26 de junio de 2013

Realismo Mágico Desde Arganzuela


En mi distrito madrileño la muchachada se pega —como siempre— por pura pereza. Las mujeres y el territorio, los detonantes principales del conflicto entre machitos, llevan siendo subterfugios mucho tiempo. Y es que resulta más sencillo matarse a palos en mitad de Extremadura por un conflicto de lindes, como hiciera cierto antepasado campesino mío, que ponerse a pensar, en plan burgués académico, sobre el origen de las fronteras terrestres; maldito Juan Jacobo Rousseau, nunca estás cuando más se te necesita. Así, sin pensárselo demasiado, se han rajado los jóvenes las vestiduras a navaja, se han tentado algunos órganos internos y se han saldado las noches con guarnición de cadáveres, como he visto yo suceder en Arganzuela, el barrio mío de mis amores, durante el periodo de conflicto incipiente entre Ñetas y Latin Kings (2003-06) en España. Entonces los hijos de Cronos se devoraban entre sí; cómo no iban a hacerlo, si unos se saludaban haciendo el tridente, mientras los otros preferían el cruzamiento del índice y el anular; razones adicionales para hacerse la vida más difícil, si uno las busca, así las encuentra a pares. Y en medio del desaguisado aquél entre segundas generaciones de inmigrantes estábamos nosotros, los españolitos del montón. Llevábamos la ropa ancha, pero era distinto. Hacíamos skate, como podíamos, pero era distinto. Algunos, como un servidor, nunca entramos en el juego. En mi caso bastaron, para perder todo pundonor, unas amenazas de Joaquín El Negro. ¿Anduve yo enredado entonces con su novia? No recuerdo bien el lance. Pillastre de mi, amante bandido, asaltalcobas. Nunca más, desde luego, tras las amenazas de Joaquín El Negro. No tenía noticia entonces de Arquíloco, pero ya andaba yo emulando la vergüenza del ejército griego, saliendo de rositas de un duelo como aquél, sin quebranto o sin defensa por mi parte:
Algún sayo se ufana con mi escudo, un escudo irreprochable que abandoné contra mi voluntad en un matorral. Mas con ello salvé mi vida. ¡Qué me importa aquel escudo! Ya me compraré otro que no sea peor. 
 
 

Sí, nosotros también vimos a Jarabo armado hasta los dientes, el cuchillo jamonero atado a la pierna como si fuera un pirata de pata de palo, mientras atracaba a los pijos del centro o fardaba simplemente como un parguela. Yo andaba medio vinculado con la mejor generación de escritores (mero sentarme junto a ellos en el colegio) que hayan visto los muros madrileños entre la Puerta de Toledo y el Manzanares. Y los pintamuros siempre tuvieron cierto halo de huevito. Conque nadie se pegaba con ellos. Pese a todo, el armisticio montado sobre los botes de pintura, auténtico pacto de honor entre caballeros, no hacía sino emular una venerable tradición de pacifismo tribal neoyorquino. Entonces no teníamos tampoco zorra idea del asunto. Menos mal que Capitán Swing vino a ilustrar nuestras andanzas. Hace un año publicaron en esa editorial Getting Up, una crónica sobre el arranque del grafiti en NYC, que tiene como protagonistas principales a los Fab Five, el segundo grupo de escritores en pintar un tren entero: 10 vagones enteritos. El libro (en realidad una nueva edición de una traducción ochentera, perdida y recuperada: las expresiones nos delatan) entra a describir con minuciosidad el factor social impreso en el hecho de cruzar líneas imaginarias, barrios y calles, con el objetivo de decorar las paredes de la ciudad, sin importar la adscripción de clase o la zona donde vives. Entre las mil batallas narradas destaca el momento de asunción hegeliana (es un decir) que experimentan los Vandals. En pleno pase grupal de modelos, mientras se ufanan por el malecón, mostrando una coreografía colectiva ensayada, los Vandals se encuentran cara a cara (tatatachán) con los más malos de la zona:
                                
Nos paramos en seco; no dimos ni un paso más. «¿Qué va a pasar?» La gente nos miraba intentando adivinar lo que iba a suceder. Pero delante de todos estaba la división que habíamos visto en el metro, y, bueno, no te puedes imaginar qué alivio sentimos al verlos. «¿Qué pasa, troncos? ¿Cómo os lo estáis haciendo?» Con esto distendimos un poco el ambiente, porque en el metro ellos nos habían preguntado de qué íbamos, si nos peleábamos con las otras bandas o qué. Pero nosotros les habíamos explicado que éramos sólo una banda de escritores de grafiti, que lo nuestro era pintar nuestro nombre y el de la banda por todas partes y que no buscábamos pelea. Nos llevó algún tiempo explicárselo, pero ahora veíamos que había valido la pena.



El mismo truco, por desgracia, no les funcionó a los Wanderers. La narración canónica de Richard Price, posterior guionista de The Wire, arranca con un recuento de tropas para la batalla; no en balde, se trata de una conflagración suscitada por un grafiti: «Los negratas apestan, Richie Gennaro», reza la manzana de la discordia; así pues, tenemos de un lado a los italianos, a los polacos y a los irlandeses, asociados contra los injuriados negratas, que han recibido el inesperado apoyo de una temible agrupación china, portadores todos ellos del apellido Wong, caminantes uniformados por los pasillos del instituto, y presuntos expertos en artes marciales. Todo un espectáculo, vaya. Sobre el final del asunto, mejor no digo nada. Tiene su miga y no merece el spoiler. Una historia que, por contra, sí amerita ser contada, pues contiene la esencia del orgullo pandillero, y su peculiar relación con las fuerzas de seguridad del Estado, se encuentra hacia el final del libro, donde nos cuentan una violación en tercera persona, desde el punto de vista del chico de violada, quien tiene que decidir, en cuestión de segundos, si llamar a la policía o defender a sus seres queridos. Habiendo optado por la primera opción, dentro del marco de la legalidad y del Estado de derecho, conforme a una interpretación no privatizada de la violencia, cuyo detentor legítimo en última instancia son ellos, los hombres de uniforme, Eugene Caputo, nuestro protagonista, no puede evitar el tormento interior. Gracias a su falta de cojones, Nina está viva y él también; el asaltante en fuga, perseguido por el timbre de las sirenas, no podía tomar demora en degollarles; pero, según el código de honor del barrio, más vale la deontología del outsider que el utilitarismo del buen ciudadano; esto es, no por mucho salvar vidas deja uno su condición de cobarde; o como dice la madre de Eugene:
-Algún día, hijo mío, aprenderás que los dos mayores goces de ser hombre son darle una buena paliza a alguien y recibir una paliza de alguien. Buenas noches.

En su reseña de The Wanderers (Mondadori, 2013), Kiko Amat encuadra este libro, el debut de Richard Price eso de hacer novelas, dentro de la categoría de Realismo Emocional o Novelas Vivenciales. Las claves del estilo las revela el propio autor: «la reminiscencia deformada por el alcohol, el realismo mágico [sic], la nostalgia, el pasado reinventado. Ese tipo de magia [sic] todavía perdura en mis libros, pero creo que se muestra exclusivamente mediante el lenguaje. En todo lo demás, me concentro en lo que de veras [sic] está sucediendo.» A falta de un conocimiento más de profundis sobre la obra de Richard Price, estas declaraciones no pueden sino epatarme en mi conciencia de barroco sin causa, especialmente en los apartados «somos-escritores-realistas-mágicos» y «hablamos-de-cosas-que-no-están-pasando». O sea —pienso— que The Wanderes, una narración sin subordinadas sobre la juventud del Bronx, cuyos apartes más señalados son cuatro descripciones psicológicas folletinescas, es un libro que no se atiene a los hechos. Ya me imagino el cartel: «Que se quite Cien años de soledad, que viene con fuerza The Wanderers», ¿se imaginan? Gracias a los chamanes, el hábil crítico literario de Kiko Amat, quien conoce mejor la obra de Richard Price que el propio que la hizo, consigue encarrilar la procesión del realismo hasta la Iglesia del Bendito Atraso. El término es suyo. Los devotos de esta religión practican el sujeto-verbo-predicado; su santoral, según Kiko Amat: «sencillez, excitación, mito, épica, ruido, contención, arrebato». Estas son las claves correctas para la lectura de The Wanderers. Un libro que me recuerda a mi mismo. Y la identificación, aún contenida, no puede ser buena.


Publicado originalmente en SigueLeyendo. 19 de junio de 2013.

21 de junio de 2013

Picalquers no mola

A Vanity Dust,
gracias por llevar
la compra conmigo.
La Intifada de Sant
Adrià del Bessos.

Otoño 1990.
Hace seis meses estaba yo buscando un habitáculo donde pasar el año académico. Mis amigos me habían recomendado que buscara piso fuera del Barrio Chino, donde ellos vivían hacinados & hipsterizados por partes iguales en un pisito muy mono, con pocos electrodomésticos y demasiadas alimañas. Un loft de 45 m2, un primero sin ascensor y un balcón ante la Rambla del Raval constituían la plataforma de lanzamiento de sus incursiones sobre la barriada, donde se cobraban la cuota de mestizaje cultural que todo hombre de letras amerita. ¿Y los costes? Una cuota no menor de degradación arquitectónica, que las paredes de su cocina dejaban transpirar y hacían evidente, en consonancia con las cucarachas que colonizaban la despensa. Claro que, en estas condiciones habitacionales, cuando la susodicha hibridación intercultural se reduce a comprar productos de consumo intracapitalistas en el badulaque, y cuando el encuentro con la civilización musulmana consiste en conocer el nombre completo de los camellos que trafican en la esquina, quizás resulta aconsejable el sentarse a reflexionar dónde queremos vivir, para más tarde buscar un nuevo hogar en otra zona de Barcelona, donde la media de diez euros de alquiler por metro cuadrado no refleje —como sucede en El Raval— un alza artificial de los precios, incentivada por los planes de maquillaje urbanístico que L’Ajuntament orquesta, y que gafapastistas & monopatinadores cantan a coro con su tren de vida. La experiencia personal de mis amigos confirmaba, en este punto, un antiguo prejuicio clasista sobre la zona. Para los infaustos herederos de la clase media, las fachadas arrabaleras son objeto de consumo, nunca espacio para la habitación y la convivencia. Y mientras tanto, ¿qué pasó con Ernesto Castro? Aunque luego terminará compartiendo un cuchitril de alta tecnología en La Barceloneta, su aventura como inquilino empieza justo hace seis meses, cuando el Conde Castro —Ernesto El Audaz— desecha por un instante la advertencia de sus amigos, y descuelga el auricular imaginario de su Smart Phone:
«Bona tarda.» «Muy buenas, llamo por el piso.» «Disculpa, ¿el piso?» «Sí-sí, el piso anunciado en www.fotocasa.es o en http://www.idealista.com. No recuerdo, es vuestro, ¿me equivoco?» «Esssto, ¿me podría decir la dirección?» «Calle Picalkers, número dos, planta cuarta.» «Uf, Picalquers. ¿Coneix vostè el carrer?» «¿Mande? Disculpa. ¿Puedes repetir? No entiendo» «Que si conoce Ud. la calle.» «Ah, no, mire, yo, pues, como que soy manchego. ¿Cómo decir?: una ciudad ignota de La Mancha habito.» «Quiere decir Madrit.» «En efecto, Madriz, quiero decir.» «Vaaale, okey-dokey, d’accord. Apunto: n-o c-o-n-t-r-o-l-a e-l s-i-t-i-o.» «He visto fotos en Google Maps.» «Pero no ha estado a pie de trinchera.» «No.» «Y piensa entrar en el piso el primero de Octubre.» «Sí.» ¿Y cómo andan los ingresos bancarios regulares?» «Bien.» «¿Y bien?» «Estoy estudiando un Máster en Filosofía Analítica en la Universidad de Barcelona con La Beca de Movilidad de La Caixa.» «¿Universidad La Caixa? ¿Máster en Movilidad? ¿Analítica de Barcelona? ¿Filosofía con La Beca?» «Oiga, ¿acaso no está disponible el piso?» «No tan raudo, amigomyfriend, hay un pequeño problemilla.» «Yo solo quiero visitar el piso, ¿sabe?» «Bueno, como todo visitante de B©N sabe, el Raval es bo y la Ciutat Vella es bona pero —mi muy estimado interlocutor— me temo que Picalquers is different, y no está nada .» «Yo solo quiero visitar el piso, ¿sabe?» «Veamos, no quiero decir —¿cómo decir?— que los vecinos sean incívicos. Pero es habitual encontrar somieres tirados en la escalera, las paredes están mal insonorizadas ante los ruidos constantes, y la calle está plagada de carteristas nada más anochecer.» «Yo solo quiero visitar el piso, ¿sabe?» «Total, ya conoce las condiciones del alquiler. Sepa que podemos negociar el precio mensual a la baja. Entre nosotros, no tenga duda alguna, todo es mudable en los bisness del rentista. Ahora bien, el pago por adelantado de una fianza de arrendamiento por una cantidad estipulada de tres mensualidades de alquiler para indemnizar a los propietarios del inmueble en caso de incumplimiento del contrato no se toca, ¿tu hai capito bene?» «¿Mande? Disculpa. ¿Puedes repetir? No entiendo.
Quizás no fueran éstas las palabras exactas que se pronunciaron desde ambos lados de la línea telefónica, pues tempus fugit y la memoria traiciona, pero así recuerdo yo mi primera conversación de negocios con un terrateniente. Y digo terrateniente, para empezar, porque los apartamentos de ciudad también forman parte de La Terra, esa que tantos Viscas obtiene desde la izquierda independentista catalana, y porque el objetivo de la postergada visita a la calle Picalquers era —en principio— acordar los términos de la apropiación de la renta, principal fuente de beneficio de la clase terrateniente. Según la teoría de la diferencia potencial de renta, que Neill Smith  propone para explicar los procesos de gentrificación, el susodicho terrateniente tendría que haber aprovechado la oportunidad que ofrecía un ciudadano acomodado y responsable como yo, con mi Beca de La Caixa y mi Máster en Filosofía Analítica, presto a ser desplumado por cualquier capitalista de medio pelo, haciendo las veces de influencia pacificadora sobre la presunta comunidad salvaje de vecinos —nunca han sido mi especialidad, la verdad sea dicha, ni los somieres en la escalera, ni los atracos en la oscuridad. Sin embargo, por alguna extraña razón, el propietario parecía menos dispuesto que nadie a retirar el cartel que desde hacía meses —quizás incluso un año— tenía colgando en el balcón. Si mi interlocutor hubiera sido un político, sus excusas de clase habrían sonado cuanto menos familiares. No en balde, mediante su ingeniería turística made in BCN,  la alcaldía ha establecido una peculiar relación de Amor – Odio con el subproletariado barcelonés, con sus curiosas dinámicas sociales y con sus urbanizaciones poco vistosas, pero entrañables. Como dice bbdo-Times en su Estudio de Mercado para el inner Research sobre el Centro Comercial en Diagonal Mar:
Desde la presente investigación, Barcelona se ha definido como una marca construida sobre dos dimensiones: el SHOW, que representa la cara más externa y cambiante; la Imagen de Marca de Barcelona cuyos principales valores serían la versatilidad, diversidad, modernidad, dinamismo, creatividad, estilo e innovación; el SOUL, que se refiere a la dimensión más nuclear y permanente: la identidad de Barcelona cuyos valores se expresan en autenticidad, tradición, naturalidad, confortabilidad y accesibilidad.
Dentro de este sublime cóctel, el subproletariado viene a cumplir, como decimos, una función ambivalente. Decorativamente imprescindibles, como los desempleados indignados en los anuncios de United Colors of Benetton; políticamente incombustibles, a diferencia de los desempleados indignados de carne, hueso y miedo; los gitanos de La Mina y los pakistaníes del Raval parecen ser —entre otros agentes colectivos— los caballos indomables del rebaño turístico barcelonés, pues su mera presencia genera ambiente en los bares de Bier und Tapas, pero cualquier mañana de octubre podrían ponerse —dado el caso— a disparar armas de fuego contra la policía, como sucedió durante el otoño de 1990, con motivo del (que quizás sea el) conflicto vecinal más encarnizado tras la Guerra Civil Española, la conocida “Intifada de Sant Adrià de Besòs”. Y claro, ¿quién quiere ser alcalde cuando la chispa alcance de nuevo a la leña? Sea como fuere, el terrateniente de la calle Picalquers parecía asustado por las externalidades negativas generadas a largo plazo por la cohabitación diaria con la plebs/plebis, los underclass, la gentuza (llámalo x). Hombre responsable, empresario bueno, el terrateniente picalqueriense buscaba (y sigue buscando) the best para sus inquilinos. Una pena que no supiera entonces que este cliente —uséase: yo—  está (estoy) infectado, como tantos otros izquierdistas, por el Síndrome de Pessoa, y que no hay mejor cura para esta movida —enjoying your sympton— que la ruina, el crimen, los fuegos. Una pena, te digo.
Síndrome Pessoa. def. (1) “Atracción morbosa hacia las miserias suburbiales que experimentan ciertos snobs” (Manuel Delgado). def. (2) “Es el más peligroso, porque tiene un punto de romanticismo agónico —como la tuberculosis del XIX— que entusiasma todo tipo de nihilismo poético” (Oriol Bohigas).


Publicado originalmente en Servisa Biar. Mayo 2013.

17 de junio de 2013

Los Bazukas Improvisados de Fasenuova


Quisiera aprovechar la oportunidad que me brinda el lanzamiento de unos remixes sobre un tema suyo (el Hivern Disc de John Talabot tiene la culpa) para hablaros de uno de los duetos más interesantes y peor conocidos —descontando la minoría de bienaventurados que permanecen en secreto— de la escena industrial española (hablamos de música, ojo: empresarios del mundo, no sigan leyendo). En Twitter se definen como «Baile ruidista extremo, ritmos repetitivos y envolventes, esqueletos de melodías rotas por repentinas descargas de gritos salvajes». Como lo definido es deuda, y aún más en Interné, los hashtags mentales de #ThrobbingGristle, #EsplendorGeométrico o #Suicide saltan a la mente nada más escuchar como suena esta gente. Me refiero, cómo no, a Fasenuova. Compuesto en 2006 por Ernesto Avelino y Roberto Lobo, asturianos universales del municipio de Mieres, esa zona del mundo donde los mineros todavía hacen huelgas indefinidas y luchan por sus derechos con bazukas improvisados, para mayor azoro de marxistas académicos buenrolleros, el grupo Fasenuova constituye —como decimos— un referente indiscutible en cuanto a generar atmósfera de expectación y luego sacudir conciencias con el sonido se refiere. Lobo y Avelino se dieron a conocer entre los profanos del género gracias a su feliz y bien avenido maridaje con el sello asturiano independiente Discos Humeantes. Con ellos sacaron a la luz digital el LP A la quinta hoguera (2011), todo un éxito de crítica, y más recientemente, "Disimulando" (2013), un aperitivo de su próximo disco. Anunciada para septiembre bajo el rótulo de bailar sucio (con minúscula), la próxima grabación de larga duración de los Fasenuova se promete un tanto más bailable, pero también más introspectiva y ácida (ya-tú-sabes) que de costumbre; tendremos que esperar unos meses estivales todavía para comprobar si se impone el estilo oscuridad de "Besos Técnicos", la cara B del single, o si las sombras terminan armonizadas con la pista de baile; sea como fuere, estamos ante una inflexión en la trayectoria del dueto, que  parece que estamos ante una inflexión en la trayectoria del dueto. ¿Tendrán que cambiar su perfil tuitero?

Pese a su reconocimiento tardío en España (aquí vamos con retraso para todo) Lobo y Avelino llevan ya tiempo paseando de la mano. Distinto perro, diferente collar, siempre: primero como Hegemonia y luego como Goodbye, los asturianos han estado cambiando de nombre durante los últimos veinte años, tanto en conjunto como en solitario, primero en el entorno de Ética Makinal (ya hablaremos en otra ocasión de su imprescindible Mieres 1934: sintetizadores con conciencia histórica de clase por un tubo, beibi) y luego al alimón con los yanquis Angel Dust. A su paso por Hegemonía, Avelino participa en la grabación del disco vandálico-ruidista Arabian Nights, donde podemos encontrar pepinos free-noise en idiomas ignotos ("You Don't Have to Say Please" o "Trompetas y Tambores"), acompañados por ritmos trepidantes primero y puntos muertos después ("Che-Eurasia", "Bloody Moon" o "Sherehzade"), seguidos por mantras chamánicos del parte metereológico ("Llega el hielo") y rematados por esa llamada de atención de una madre preocupada a su escuálida progenie: «Estás muy delgado, Yony», se escucha de fondo. Ya juntos los dos, producen Ejeexcéntrico del ritmo español o el nacimiento de la música Sincro (en siglas: EEDREOENDLMS) en calidad y con la firma de Goodbye. El disco sale a la luz cuando yo tenía 10 años; solo puedo decir que, con el tiempo, la escucha mejora. Aviso para navegantes: EEDREOENDLMS arranca con un "Rock'n'roll" plagado de sonidos inaudibles para los auriculares del iPhone; sigue con unos plácidos berridos directos a la oreja, toda una delicia para quienes gusten de llamar a las ex-novias borrachos a las tantas de la noche tras la derrota del Sporting de Gijón ("Sincro", "Porque tengo estrella"); y se estabiliza sobre una meseta de ruidos de fuera de cobertura y soplidos de viento con ración de Canal + codificado ("Marea Sincro", "El abrigo elástico").

 

En cuanto a A la quinta hoguera, ¿qué decir que no se haya dicho ya? Sorprende la ausencia de lecturas políticas del disco. Dada la ambigüedad constitutiva de las letras de los Fasenuova, si te pones a escarbar en las canciones, y sufres los males de la interpretosis como yo, resonancias y reflexiones sobre la coyuntura histórica, haberlas, haylas. Disculpen las molestias, pero los críticos culturales enfermos de personalismo y de historicismo no podemos evitar el amartillar nuestras pistolas exegéticas cuando escuchamos "A la quinta hoguera/ En las minas de hielo" o ; nuestra obsesión (mi obsesión) consiste en vincular las referencias implícitas de un documento artístico a su contexto histórico inmediato. Por esta razón no podemos (no puedo) sino secundar las palabras de Iván Conte, el reseñista de Playground que arrancó su reflexión sobre el disco con este brillante cruzamiento de cables, otorgando una puntuación 8’3 sobre 10 a los asturianos, mientras puntualizaba:
La portada y el título de este esperado álbum de Fasenuova me recuerdan a “El Regreso Del Nativo”, novela de Thomas Hardy en cuyas primeras páginas se describe cómo los habitantes de una zona rural inglesa encienden hogueras en los montes con motivo de la celebración de la noche de Guy Fawkes. La intención de Hardy es la de dar a la novela el adecuado tono lúgubre y fantasmagórico al subrayar el origen pre-cristiano de este rito.
No pretendo impugnar esta lectura neofolk de Fasenuova, ni mucho menos, pero cabe recordar que a los pre-cristianos no se les ha perdido nada en la figura de Guy Fawkes, un caballero que tenía pensado hacer volar el Parlamento británico. Seguramente tengan razón, no obstante, quienes encuentran una Asturias celtíbera en "Vamos a bailar a la noche" o en "Amar es bailar"; una realidad global pangéica el estribillo de "Yo te imito" («Ya-cana-say/ ya-cana-say/ ya-canasera», berrean); un mundo de pegamoides sin pensión en las atribuciones incomprensibles que atraviesan "Cachito Turulo". No obstante, a mi que no me molesten, que yo me quedo con mi lectura de "Cuando venga el halcón", mi canción preferida del LP, que quizá no pretenda hacer mención a la metáfora política de los halcones y las palomas, que representa de manera muy plástica la diferencia entre el antagonismo y el consenso a la hora de lidiar con la resolución de los conflictos de intereses colectivos. Lo dicho, no paro de pensar en los bazukas improvisados de los compañeros asturianos. Perdonen mi sectarismo populista; mis gafas de crítico musical sin graduación. Pero las letras también ofrecen pábulo a mi delirio.

Cobalto loco
Mercurio hirviendo
Montes negros devoran el cielo
Masas oscuras hacen de bosques

Cuando venga el halcón



13 de junio de 2013

Premisas y conclusiones

Así no,
mirando a
Parla.

Tranquilos, ya ha pasado todo. Hace unas semanas tuvimos armada La-De-Dios-Es-Cristo con motivo de la novísima prostitución del espacio público barcelonés. Pero ahora todo ha vuelto a la normalidad. Tras varias décadas vendiendo la metrópoli a precio de coste, derribando y volviendo a construir barrios enteros, abriendo plazas duras para el esparcimiento del guirigay y sus congéneres, el Ayuntamiento dictaminó que era el turno de la Estatua de Colón en esta romería de la infamia. De los productores de auténticos éxitos de taquilla como «Poblenou: barrio de vacaciones, yuppies y rascacielos» llegaba entonces el resplandeciente y magenta y animoso «Cuando los españoles llegaron, Messi todavía estaba allí». En efecto, hace unas semanas, sin mediar palabra alguna y sin cortar ninguna cinta, amaneció con una sotana del FC Barcelona el descubridor de las Indias Orientales. Y las personas que tienen las manos como pegadas a la cabeza —tan indignados ellos— pusieron el grito en el cielo. —¡Piensen en el Espanyol!, decían. —¿Qué pensarán los niños?, se escuchaba. Menos mal que los artistas de Enmedio pusieron orden entre tanto despropósito:

España mola, lo dicen en la tele. España tiene sol, tiene playas, tapas, flamenco. España tiene el Barça y el Real Madrid. Es campeón del mundo de fútbol, baloncesto, tenis y moto GP. España descubrió América, inventó la tortilla de patata, la fregona, el Chupa-Chups. España es divertida, aquí la gente se lo pasa bien. Por eso vienen los guiris: fiesta, juerga, alegría. Así es la marca España. Así la muestran en los anuncios, en los periódicos, así dicen nuestros políticos que es: «yu ar a güinner ». Puede que tengan razón, pero se olvidan de algo: España es también campeona del paro. Acabamos de superar el récord de los seis millones y la cifra no deja de subir. En eso sí que somos unos fuera de serie, los namber güan , auténticos Champions of the world. Y esto bien merece un buen anuncio

Mientras tanto, resulta curioso que nadie recordara a quienes tanto se llenan la boca con la sacralidad del monumento que estábamos hablando de un falo metálico que empinaron algunos audaces publicistas con motivo de la Exposición Universal del 1888. Y cuando hablamos de la Exposición Universal hablamos del primer pelotazo urbanizador barcelonés. Este coloso de acero se encuentra en los orígenes remotos de las actuales industrias culturales metropolitanas, junto a la Estatua de la Libertad y la Torre Eiffel: los ingenieros fueron los tatarabuelos de la competencia turística interurbana que ahora se embolsan los arquitectos con ínfulas de performer. Como decimos, la estatua de marras contiene un ascensor en su interior (mira si eran previsores los ingenieros del XXI) para disfrutar las vistas del Maremagnum. De hecho, desde la construcción del centro comercial, los residentes que andamos despistados de continuo, ignorando que vivimos en realidad sobre un enorme anuncio extendido sobre el suelo, no terminamos de comprender las indicaciones del viejo genovés. —Mama, ¿qué querrá Cristobal?, nos preguntamos. Avanzando en línea directa hacia el Este, siguiendo la dirección de su dedo, entrando en el próximo McDonalds —como indican los carteles y las flechas— no se llega desde luego a Puerto Rico. O quizás sí, quién sabe.

En una ocasión acertó Michael Sandel, el paladín del comunitarismo en la filosofía política anglosajona, titulando con buen tino sus Tanner Lectures de 1998 con el lema "What Money Cannot Buy". Arena de otro costal es el contenido del texto. Como nuestros conciudadanos barceloneses, el filósofo acierta en el rótulo, no así en las entrañas. Sandel no puede pegar ojo ante la privatización de los sistemas de defensa, como todo el mundo, pero por las razones equivocadas. No parece demasiado preocupado, entre otras cosas, por el incremento de violencia que puede suponer para la población local la presencia de un ejército de ocupación compuesto por profesionales en el arte de matar por unas perras. Cuando se pronunciaron las conferencias todavía faltaban unos años para la publicación de Irregular Army de Matt Kennard. Si la contratación de mercenarios privaba entonces de su merecido descanso a nuestro filósofo, no era —qué va— porque ello redundara en detrimento de los ocupados, de los vencidos, de los encarcelados; por el contrario, razonamientos maquiavélicos sustentan esta inquietud: "According to this argument, all citizens have an obligation to serve their countri. [...] To turn such service into a commodity -a job for pay- is to corrupt or degrade the sense of civic virtue that properly attends it". Tócate un pie, entonces: con el servicio militar obligatorio y no remunerado, gratis et amore, hemos topado. Con estas conclusiones, ya se imaginan las premisas. Dulce et decorum est pro patria mori, que decían los latinos.

Y la misma cosa se aplica a nuestro caso. No vale con denunciar la Marca BCN solo cuando mancilla nuestros monumentos, nuestros colonizadores. Ahora que retiraron la sotana, a todos los indignados por la utilización de una columna de hierro con propósitos recaudatorios, a todos los enemigos de la mercantilización de la mercancía primigenia, a todos los españolistas (sin ny), ¿les veremos también intentando interrumpir el próximo desahucio? Con estas premisas, ya se imaginan las conclusiones.


Así sí,
gatuno y
pirata.

9 de junio de 2013

¿Cuántos editores se necesitan para apagar una bombilla?

La calma antes de la tempestad.

La primera adivinanza tiene su aquél: ¿cuántos editores se necesitan para terminar con la posibilidad de hacer dinero vendiendo libros? Ignoro el número exacto. Pero imagino que el nutrido puñado de editoriales que se meten el codo hasta los higadillos por hacerse con un hueco en el panorama literario español se aproxima bastante a la cifra imaginaria. Yo diría —si me permiten el detalle económico— que en condiciones ideales de competencia —de ser cierta la teoría del equilibrio— los precios expresarían los costes marginales de producción, los beneficios se reducirían a mínimos históricos, el mercado de los libros no sería inflacionario, como nos parece a todos los que conocemos un poco (no mucho) sus entresijos, sino competitivo en grado sumo. La joya de la corona española, el orgullo de Don Mariano, el baluarte de la eficiencia: todos esos epítetos se ganaría el sector editorial patrio si la susodicha teoría fuera aplicable a este caso. Desgraciadamente, los economistas tienen tantos problemas como los editores en cuanto a adecuación empírica y a realismo metodológico se refiere. Total, que en la burbuja que desborda la mesa de novedades de La Central —día sí, día también— se han juntado el empacho y las desganas de comer, por cuenta de los de los consumidores, con el entusiasmo y el wannabismo de los productores. Lectores hastiados ante la nonagésina edición (¡ahora ilustrada!) de El Gran Gatsby. Editores wannabes que quieren meterte la cuchara hasta la traquea. Y allá va el avión: tapa dura (+5€), dibujitos (+5€), epílogo crítico de Alejandro Magno (+5€). Suma y sigue, amigo. Y date con un canto en los dientes, que Los enanos también empezaron pequeños, como titulara en una memorable ocasión Wener Herzog. Y claro, la falta de dinero por ambas partes ha hecho estragos. La segunda adivinanza también tiene su aquél: ¿cuantos leuros mensuales necesita un omnilector (prosa, poesía y ensayo) para garantizar una ración saludable de alimento espiritual no pirata y en papel? Vuelvo a ignorar that figure, pero me juego la mano derecha —tan seguro ando— a que roza los cuatro dígitos. Así pues, Mileuristas, ¡vuestro es el mundo para tomarlo!

A todo esto Random House Mondadori publica Condenada de Chuch Palahniuk. A falta de tiradas que superen los 5.000 ejemplares por barba, entiendo que la diferencia entre ser diminuto y haber alcanzado la mayoría de edad en el negocio de encuadernar folios estriba en detalles como tener el monopolio en castellano de escritores como Palahniuk, narrador de sandalias doradas y autor del Club de la lucha (que nunca falte ese epíteto en la portada). Cuando hablamos de Condenada, por tanto, hablamos en realidad de un libro mesiánico y necesario: no solo salvará el balance de negocios trimestral del sello en cuestión (crucemos los dedos) sino que además financiará la publicación en papel de todos esos narradores patrios y ajenos que no se comen un colín entre los lectores, todos esos modernos que, además de contar historias entre semana, ejercen de críticos algunos findes y muerden la mano que les alimenta, vaya si la muerden, soltando que Palahniuk es un escritor mainstream («¿Habráse visto?»), un narrador acartonado («¡Noooo!»), que sus libros se venden en aeropuertos, que las versiones en pantalla y a color son mejores que los originales en negro sobre blanco. Todo muy cierto, claro. Pero ello no quita que el americano sea un artesano de la narración que nunca falla a la cita con los lectores. Esta última es una frase convencional para un narrador convencional. Y es que en Palahniuk todo está correcto y bien ordenado. Lo cual no es poco.



Condenada pertenece a una raza mestiza de novelas a caballo entre el cuestionamiento del arquetipo y la novela de aventuras. El libro narra el descensus ad inferos de una joven recién muerta de trece años. Alicia en el País de Satanás se encargará de desmontar algunas cosas que todos dábamos por sentado sobre el más allá de los malos: en lugar de ríos de lava tenemos lagos de esperma; la Ciudadela de Belcebú ha sido sustituida por un proyecto urbanístico en constante expansión desde el periodo sumerio hasta Frank Gehry; y un largo etcétera. Hay algo que sin embargo no cambia entre los muertos. Los cadáveres interesantes siguen condenados a vagar penantes por toda la eternidad bajo nuestros pies, en lugar de encontrar descanso infinito sobre nuestras cabezas. Desde Virgilio a Dante, el Infierno ha estado a reventar de famosos: basta con pasearse por los mille plateux de Telecinco (bocata de salchichón en malo) para intuir tal cosa. En esta ocasión, no falta en el catálogo de vanidades el propio Charles Darwin, quien viene a reconocer sus errores y otorgar la razón a los creacionistas de Kansas; momento previsible donde los haya en un relato satírico con más lugares comunes que un mitin político, todo sea dicho. Más interesante resulta, en términos de crítica sociológica, las lanzadas a moro muerto que amaga Palahniuk contra la generación de sus padres. Se ha convertido en un lugar común el mofarse de los adláteres del sesentayochismo. Y Palahniuk no está tan servido de mano como para no hacer leña del árbol caído. Vaya como muestra la siguiente descripción de una fiesta de cumpleaños donde la piñata contiene golosinas placer adulto:

Algunas de las imágenes más atroces del infierno resultan directamente risibles cuando se las compara con la imagen de una generación entera de adultos desnudos y peleándose en el suelo, jadeando y forcejeando en plena refriega frenética por quedarse con un puñado de cápsulas desparramadas de codeína de efecto retardado.

A todo esto Madison, la protagonista, ha muerto de sobredosis de marihuana en un internado. Entre las claves del relato se cuenta la conciencia de clase mostrada por la muy madura Madison, quien declara: «NI DE COÑA lamento no llegar a adulta y que me salga sangre todos los meses del potorro y tener que aprender a conducir un vehículo de combustión interna de combustible fósil y ver películas espantosas de esas que no se pueden ver sin un padre o tutor legal, para después beber cerveza en jarras y sacarme una licenciatura con beca deportiva en historia del arte antes de que un chaval me rocíe de semen por dentro y a mí me toque cargar con un bebé gordinflón en la tripa durante casi un año». Asimismo destaca el amplio léxico que puede llegar a exhibir una persona de esa edad, para sorpresa de unos despistados lectores que se reconocen en su sabiduría inopinada: ellos (nosotros) también conocen (conocemos) esas palabras esdrújulas. De este modo, la narración está punteada por apartes de la narradora, quien nos recuerda cada poco, como si estuviéramos ante un examen de lengua en primera persona, los términos raros que saltean la sintaxis de Palahniuk. El arranque de cada capítulo con una suerte de misiva a Satanás refuerza la ilusión de intimidad, el efecto de dietario. Los comentarios sobre Jonathan Swift y los Viajes de Gulliver en el capítulo décimo, por el contrario, apuntan hacia la hipótesis de la evaluación continua. Y aquí encontramos otro de los elementos que caracterizan la narración palahniukista: la presencia de elementos de sabiduría universitaria diluidos entre la asequible papilla del relato de aventuras. La presencia de un personaje sabelotodo en materias teologales garantiza, como quien no quiere la cosa, que nuestras entendederas enfilen la cama un poco —solo un poco— más llenas de saber. Lo dicho, no te acostarás sin saber algo nuevo.


5 de junio de 2013

Bañistas y charlacanes

La zarpa de Niall Ferguson me recuerda
a las garras de Habermas ante Ratzinger:
la escuela teoclásica contraataca de nuevo. 

Cuando los focos calientan, las cámaras enfocan y las grabadoras recuerdan, los economistas también se ponen en evidencia. Apremiados por la atención mediática excesiva que incide sobre sus hombreras, hemos asistido en los últimos años a un encadenamiento de cagadas memorables, gestadas por ciertos peritos en la materia. Apenas ha terminado de hablar uno, y por culpa de otro, ya sube el pan de nuevo. Cuántas veces habrá repetido David Harvey la anécdota de los miembros de la London School of Economics siendo puestos a caer de un burro por las preguntas de la Reina de Inglaterra. Isabel quiso saber, allá por 2009, porqué los economistas británicos, siendo tan expertos como son, no habían predicho la crisis. Una pregunta que se hace toda hija de vecina: ¿dónde quedó la capacidad de predicción y de prevención de nuestros asesores financieros? Estos contestaron que cantidad de personas inteligentes habían dedicado su carrera a estudiar —por supuesto— los menesteres del modelo económico, pero ignorando todo este tiempo —por desgracia—  los riesgos sistémicos del mismo (sistemic risks), y de ahí la inopia. Desde entonces, las metidas de gamba no han cesado. ¿Tiene Ud. un grado en ADE? ¿Quiere arruinar su reputación? Pida turno, por favor. El último de la cola es el historiador económico Niall Ferguson.

En un artículo reciente, William K. Black ha analizado la retórica que utiliza Ferguson para calumniar a sus oponentes teóricos. Perífrasis, insinuación o indirecta son las palabras requeridas para caracterizar las recientes especulaciones psicoanalíticas del historiador. El autor de The War of the World parece haberse arrogado el derecho de charlacanizar a diestro y siniestro entre sus compañeros de disciplina, ya sea oteando síntomas de traumas infantiles en el horizonte, o convirtiendo en una patología la pluma polémica de Krugman, ya sea descubriendo túneles secretos entre la sexualidad y el pensamiento de Keynes, ya visitados con anterioridad por otros pensadores conservadores. Claro que esto, como todo, se realiza bajo la pátina discursiva de las corazonadas y de las tentativas en condicional o en subjuntivo. De ahí la importancia del circunloquio como aquella fórmula retórica que nunca puede faltar en las explicaciones supuestamente científicas, así como en las incursiones del francotirador solitario, quien puede rebajar sus afirmaciones taxativas y la graduación polémica de las mismas con ciertos «quizá» y ciertos «tal vez», que hacen las veces de salidas de emergencia, ideales para esconder la mano tras lanzar la piedra.
 
Ay, si el doctor
levantara cabeza.
Ahora bien, pensando el ladrón sobre su condición, no podemos ser tan duros con Ferguson, quien ya se psicoanaliza a sí mismo, ahorrándose el dinero del diván en sus escritos. En su último libro, La gran degeneración, encontramos una brillante declaración —para más señas— sobre la estabilidad emocional de nuestro querido historiador. Ferguson narra cómo la sangre que atraviesa sus arterias entró en ebullición cuando vino a descubrir que la casita en la playa que acababa de comprar —situada en South Wales, ignorante de él— daba en verdad a un montón de desechos esparcidos por la arena. «En lugar de Bajo el bosque lácteo —la obra de Dylan Thomas ambientada en una imaginaria localidad galesa—, aquello parecía más bien Bajo el cartón de leche. Enfurecido, y quizá [sic] dando muestras de los primeros síntomas de un trastorno obsesivo-compulsivo, empecé a acarrear y llenar bolsas de basura negras cada vez que salía a dar un paseo». Esta historia tiene un final agraciado —colorín, colorado— gracias a la generosa contribución del Lions Club, una asociación filantrópica fundada por hombres de negocios retirados de Chicago, que desplegó toda su capacidad organizativa, limpiando la costa en un santiamén.

El feliz relato de los bañistas de Gales contiene una moraleja sobre la mentalidad del historiador económico, quien prefiere deshacerse en elogios hacia la sociedad civil británica del pasado, antes que denunciar la ausencia de regulación gubernamental en materia de desechos marítimos, confiando en las intenciones bondadosas del entramado onegeinista que —desde mediados de los años 80— satisface por cuenta propia las funciones sociales de un Estado del bienestar en retirada completa. Curar antes que prevenir, es la máxima de Ferguson. El historiador vuelve a demostrar su violación de los axiomas de la teoría de la racionalidad, dada su escasa aversión hacia los riesgos sistémicos, especialmente cuando se trata de asuntos que afectan a otras personas, mientras arremete —lanza en ristre— contra la Food and Drugs Administration (FDA): «La justificación  que se da por las rígidas normas de la FDA es evitar la venta de un fármaco como la talidomida. Pero la consecuencia no deseada es, casi con certeza, permitir que mucha más gente muera prematuramente en comparación con el momento en que habrían muerto a causa de los efectos secundarios de haber existido un régimen menos restrictivo». ¿Se han fijado en la posibilidad de escapada, en la valentía desde la barrera, en la llamada de retirada, contenidas todas ellas en ese «casi con certeza»?

Eramos pocos y se pulverizó
el Record Guiness de bañistas
desnudos: 400 en Gales.
La gran degeneración es un título de traca para un libro de divulgación que pretende petardear los bajos fondos del discurso demagógico en materia económica. Echando más leña a la hoguera, sin embargo, Ferguson se permite algunas filigranas políticas en su Introducción, gracias a los siempre presentes comentarios sobre la escasa calidad democrática de los sistemas electorales actuales, nunca dirigidos sobre el sistema bipartidista estadounidense. «En apariencia, los legisladores de países como Rusia y Venezuela son elegidos en las urnas, pero ninguno de ellos puede calificarse como una verdadera democracia a los ojos de los observadores imparciales, y no digamos ya a los de los líderes de la oposición local», sentencia el historiador económico, amalgamando su particular diatriba antichavista con el paralelo moscovita, despreciando las variaciones entre ambos regímenes,  y dibujando —sin duda— un peculiar camino hacia la imparcialidad democrática, cuando posiciona las declaraciones partisanas de los opositores electorales venezolanos, que por sus actos en las calles los conocemos, muy por encima de la escala de valores de los observadores internacionales, cuyos informes suelen refrendar por mayoría —pace Ferguson— la regularidad del procedimiento de selección de los gobernantes.

Entrando en materia, La gran degeneración resume las explicaciones principales sobre el desarrollo económico expuestas con mayor enjundia por autores como Douglas North, Jim Robinson, Daron Acemoglu, Paul Collier, Hernando de Soto o Andrei Shleifer. La premisa del análisis institucional neoclásico —en las palabras de la tribu de san Pablo Ferguson— es simple, sencilla y para toda la familia: son los diseños institucionales quienes explican el desarrollo diferencial y coordinado de la economía mundial. Este programa de investigación historiográfico se bautiza a sí mismo como comparatista, pero resulta sorprendente, por el contrario, la ausencia de un estudio profundo sobre las relaciones dinámicas entre los modelos económicos que están siendo puestos bajo la lupa. Estos modelos tuvieron concreciones históricas muy concretas, cuyo destino y cuya suerte no está predestinado de antemano, y menos aún escrito en la sólida piedra del entramado institucional interno. Las relaciones con el entorno también importan. Sin embargo, el antecedente inmediato del sistema económico mundializado, el origen de los agravios económicos comparativos, hablamos del colonialismo, queda borrado de un plumazo de este esquema de interpretación. Si me permiten la analogía, diría que los institucionalistas recuperan en el nivel teórico más abstracto la vieja cantinela sobre la autarquía como objetivo a alcanzar cuando comparan los distintos modelos como si fueran casillas estancas de un enorme fichero donde las partes solo comparten entre sí la mera contigüidad. Una vez reducida a mera contraposición, la comparación histórica termina redundando en un fetichismo sobre el milagro europeo, me temo.


Otra característica de la vulgata institucionalista contenida en La gran degeneración es la sorprendente conjunción entre la picardía del aprendiz de brujo y la reserva del maestro de la sospecha que despliega Ferguson en sus páginas. A caballo entre el politicastro desmelenado y el economista austríaco, Ferguson establece correlaciones unívocas entre capitalismo y democracia, en la mejor estela de los thinkers de la novísima izquierda anglosajona, pero también mantiene sus reservas en materia de economía política, anonadado por la complejidad irreductible de los intercambios mercantiles, ante los cuales solo cabe dejar hacer & dejar pasar —como dicen los franceses— y que los agentes privados solucionen el entuerto. Apoyado sobre este dueto, Ferguson analiza con detalle cuestiones políticas de actualidad, recetando siempre que puede el bálsamo de Fierabrás del Estado de derecho, y echando pestes de cualquier intervención del gobierno que no sea la contemplación pasiva de los sucesos. El historiador amplía hasta la náusea la letra pequeña de los programas de estímulo tímidamente propuestos por la Obama Administration, entrando hasta la minuciosidad y el detallismo de un colegio de abogados, para destacar cómo la Dodd-Frank Act —por ejemplo— se entromete en cuestiones de género, materias allende las competencias de cualquier legislación financiera, tales como el número de mujeres contratadas por las instituciones que manejan el dinero. Sea como fuere, toda legislación es deficiente por defecto, salvo aquella que incrementa el libre albedrío de los agentes privados, pues «no está claro en absoluto cómo obligar a los bancos a tener más capital o a hacer menos préstamos puede ser incompatible con el objetivo de una recuperación económica sostenida».  


Sin embargo, cuando toca hablar de las virtudes de la Common Law anglosajona, el historiador no se queda corto en sus libaciones a las deidades liberales. Niall Ferguson se quita la toga, se afloja la corbata y se sirve una copa, o así nos imaginamos a este caballero andante del liberalismo, mientras sentencia la siguiente boutade antológica, que los editores habrían hecho bien en situar en la faja del libro. «Pocas verdades son hoy —sentencia— más universalmente reconocidas que la de que el imperio de la ley —en particular en la medida en que sirve de freno a la “codiciosa mano” del Estado voraz— conduce al crecimiento económico», aunque el incremento del PIB europeo durante el liberal siglo XIX —añadiríamos nosotros— palidezca ante el crecimiento exponencial de las economías reconstruidas, y protegidas por el paraguas del Welfare State, después de la Segunda Guerra Mundial. De nuevo, la amalgama entre incertidumbre y revelación, la síntesis entre las intuiciones reveladas a la conciencia del historiador y las suspicacias despertadas por los gobiernos actuales, no hace sino sugerir —perhaps— alguna suerte de disonancia cognitiva partisana en el pensamiento de Niall Ferguson. Que él mismo se lo ausculte.

El mentado encuentro
Habermas vs. Ratzinger.
Ex ungue leonem. 

[Publicado  originalmente en Sin Permiso. 2 de junio de 2013.]

2 de junio de 2013

How I Met Your Writer

Pues eso.

Desde tiempos de Paco Umbral la cantera de El Mundo está a rebosar de columnistas que desayunan fuerte todas las mañanas con el castellano. Manuel Jabois, novelista frustrado (¿o en potencia?) que se huele a leguas, pero también gran cronista de si mismo, es uno de ellos. Posiblemente estemos ante el mejor comentarista por debajo de la cuarentena en un periódico de tirada nacional. Pero tiempo al tiempo: las jóvenes promesas se revelan de forma retroactiva, como los capullos de seda, cuando ya son mariposas pesadas y con Premio Planeta. Mientras tanto Manuel Jabois nos tiene pendientes de un hilo a todos los que disfrutamos con la mirada y secundamos con las palmas sus reflexiones espigadas por las publicaciones periódicas de toda Hispañistán entera. El joven y barbudo columnista se ha dejado ver hace poco por BCN, donde hace apenas unas cuatro semanas estuvo ejecutando —sabedor de nuestra adicción por el morbo— un performance en el contexto del Festival Primera Persona. El contenido del mismo era una anécdota adolescente contenida en su primer libro —si no llevo mal la cuenta— Irse a Madrid (Pepitas de Calabaza, 2011), donde Manuel Jabois narra un despertar de resaca playera entre familias de domingueros, sin casi memoria de los sucesos acontecidos la noche anterior, rodeado de cubiletes y toallas del Barça. «Manda narices, siendo como soy yo más mourinhista que Mourinho», se quejaba Manuel Jabois sobre el escenario del CCCB, mientras los responsables de semejante atrezzo —pura maldad entre bambalinas— murmuraban desde delante del telón.

Tras arrasar alto y claro con la mentada publicación —Irse a Madrid— Manuel Jabois no se ha hecho de rogar, pues retorna ahora curtido en mil batallas, con ciento y pico paginas bajo el brazo, y un hijo por añadidura. Manu (Pepitas de Calabaza, 2013) es un volumen sobre el devenir padre de un escritor que en realidad habla y teclea sobre todo, incluido el tener los cojones fuera durante una conferencia, salvo de la experiencia de estar esperando nueve meses, casi tres cuartos de año, para levantar entre las manos a la prole. Hay que ver cómo son los progenitores, ya lo sabemos por Cómo conocí a vuestra madre, siempre aprovechando para chupar párrafo en las memorias familiares, y Manuel Jabois no se queda corto en sacar pecho. ¿Quiere Ud. emular el método de redacción utilizado por esta flamante estrella del periodismo español? ¿También le repugna a Ud. el tomar café con los amigotes a las cuatro de la tarde para lamerse las heridas y contarse las penas? ¿Será posible que no todos los escritores tengan una juventud atormentada? ¿Y que me dice de perseguir el malditismo en cada trayecto Madrid – Zaragoza, Zaragoza – Huesca? Información inestimable, toda ella en su conjunto, que Manuel Jabois sabe administrar con mano izquierda. Brindamos por ello, cómo no. En mitad de los milagros del joven artista hallamos, empero, algunas iluminaciones profanas de la paternidad, no se crean:

Pronto yo estaba en la calle parado en medio de un grupo de gente desconocida que me decía que aquello era lo más bonito de mi vida, e incluso alguno me agarraba del brazo, aprensivo, y me decía en un aparte señalándome la barriga de Ana: “¿No lo notas ya, no lo notas?”, como si fuese yo también a reproducirme por ósmosis.

Que los expertos en cuestiones de género tomen buena nota. Ahora bien, para libro sobre el empollar un alienígena en la barriga de la parienta, los lectores ya tenemos y nos quedamos con Nueve lunas de Gabriela Wiener, un dietario escrito desde el cordón umbilical. Y es que, en el desaguisado de la creación humana, la parte contratante masculina tiene poco que pinchar, y menos aún que cortar. Dejando de lado el pulverizar las plusmarcas de sobrepeso establecidas por matronas gitanas durante el embarazo. Según cuenta en el libro, durante la formación uterina de su muchacho, el mismo que compartirá tardes de escritor con su padre, Manuel Jabois llega a engordar hasta 12 kilos o 26 libras. Enhorabuena, son cuatrillizos, dice la comadrona. Aparte de esto, el letrado donador de semen tiene poca cosa que hacer, excepto enfundarse las mallas de logos espermatikos, que dirían los griegos, y tomar notas de forma compulsiva, con el firme propósito de escribir un libro que —como ya hemos dicho— no sabemos si trata sobre la paternidad de Manuel Jabois, sobre la paternidad de Pedro J. Ramírez y de David Gistau sobre Manuel Jabois o sobre la importancia de la perseverancia, escribir libros de transición y esperar a la fortuna para llegar hasta la cumbre. Como las tres Musas, estos motivos se dan la mano —supongo— y todos conformes con la situación.

Manuel Jabois. Columnista de El Mundo 
y autor de Pepitas de Calabaza. Compartir
catálogo editorial con libertarios de izquierda
y tirada semanal con ciertos liberales de derecha
solo puede conjugarse barba castrista mediante.