a mejorar su calidad de vida, es una obligación. Y de las buenas.
Y con esto me voy a la cama.
No sin antes decirle a los que piensan que los animales están un escalón por debajo de los seres humanos en términos de derechos (¿quién dijo lo contrario?) que nadie está pidiendo que las gallinas tengan libertad de expresión, sino que cada quien tenga los derechos que le corresponde atendiendo a su capacidad de sentir y padecer, y a partir de ahí podemos establecer los privilegios que queramos para seres con otras capacidades igualmente valiosas, como la capacidad de raciocinio.
Y ahora sí que me voy a dormir.

Raúl Mugiente Sariñena: Tras leerme el texto de Juan Soto Ivars mi impresión es que precisamente impugnaba toda la ingenua manera de ver la vida de Ernesto. Para mi que venía a denunciar la ingenuidad kantiana, la posibilidad de que los puritanos defensores de la moral universal sean tontos útiles de otras gentes con menos sargentos y sacerdotes en la cabeza. Venía a insinuar que no es precisamente una casualidad, que España, famosa por inaugurar una manera de conquista con jesuítas y armas y no sólo con las armas, se cepille abiertamente a Excalibur, mientras Obama, famoso por capitanear un imperio con alto voltaje depredador, salve al perro "porque es importante para la enfermera".Al perro rogando y con el mazo dando. El texto parecía sugerir- sin decirlo-, lo que realmente pasó, que lo del perro le vino de perlas (sino participó de alguna manera) al Gobierno de España. En esos dos días de impasse pudo trabar la tesis sajonizante de metodología individualista: la culpa era de la enfermera; tesis que ha triunfado. A la gente, en realidad le importa un pito el perro, pero muchos mordieron el anzuelo, gastando preciosas energías en combatir la alemanada especista (todo esto aunque de moda entre sajones tiene su origen en el paganismo aleman ya desde Bismarck hasta la pasión de los dirigentes del III Reich por los cánidos). A los españoles, culturalmente católicos, todavía les importa menos el chucho, sin embargo, todo esto quedó encuadrado en una operación de falso debate, y todo el mundo se comportó perrunamente, yendo a por el hueso del perro. Una vez que el tema invadió los media, no tocaba otra cosa sino combatirlo, si no tocas el tema impuesto por ellos, nadie te hace caso. Juan hizo lo que había que hacer. Mucha gente dice que los medios de comunicación nos engañan, yo creo que eso es lo de menos, lo que hacen es marcar la agenda de los temas sobre los que hay que debatir. Twitter en este sentido es un medio tradicional, con toda esa cantidad de twitteros célebres a sueldo con toneladas de seguidores; como pudo comprobarse en las primaveras árabes, naranjas, etc. Y su discurso es ese mismo, intentar que las gentes formadas, en lugar de investigar la cruel realidad material, se dediquen a hablar de moral universal y otras polleces, como si no vivieramos en un mundo de naciones en lucha unas contra otras que multiplican por el número de sus habitantes la hijoputez miserable de cada uno de ellos. Y si alguno, por fatalidades de la vida, puede llegar a tener poder con un discurso tan ingenuo como el de los fanes de Peter Singer, o tendrá que adaptarse, o le pasará como al prota de Dogville, al que Von Trier humilla tan alegremente.

Nino Correa Guimerá: Afortunadamente a los jueces se les pide que apliquen el derecho, y no que diriman argumentaciones tan sutiles como las que aquí se destilan. El juzgador competente en este caso estimó, con los elementos de convicción de que disponía y en la urgencia del momento, que el interés general de preservación de la salud pública predominaba sobre la obligación de respetar la vida del canino. La decisión de sacrificarlo no fue, pues, un acto de crueldad, sino de precaución razonable. Los animalistas salidos a la calle (siquiera virtualmente) a gritos de Ejecución, Asesinos, Desalmados, han rendido un pésimo servicio a su noble causa. Llamarlos, como hace Juan, mojigatos adisneyados no es más que un intento de aproximación al entendimiento de una reacción social esperpéntica. Siempre menos grave que te consideren asesino o cómplice de asesinato.
En cualquier caso, gracias a ambos contendientes y a otros contribuyentes, por el rarísimo privilegio de seguir un intercambio de opiniones exento (salvo en un caso o dos) de la consabida letanía de groserías carpetovetónicas. A ver cuánto dura.

Adrián Rebola-Pardo: Ernesto, me parece muy grande que llames positivista a Javier. Si la moralidad fuese un argumento jurídico, ahora mismo deberías estar siendo torturado por ese comentario. Pero no lo estás, luego no lo es.

Ernesto Castro: Adrián, vuelvo sobre el paquete completo: no toda la moral genera derecho positivo, mucho menos las recomendaciones, los juicios instrumentales o las acciones supererogatorias, pero Soto Ivars ha metido la pata haciendo de una acción concreta, el hecho de cuidar a los animales, una obligación, y además una obligación fuerte, que consiste en algo más que abstenerse de hacer esto o aquello, y para que esa obligación tenga carácter moral, y no sea una mera regla vital hipster, no solo debe poder ser universalizable, que quizás habría que debatir si el "cuida de los animales" puede serlo, sino que debes querer que se universalice, y ahí es donde tengo mis dudas de que Soto Ivars se tome en serio lo que dice. Por simplificar el esquema positivista: el contrato original. Un contrato original donde todos los individuos se comportan según la máxima "cuida a los animales" y quieren que esa máxima sea seguida por todos, o prefieren que el Estado se encargue de desempeñar esa obligación por ellos, entonces acordarán que ese principio forme parte de su constitución política. Espero que Taillefer García, aka el Liquidador Indespeinado, esté de acuerdo para así poder ganarme de nuevo el favor de Daniel Arjona.

Adrián Rebola-Pardo: Por favor, explícame la diferencia entre “obligación con carácter moral” y “regla vital hipster”. Llevo toda mi vida intentando distinguir entre ambas. Aparte de eso, puedes seguir criticando al positivismo todo lo que quieras. No es más que la otra cara de la moneda: en vez de cambiar “Dios” por “La Moral TM”, cambias tu ser imaginario preferido por “Las Autoridades Competentes Imbuidas de Sagrados Poderes”. Después viene una turba enfurecida a pegarle fuego a la autoridad competente y te das cuenta de que el único poder emerge de la punta de un fusil.
O dicho de otra manera: el hecho de que la autoridad competente para juzgar tu caso diga que mates a tu madre o a tu padre, ¿cambia algo en el hecho de que uno de los dos va a morir?

Ernesto Castro: Obligación con carácter moral: no debes matar. Regla vital hipster: debes escribir 1.000 palabras diarias. La primera es una obligación que puede ser universalizable y yo por lo menos quiero universalizar, mientras que la segunda puede uno asumirla como regla vital, y sentirse mal o bien conforme a su observancia, pero dudo mucho que sea universalizable o que queramos universalizarla.

Adrián Rebola-Pardo: Eh, lo de que “no debes matar” es universalizable debe decirse de una manera extremadamente cómoda desde tu sillón europeo donde nada amenaza la relativa estabilidad económica (sí), social y política de tu vida. Aparte de todo eso, estás tú para hablar de verborrea. Vete a soltar eso mismo a Donetsk, majete.

Ernesto Castro: Conste en acta que mi exposición del núcleo de la ética animal, justo después de la cita de Singer en el artículo, prescinde de términos estrictamente morales y habla de intereses y equilibrios en teoría de juegos, para que quienes quieran argumentar contra la civilización poniendo ejemplos del estado natural, véase Donetsk o el león y la cebra, sepan que incluso en las situaciones donde la moral está en suspenso, a todos los individuos puede llegar a convenirles una situación menos competitiva y menos violenta. Por lo demás, para cerrar el capítulo de las parrafadas kantianas, confío en que todos tengan presente la distinción entre un principio universal, que todos siguen, y uno universalizable, que todos pueden seguir sin que se vuelva autocontradictorio.

Adrián Rebola-Pardo: Quitando que lo que tú mencionas como un “corolario elemental” ni es elemental, ni es corolario, y de hecho ni siquiera es verdad, pues vale. De todas formas, ya que te gusta mucho citar, estaría encantado de que pusieses por aquí un enlace al paper donde se demuestra tal afirmación.

Ernesto Castro: El corolario es el siguiente: si la competición es subóptima, independiente de si lo es para todos o para unos pocos, podría haber un equilibrio mejor si una autoridad impusiera una cierta cooperación entre las partes. Conste que mi formulación es amplia (solo digo "podría haber") y por tanto puede incluir todos los casos tipo dilema del prisionero, incluido el de Olstrom y los bienes comunes. Para cambiar las tornas, que estoy cansado de citar bibliografía, Adrián Rebola-Pardo, ¿por qué no me explicas por qué mi corolario no es verdad?
           
            Adrián Rebola-Pardo: Venga, vamos a simular por un rato que tu marco teórico tiene sentido. El punto esencial de tu razonamiento, si no he entendido mal, es que dado que existe un equilibrio subóptimo en la relación entre humanos y animales, es necesaria la existencia de una regulación (o norma moral; tanto da) que permita eliminar la causa de tal equilibrio para permitir alcanzar uno mayor.
(1) Subóptimo, ¿para quién? ¿Cuál es la medida que tratas de optimizar? En mi medida, el sufrimiento animal tiene un valor de cero, así que cambiar la cantidad o cualidad del sufrimiento animal no conllevaría ninguna mejora. Es más, ni siquiera me queda claro por qué sería subóptimo.
(2) “Mediante una estimación que, dependiendo de la complejidad del caso, puede requerir conocimientos avanzados en dinámica de poblaciones.” De esa afirmación parece deducirse que tu medida es precisamente el tamaño de las poblaciones. Malas noticias: incluso si admitiéramos el tamaño de las poblaciones como algo que debe ser maximizado (¿por qué?), no veo en qué forma una variación en el sufrimiento animal desembocaría en un cambio en el tamaño de dichas poblaciones.
(3) Siguiendo con la frase anterior, ¿es que los animales en la naturaleza sufren menos que en, e.g. la industria alimentaria? Debido a sus propiedades de optimización de los recursos, las mecánicas de poblaciones van tan ajustadas como fuese posible. La forma más habitual de morir para un animal son de hambre, de enfermedad y devorado por otro animal. De suponer que tus planteamientos tienen sentido, sólo se podría derivar que el sufrimiento de los animales relacionado con la intervención humana sólo merece ser paliado después de haber lidiado con la mayor fuente de sufrimiento animal: la propia naturaleza.
(4) “que me parece de coña tener que discutir si un perro con ébola tiene un interés objetivo sobre su propia existencia”. Aquí, por otro lado, dejas entrever que la medida que te gustaría optimizar no es la del tamaño poblacional, sino la de la satisfacción de las preferencias de los animales (entrando en contradicción con la otra frase resaltada de una manera tan próxima a la épica como el ensayo puede ser). Con esta medida no tengo demasiados problemas, exceptuando el hecho de por qué me iba a importar a mí un bledo lo que piense un perro sobre su propia existencia.
(5) La ignorancia de Juan Soto Ivars sobre filosofía moral sólo queda superada por tu feliz y consentida ignorancia sobre filosofía del derecho, teoría de juegos, ecología y etología. Ante lo cual me parece infinitamente más grave lo segundo que lo primero, en tanto la filosofía moral es, como bien he dicho más arriba, un mero pasatiempo y absolutamente nada más que eso.
(6) Mira, Ernesto: (i) “a todos los participantes les conviene que una autoridad superior garantice la posibilidad de la cooperación”; (ii) “si la competición es subóptima, independiente de si lo es para todos o para unos pocos, podría haber un equilibrio mejor si una autoridad impusiera una cierta cooperación” ¿Ves la diferencia? Es ese “podría haber” que has metido subrepticiamente en tu explicación y que habías obviado aleatoriamente en tu artículo. Para que lo entiendas: me has cambiado una modalidad de necesidad (a los participantes les conviene) por una modalidad de contingencia (a los participantes les podría convenir), y encima quieres que te diga dónde has metido la pata.
No, de lógica tampoco andas sobrado.

Ernesto Castro: Respondiendo a tus comentarios, Adrián: 
(1) Subóptima para los animales. Si el sufrimiento animal tiene un valor cero para tí, me pregunto qué valor tiene el sufrimiento de los humanos con similares capacidades cognitivas. Por ejemplo, un perro y un niño de dos años.
(2) y (4) La variable a maximizar es la eudaimonía animal, entendida en términos tanto subjetivos (experiencia de placer) como objetivos (completar su ciclo vital, desarrollar sus capacidades). Lo ideal es tener el mayor número de seres sintientes con la mayor eudaimonía posible.
(3) y (5) Según las estimaciones de Oscar Horta el sufrimiento es mayoritario entre los seres sintientes en el estado natural, pero el sufrimiento de los animales domésticos es consecuencia y responsabilidad directa de nuestras acciones, y por eso debe ser nuestra prioridad política, porque hay una sensibilidad potencialmente mayoritaria contra el sufrimiento animal doméstico y resulta increíble que ninguno de los partidos que aspiran a vencer, incluido Podemos, recoja esa sensibilidad. Y luego, o en paralelo, hablamos de cómo solucionar lo del estado natural.
(6) El corolario elemental es el segundo (el "podría haber") y el primero, el expuesto en el artículo, es una aplicación a un caso concreto, el de los animales en estado natural, que es un caso donde, a mi juicio, a todos los individuos les conviene la imposición de una cierta cooperación. No hay contradicción ni falsedad ni salto lógico: el primer corolario es una aplicación del segundo. Pido disculpas si en el artículo no quedaba claro cuando habla de un corolario elemental de la teoría de juegos aplicada a blablabla.
Para terminar quisiera agradecerte tus comentarios. Son brillantes y punzantes. Como a mi me gustan. Seguimos.

Adrián Rebola-Pardo: (1) “Si el sufrimiento animal tiene un valor cero para tí, me pregunto qué valor tiene el sufrimiento de los humanos con similares capacidades cognitivas.” El mismo. La diferencia importante es que si el niño sufre mucho, puede que decida hacerme sufrir a mí cuando crezca. Por otro lado, no creo que el temor a las represalias sea relevante en el caso animal. De hecho, esa es la única razón por la que me parece inadecuado causar sufrimiento físico a otros seres humanos: porque temo fervientemente que alguien pueda acabar causándomelo a mí. Con los animales, convendrás conmigo en que ese problema no es ni remotamente igual de relevante.
Antes de que lo preguntes: no, no creo en los derechos inherentes de los seres humanos. Los derechos no existen. Existen los equilibrios. No es ninguna casualidad que la esclavitud se aboliera justo cuando los beneficios (para los amos) de la esclavitud empezaron a ser superados por los beneficios de los sistemas de libertades (a saber, a un esclavo no puedes darle incentivos a formarse como mano de obra cualificada, lo cual acaba teniendo un peso enorme cuando tienes la opción de industrializar tu sociedad).
(2) “Lo ideal es tener el mayor número de seres sintientes con la mayor eudaimonía posible”. Bueno, compartirás conmigo que esa medida es tan arbitraria como subjetiva. Yo prefiero maximizar la satisfacción de mis deseos. No es que lo que yo prefiera tenga la menor validez, pero el simple hecho de que yo lo prefiera destruye totalmente cualquier presunción de universalidad que pueda tener lo que tú propones. Además, creo que es obvio que, en media, la gran mayoría de los únicos seres sintientes de los que tenemos constancia (los humanos) tienen un sesgo mucho más cercano hacia mi medida que hacia la tuya. Es una impresión personal y por lo tanto discutible.
(3) “por eso debe ser nuestra prioridad política”. No. La política sirve para poner de acuerdo las opiniones y los poderes. Hasta donde llegan mis humildes entendederas, los animales ni tienen opinión ni tienen poder, y por lo tanto no pueden ser objeto de discusión política. Puedes decir que debe ser nuestra prioridad moral, social, económica o religiosa, pero no política. Un animal no tomará un fusil en la escala en la que actúa la política. Más allá, Darwin proveerá.
(4) “hay una sensibilidad potencialmente mayoritaria contra el sufrimiento animal doméstico”. Claro, y por eso España es líder en abandonos de animales domésticos entre la Unión Europea. Aparte, el hecho de que exista una sensibilidad generalizada no hace el acto estudiado “más moral”, sino simplemente “más sentido”. Como por otra parte lo son cosas como los toros, el final de Lost o la cancelación del programa espacial norteamericano.
En cuanto a la teoría de juegos, te respondo luego si me acuerdo y tengo tiempo. Uno es matemático y le gusta soltar la artillería de una manera adecuada.
Por último, un detalle. Veo que una idea recurrente en todo lo que escribes es que los animales “merecen” ser considerados de manera igual a los humanos. Mi contrargumento ha sido que eso no sería cierto dado que un humano tiene capacidad real, no teórica, como sujeto político. En otras palabras: un humano puede acabar poniéndome en el lado chungo del paredón. Un animal no.
Dicho lo cual, eso no quiere decir que el animalismo no pueda ser tenido en cuenta. Los animales no son sujetos políticos, pero los animalistas sí lo son. Y si los animalistas quieren que dejemos de “maltratar” animales, dejarán de serlo si tienen poder político suficiente. Ahora bien, no nos engañemos: el hecho de que tengan poder político para hacer esto no los haría diferentes de ninguna manera de la gente que defiende que la religión sea una asignatura obligatoria, o que los toros sean fiesta nacional, o que comer cerdo sea delito en el nombre de noséquién.
No os confundáis. Tenéis poder político para defender lo que queráis. Pero eso no le da a vuestra opinión un estatus diferente del de opinión.

Javier Taillefer García: Bueno, acabo de ponerme al día con los comentarios. En respuesta a Ernesto, me considero me considero mucho más cercano al realismo que al positivismo jurídico (lo que no soy es iusnaturalista). Dicho esto, te podrás imaginar que no puedo darte la razón por una cuestión muy simple: yo no baso mis opiniones políticas y/o jurídicas en ficciones como el estado de la naturaleza, el contrato original, el velo de la ignorancia, o el reino de los cielos.

Pablo Martín Fernández:
Rajoy es presidente del gobierno.
        Jaque mate.