31 de mayo de 2014

La tercera España.

[¿Qué fue de lo castizo? Bajo la apariencia de modernidad, la caspa sigue cayendo hasta en las mejores hombreras. Analizamos la supervivencia de la Britney Spears en respetables círculos izquierdistas/feministas, la apropiación del folclore español por parte de ciertos artistas irónicamente maricas, dándole una zotaina a Luis Antonio de Villena por su lectura parbularia de Federico García Lorca, registrando —en suma— la diversidad ideológica del casticismo, que tiene mucho de tauromaquia comunista y de copla para cines nazis, pero también bastante de la humorada juantxista propia del partido de Carmen de Mairena. Pasen y vean.]
Hablando de las elecciones europeas y de la facultad que tiene la música de generar liturgia frente a la impotencia comunitaria que suele caracterizar a la literatura —lo que debería serte evidente salvo que creas a pies juntillas en la idea de la comunidad inconfesable de los lectores/escritores de un exagerado Maurice Blanchot, o que magnifiques la recepción de narradores como David Foster Wallace, cuya fama tiene más que ver con querer emular su muerte que con sus hallazgos literarios— unos amigos me hicieron la siguiente apreciación: no toda la música alcanza ese nivel ritual; hay una longue durée auditiva, vinculada con la infancia (y según los psicólogos evolutivos, con el Paleolítico), que parece estar vedada a la música política reciente. Mis amigos ponían como ejemplo sus botellones con militantes de izquierda donde, una vez pasado el filo de la tercera copa, cuando comienzan a arrancarse los cánticos populares, apenas suelen escucharse canciones de barricada, salvando algunos temazos del 15M, y mucho menos las letras sobre la crisis que hace hoy gente como Nacho Vegas, Pony Bravo o Los Chikos del Maíz.
Yo mismo tengo el recuerdo de mi estancia en la II Universidad de Verano de Izquierda Anticapitalista, cuya principal actividad nocturna —a pesar del concierto paralelo de la FRAC, unos raperos engagé de Cádiz— resultaba sintomática del colonialismo sonoro prehistórico del que hablamos: tras entonar la Internacional con el puño levantao nos metimos en una discoteca donde Britney Spears, King Africa y Tiziano Ferro dominaban sobre un tracklist más propio de una verbena que del concilio troskista que prometía cabalgarnos a los indignados y a los desnortados hasta la lutte finale que decía Eugène Pottier.
No había pizca de cinismo, vergüenza o transgresión en aquellas simpáticas feministas, que hasta hacía un instante hubieran linchado gustosas cualquier intervención que pretendiera cuestionar su economía del lenguaje por menos de un “quítame allá esos nosotrxs”, y que entonces bailaban como si nada “I am a barbie girl / in a barbie world”; su forma de romper la pista era puramente recreativa. Pero conviene recordar que hay otros usos del acervo cultural castizo, cuya valencia patriarcal continúa siendo central —todo sea dicho— a pesar de los intentos de subversión endógena que pensamos enumerar a continuación.La creación artística marica —entendiendo por tal cualquier producción de trasfondo homosexual capaz de bromear sobre su construcción identitaria, deudora de los insultos que les adjudica el enemigo machirulo, cuyo rechazo confiere precisamente empaque político a una opción sexual nada tiene de peligrosa— lleva desde fines del siglo XIX utilizando la tradición folclórica como terreno de batalla.
El ejemplo más famoso es Federico García Lorca, sobre quien Luis Antonio de Villena tuvo la cara dura de escribir un artículo en 1979 y volverlo a publicar “sin grandes cambios” bien entrado el siglo XXI, cuando el único mérito del texto consiste en apuntalar la inopinada egolatría del que comunica haber descubierto el Mediterráneo, (“y me parece mentira que nadie lo haya dicho hasta ahora”) y en señalar que el Romancero Gitano contiene mucha “sensibilidad homoerótica”, mucha “positividad masculina” y otras tantas palabrotas que nuestro crítico literario profiere, cuyo significado desconozco por completo porque no se ha molestado en definirlas. Falta que hace: patinando entre llanezas de selectividad (“la noche se vincula con lo femenino, y por lo tanto con la fertilidad y el ansia que la precede, y al mismo tiempo, por su color negro, con la muerte”) y filigranas medio cursis, medio pedantes (“Una luna que tiene algo de Salomé, en un clima trágico-sensual, que recuerda a la pieza de Wilde. Más lejos, el rapto de un zagal —mas lejos— llevaría a Ganímedes”), Villena aplica una exégesis simbolista libérrima sobre unos versos que —nuevamente: salvo que creas a pies juntillas lo del mariconeo implícito a la prohibición patriarcal del incesto, donde los varones se casan con mujeres de otras familias, según la hipérbole de Levi-Strauss, como un gesto de amor hacia el padre de la novia— cualquiera aseguraría que versan sobre actividades netamente heterosexuales como babear, correrse y rechinar dientes viendo a chicas con poca ropa desde lejos:

Amnón delgado y concreto,
en la torre la miraba,
llenas las ingles de espuma
y oscilaciones la barba.
Su desnudo iluminado
se tendía en la terraza,
con un rumor entre dientes
de flecha recién clavada.

Se habla mucho de la apropiación franquista de nuestro folclore, que Manuel Vázquez Montalbán esgrimía como argumento dialéctico para reivindicar desde la izquierda una tradición popular que quizás —solo quizás— no tenga nada de reivindicable, pues apropiarse no quiere decir tergiversar (los valores morales de boquilla y el politiqueo de aparador, que en lo más crudo del Régimen eran nacional-católicos y erótico-festivos durante el Destape, han sido la única constante ideológica del show business patrio) y popular no es sinónimo de bueno: hay ciertos elementos de la tradición que envejecen muy mal de cara a nuestras exigencias morales vigentes (véase el toreo: alegoría del estoicismo y la resistencia para los rojos del Ruedo Ibérico, hasta el punto que el Sábado Santo que legaliza el PCE muchos diestros donaron su cuota diaria a la financiación del Partido; actualmente despreciado —con razón— como la punta visible de ese iceberg gigante llamado maltrato animal).
En cuanto a la conciencia ideológica de los productores, hay —como en todo— de todo. Desde el nazismo coyuntural de las copleras Imperio Argentina y Estrellita Castro, que fueron hasta Berlín para hacer unas películas con Florian Rey y Benito Perojo de la Hispano Films, una productora financiada por la UFA que grabó Suspiros de España (cuya canción homónima, cantada por Estrellita Castro, bien podría pasar por letra del exilio y la nostalgia republicana, quitando las partes sobre “aquel rayito de sol / hecho mujer / por voluntad de Dios”) y Andalusische Nächte (donde Imperio Argentina canta coplas en alemán sobre Triana y se pelea con una gitana por el amor de uno que llaman Antonio pero tiene acento de Meckleburg-Vorpommern) entre otros clásicos del cine de la risa involuntaria y retrospectiva. Luego tienes la ideología juantxista del CORI, el partido de Carmen de Mairena y Ariel Santamaría, respectivos imitadores de Marujita Diaz (esto es: la copia de una copia) y de Elvis Presley, cuyo partido obtuvo un concejal en 2007 y más votos que UPyD en las elecciones catalanas de 2010; el juantxismo sintetiza el ideario del perdedor vocacional en 10 sencillas máximas escritas por Jordi Martínez Ferré que son una celebración de la decadencia democrática donde el único ideal viable es el de Elvis —el Rey— echando barriga en Las Vegas.
Se habla menos del anacronismo que representan los productos más acabados del franquismo, esas películas situadas en algún reino previo donde todo son comedias de enredos entre distintos estamentos sociales, según la noción decimonónica del ascenso social como maridaje bien avenido —ya canta la copla: “Y las nueve, las nueve letras / de tu nombre sobre el mío / que borraron diferencias / de linajes y apellidos”—, que entonces se veían como mascaradas que falseaban el pasado y alegraban el presente, pero que hoy se emiten en Cine de Barrio como documentos fidelísimos del momento en que se emitieron. Es el caso de Locura de amor (1948), la mayor producción de la posguerra, dirigida por Juan de Orduña, que refuerza la imagen de Juana La Loca como una esposa celosa que pierde la chaveta por culpa de los cuernos de Felipe el Hermoso, cuya muerte a partir de un corte de digestión —disculpen la cuña personal— todavía me recordaba mi abuela cuando quería bañarme justo después de comer; una película que descarta como accesorias las ideas de la reina contrarias a la Inquisición o los 200 libros de su biblioteca y donde no aparece la revuelta comunera, ese movimiento legitimista que defendía el reinado de Juana contra los burócratas flamencos del Cesar Carlos (demasiados parecidos de familia con los golpistas de 1936, generales de un ejercito colonial que regresan a la metrópoli para forzar una guerra civil).
Y qué decir de los bodrios que se hacían sobre las “ángeles” de Alfonso XII salvo que marcaron la educación sentimental de una generación de chiquillas divididas en tres modelos (la prima María de las Mercedes de Orleans, la viuda María Cristina de Habsburgo-Lorena y la cantante/amante Elena Sanz) y que con Franco se ponía a parir mejor que ahora a los Borbones.
[Publicado originalmente en El Estado Mental. Junio de 2014.]

26 de mayo de 2014

IGM: ¿tienes miedo?

[Dentro de un mes se cumplen 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Aunque no tengamos mucha nostálgica por el siglo XIX, el mundo que destruyó aquella guerra no tiene tanto de ejemplar como luego vendieron los pontífices del liberalismo, desencantados y convertidos a críticos de la cultura de masas, es verdad que hay demasiadas efemérides gravitando sobre esta fecha como para ignorarlas o despacharlas sumariamente. Llámese homenaje o Nunca mais libresco, esta batería de entradas arranca con unos cuantos párrafos de la biografía de Jacques Lacan que Elisabeth Roudinesco destina a relatar la infancia de Françoise Dolto (apellido de soltera: Marette), una analista francesa —tristemente fagocitada y eclipsada por la escuela lacaniana— famosa por sus estudios de la psicología infantil desde la propia gramática infantil, sin inyectarle mucha teoría a las palabras de los niños. Su tesis doctoral contiene por ejemplo un “Léxico sumario” con definiciones tal que: «Eneuresia: pipí en la cama; Encopresía: caca en los pantalones.» Siguiendo este espíritu netamente documental, su vivencia del conflicto tuvo, sin quitar el elemento canallesco del matrimonio por correspondencia, practicado entre otros por el grandísimo juntaversos apellidado Apollinaire, un punto de lavado de cerebro dizque ingenuo.]
Desde el principio de la guerra, con sólo siete años de edad, Françoise se tomó por la novia de su tío Pierre, manteniendo con él, por carta, una verdadera relación amorosa. En lugar de conservar sus distancias, éste la alentó en ese camino, sostenido por lo demás por [los padres] Henry y Suzanne. Llegó incluso hasta prometerle casarse con ella al término de las hostilidades. Con ello, Françoise siguió de cerca todos los combates, empujando a su padre a fabricar obuses para matar a muchos “boches”: «Debes trabajar más en hacer obuses», escribía en septiembre de 1915, «para matar a los cochinos boches que hacen daño a los pobres franceses que sufren por los malvados boches que son cruel y que mata niños de 1 en y de dos [sic]...»
En los cursos Sainte-Clotilde en los que entró aquél año, la letanía anti-boche estaba en su esplendor, hasta tal punto que las alumnas tuvieron que redactar un trabajo titulado “Una carga a bayoneta”. Françoise se lanzó a ello jubilosamente: «Se mata a 3 soldados o más, se mete la bayoneta en el cuerpo de un boche y se la saca con asco, pero cuando se la retira está uno contento y se mete otra vez la bayoneta». Alentada a expresar claramente esa ultrajante germanofobia, Françoise fue invitada también, de manera más sutil, a hacerse racista. Así como el alemán era asimilado siempre, en el discurso familiar, al enemigo hereditario, y culpado por excelencia de las barbaries más extremas, del mismo modo el negro gozaba de un estatuto ambivalente. Atildado en su legendario uniforme de fusilero senegalés, era representado con los rasgos del buen negro colonizado, todo feliz de servir de carne de cañón en la cruzada francesa contra el enemigo teutón. Pero era designado también como un ser diabólico, provisto de una especie de sexualidad animal y primitiva que se juzgaba peligrosa para los humanos civilizados. De donde el espantoso embrollo en que se encontraba enredada la pobre Françoise en medio del combate que pretendía llevar a cabo contra los “boches”.
Al enterarse de que un fusilero senegalés cuidado por Suzanne había besado a su “noviecita” porque ésta le recordaba a su hija de la misma edad, el tío Pierre le hizo una escena de celos. Le recomendaba evitar a los negros tentadores que «son evidentemente muy hermosos pero no valen lo que los cazadores de montaña». Por su lado, Mademoiselle, atemorizada por el peligroso beso, se apresuró a regañar a Françoise y a lavarle vigorosamente la mejilla. Para consolar a su hija a la que se daba a entender pues que un beso de negro equivalía a una mancha sexual y microbiana, Henry Marette le mandó una tarjeta postal que representaba a cuatro lindos niños negros de estilo Banania: «Aquí unos buenos pequeños camaradas», escribió. El envío tuvo el efecto de hacer nacer en la niña un sentimiento de terror, y después de culpabilidad. Cruzándose en la calle por casualidad con una “familia negra”, se prohibió a sí misma mirarla, cuando se moría de ganas de hacerlo. Le dio tanto miedo lanzar una mirada a lo que deseaba ver que su madre quiso calmar su temor y le envió a su vez el retrato de un negro vestido de fusilero senegalés. Añadió estas palabras: «¿Tienes miedo?»

Colorín Colorado #1. Alberto Olmos.

Entrevista a Alberto Olmos (Segovia, 1975) con motivo de la edición de su último libro, “Alabanza” (Random House Mondadori, 2014), calificada, según ha dicho hasta la saciedad el propio autor, como su novela más madura hasta la fecha. Yendo más allá de las "preguntas solapadas", basadas exclusivamente en la información de la solapa, tan socorridas para la fauna periodística indocumentada, en esta entrevista preguntamos a Alberto Olmos por las implicaciones sociológicas, filosóficas y políticas de su narrativa, además de desvelar enigmas ocultos sobre el título del libro y las referencias librescas que aparecen en él, así como la eterna cuestión: ¿es Alabanza un libro de, para y sobre escritores? Las paradojas del posfeminismo, la identidad nominal de las cosas, el carácter mnemotécnico de las listas, el a-capitalismo rural que parece suscribir este novelista (¿de derechas o de izquierdas?) son unos cuantos detalles que salen y entran en esta larga hora de conversación. Disfruten.


Escucha el programa AQUÍ
En abierto hasta el 1 de junio.


El gesto de mesar una barba ajena, agravio notable en el Medievo, aparece en el Cantar del Mío Cid como sinónimo de insulto y desplante. Aquí se convierte -gracias a la imagen de Ingres que hemos elegido como frontispicio de este programa- en paradigma de mansedumbre penitente y genuflexa. Tetis impetra a Zeus el favor de Aquiles, según canta Homero, ciñéndole con una mano las rodillas y rozando el mentón con la otra. Nos interesa seleccionar este momento (una madre suplicando la salvación de su progenie) como ilustración de Colorín Colorado, un programa de entrevistas dizque intelectuales y sabihondas, donde unas veces será el entrevistador y otras el entrevistado quien tenga que hacer el papel de nereida. Sea como fuere, aquí se toca vello. El cuento se ha acabado.

21 de mayo de 2014

Comida para perros.

«(el columnismo: esa gran decepción, después de años de considerar, por puro romanticismo, que el articulista escribe contra algo, y en verdad escribe siempre a favor, particularmente de los lectores del medio donde le pagan, la descarada escritura complaciente de todo el espectro político; el columnismo, en definitiva, comida para perros)» (Alberto Olmos: #raudo 108 en Hikikomori).
Esta semana estuvo Owen Jones en España. A pesar de la cantidad de entrevistas que concedió y a pesar de lo imantado que parecía el auditorio del Círculo de Bellas Artes (CBA) ante su discurso, a pesar de o quizás gracias al —como suele decirse— «éxito de público y crítica» que tuvo, quienes tengan la manía y la suerte de pensar a la contra es posible que llegaran a pensar estos días algo similar a lo que yo rumiaba cuando Owen Jones, en lugar de prepararse una conferencia a la altura de la expectativa generada por Chavs (Capitán Swing, 2012), alguna especie de adelanto de su próximo libro sobre los media en Gran Bretaña, alguna demostración de su habilidades periodísticas, pensó o debió pensar que los madrileños estamos habituados a chuparnos ideológicamente el dedo, que nos den la razón como niños o tontos, pues el tipo vino con una mano por delante y otra por detrás a contarnos por enésima vez aquella historia de marionetas sobre el Post-War Consensus (en inglés mucho mejor) donde Margaret Thatcher es un lobo feroz de felpa o de trapo (la gente contiene la respiración cuando la mala se merienda a Caperucita Roja/Arthur Scargill) y nosotros (una primera persona del plural tan vaga, mayestática y políticamente correcta como los ideales del que oficiaba la función) hemos de desempeñar el papel del leñador/cazador que abate a la bestia neoliberal y colorín colorado, este cuento se ha acabado aunque nuestras hachas/escopetas políticas tengan tanta oxidación como el partido laborista que Ken Loach desprecia y Owen Jones defiende, pretende orientar desde su columna en el The Guardian, pues hasta entre tirititeros hay controversia sobre cómo sesgar mejor la historia y cada quien cuenta el siglo XX como Dios o Keynes le dio a entender, como demostraron las valiosísimas intervenciones de Belén Gopegui (aka Madame Fanon) y Gonzalo Velasco Arias (aka Marx Privatdozent), subrayando respectivamente los recursos coloniales y el factor burgués de aquella Arcadia perdida y ansiada que llaman en inglés Welfare State, pero ningún asistente del CBA —tampoco un servidor— enunció las cuitas que debían rumiar quienes suelen ver el vaso medio vacío, especialmente cuando todos dicen que está totalmente lleno, rebosante del mejor refresco jamás probado por paladar humano (una suerte de bálsamo de Fierabrás que promete cauterizar las heridas de la izquierda, haciendo las veces de laxante para todo aquél que no sea un Don Quijote de la política, cuando en puridad estamos hablando de una Coca-Cola Zero: refrescante y baja en calorías, cuya diferencia respecto de la Coca-Cola Light es puro merchandising, pues columnistas izquierdistas como Owen Jones somos todos), a saber: la recepción española de Owen Jones confirma las sospechas relativistas de Heródoto y plantea además una duda sobre el destino del nombre propio usado, pues si alguien puede ser socialdemócrata o troskista moderado del Canal de la Mancha para arriba y anticapitalista radicalísimo de los Pirineos para abajo —una confusión que se remonta a George Orwell— cómo no será posible que los calacios devoren a sus difuntos y los griegos los incineren, cómo no habrá distintos rituales funerarios, cuando la verdadera pregunta es cómo uno puede llamarse Owen Jones y hurtarse a la gramática del ornamento: abrir la boca para decir algo más que el idioma, el acento, el adorno.  

13 de mayo de 2014

El guante de Isabel Carrasco.

«Y bien, hermano de Jerez, ¡tenías razón! El desconocido, al que inmolaste en tu clarividente cólera, llevaba guantes. Sólo por eso, se designaba él mismo como tu enemigo. Le reconociste como tal por ese detalle. Le has matado y has hecho bien. Durante demasiado tiempo la elite de los civilizados —de quienes sufrimos el yugo— te ha abrumado con el brillo de su saber y de su vestimenta, símbolo externo.» (Editorial del semanario parisino L’Endehors, principal defensor internacional de la propaganda anarquista por el hecho, publicado el 21 de febrero de 1892 con motivo de un conocido alzamiento campesino.)
En la biografía sentimental inventada de Baruch Spinoza hay una anécdota de lo que hizo el autor de la Ethica more geometrico demonstrata cuando escuchó cómo mataban a una persona en la puerta de su casa mientras él estudiaba. Continuar estudiando como si nada. Ese pasotismo, que en la  historia original pretende reforzar la idea de la dedicación filosófica como peligrosa sociopatía intelectual, cabría recetarlo como purgante a los que, atribuyendo pretensiones ideológicas a la justicia poética de una escopeta recortada, juzgaron el trasfondo inmediato de la muerte de Isabel Carrasco, llevando la sangre fresca del desquite personal a los antiguos molinos de la intervención netamente política.
Los pontífices de la venganza del populacho entonaron sus cansinas profecías sobre sesiones intensivas de guillotina desde el cuarto de estar; los paranoicos del silencio de los cuarteles señalaron una viñeta de humor como origen del contubernio internacional. Los hunos y los hotros volvieron a demostrar que —cuando hay muertos— España sigue como en 1936; la izquierda de la izquierda queriendo hacerse selfis con los cadáveres enemigos, olvidando que los historiadores seguramente nos condenarán como los energúmenos que somos, nosotros que brindamos por los daños colaterales del resentimiento, la impotencia y el sentimiento de inferioridad, utilizando el refranero como explicación apresurada de una muerte que tiene más que ver con los temas de delegación jerárquica conocidos como the principal-agent problem (la presunta asesina era del PP y su marido comisario en Astorga) que con el boomerang kármico/ctónico que todos repiten: la posteridad del franquismo demuestra que sembrar vientos no siempre implica cosechar o recoger tempestades.
Habiendo descartado de antemano la presunción de culpabilidad terrorista que ha estado presente en la comunicación de cualquier homicidio en el Reino de España, hasta el punto de haberse murmurado entonces que Manuela Mena —la conservadora del Museo del Prado que cuestionó la autoría de Francisco de Goya sobre El coloso— pensaba bautizar aquella escena goyesca del duelo a muerte entre españoles garrote en mano como Será etarra quien salga vencedor; a falta de komandos nacional-marxistas a los que cargarles el marrón —como digo— la derecha y los apolíticos, lamentando la recepción teenager propia de las redes sociales, hicieron suyo el «¡Vaya país de sadomasos!»; un lema que suele oírse cuando, unos por voto fiel y otros por absentismo electoral, todos finalmente por costumbre o aburrimiento, terminamos renovando a nuestros caciques de siempre en el poder, esos sinvergüenzas fielmente retratados por Joaquín Costa (una docena larga de cargos oficiales marcan la línea sutil entre la desfachatez y el pluriempleo), hasta que las balas nos ahorren la molestia de votar a otros: la victoria de cualquier alternativa parlamentaria está bien condenada a fracasar.
¿Cuánto nos apostamos que el electorado potencial del PP crecerá allí donde prenda la retórica victimista, como poco en León, según vayan acercándose los comicios europeos del 25M?
Curiosamente ningún creador de opinión parece haberse tomado en serio la expresión del patriotismo sadomasoca, que tiene cierto parecido de familia con las fantasías infantiles vienesas estudiadas por Sigmund Freud en Pegan a un niño, donde neuróticos obsesivos con una infancia sin violencia corporal excesiva imaginan escenas de agresión sobre otros niños, lo que generaba en ellos «una satisfacción sexual onanista», aunque «la asistencia a un castigo de verdad resultaba intolerable para el sujeto»; una obsesión perversa que —según la habitual lectura hogareña de Freud— está vinculada a la mutación del sadismo infantil en sentimiento de culpabilidad masoquista a partir del conflicto de creencias entre (i) «Papa me quiere» y (ii) «Papa me pega»; una ausencia de coherencia epistémica que seguro estará presente —traducida a las habladurías de la cola del paro sobre la corrupción y la prima de riesgo— en las oraciones matutinas de ese 60% de los electores potenciales que todavía depositan su servidumbre voluntaria en brazos de los candidatos, las candidatas, les candidetes del Régimen.
En suma: continuar estudiando.

12 de mayo de 2014

Karl Polanyi. Ultraje y descargo.

[Varios años haciendo del vicio criticar una excusa, un salvoconducto indispensable para recibir gratis las novedades editoriales y expresar mi opinión sobre ellas, me han enseñado la inutilidad de reseñar a los clásicos —reseñarlos para bien con otro fin que no sea el de obtener una atención vicaria de la que se presupone a sus ilustrísimas majestades, los muertos. Elogiar las virtudes de un cadáver, ya sea el día de su entierro o cuando vuelvan a publicar sus obras completas, solo puede tener una función honesta, como los discursitos pronunciados a tumba abierta: ejemplar para los vivos, que son los que pueden oírlos. Que luego presten atención es otra cosa. Tomando estas premisas, asumiendo que los ejemplos negativos tienen un valor añadido, en tanto que solemos coincidir en nuestros disgustos más que en otra cosa, quisiera compartir por qué el primer artículo de la (por otro lado tremendamente recomendable) antología de textos de Karl Polanyi —publicada esta misma semana por Capitán Swing con el título Los límites del mercado— me produce mis más profundas arcadas. Hago esto por varias razones: Polanyi es un intocable —en el mejor sentido de la palabra para la izquierda y en el peor para la derecha— gracias sobre todo a La gran transformación, su libro sobre la ilusión del libre mercado decimonónico, pero la excelencia intelectual no es una propiedad conmutable a través de la firma, y algunas de sus piezas menores —como este caso— son un ladrillo, así que permítanme concentrar mi atención en lo malo, que terminaría inevitablemente difuminado en una valoración general del libro, aunque solo sea por realizar una contribución —seguramente parcial, pero espero que válida— a la destrucción de toda canonjía y a la discusión sin cuartel de un grande como Polanyi. Como decía —aproximadamente— Hegel, nadie es grande para la señora de la limpieza que tiene noticia de sus calzoncillos. A falta de ella, aquí estamos nosotros. Y nada más, que la excusa va camino de ser más larga que lo excusado.]
El primer texto de esta antología de Karl Polanyi, “Nuevas consideraciones sobre nuestra teoría y nuestra práctica” (1925), cabría leerlo como documento y arqueología de la obsesión alemana por lo orgánico, según la cual son siempre mejores las teorías que analizan la realidad desde una perspectiva interna a la totalidad, tanto monta que esta sea la totalidad de las naranjas de Valencia o la de imbéciles con una beca para la formación del profesorado universitario, porque con este enfoque son todo ventajas: para empezar convierte la vagancia intelectual en construcción esquemática de relaciones dialécticas, so capa de perder en claridad, precisión y honestidad lo que uno obtiene en verdades del Perogrullo (v.gr.: “el todo no es igual a la suma de las partes”); desde el punto de vista —insisto— de nuestra oposición a la elevación de semejantes alemandas a la condición de filosofía del rechupete, “Nuevas consideraciones” es un palm face como una casa. El típico artículo militante cuyas premisas presumen —en una petición de principio de manual— las bondades (¿visionarias?) del socialismo mediante una distinción entre dos formas de “aprehender” el capitalismo: (i) el análisis cuantitativo propio de la estadística, que Isidro López traduce como visión exterior; (ii) la experiencia de los agentes económicos organizados, llamados la visión interna del conjunto. Es aquí, cuando entran en escena los visionarios colectivos desde dentro de la ballena, cuando arranca la barra libre de wishful thinking orgánico que por un lado necesita teorizar —como en el cuento de Julio Cortázar— hasta para subir una escalera («Por desgracia, nos falta todavía una teoría de la organización que permita mostrar con facilidad que la capacidad de una organización para producir una visión de conjunto está limitada, en primer lugar, por los propios principios de la organización») y por otro lado aprovecha la falta de teoría para difundir una propaganda sindicalista, hasta arriba de cursivas para los amigos del lema fino, donde figura una idea de ponderar medios y fines de acción «sin que nos demos cuenta», que salvo que se refiera a las ocurrencias peregrinas y en tiempo record —¡la víspera!— de alguna cúpula sindical, nos lleva a pensar que Karl Polanyi no ha pisado un sindicato en su vida:


«Consideremos un sindicato organizado democráticamente en la víspera de un conflicto decisivo con el sindicato patronal [...] En el caso que nos interesa, antes de declararnos “preparados para el combate”, hay que reconocer, calibrar y evaluar todas las tentativas recíprocas de los miembros, las unas en relación con las otras. [...] Si no fuera así, el sindicato podría romperse en plena lucha. Esta exigencia resulta tan evidente que, normalmente, ni siquiera se hace explícita. Pertenece a la vida normal del sindicato y se impone cuasi-automáticamente. El hecho de que se imponga sin problemas prueba que en el seno del sindicato, sin que nos demos cuenta, reina desde el punto de vista de los miembros, una visión de conjunto tan perfecta como viva, de las evaluaciones recíprocas del trabajo. El sindicato es, por lo tanto, un órgano de la visión interna que los miembros tienen del mundo del trabajo, porque suscita, tanto entre los dirigentes como entre los miembros una visión de conjunto de todas las formas de sufrimiento en el trabajo.»

11 de mayo de 2014

La racha de la NLR

La New Left Review está en racha. La revista que marca la agenda del izquierdismo académico parece haber entrado durante las últimas décadas en una estanflación intelectual, en tanto que los salarios teóricos nominales de sus líderes espirituales no paran de crecer, los que todavía mantienen cátedras y cuarteles de profeta (Nancy Fraser, Robert Brenner, Frederic Jameson) están cada vez mejor pagados de si mismos y solo interceden como deus ex machina para arbitrar peleas entre discípulas o para enterrar como viejunos a algún camarada muerto, mientras el crecimiento de explicaciones estructurales, esa aplicación de hipótesis generales sobre la coyuntura global —tanto en cultura como en política— que caracterizó a la solidaridad internacional de biblioteca de los 70s y los 80s (en palabras de Perry Anderson: “x”), atraviesa últimamente sus horas más bajas por culpa de la creciente separación entre historiografía sociológica y filosofía circense sin red. La lucha de estos dos cuerpos de la NLR —E.P. Thompson vs. Louis Althusser— quizá tenga su versión más insulsa en el duelo de sordos que protagonizaron el verano pasado Chomsky y Zizek, demostrando nuevamente que los guiris también debaten de oídas y se apuñalan en la oscuridad hegeliana donde todas las vacas son negras y todos tus críticos, cómplices solapados del terror rojo.
            A falta de un relevo generacional, dada la natural dispersión de una revista con vocación de análisis de campo emic, espigando una pizca de Il Manifesto por aquí y otro poco del Observatorio Metropolitano de Madrid por allá, lo que termina en realidad confirmando nuestras peores expectativas, que todo dios lee lo mismo y nadie puede articular palabra propia más allá del star system de los Ernesto Laclau, los Mike Davis y tutti quanti, ante este panorama cargado de epígonos y machacas, los tercermundistas sentimentales y las ratas de biblioteca como yo saludamos con efusividad el número monográfico sobre política exterior yanqui a cargo de Anderson, y no solo porque allí vimos el acorde final de un old rocker del comentario bibliográfico y la historia de segunda mano, sino porque cruzamos los dedos esperando que cundiera el ejemplo entre las masas. Tres números de la NLR más tarde, nuestros sueños siguen sin hacerse realidad.

           El último número de la NLR es la encarnación quintaesencial del tancredismo como estrategia editorial, que consiste en quedarse inmóvil para estar a todas y pasar de todo al mismo tiempo, reforzando la sensación de esquizofrenia mientras vamos saltando de una entrevista de treinta páginas sobre el Corán —políticamente interesantísima— a un simposio sobre Nietzsche, la primera incursión filosófica que han realizado más allá del siglo XX, pues hasta ahora la grand theory había tenido —salvando la fascinación caducifolia por todo lo parisino— una función puramente ancilar respecto del análisis concreto de nuestro tiempo. Los textos merecen la pena, así que queremos recomendar su discusión, no porque queramos promover su recepción —dejamos el fomento de la lectura a piquitos más duchos, los hermanos Gabilondo por ejemplo, maestros en predicar en el desierto y no aplicarse el cuento— sino porque así nos quedamos más tranquilos habiendo descargado, como si fuera un fardo, nuestra opinión.

5 de mayo de 2014

Intro & Gibraltar de The Double Step Contest

Manuel Vázquez Montalbán pensaba que, lejos del estereotipo veladamente patriarcal de la pazguata que canta los lances de su doncel y constata su alienada sumisión elogiando las virtudes del sistema que la oprime, patriarcal en tanto que minimiza la capacidad de maniobra de las mujeres en condiciones desfavorables, la copla y el cuplé tuvieron durante el franquismo un carácter, si no netamente subversivo porque el contexto reforzaba las lecturas en clave de régimen y las letras pasaban el escrutinio timorato de la censura, sí evasor respecto del como-dios-manda que el imaginario nacional-católico proyectaba sobre ellas, adjetivándolas. Evasor para las cantantes, que tenían pasaporte —amén de una vida disoluta— en una época y un país donde hasta para viajar tenias que pedirle permiso a tu pater familias de guardia. Y evasor para las amas de casa, que hallaron en la esperanza de sacrificio romántico que anidaba en sus canciones, como si fuera la tinaja de Pandora, doblemente funcional y peligrosa porque incita a la realización individual a través del camino de la servidumbre y a la vez promete una edad lumpen-dorada de gitanos y toreros a una sociedad hasta arriba de cobardicas a los que el dictador se les termina muriendo —de puro hastío y viejo— en la cama de un hospital, una imagen de quienes somos que dependiendo del punto de vista que adoptes resultará complaciente o desalentadora, pero nunca trivial.
La principal analista del cante en España desde la teoría cuir, Silvia Martínez García, contaba hace poco cómo se interesó por Isabel Pantoja, Rocío Jurado y Concha Piquer cuando vio que el anti-karaoke de sus temas era una pieza clave en las fiestas de sus amigas lesbianas a altas horas de la noche en Barcelona. Algo deben tener estas letras, además del juego de planos que podemos establecer entre el sentido común machista y su revisión cínica posterior, que marca distancias con el original exagerando lo esencial y siendo más papista que el papa, toda vez que los dogmas hayan perdido su carácter evidente y de la intuición primitiva solo quede su enunciación exagerada, para que una apología de la violencia de génerocomo Es mi hombre de Sara Montiel haya sido versionada por los Gore Gore Gays, cuyo videoclip de trasfondo sadomasoca indica hasta que punto se toman en serio lo de «si me pega me da igual / es natural». Sobre Gibraltar de Antonio Molina, el tema quetengo que comentar y cuyo comentario estoy demorando sine die, solo puedo apuntar una posibilidad, un toque de ciencia ficción en la línea de lo dicho antes. ¿Imaginan que el Government of the Peñón, en un arrebato de diplomacia posmoderna, elevara nuestra canción a la condición de himno, miles de leales súbditos de her Majesty cantando muy fuerte aquello de «aunque alguno no lo quiera / Gibraltar / todo el mundo lo proclama / que tú eres Andalucía / que tú eres parte de España», esa discordancia sutil entre lo querido y lo abiertamente proclamado como fundamento en última instancia del colonialismo mediterráneo? Yo sí. 

[Publicado originalmente en Homo Velamine. Mayo de 2014.]