Entrevista con Pablo Iglesias.
Buscar un hueco en la agenda de
Pablo Iglesias es poca broma. Estamos hablando con una figura pública
solicitada de continuo en tertulias de todo pelaje y condición. Todavía ignoramos si la fórmula secreta que
tiene oculta Pablo Iglesias para estar en todas las cadenas a la vez es su
capacidad de comunicación, arrolladora y electrizante, o la máquina del tiempo
que ha tenido que inventar ex profeso para llegar puntual a sus citas con los
focos. El caso es que pudimos hacernos con unos minutos de su tiempo para
charlar sobre los libros que ha ido sacando este otoño. Y es que, a pesar de
haber publicado dos libros propios y dos colectivos con anterioridad, la
temporada verano/otoño de 2013 ha sido especialmente caliente para Pablo Iglesias. Un volumen colectivo sobre cine y
política, un ejemplar de conversaciones con El Nega, el rapero cuyos artículos
en KaosEnLaRed generan verdaderos
tsunamis de respuestas, y Maquiavelo ante
la gran pantalla —el título habla solo— han jalonado el desembarco en el
escaparate de novedades de La Central para Pablo Iglesias. Este pavo está hasta
en la sopa.
Mientras esperaba la llegada de
Pablo Iglesias a su despacho de la Universidad Complutense, haciendo guardia en
la puerta del despacho, custodiando el despacho de Pablo Iglesias como quien
custodia a Emilio Botín hecho preso,
no podía dejar de pensar que la Facultad de Ciencias Políticas tiene un
parecido de familia con Gotham City, la urbe gótica de Tim Burton, no la flashy Chicago de Chris Nolan. Y no son
solo los contrafuertes de hormigón armado llenos hasta arriba de grafitis que
invariablemente juguetean con los nombres de Hitler y Stalin (¿acaso
resultan comparables?). Y no son solo los justicieros enmascarados y los
decadentes burócratas existentes entre el profesorado, pues haberlos haylos en cualquier facultad con este recorrido
histórico y político. Hay algo rollo
Batman en Somosaguas y no sé qué aún. Menos mal que la aparición del
entrevistado llega para disipar estas reflexiones errabundas, para hacerme
esconder en mi mochila mi ejemplar arrugado del The Economist. Y empezamos poniéndonos formales a hablar sobre
Giorgio Agamben.
Después de la entrevista, una
hora larga dando la chapa a unas infelices que habían quedado atrapadas entre
nosotros y la puerta del despacho (compartido) de Pablo Iglesias, habíamos
quedado que yo podría acudir en calidad de oyente a una clase suya para ver qué tal el ambiente, cómo pilota la nave
cuando las cámaras están apagadas el hombre de la coleta, la barba del chivo y la
camisa con corbata de La Tuerka. Hay
que decir que fue una experiencia inolvidable. No tanto por el contenido de la
clase, que también tuvo cierta enjundia, cuanto por el método de afrontar
dificultades pedagógicas que parecen incurables. Y la cosa estaba mala. Qué
motivos ocultos pueden tener unos estudiantes que acuden a un seminario donde
toca comentar unos textos (en este caso de Immanuel Wallerstein) sin haber
buscado siquiera el nombre del autor en Wikipedia es una cosa que escapa por
completo a mi sesera. En un grupo de cincuenta alumnos todavía entiendo la
gracia del ignorante disimulado entre muchos, poner cara de listo es algo
gratis, pero hacer el viaje de ida hasta Somosaguas para calentar la silla
en una asignatura de Licenciatura, sabiendo que ese programa de estudios lleva
varios cursos extinto, que la asistencia no es obligatoria y además seréis
cuatro monos en el aula, resulta bastante kamikaze.
Ante este percal, ¿qué hace Pablo
Iglesias? Enseñar que la curiosidad intelectual es la única virtud que tiene
que cultivar el estudiante de humanidades, más allá de los apuntes pasados a
limpio y en colores fosforito, que cualquier licenciado en ciencias políticas
que carezca de esta virtud puede darse por analfabeto funcional, que él prefiere impartir docencia presencial
incluso en asignaturas extintas en lugar de corregir trabajos desde casa y
mirar hacia otro mientras la calidad de la formación se deteriora porque hacer
lo contrario supondría bailarle el agua a la filosofía de los recortes en
educación, que La Academia es mafiosa, los profes vagos y el estudiantado
jodidamente infantilizado. Pablo Iglesias haciendo de Gothan City una ciudad
limpia y segura, una universidad de exigencia
y excelencia y experiencia, esta será la imagen que pienso retener en mi
mente cuando Francisco Marhuenda o
Alfonso Rojo vuelvan a sugerir que el hombre de la barba del chivo y la
camisa con corbata de La Tuerka tiene
pocas clases. Disfruten de esta entrevista, contiene unas cuantas lecciones:
ERNESTO CASTRO. Antes de nada una aclaración conceptual. En el
libro de Maquiavelo ante la gran pantalla
y también en ciertos artículos académicos manejas una noción de verdad política como decisión sobre la vida. Aquí surgen
dos cuestiones. La primera de carácter conceptual: ¿por qué utilizas el término
verdad y no otro cualquiera?, ¿qué implicaciones tiene vincular estas
decisiones vitales con la verdad o la falsedad del mundo político que
habitamos? Y la segunda, ¿por qué suscribes esta suerte de concepción decisoria
sobre la política cuando tu actividad militante tiene que ver ante todo con la
canalización de la opinión pública, la aglutinación de mayorías y el refuerzo
del antagonismo, ámbitos ideológicos bastante alejados de la toma de
decisiones?
PABLO IGLESIAS TURRIÓN. El concepto de verdad en política arranca
como algo que me interesa a partir de los seminarios con Andrea Greppi, que es
un profesor de filosofía política cuando yo hice el master allí. Me empezó a interesar
desde la discrepancia. De alguna forma me apoyo en Giorgio Agamben y una de sus obras fundamentales que es el homo sacer.
El homo sacer es una figura que corresponde al derecho romano que se
referiría a esos seres humanos que estarían fuera del derecho. En
contraposición al bios, ellos serían
el zoe. El equivalente a una planta o
un animal al que se le puede dar muerte fuera del derecho. Tiene irrelevancia
jurídica el que tú mates una mosca, incluso un ratón o una rata (a lo mejor los
animales domésticos ya tienen una cierta protección). Esto se aplicaba a los
seres humanos. Existe la figura en el derecho romano que Agamben aplica para
comprender algunos fenómenos de la contemporaneidad. En particular el
Holocausto: los judíos no son exterminados de una manera jurídica, no son
condenados a muerte por ningún tribunal, sino que son tratados como lo que
Agamben llama nuda vida.
Esto serviría también para
entender la situación de los migrantes. En muchos casos no son sujetos de
derecho. El objetivo tampoco consiste en
comparar el Holocausto con la situación de los ahogados en Lampedusa, un buen
ejemplo de esto mismo, aunque cabría indicar que nunca podemos comparar dos
cosas iguales: no cabe establecer una comparación entre un boli bic azul y otro
boli bic azul. Es para entender todos esos casos que quedan fuera del derecho
que Agamben relaciona a su vez con otra noción latina: la patria potestas. La patria
potestas implica el derecho de dar
muerte como fundamento de la soberanía. No hay soberanía si no hay una posición
de exterioridad con respecto al derecho. En el libro digo que de alguna manera
el derecho es la voluntad racionalizada de los vencedores. A diferencia de lo
que plantean buena parte de las tradiciones políticas liberales, el derecho
tiene que tener una fuente que necesariamente que trasciende la legalidad
vigente, lo cual tiene que ver con la noción de poder constituyente. El Tercer
Reich es un paradigma de esto mismo. Yo leo a Schmitt a través de Agamben, cuyo
decisionismo establece que la voluntad soberana se encarna en el propio Führer.
Lo que está diciendo, en términos conceptuales, es la verdad, esa
excepcionalidad permanente en el Tercer Reich es la verdad de la política si
entendemos ésta como el poder y la soberanía. Esto pretende ser una descripción
sostenida sobre la lectura de Schmitt, Agamben, Lenin, el Marqués de Sade o
Peter Weiss. Todos tienen en común considerar que la soberanía resulta exterior
por completo respecto de las estructuras jurídicas vigentes.
¿Por qué esto no opera en el
plano de la ideología? Una cosa es hacer una descripción del poder y otra cosa
es intervenir políticamente. Ahí sí que se interviene según unas reglas dadas. Yo no actúo como sujeto soberano cuando
intervengo en política porque no tengo poder. En todo caso tengo opiniones y
cuando las expreso asume una serie de reglas de juego, igual que el abogado
hace con las suyas. Los parámetros de la comunicación política están
vinculados en todo caso con los planteamientos gramscianos que describo en el
libro cuando planteo la disputa por el sentido común general.
EC. Quizás tergiverse las cosas, pero me parece importante
relacionar esta cuestión de la verdad política con el fenómeno de movilización
de masas que más has analizado, bien desde la Academia bien desde la misma
calle, que es la desobediencia civil realizada por los movimientos antisistema.
En tu tesis doctoral consideras mayormente inapropiado el análisis de la
desobediencia civil en términos del dinanismo constitucional de los regímenes
demoliberales. Y también juzgas algo cínico que autores tipo Habermas o Rawls
estipulen la necesidad de la sanción como condición de legitimidad democrática
de esta práctica política. La
inteligencia de tu análisis, a mi juicio, consiste en entender la desobediencia
civil como aquella práctica política que cuestiona la autoridad sin incurrir ni
en la legalidad, ni en la clandestinidad, ni en el conflicto armado. Es en
marcos jurídicos flexibles, según dices, donde puede y tiene que ejercerse,
donde la autoridad permite la movilización ciudadana hasta cierto límite. Y el
objetivo, aquí está el núcleo duro de tu análisis, no sería tanto forzar las
limitaciones del ordenamiento constitucional cuanto hacer visible el conflicto.
Es aquí donde entra en juego el
asunto de la verdad política. Tengo una cita tuya de un texto sobre los tutte bianche donde decías que el objetivo último de la resistencia no
violenta activa (una forma de desobediencia social y no solo civil) era «situar el problema político del lado del
enemigo que se verá forzado a asumir el papel de único sujeto violento».
Una década después, en unas reflexiones sobre Agamben, concluías que su lectura
trágica de la lucha desde abajo (y contra el poder) «puede dar la impresión de que la única política real (con aspiraciones
soberanas) es precisamente un nuevo suicidio de Antígona». ¿Todavía
suscribes ambos enunciados? ¿Aún crees
que las movilizaciones ciudadanas solo pueden cuestionar la autoridad en tanto
puestas ellas mismas en un estado de excepción, vueltas ellas mismas un homo sacer, haciendo visible la
violencia que ellas mismas provocan y convocan ante el poder?
PIT. Para nada. Entendiste perfectamente los argumentos de Rawls y
Habermas, quienes decían que los desobedientes civiles serían una suerte de
Tribunal Constitucional Informal, lo cual equivale a decir que la desobediencia
civil está justificada cuando es el propio poder quien incumple la legalidad y
son los desobedientes quienes tratan que restaurar las leyes asumiendo el coste
de las sanciones judiciales vigentes.
Esto para hacer un discurso está muy bien. Fíjense, las personas que resisten
un desahucio están en verdad defendiendo el derecho a la vivienda que está en
la Constitución. Como elemento discursivo para la comunicación política es
excelente. Pero cualquier actor que haga política utiliza distintas
tácticas en función de la circunstancia, de su poder y su análisis. La
desobediencia civil, ¿por qué resulta exclusiva de contextos jurídicos
flexibles? Vayamos a los ejemplos: en una batalla en Siria parecería
completamente ridículo que alguien apareciera con las manos en alto porque no
hay espacio para la desobediencia civil, porque en ese contexto te matan.
Luego saltas al contexto actual.
¿Deberíamos llevar la política a estados de excepción? Yo creo que no. Por una
cuestión no de principios sino puramente táctica. En el contexto político
actual, los de abajo, los movimientos sociales, quien quiera una sociedad más
justa no tiene nada que ganar. Entramos
en un terreno militar. Yo he dicho que las
huelgas de hambre son asunto de militares, gente capaz de morir para dañar las
filas enemigas, pues hace falta una disciplina y un desprecio por la vida
propio del contexto militar. Aplicar esta lógica a las movilizaciones que
tienen lugar ahora (insisto: dejando los principios a un lado) me parece una
bonita manera de perder.
Mi planteamiento aquí es bastante pesimista. Creo que, paradojas de la
vida, lo único que les queda a los de abajo es la ley y el Estado. Cuando
los de abajo no tienen poder militar, cuando los sindicatos se encuentran más
desorganizados que nunca, cuando los contrapoderes sociales vienen a ser una
promesa futura que no está claro cuando llegará, en la medida en que van
disminuyendo los derechos sociales, eso se aleja de la gente. Es mucho más
difícil que la gente haga huelga cuando no hay sindicatos o cuando tiene
contratos precarios. Son las peores
condiciones para formar contrapoderes sociales efectivos, independientemente de
las mistificaciones enfermas de quienes dicen: «No, si todo el mundo se concienciará
y saldrá a la calle». Eso es una estupidez.
En ese contexto, cuando lo único
que les queda a los débiles son las leyes y el poder del Estado, ¿cuál sería el
escenario de lucha que nos conviene? La
defensa absoluta de la democracia. Incluso de la institucionalidad que
queda y continúa siendo democrática. En estos momentos el combate político
devenido en enfrentamiento social abierto, teniendo en cuenta que vas a luchar
con quien tiene las armas, el dinero y los aparatos ideológicos principales, es
como poco un suicidio absurdo.
EC. Retomemos el concepto de los de abajo. Ha sido gracioso que estos últimos veranos la política haya superado en
popularidad a la música y en lugar de grandes hits el periodo estival nos haya
dejado grandes debates políticos. En 2011 tuvimos el pugilato entre
Lapavitsas y Varoufakis sobre permanecer (o no) dentro de la unión monetaria
con motivo de la posible victoria de Syriza en los comicios griegos; 2012 fue
toda la movida de la prima de riesgo; y 2013 trajo nuevas ideas sobre quién
sería el sujeto político antagonista o emancipatorio, una figura que El Nega
asociaba con la clase obrera de toda la vida, poniendo especial énfasis en los
chonis, los chavs locales de Owen
Jones, una apuesta de movilización que tiene aún sus ecos en textos de Victor
Lenore, el crítico musical de la plebe. Sobre los de abajo tú mismo indicas que
no se trata de una categoría sociológica objetiva sino una herramienta de
comunicación cuyo objetivo en última instancia consiste en aglutinar mayorías
sociales en torno a demandas conjuntas y proyectos políticos de futuro. ¿No
juzgas que expresiones flexibles de este cariz puede servir como coartada
retórica para los oportunismos electoralistas más rampantes?
PIT. Por supuesto que sí. Igual que todas las nociones políticas
más útiles a lo largo de la historia. Cuando yo hablo de los de abajo en un
artículo de opinión (uno totalmente emocional que además aparece en un
periódico que pretende ser leído por mucha gente) es como si hablara del
pueblo. Éste tiene tantas caras como quieras. Puedes identificarlo con la clase
obrera o con el Führer. Pueblo es la palabra que acompaña a la palabra Partido
en la formación gobernante en este país: Partido Popular. Son, por decirlo con
Ernesto Laclau, significantes vacíos y en disputa. No son categorías para
analizar nada. De hecho, los artículos que vienen después del mío tienen
infinito mayor valor teórico.
EC. ¿Pero en serio crees que los de abajo es una categoría que está
en disputa más allá de la Academia o el gueto político de la izquierda? ¿Más
que, por ejemplo, la etiqueta del ciudadano? A título de opinión personal, considero que la idea de pueblo en el
sentido latinoamericano del término no resulta
exportable en el Estado español salvo para el caso de los nacionalismos
periféricos. Si uno apuesta por un modelo III República, está claro que
tiene que manipular identidades colectivas sucedáneas como la ciudadanía, que
son las que utilizan los adversarios políticos inmediatos, igual que estamos
luchando por significar la democracia desde la izquierda, ¿no crees?
PIT. No hay que hacer ascos a nada. La comunicación política es
promiscua por definición. Hay momentos en que la noción de ciudadanía es
utilísima. Pero el discurso de los de abajo tiene a mi juicio un matiz que en
este momento histórico es maravilloso. A saber: la conciencia que tiene la
gente de eso, cómo tiene que ver con nuestra existencia cotidiana. Un
trabajador autónomo, un pequeño empresario, un parado o un asalariado, toda esa
complejidad difícil de definir en términos sociológicos que es víctima de la
crisis tiene clarísimo que ellos están abajo y tiene clarísimo quienes están
arriba. Cuando tú preguntas a una
señora, «¿Usted cree que tiene intereses en común con Emilio Botín?», salvo que
tenga metido en la cabeza esa noción liberal absurda según la cual si Botín va
bien tú irás bien, Botín es España y tú también lo eres, la gente entiende a la
perfección su posición. Una posición de clase muy ambigua, insisto, que no
es una categoría sociológica descriptiva, pero que permite generar identidad.
Me doy cuenta de la efectividad que tienen los medios cuando digo: «En
el barrio de Usted no hay desahucios, en el mío sí. ¿Va Usted a decir a mi
vecina que no puede pagar la hipoteca que su país es el mismo que el de Emilio
Botín o el de Arthur Mas o de ese 0,6 por ciento que tiene ingresos familiares
superiores a los 6.000 euros al mes?» Eso lo entiende cualquiera, además de
generar una reacción emocional muy bonita que funciona en términos políticos.
Por eso creo que los de abajo es un concepto maravilloso. Cuando determinados sectores de la izquierda se empeñan en ponerse como
presuntos teóricos (en el rollo: «Te vas a enterar porque yo vengo aquí con el
marxismo, a ti lo que te pasa es que no eres marxista, lo que hay que decir es
los trabajadores o el proletariado, yo hablo con superioridad teórica respecto
a ti») siempre pienso que esta gente cree que ser marxista es tener un retrato
de Marx sobre el escritorio de su casa.
Sin echarme flores, quien haya
leído mi tesis habrá visto que hay todo un capítulo donde analizo estos
asuntos. Pero vamos, una cosa es el problema de la composición de clase, y otra
bien distinta el discurso político efectivo. Yo creo que hay que ser promiscuo,
en efecto, utilizando el término trabajador cuando toque, pero sin ignorar que
estamos hablando con términos estrechos, que dejan fuera muchos sectores de la
población, empezando por los estudiantes, que nadie querría regalarlos a la
derecha. ¿Acaso un autónomo no es un trabajador? Vaya si lo es. Habla con cualquier autónomo que tiene que
pagar sus 280 euros mensuales, que asume todos los riesgos. ¿Vamos a regalarle
la pequeña y mediana empresa al adversario cuando se trata de personas que
están doblando el espinazo y nada tienen que ver con los malditos rentitas de
la COE?
Necesitamos conceptos políticos
que nos permitan ampliar el campo de lucha, aquello que cierto tipo de
izquierda son incapaces de hacer. Su
actividad política consiste en darse golpes en el pecho y/o insultar a los
demás cuando dicen: «Esto del feminismo está muy bien, pero lo que cuenta es la
contradicción capital/trabajo. Una vez hecha la revolución podremos resolver el
problema del racismo. Todo caerá como un catillo de naipes.» Quien así habla
viene a ser un perfecto idiota. Esta gente no ha entendido los avances en
materia de estudios culturales, cómo categorías que tienen que ver con el color
o el género redefinen por completo la noción de clase, no han leído a Franz
Fannon. Y luego siguen siendo incapaces de traducir sus precarios diagnósticos
en un discurso político de mayorías, que es lo que sirve para ganar. Por mucho
que tengas una bandera roja, si careces de misiles y cabezas nucleares habrás
de obtener votos. Desde luego que con tu cabeza cuadrada es muy difícil que
tengas votos porque la mayoría de la gente te ve como un marciano.
EC. Está claro que determinados comunicadores políticos que en los
últimos años han ido consolidando un huequito en nuestras pantallas, como es tu
caso o el de Iñigo Errejón, han insistido muchísimo en la cuestión de cómo
ganar más allá del dogma y del brindis retórico cara al sol más o menos
marxista. Sigo echando en falta, no
obstante, la pregunta por el día después. ¿Qué pasa el día después de la toma
del palacio de Invierno? ¿Dónde queda la política, en el sentido quizá utópico
del término, como toma de decisiones colectivas y solución conjunta de nuestros
problemas?
PIT. No quieras saberlo. Porque si de verdad quieres saberlo, no se
trata de una discusión teórica entre intelectuales o profesores, hay que acudir
a las experiencias históricas concretas: son terribles. La primera de ellas: para construir Estados hacen falta
dictaduras. Eso lo entendió perfectamente el señor Lenin. En España el
Estado, que luego se puede convertir en Estado del bienestar (esto lo teoriza
muy bien Iñigo Errejón), se construye en el marco de una dictadura. Es muy difícil que hagas una serie de
cambios duraderos si estás sometido a elecciones cada cuatro años. El debate
sobre lo que habría que hacer, cómo gobernar todo el rato siguiendo un
horizonte emancipatorio, con todos los respetos: no estoy dispuesto a tenerlo
porque estos debates solo podemos tenerlos a la luz de la experiencia
histórica. Están muy bien las propuestas que dicen, respecto a las
experiencias del comunismo soviético, que eso no era socialismo sino burocracia
o degeneración estaliniana, pero ello equivale a decir: «Mi Reino no es de este
mundo. Yo querría un mundo donde las flores crecieran en primavera, los hombres
fueran hermanos, o como dice la letra de la Internacional...»
EC. Disculpa el corte, pero estaba pensando no tanto acerca del
Reino de los Cielos cuanto de ciertas utopías reales. Me parece que en el
cambio de milenio tuvo lugar un doble debate, tanto programático como
movilizador, del que seguimos bebiendo y dependiendo sin grandes cambios hoy en
día. El movimiento antiglobalización puso sobre la mesa interesantes mecanismos
de visibilización y de movilización, del mismo modo que la discusión en torno a
la Tasa Tobin, la Renta Básica o los Presupuestos Participativos supuso una
renovación del andamiaje institucional socialista.
Creo que, gracias a la lección de América Latina, hemos avanzado
muchísimo en las cuestiones de la movilización, no así con los detalles del
programa, que siguen arrastrando el boom de las utopías reales a finales del
siglo pasado. Muchas veces damos por sentado que los gobiernos populistas
(en el buen sentido del término) tienen asignadas de antemano un conjunto de
medidas, un conjunto de políticas públicas de cajón que tienen que ver, por
ejemplo, con la nacionalización de los recursos naturales. Esto resulta
evidente en Venezuela, claro, donde la extracción de petróleo viene a ser el
sector central del sistema productivo, ¿pero en España? ¿No crees que merezca
la pena discutir sobre las utopías reales con capacidad imaginativa y pericia
técnica teniendo siempre en mente los ideales y valores de la izquierda?
PIT. La palabra utopía la dejamos mejor fuera. Lo que cabe ahora
plantear es un programa de reformas
tristemente keynesiano. Digo triste porque ante todo quiero darles la razón a
los abogados del decrecimiento, cuyo Reino tampoco parece de este mundo.
Claro que, como demuestra Harvey, este mundo nuestro apenas resulta sostenible.
Entonces hay dos opciones: o ganas las elecciones y planteas un programa de
reformas, o vas a vivir en un pueblo con unas placas de energía solar y, una
vez cavado tu propio pozo, dices: «He construido una revolución en mi vida que
cualquiera podría replicar». Me parece fantástico. Las ideas se tienen que
verificar en la práctica. No es una discusión teórica.
¿Qué es lo que habría que hacer?
Lo hemos escrito en algún lugar, que no basta no basta con el marco del
Estado-nación, que sería necesario por lo menos una alianza de los Estados del
sur de Europa (a poder ser con otros países del Mediterráneo y del Norte de
África). ¿Objetivos? Recuperación de la soberanía monetaria, y luego veremos si
ello implica que te sales o que te echan del euro; nacionalización o
recuperación de sectores estratégicos: los transportes, la electricidad, los
medios de comunicación; apostar por las energías verdes y renovables. Esto
podría funcionar perfectamente pero entendiendo siempre que, incluso en el
marco de una federación de Estados, tienes que ser competitivo en los mercados
internacionales con todas las implicaciones que eso tiene.
En Venezuela han podido hacer
políticas redistributivas porque tienen un recurso determinante en el mercado
mundial que se llama petróleo. Y eso es tristísimo porque el petróleo es una
cosa que contribuye a destruir el mundo.
Salvo que plantees el hacer una
revolución mundial coronada por una suerte de directorio socialista que pudiera
alterar las bases de cómo se mueve el mundo, un sueño que tiene toda la razón,
por supuesto, pero que como mucho verá puesta en la práctica tu bisnieto, tú
desde luego no.
¿Discutir del programa?
Humildemente, hay que decirlo con humildad, la única experiencia reciente que
hemos tenido han sido las latinoamericanas, plagadas de contradicciones. No ha dejado de haber corrupción ni en
Venezuela, ni en Bolivia, ni en Ecuador. Sigue habiendo ricos y pobres. Sigue
habiendo economía del mercado. Date una vuelta por el Country Club en Caracas para constatar cuanto de bien viven los
ricos. Incluso puede darse la contradicción de que las políticas públicas
de un gobierno socialista beneficien a su propia burguesía, siempre prestas a
poner trabas en los humildes intentos que pongas en marcha en vistas a
empoderar a las clases populares. Empoderar a las clases populares en la
fábrica puede implicar una disminución de la productividad.
Si viene un millonario diciendo que, a cambio de determinas concesiones
administrativas, hará cambios que mejoren el funcionamiento productivo, llegar
a ciertos acuerdos seguro que será beneficioso para el conjunto de la
población, porque está claro que cuando das el poder a los trabajadores ellos
quieren ante todo trabajar menos, no tienen en general un compromiso militante
que pueda durar más allá de tres semanas. Son contradicciones propias de
cualquier proceso de transformación. La política consiste en cabalgar
contradicciones permanentemente. Y nunca en esto hay un libro donde un genio te
cuente qué receta hay que aplicar.
EC. ¿Cuál crees que sería entonces, vista desde la dichosa montura
de contradicciones, la hoja de ruta del debatido proceso constituyente en
España? Hace tiempo organizaste una mesa redonda con gente de IU y del PSOE
para hablar de una posible exportación del modelo de coalición andaluz a las
elecciones generales de 2015. ¿Eres optimista acerca de la capacidad de
iniciativa de este posible gobierno de izquierdas?
Hace poco tuvo lugar un debate
entre Iñigo Errejón, Isidro López y Brais Fernández sobre cómo iniciar un proceso constituyente. La mayor
parte de ellos eran pesimistas acerca de forzar tal proceso desde abajo,
teniendo en cuenta la progresiva pauperización de todo el mundo, con el
acotamiento de los pequeños recintos de libertad y sin miedo que ello conlleva,
viendo también la sobrecarga militante que implica la movilización constante,
dispersa y sin apenas frutos en la calle. Casi todos pensaban, que la
posibilidad estriba en iniciar el asunto desde arriba, aglutinando esperanzas,
ilusiones y demandas en algún símbolo político cuya carta de presentación
electoral consista en ofrecerse ante todo como la herramienta del cambio de
Régimen. Todo esto desde arriba, señalaba sobre todo Iñigo Errejón, el más
pesimista de los tres.
PIT. Estoy de acuerdo aunque reconozco que estamos ante un
escenario muy poco bonito. Claro Iñigo
Errejón tiene una experiencia concretísima en Venezuela y ha visto de cerca el
proceso. Entonces claro que puede rebasarle por la izquierda todo el mundo.
Puede venir un montón de gente diciendo que se trata de un reformista y que
nosotros somos en el fondo los verdaderos revolucionarios. Claro, el hecho es
que tú y tus amigos sois doce si no queréis vincularos a ningún proceso
efectivo. El planteamiento de Iñigo Errejón es correcto.
Con respecto a la mesa redonda
entre IU y PSOE, digamos que ese programa estaba planteado porque quería
alertar de un peligro. A mi me da la
impresión de que cualquier gobierno de coalición entre IU-PSOE, algo bien
posible en el futuro, donde Izquierda Unida sea la fuerza minoritaria lo tendrá
algo crudo a la hora de modificar las estructuras que definen el papel que
desempeña España dentro de la Unión Europea. Esto no quita que fueran a
tener buena intención. Seguramente intentarían hacer cosas distintas respecto
del gobierno del PP. Pero resulta difícil que cualquier gobierno donde el peso
de los votos esté en manos del PSOE pueda llegar si cabe a plantearse la
auditoría pública de la deuda, la reindustrialización y el control público de ciertos
sectores estratégicos o la nacionalización de la banca.
Claro que en política hay que
llegar a acuerdos en la medida de tus fuerzas, lo cual no es una cuestión de
principio, sino el primer lema táctico.
Algo que les critico a mis amigos de Izquierda Anticapitalista es cuando
establecen prohibiciones del tipo «No pactarás». Es una manera de quitarse
problemas de encima. Todo se supedita a una lógica inexorable: «Dentro de 50
años nosotros habremos construido los contrapoderes sociales para barrer a toda
la casta política». Y entonces acudes a un ayuntamiento, una cosa
pequeñita, y analizas las dificultades que tiene que superar un alcalde.
En este contexto es importante
aprovechar la oportunidad. Lo de que el PSOE está derrotado y el bipartidismo
también muerto no es cierto. Lo decía hace poco Manuel Monereo, una cosa es que
el bipartidismo se encuentre visiblemente debilitado, pero hay cierta virtud en
las fuerzas opositoras que tiene primero que medirse el términos electorales y
puede fracasar perfectamente. Tú puedes
hacer un gobierno con la mejor intención del mundo, con todo el respaldo que
puedan ofrecer los votos, y sin necesidad de golpe de Estado, tres meses de
colapso económico o la incompetencia de los tuyos pueden volverse en su contra
hasta el punto de sacar a millones de personas a la calle pidiendo el Retorno
de Rajoy.
Uno de los errores de la
izquierda es pensar que dentro de un libro está la solución. Convertir en
religión el marxismo, la teoría revolucionaria. En política no hay nada en que
podamos creer. Implica relacionarte con la realidad y sus contradicciones
permanentemente. Respondiendo a la pregunta, ¿serviría un gobierno PSOE-IU
teniendo en cuenta que IU sería la fuerza minoritaria?
Creo que no.
EC. Imaginemos entonces distintos contrafácticos. Has dicho muchas
veces que estarías dispuesto a postular para el Ministerio del Interior de una
hipotética y futurible III República donde Ada Colau fuera la ministra de
Vivienda. Sueles utilizar a menudo la figura retórica de acudir tú mismo en
persona a esposar a los delincuentes financieros como Botín. La pregunta está
clara, ¿acaso modificarías tu forma de afrontar la política desde la posición
del soberano? Una cuestión importante que tendrías que afrontar, sobre la cual
has expresado opiniones distintas dependiendo de la cadena de TV donde estabas,
es el espinoso asunto del monopolio
estatal de la violencia. Así, asaeteado por las preguntas de los
contertulios en Intereconomía llegaste a declarar que no contemplas que los
manifestantes puedan utilizar con legitimidad la fuerza armada. Sin embargo, en
alguna presentación de Fort Apache y de la Tuerka has recordado que según
cierta tradición resulta en todo punto relevante para la estabilidad de la
democracia que los ciudadanos no solo tengan el derecho a portar armas sino
también utilizarlas contra...
PIT. Es un enfoque teórico. Intentaba explicar cual es el
fundamento constitucional en Estados Unidos para el derecho de los ciudadanos a
portar armas. No estaba pensado originalmente para que un propietario dispare
su escopeta sobre un afroamericano que está robándole el coche. El origen del
derecho de los ciudadanos americanos a portar armas es limitar el poder
repartiéndolo entre todos, siguiendo el principio del check & balances por contraposición con la tradición del
absolutismo europeo en la que el poder ejecutivo lo controla absolutamente
todo. En la tradición norteamericana, formalmente más democrática, ese poder
tiene que estar disperso, por eso al sherrif lo elige la gente y no el
ejecutivo, no es el prefecto elegido por parte del gobierno en Francia.
Nuevamente se trata de un enfoque teórico. De ahí a inferir que estaría
diciendo: «Salgamos todos con...»
EC. No, no. Estaba preguntando otra cosa. No tienes por qué pensar
en un escenario insurreccional. Me
preguntaba si resulta exportable para la izquierda esta idea liberal según la
cual las armas no son solo —como bien dices— la garantía material del derecho a
la resistencia sino sobre todo una ulterior restricción del poder legislativo
cuyo objetivo secundario —no por ello menos crucial— consiste en limitar la
capacidad de hacer leyes contra la propiedad privada. Un conjunto de
individuos armados no solo suponen el reparto de la violencia sino también una
traba para cualquier modificación legislativa que quiera violar sus intereses
inmediatos.
PIT. Es absolutamente exportable. En términos teóricos sería
crucial para construir una sociedad democrática. En una sociedad democrática la
gente no podría delegar todo el poder, tendrían que existir organizaciones de
la sociedad civil. Eso existe, claro que sí, sobre todo en la derecha. La
Iglesia es un poder que en este país legisla a través, por ejemplo, de lobbies que le dicen al ministro de
Educación que tiene que poner en la ley Wert. Un ejemplo reciente: la
manifestación de la Asociación de Víctimas del Terrorismo del domingo pasado [27 de Octubre de 2013]. Es impresionante
hasta que punto la AVT puede hacer que el gobierno diga una cosa y la contraria
a la vez: acatamos la sentencia pero vamos a estar en la manifestación contra
la sentencia. En cuanto a un servidor
siendo ministro del Interior: lo he dicho muchas veces pero creo que haría un
pésimo trabajo por carecer de formación en la materia. Lo haría mucho mejor
como director de la televisión pública o trabajando en el discurso del
gobierno. Esto dentro de la paja mental del «¿Qué quiero ser yo de mayor?».
Pero claro que hay una distancia
kilométrica entre tener el poder ejecutivo y ser soberano en términos
absolutos. Es algo que Allende decía a menudo: tenemos los votos, pero el poder
no es nuestro. Ahora bien, el poder ejecutivo puede tener una ejecución
simbólica poderosa. Melenchon declaró
una vez, es algo meramente simbólico pero me gusta mucho, que si llegaba a la
presidencia cada vez que los mercados amenazaran a Francia haría desfilar al
ejército por los Campos Elíseos. Así recordarán los mercados quien manda.
Por mucho que ellos sean los tenedores de deuda, el ejército responde a las
órdenes del presidente. Este símbolo es una manera de decir: «Usted, señor tenedor de deuda no es una
entidad abstracta, sino que vive en un domicilio, tiene un cuerpo físico,
incluso hasta es una nuda vida como me apures, y si te mando cuatro tipos
uniformados harás cuanto y como quiera.» De nuevo es un planteamiento
teórico, porque el hombre de negocios bien puede decirte que nada, que el
ejército es suyo, que son hombres de negocios en última instancia quienes se
encuentran en la cúpula militar.
EC. Para terminar, ¿cómo grabarías tú la Resistencia de Madrid durante la Guerra Civil? Este quizá sea el
gran tema de los primeros capítulos de Maquiavelo
frente a la gran pantalla, donde criticas las narraciones reconciliadoras
que intentan maquillar la lucha contra el fascismo como poco menos que un
terrible malentendido entre hermanos finalmente reencontrados en la Transición,
siguiendo el relato del gemelo malvado y desaparecido de las telenovelas de
mediatarde, un desencuentro fratricida a caballo entre el romance en tiempos
revueltos y el desarrollo imparable de las tendencias históricas, cuyas
consecuencias sobrepasan por completo la agencia de los individuos, no digamos
ya su capacidad de comprender. Así pues, sin incurrir en el folclorismo
mistificador de un Ken Loach, ¿cómo harías honor a la ambigüedad constitutiva
del bando republicano, un mambo yambo político de comienzo a fin, sin obviar el
papel de construcción de imaginarios que implica el arte de la imagen en
movimiento?
PIT. Hacer cine implica construir mitologías. El hecho de que la
guerra civil no esté asociada en los imaginarios populares a la tradición
antifascista, siendo el antifascismo el epítome de la democracia en aquél
momento, que no esté asociada al progreso o al empoderamiento tiene que ver con
el tipo de cine que se ha hecho sobre el conflicto, presentándolo como una
suerte de caos o lucha entre hermanos. ¿Por qué me gusta, con todas sus
contradicciones, ese contexto de Madrid? Porque fue un momento muy particular en que los históricamente desposeidos, los desgracios de la Historia, los
protagonistas pasivos de su desarrollo tuvieron el poder. Estamos ante un
Madrid lleno de contradicciones; mi abuelo comentaba que a veces olía a sangre,
se cometían crímenes; pero los madrileños estaban intentando en última
instancia restaurar el orden. Y para ello se apoyaban en las organizaciones
de la clase obrera. Y en última instancia los que más mandaban eran jóvenes de
25 años que provenían de la clase trabajadora y que estaban dispuestos a llevar
a cabo un programa de transformación para colocar su pais en una situación
mucho mejor.
Ese contexto revolucionario, la
imagen de la gente humilde, los habitantes de Vallecas ocupando los grandes
hoteles de los ricos, autogestionándolos, y al mismo tiempo intentando dotarse
de un gobierno y un ejército fuerte, se trata de un momento de máxima expresión
de la democracia. Se identifica la
democracia con dejar un papelito en una urna, pero hay mucha más democracia
cuando aquella señora que nunca jamás había podido mirar a su patrón a los ojos
está sentada en el recibidor del Hotel Palace dando de comer a sus hijos.
Es decir, la democracia se produce cuando va a la universidad el hijo de un
trabajador, la democracia se produce cuando una mujer se puede licenciar, y eso
tiene mucho que ver con el empoderamiento popular que se da en la Guerra Civil.
El miedo de los ricos, los que siempre habían mandado. Los avances en el siglo
XX están directamente vinculados —como dicen Los Chicos del Maiz— con el cambio
de bando del miedo. Si hay derechos sociales, si hay derecho a huelga, si se
puede permitir que cualquiera pueda llevar a su familia a un centro educativo o
a un hospital, eso es porque los ricos han ido ganando cierto miedo que hace
tiempo que parecen haber perdido por completo.
Pablo es un renacer de la conciencia lucida sobre los ideales retrogrados que han masacrado a las masas desde tiempos A ...
ResponderEliminarMuy interesante.
ResponderEliminarPablo genial como siempre.
Fabulosa entrevista.
ResponderEliminarMuybuena
ResponderEliminarAun hay gente sensata en este pais
ResponderEliminarLa conciencia comunista lúcida
ResponderEliminarTe juro, Ernesto, que sólo hoy he podido vincular tu artículo con Batman y que siempre que lo he tenido ante los ojos no he podido dejar de pensar en esta noticia que me llamó la atención en 1992: http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1992/04/27/100.html
ResponderEliminarContradiccíon como tanto comenta,elevado a la máxima expresión,todo vale y nada vale ,según la pregunta,lenguaje belicoso siempre amparado en la metáfora y en el quise decir,usar juntas palabras religión y marxismo,reconocer que no se puede hacer nada excepto lo que le gustaría...,al de abajo solo le queda le ley(¿demócrata?),unas veces resaltar escritos izquierdistas y otras veces decir no hay que llevarlas a la práctica,gazpacho ideológico pasado de moda,su solución esta clara.
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