29 de septiembre de 2014

Una modesta exposición.

Los dueños de los garitos saben que la vida nocturna de una ciudad se estructura en torno a la entelequia de la sexualidad local. Salvo en Pekín, donde según Miguel Espigado son los occidentales los que principalmente salen y follan de noche, o eso quiere creer él. Por esa razón, aquí como en la China, los dueños de los garitos no hacen pagar a las mujeres. De nuevo hay excepciones, si tener que salir de mi ciudad: Chueca aplica el principio de exclusión inverso durante el Orgullo Gay, pero la lógica de estabular a las gallinas para facilitar la labor a los zorros se repite allá donde mires. Basta mirar con atención. La adolescencia típica de un madrileño heterosexual pequeñoburgués como yo consistió en pagar la entrada a las sesiones de tarde de Kapital (la sala, no el libro) para buitrear ad nauseam corros muy prietos del sexo opuesto. El resultado se parece mucho a la batalla de Kruger, una guerra sin cuartel entre un cocodrilo, media docena de leonas y muchísimos, demasiados ñus. Para evitar confusiones, sepan que los ñus son ellas y las leonas, nosotros. La figura solitaria del cocodrilo se la dedico al viejo sordo de Kapital y su danza del peine, que bailaba cuando la música había terminado para todos, pero no para él. Ay, el viejo sordo. Me pregunto si habrá muerto.
En SUMMA Art Fair, la feria de segunda división que tuvo lugar la semana pasada en el Matadero de Madrid, las galerías grandes no pagaron dinero, como las niñas bonitas en la canción del barquero, porque se suponía que le daban a la feria un caché del que todavía carece, dando por sentado que, si el sexo es el motor inmóvil de la noche madrileña, en el mundo del arte la fagocitosis hace lo propio. En las primeras páginas de un comic que tiene el mismo nombre, Fagocitosis, Marcos Prior y Danide ilustraron, trayendo a nuestro tiempo la modesta propuesta que Jonathan Swift publicó en 1729 para acabar con el hambre de los campesinos irlandeses y sus hijos. Si según Swift, la solución consistía en legalizar el canibalismo y que los pobres vendieran a los ricos la carne de su prole (“Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por tanto muy apropiado para terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos”), Prior y Danide imaginan que pasaría si una compañía llamada Marx Donald’s comercializase la carne picada fruto de la clase trabajadora a un precio módico para la clase trabajadora. Fordismo puro y duro: hubiera sido un éxito seguro en los años 50.
Pero el fordismo es historia. El modo de producción dominante de nuestro tiempo, si todavía puedo utilizar este vocablo marxista sin que me peguen una colleja a la salida del metro, es posfordista en el sentido de Sergio Bologna: centrado en las mejoras logísticas que facilitan la localización [sic] de la cadena de valor. Lo que acabó con el poder de chantaje colectivo de la FIAT de Turin, cuyos obreros montaban mal a posta los coches cuando les negaban un aumento salarial, no fueron los bajísimos salarios checos, que entraron en el mercado cuando el edificio Lingotto llevaba una década cerrado, sino la trazabilidad que los japoneses impulsaron mundialmente desde Toyota, que permite trazar, aislar y despedir a la cuadrilla responsable del sabotaje. En el caso de la industria automovilística, la localización de la cadena de valor llevó a una mayor división del trabajo, lo que supone que, entre los costes de la fabricación y del transporte, el coche híbrido de mi madre, un Toyota Prius recién comprado, contamine bastante más de lo que uno desearía, aunque no tanto como dicen.
Todo esto para decir que en el mundo del arte pasa algo similar. Si en el sector industrial, las titánicas corporaciones han diversificado su oferta fagocitando pequeñas empresas hasta volverse prácticamente irreconocibles, hasta el punto que el destino de las startups exitosas, desde Silueta hasta Instagram, consiste básicamente en crear marca y venderse al mejor postor antes de que los oligopolios las quemen a base de lupa como hormigas, en el mercado artístico las cosas no son muy distintas. Los peces grandes viven de comerse a los pequeños. Las ferias como SUMMA son a ARCO lo que la Masía al Barça: un suministro de materia prima. El mundo del arte es tan grotescamente corporativo que nada menos que Unilever, una de las compañías más versadas en el arte del larvatus prodere, de la diversificación como estrategia para enmascararse cartesianamente, una compañía que lo mismo te vende los helados de Frigo y Magnum que las cuchillas Williams o el desodorante Axe para salir a matar esta noche, es la compañía que financia las exposiciones temporales en la famosa sala de las turbinas de la Tate Modern en Londres. Y no me extiendo más, que para eso mi padre ha escrito un libro bautizado Contra el bienalismo (Akal, 2012), para que no tenga que venir yo ahora a repetir la palabra de mi progenitor como, hacerme pasar por su ἄγγελος y terminar crucificado como quien tú sabes.
En conclusión: si el circuito artístico se arrodilla ante la máxima del gigantismo, o como dice el lema de Pacific Rim (Guillermo del Toro, 2013), esa película a caballo entre Godzilla y Transformers, si la disyuntiva está entre Go Big or Go Extinct, mejor extinguirse ahora que aumentar de tamaño como el imperio de Napoleón, que los satíricos británicos comparaban con una rana que se hubiera hinchado hasta alcanzar el tamaño de un burro, como el Burro Grande de Fernando Sánchez Castillo, lo que ya revela la condición intelectual del emperador. Y de tantos otros emperadores. Por sus orejas los reconoceréis. 
[Publicado originalmente en El Estado Mental
29 de septiembre de 2014.]

23 de septiembre de 2014

Ética para (un) ángel.

«¿Y el cuerpo? El nadar espacia la duración. Se trata de un verdadero salto, un brinco, casi un golpe. Es el salto a la ontología. Saltamos al ser, al ser en sí, al ser en sí del pasado.» (Ángel Gabilondo, Aprender a nadar.)
La filosofía moral está hasta en la sopa. Desde la declaración de independencia de una nación hasta los animales que comemos, pasando por el derecho a abortar, la idea de la guerra justa o el planeta que vamos a dejar a las futuras generaciones, todo puede ser objeto de reflexión moral. Pero la ignorancia se interpone en nuestro camino. La mayor parte de la gente piensa que la profesión del filósofo no es otra que aprenderse las ideas de la docena de autores que entran en selectividad como quien se aprende la lista de los reyes visigodos: de memoria y hasta volverte loco. Y tienen razón. La filosofía académica española consiste básicamente en hacerse el listo citando en alemán a Hegel. La primera broma que soltó Ángel Gabilondo cuando volvió del Ministerio de Educación a su cátedra de metafísica en la Universidad Autónoma de Madrid fue: «Tengo que ponerme al día con los descubrimientos realizados últimamente en mi campo de investigación».
Ángel Gabilondo se cree muy gracioso porque piensa que no se ha publicado nada que merezca la pena leer entre 2009 y 2011, mientras él estaba en el gobierno de Zapatero haciendo no se sabe muy bien qué, y puede que esto sea cierto en su campo de investigación, por llamar de alguna manera a la filosofía entendida como perpetuo trabalenguas parisino, pero en el campo de la filosofía moral analítica (dejo para otra ocasión la polémica entre analíticos y continentales) el siglo xxi ha supuesto un auténtico boom de libros a la altura de los clásicos. Aquí tienen, sin más dilación, una short list de las lecturas filosóficas obligatorias de la última década y media. Aquí tienen mi Ética para (un) ángel. Y para el común de los mortales. Pendiente de ampliación.

1. Parfit, D. (2011): On What Matters. Derek Parfit cumple todas las condiciones para ser el protagonista de la próxima novela de Javier Marías. Miembro emérito del All Souls, publica un libro cada cuarto de siglo. Y cada libro es un jodido milagro de 1.000 páginas de extensión. Razones y personas (1984) crea prácticamente de cero la filosofía práctica analítica después de John Rawls. El ataque a la teoría del interés propio, la defensa del utilitarismo bien entendido, la justicia distributiva entre generaciones, los problemas de identidad personal: todo está aquí. Razones y personas terminaba diciendo que la identidad personal no importa, por razones que no tengo espacio para resumir, y hete aquí casi tres décadas después que aparece On What Matters, que trata de lo que importa: una teoría moral que reconcilie a Immanuel Kant con Jeremy Bentham, la deontología y el utilitarismo, el du musst y el cui bono. Y yo me pregunto, queridos editores españoles, ¿cómo no se os cae la cara de oprobio por no haber traducido todavía esta teoría moral del todo? Supongo que tendremos que esperar tres lustros, igual que con La casa de hojas de Mark Z. Danielevski, hasta que alguien descubra, finalmente, el Mediterráneo.

2. McMahan, J. (2009): Killing in War. Desde su columna en el New York Times, Jeff McMahan ha acercado la opinión pública a muchos debates de la filosofía analítica reciente, como la propuesta de exterminar a todas las especies carnívoras, discutida en el contexto de las luchas fratricidas entre la ética animal y los ecologistas, o las ideas sobre la guerra justa que se remontan a Santo Tomás. El principio del doble efecto, la idea de que hay una diferencia entre el mal intencionado y el meramente previsto, entre bombardear la franja de Gaza con el fin de matar niños y hacerlo sabiendo pero no queriendo matar niños, seguramente les parezca a muchos una chorrada digna de curas ebrios en pleno siglo XIII, pero estas distinciones filosóficas tan sutiles son las que utilizó Barack Obama cuando recogió el Nobel de la Paz citando, como excusa, pasajes de la Escuela de Salamanca, esto es, a los ideólogos de la conquista de las Indias Orientales por parte de Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Pedro de Valdivia y otros tantos prohombres extremeños. Véase Torture, Terror, and Trade-Offs: Philosophy for the White House (2010) de Jeremy Waldron. McMahan y Waldron dan las armas para hacer frente a esta peña en su mismo terreno.

3. Kramer, M. (2012): The Ethics of Capital Punishment. En la memoria histórica audiovisual, que define la ideología que llamamos sentido común, la pena de muerte parece algo demodé, como del siglo pasado, una cosa de los 90s con cara de Sean Penn. A pesar de la reciente fundación de un Estado Islámico donde tantas cosas son sinónimo de ejecución sumaria. Y a pesar de las pancartas del movimiento anti-abortista que rápidamente equiparan el aborto y la pena capital. Entre filósofos analíticos también se considera que los clásicos del campo salieron hace unos veinte años: los dos tomos del Morality, Mortality (1993-1996) de F. M. Kamm sentaron el debate sobre el aborto, la eutanasia y el matar gente en general a partir de simples experimentos mentales como el trolley problem, que pone a prueba intuiciones normativas arraigadas y que en su versión 1.0 puede rezar como sigue: «Un tren está a punto de atropellar y matar a cinco personas. Tú puedes desviarlo a otra vía donde solo atropellaría y mataría a una persona. ¿Qué haces?» El libro de Matthew Kramer es de lo mejorcito que se ha escrito dentro de esa tradición.

4. Murphy, L. B & Nagel, T. (2003): The Myth of Ownership. Taxes and Justice. Si algo diferencia la filosofía práctica continental de la analítica es la voluntad netamente interdisciplinar de esta última. Comparen la ignorancia que muestran los chamanes de la ontología izquierdista de barricada en cuestiones económicas (Alain Badiou, Ernesto Laclau y Jacques Rancière hablan de oídas) con la discusión sobre la welfare economy que provocó la Teoría de la justicia (1971) de Rawls entre varios premios Nobel. El maestro y el pupilo, Toni Negri y Michael Hardt, son el paradigma de colaboración entre filósofos continentales, habituados como están a hacer mala filosofía y peor historia de la misma, parasitando hasta jubilarse de las ideas de los muertos (en este caso de Gilles Deleuze). La colaboración entre Liam Murphy y Thomas Nagel, un jurista experto en impuestos y un pensador de irregular trayectoria intelectual, es una asociación simbiótica habitual entre los analíticos, por el contrario, y por eso su libro contra la mitología de la propiedad heredada es tan bueno, porque justifica filosóficamente un impuesto sobre patrimonio que varios economistas (incluido el famoso Thomas Piketty) consideran el bálsamo de Fierabrás que frenará el aumento de la desigualdad y de la opulencia del 1%. 


[Publicado originalmente en eldiario.es. 23 de septiembre de 2014.]

16 de septiembre de 2014

Colorín Colorado #14. España sin (un) franco.

Entrevista a Carlos González Fuertes, James Doppelganger, Eudald Espluga, J M Bellido Morillas y Gustavo Sanromán, ponentes de España sin (un) franco, el congreso de jóvenes ensayistas políticos nacidos después de 1975 que tendrá lugar en el Cendeac (Murcia) el 15, 16 y 17 de octubre. 

La escaleta (aproximada) del programa:

1. Carlos González Fuertes. 2:00-18:00
A. Mick Jenkins, The Waters.
2. James Doppelganger: 18:00-58:00
B. Lorde, Royals.
3. Eudald Espluga: 58:00-82:00
C. Sergei Eisenstein, La conspiración de los boyardos.
4. J M Bellido Morillas: 82:00-125:00
D. Os resentidos, Sector naval.
5. Gustavo Sanromán: 125:00-156:00.


Escucha el programa completo aquí.
Abierto hasta el fin del sistema solar.

Los cerdos heredarán la tierra. El arte de la restauración y conservación del patrimonio artístico.

[En La Croqueta. Revista de Aprovechamiento quiero sacar a la luz mis textículos más íntimos. No íntimos en el sentido de un diario privado donde revele que soy gay, porque no lo soy y tampoco constato mi día a día más allá de Facebook, Instagram, Wordpress, Blogger, Twitter, Tumblr y alguna cosa más. La pesada carga del presente. Íntimos en el sentido de escritos como realmente me sale del culo. Seguimos en el mismo campo semántico de antes: les prometo que no estoy saliendo del armario. Estoy hablando de trabajos forzados escolares, redacciones previamente desechadas por publicaciones demasiado estiradas como para aceptarme tal como soy y me presento. Esto puede sonar a auténtica mariconada, una exhibición sin fundamento, pero tiene más de risas que de lágrimas, así que relájense, porque no quiero, de verdad de la buena que no quiero confesarles nada. Que San Agustín sea, en todo caso, quien me pille confesado. Así que echen un vistazo a estas hojillas originalmente rellenadas para una revista digital que versa sobre temas de arte contemporáneo (no diré cual) y que no llegaron a publicarse por razones evidentes, palmarias, conclusivas. Irrefutables.]
Se cumplen no sé cuántos meses de la restauración del Cristo de Borja, el fresco que desgració una espontánea haciendo del salvador una imagen esférica. El meme definitivo del ser en Parménides. La boca está calcada del Grito de Edvard Munch, los ojos son una genialidad y la barba anticipa la paranoia hipster. Me han pedido que escriba sobre la rest-aura-ción, la devolución de la dimensión aurática perdida, y podría copiar citas de Walter Benjamín del atlas digital del Círculo de Bellas Artes hasta que me jubile y me hagan doctor honoris causa; no sería la primera vez. Pero la etimología y la Escuela de Francfort son cosa de aficionados. Así que imaginemos, ¿qué diríamos si mañana quisieran restaurar la restauración del Cristo de Borja como quien quita la roña del templo de Dendera y piensa que los egipcios utilizaban bombillas? ¿Estaríamos a favor de restaurar el Cristo de Borja original? ¿Quién tiene la última palabra sobre la negación de la negación?
Empecemos por el refranero. No es cierto que quien robe a un ladrón tenga cien años de perdón. En todo caso serán diez días o más de cárcel, incluso si el susodicho aca de desvalijarte. El derecho privado tiene una función, que según Bernard Edelman es la de proteger a los expropiadores de los expropiados. La monarquía española desde los Trastámara ilustra a la perfección esta hipótesis. Es famoso el caso del atracador que denunció y ganó el juicio contra el atracado por quedarse atrapado en el sótano de su casa mientras realizaba su trabajo, esto es, el atraco. Ni Theodor W. Adorno ni G. W. H. Hegel tienen la última palabra sobre la negación de la negación.
            Podríamos entender, aunque no compartir las intenciones de los hipotéticos restauradores de la restauración del Cristo de Borja. El daño está hecho y no puede desandarse, como mucho acrecentarse. Destrozar una obra maestra, como hizo Aleksandr Brener cuando grafiteó el símbolo del dólar en verde sobre la Cruz blanca suprematista de Kazimir Malevich, o cuando Pierre Pinoncelli aporreó con un martillo el urinario de Marcel Duchamp, no tiene punto de comparación con la aberración superlativa que conlleva intentar restaurarla. Ya lo dijo Bertold Brecht. ¿Qué hubiera sido de la estética neoclásica si los griegos hubieran restaurado los colores del Partenón, ese edificio hortera en rojo, azul y amarillo? ¿Qué del romanticismo manchesteriano si los Santiago Calatrava del siglo XIV hubieran ampliado (o reciclado) la abadía de Kirkstall en lugar de dejarla a su suerte? ¿Qué de la posteridad de la reforma gregoriana sin los apaños en el frontal de la Capilla Sixtina?
            En el último número de la New Left Review, Marco d’Eramo ha acuñado un término para referirse a los crímenes que realiza la Unesco cuando declara que una ciudad es Patrimonio de la Humanidad, invitando a convertir su casco antiguo en una tienda de Disney, como pasa en San Gimignano, el pueblo más bonito del mundo según los aviadores fascistas de la II Guerra Mundial, que no lo bombardearon porque estaban encandilados de sus siete torres. San Gimignano tiene un museo de la tortura fantástico. El pueblo es una reserva turística del siglo XII y XIII; todos sus habitantes viven en un polígono industrial cercano. Cuando estuve con mi familia en San Gimignano, mi hermano vomitó en la puerta de una joyería nada más bajarse del coche. Según d’Eramo, «resulta difícil decidirse entre vivir en un museo o hacerlo a la sombra de un banco gigante». No son alternativas excluyentes.
            Y lo mismo monta para el Cristo de Borja. La restauración de la restauración me recordaría a los esfuerzos que hicieron los conservadores del parque natural de Santa Cruz (EEUU) por restablecer el ecosistema precolombino de la isla. En Santa Cruz pastaron los caballos, las ovejas y los cerdos desde la llegada de los primeros colonos hasta que resultó más rentable estabular el ganado. Cuando los campesinos donaron sus tierras al parque natural, los conservadores exterminaron a todas las ovejas para que hubiera  nicho ecológico suficiente para el zorro rojo precolombino. Pero entonces llegaron las águilas doradas, desconozco si pre- o poscolombinas, pero águilas en último término que llegaron atraídas por los cerdos, y que de paso esquilmaron la población de zorros. Momento en que los conservadores introdujeron águilas calvas, con el fin de expulsar a las águilas doradas, y aplicaron la solución final para los cerdos. Según las declaraciones de Erich Aschehough, biólogo del parque natural: «Esta vez no habrá rehenes.»
            La situación de Santa Cruz y del Cristo de Borja es la misma: el intento de devolver la dimensión aurática perdida, querer recuperar la versión original lleva a joder la copia, que no estaba nada mal. Ya lo dijo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica; copio y pego: «La autenticidad propia de una cosa es la suma de cuanto, desde lo que es su origen, nos resulta en ella transmisible, de su duración de material a lo que históricamente testimonia.» ¿O qué pensabais? ¿Que iba a desperdiciar la oportunidad de hacerme el pedante?

[Publicado originalmente en La croqueta. Septiembre 2014.]

Invitados #4: Carlos González Fuertes, Obreros y siervos.

Telemadrid es la única cadena de televisión —que yo conozca— que, antes incluso de que se eligiera presidente a Mariano Rajoy, ya era perfectamente reconocible sin mirar gracias a su a veces desconcertante discurso —ahora pasa un poco lo mismo con TVE—. No había ni hay semana en la que no se haga noticia de cosas que no lo son, como cuando algún universitario perroflauta hace alguna tontería propia de un universitario perroflauta y se le convierte en ejemplo de una generación viciada para el regocijo en la maledicencia de algún lector del diario Expansión, o se emite un reportaje en el que se propone una visión de la realidad que no es del todo objetiva, que  evita información respecto a temas que podrían poner en evidencia al partido que controla la cadena.
Una expresión habitual en sus noticiarios es «las amplias clases medias» para referirse a lo que en otro contexto se podría llamar «mainstream».
Es lógico considerar que para entender lo que son «las amplias clases medias» hace falta pasar por el aro de ese discurso que versa: «todos somos clase media», entendiéndose, caritativamente, que ni el neoliberal más acérrimo cree en serio que todos seamos clase media, sino que, al menos, la mayoría lo somos.
Yo no creo esto de la misma manera que tampoco creo en otros discursos semejantes porque, aun considerándome yo una persona de derechas, no estoy lo suficientemente ciego como para no ver que este discurso es ideológico aunque, al igual que en otros casos como el del «discurso heroico», podría considerar positivo, y es por eso por lo que soy de derechas. Sin embargo, fomentar que todo el mundo crea que todo el mundo es de clase media no me parece tan positivo; sobre todo, al mezclarse con la católica y vanidosa cultura española.
El padre del fan medio de Melendi recogiendo
excrementos de asno para elaborar abono.
Deleitosa, Cáceres, 1951.
Yo me considero a duras penas de clase media, y hasta me gustaría poder declarar de clase obrera (de clase baja), porque sí que me he criado en un ambiente de clase baja con muchos amigos (casi todos) de clase baja, y la cultura de clase baja es, en muchos aspectos, mi cultura (aunque el hecho de que mis padres tuvieran estudios universitarios me convertía en mi entorno en una pequeña minoría).
Esta declaración que acabo de hacer podría considerarse extraña o hasta ofensiva, sobre todo si esto lo lee alguien de un país en el que, al contrario que en España, la mayoría de la gente, ya sean de clase baja, media o hasta alta, no vive en pisos, lo que ha condicionado municipios en los que, al contrario que aquí donde no es poco habitual que las clases medias y bajas vivan mezcladas, sí hay guetos; en una sociedad como la nuestra, claro, es más fácil hacer calar el discurso del «todos somos clase media».
El sociólogo Sam Richards nació en un ambiente de clase obrera sin prácticamente opciones de ir a la Universidad. Cuando consiguió entrar, fue, en un principio, un alumno mediocre. Ahora es profesor de Sociología en una universidad de la Ivy League. Lleva pendientes, un collar de hippie y gafas de John Lennon. Se hizo famoso con un vídeo publicado por TED en el que daba una charla sobre la empatía con maneras que podrían recordar a Steve Jobs. En el vídeo explica un ejercicio mental para hacer al público desarrollar cierta empatía con, por ejemplo, los insurgentes de Oriente Próximo. Es por estas cosas por lo que se le tiene como a  uno de los «101 Most Dangerous Academics in America», el título de un libro en el que se criticaba la preponderancia del pensamiento progresista en las universidades americanas.
Es un concepto recurrente en la sociología funcionalista (de ahí la charla de Richards, muy influido, como es normal entre los académicos americanos, por las concepciones analíticas de Mead o Whitehead) que el entorno de la persona es lo que construye su concepto de sociedad.
Sin llegar a tanto, va contra el sentido común que, en un ambiente de clases medias y bajas mezcladas, se decante un grupo, ya sea de clase media o baja, que, para defender sus propios intereses de clase, perjudique sus propias relaciones con el entorno.
De hecho, cuando en ciertos estudios sociológicos se habla, por ejemplo, de la relación entre el altruismo de ciertas especies animales y entre los humanos, no se suele comentar que el sentido de la sociedad de los animales se resume a los individuos con los que interactúan. Con los seres humanos pasa exactamente lo mismo (teniendo en cuenta cómo interactúan los humanos, sobre todo con las tecnologías modernas), y ésta es probablemente la razón de, por ejemplo, esa anécdota de la que habla Owen Jones en Chavs, en la que le llama la atención que en un grupúsculo de la gauche caviar británica, entre los que se encontraban personas que no eran británicos de raza blanca y homosexuales que se declaraban de izquierdas, no se tuviera reparos en hacer escarnio de las clases menos favorecidas con el uso del estereotipo de clase obrera que da nombre al libro: el chav.
Las razones por las que a Jones le afecta tanto algo así no son difíciles de discernir: en otras partes del libro se pone como ejemplo de chavtown a Stockport, en el norte de Inglaterra, de la que Jones es oriundo. ¿Cómo no le va a afectar, entonces, que cuando él, criado en un ambiente de clase obrera con amigos y familiares de clase obrera, se moviliza junto a partidos de izquierdas defendiendo los derechos de sus familiares y amigos: la gente que le rodea; y siendo conocedor, además, de los prejuicios de la clase obrera hacia las clases más afortunadas, prejuicios en los que se acusa a la burguesía de ser desconsiderada y déspota, están esos burgueses, delante de él, cumpliendo a la perfección esos prejuicios? ¿Cómo va a soportar alguien de clase obrera que se deshumanice y ridiculice al entorno en el que se ha criado de semejante manera, sobre todo por parte de personas que, encima, se consideran los verdaderos defensores de la moral y la izquierda?
Reconozco que en esto no puedo evitar identificarme con él; sólo que yo no soy tan tenaz, y si ser de izquierdas es ser un chico pudiente con una moral sacada de Los Lunnies que no es capaz de comprender que ser de izquierdas no es decir «soy de izquierdas», sino comportarse en consecuencia a ello aunque no se diga, entonces yo no puedo ser otra cosa que, otra vez, de derechas. Y Sam Richards, sociólogo funcionalista de origen humilde, debe estar de acuerdo, porque es conocido por libertario (aunque se le meta en listas de progresistas por estridente y llevar pendientes).
Lo más kafkiano de todo este asunto, sin embargo, es que, como he apuntado en otras ocasiones, la burguesía parece estar defendiendo sus privilegios apoyando a partidos y concepciones políticas que son, en teoría, herederas de movimientos obreros, pero que hace largo tiempo que dejaron de serlo, como es el caso que comenta Owen Jones en su libro, del New Labour británico, de gran influencia en las agrupaciones socialistas internacionales.
Hace poco apareció en la televisión un diputado del PSOE del parlamento de la Comunidad de Madrid hablando sobre cómo el PP estaba recortando los derechos de la clase media. Este discurso es el mismo que el del núcleo perroflauta de DRY/JSF (tiempo después de que haya pasado de moda manifestarse contra la crisis, éstos, que ya estaban ahí mucho antes de que se pusiera de moda, siguen «luchando» en la UCM). Pero ¿no sería lo propio que un diputado del PSOE defendiera los valores obreros con o como la de «partido socialista obrero español» en lugar de perder el culo por la clase media, que ya es, de por sí, una clase privilegiada? Y, peor aún: ¿por qué un movimiento tan pretendidamente revolucionario como el 15-M defiende lo mismo?
Lógicamente, porque al referirse a «la clase media» se refiere, en realidad, a las personas con un nivel adquisitivo cercano a la moda estadística (los que no son ni pobres ni ricos). Y de esto tienen la culpa, según Owen Jones, la neoliberal Margaret Thatcher y su antes referido discurso.
«¿El Barrio? ¿Flamenquito? ¿DJ Nano? Menudo facha eres, maricón.
Eres como un taxista. Lo que tienes que escuchar es Crystal Castles en
el Primavera. Y devuelve esa camiseta de la Selección, que pareces imbécil».
De los ejemplos que estoy dando, se deduce que esto que critica Jones en su libro se da tanto en España como en el Reino Unido, y  que se debe a aquello a lo que Jones culpa: el thatcherismo, que ha sido un movimiento de referencia en Europa y, por lo tanto, su influencia ha marcado la política española.
Se define a los chavs como una subcultura de clase obrera, y no es ésta la definición de un académico, sino una definición dada por alumnos de grammar schools en una encuesta.
¿Se imagina esto en España? ¿Qué los alumnos de instituto definan a los canis, a las chonis o a los pokeros como «subculturas de clase obrera»?
En el mismo libro de Jones aparece una cita que podría dar una pista de por qué esto sí pasa en Inglaterra:

To say that class doesn’t matter in Britain is like saying wine doesn’t matter in France; or whether you’re a man or a woman in Saudi Arabia.

The making of the English working class es uno de los libros que más han influido la obra de Jones. Y esto no es de extrañar siendo como es una obra capital en las universidades británicas y americanas.
Para empezar, en su prefacio, al igual que en otros ensayos (nunca en los españoles; eso significaría rendirse al plan Bolonia, y entonces las universidades españolas dejarían de ganar tantos premios Nobel, como todo el mundo sabe) en los que se hace un invasivo análisis histórico de lo que sea, E.P. Thompson da bastantes justificaciones sobre cualquier falta a la sociología o a la ciencia en general que pueda tener su ensayo. [1]
En todo lo demás, The making… es heredero, como es natural, de la sociología y las concepciones weberianas. Weber es, como es sabido, un autor capital de la sociología con teorías sobre la cultura que se suelen utilizar como base para estudios que luego, en España, suelen deformarse para esquivar algo que está en ellos y en Talcott Parsons, y ese algo es que no tiene nada que ver ser de cultura católica que de cultura protestante. La religión cobra bastante importancia en cómo se formó la clase obrera en Inglaterra. En los primeros capítulos se nos cuenta la correspondencia de un pastor calvinista; se nos habla de cómo las concepciones religiosas influyeron tal proceso, cómo surgieron los sindicatos ingleses en forma de asociaciones ajenas al estado que defendían los derechos de un colectivo: como instituciones de naturaleza liberal.
De hecho, si yo siempre he sacado algo en claro de ver muchos talk-shows en prime time, de lo que dice la gente en el INEM (SEPE) de Alcobendas y de las conversaciones con mis amigotes de clase obrera, es que la gente humilde odia al estado, al gobierno, al que culpan de la situación, y el 15-M fue la sublimación de ese sentir general; situación similar a la de la formación de la clase obrera en Inglaterra, las clases de arriba como enemigos auténticos, que cuando son derrocadas, como dicen en Dr. Zhivago: «ya no hay zares», ya no hay enemigos, pero en una democracia, aún parlamentaria, ¿quién es el enemigo?
Como dice E.P. Thompson, la clase obrera inglesa estuvo presente en su propio nacimiento, y ese estado de conciencia colectivo fue la razón de que esa masa subyugada a la oligarquía, al poder que ostentaba el estado, con el rey a la cabeza, decidiera que no tenía ningún sentido que, cuando ellos son los que mueven la economía de verdad con su fuerza de trabajo, otras personas en absoluto productivas disfruten de la riqueza que ellos generan. Cuando entendieron que toda la economía dependía de ellos, fue cuando entendieron el inmenso poder que podrían tener unidos, como un colectivo de clase.
Existe un extraño discurso, que es independiente de la clase social (aunque el «todos somos de clase media» también es independiente de la clase social por las mismas razones que éste) que versa de esta manera: «el problema de España (o de los españoles) es [inserte aquí la primera tontería que se le ocurra]». Lo mejor de este discurso es que, puesto que se habla de un problema, que es algo negativo, que incluye al que lo dice, como él también es español, nadie le acusaría de, y por eso no parece plantearse, que lo que está diciendo puede ser una gilipollez como un piano; aunque sea muy evidente que él no se considera causa de los problemas de España, como buen conocedor de la respuesta, porque, lógicamente, España es un país en el que todo el mundo tiene razón en que la culpa de todo la tienen los demás. La versión más habitual de este discurso vendría a ser así: «el problema de España es la envidia (los envidiosos)». Hasta se puede justificar esto ad verecundiam bajo la autoridad de un argentino ciego (que, por otro lado, no tenía ni idea de lo que es España). De hecho, invito a quien quiera a hacer un drinking game viendo, por ejemplo, La Noria o 59 Segundos, en el que se beba un chupito cada vez que se oiga en la televisión: «los españoles somos envidiosos» o algo por el estilo. No me responsabilizo de los comas etílicos.
Sin embargo, no se me viene a la cabeza ninguna justificación de esto derivada de mi experiencia (y eso que yo sí me considero un auténtico envidioso; pero soy de los pocos). Si, por ejemplo, tuviera que escribir una ficción costumbrista sobre Madrid, difícilmente pondría a un personaje envidioso, pero seguramente pondría a alguien quejándose de toda la envidia que hay a su alrededor, aunque no la haya (lo que sí hay es fanfarronería y vanidad). De hecho, en esas indignantes opiniones de taxista centroeuropeo que se pueden leer en Der Spiegel, por ejemplo, jamás se dice que los españoles seamos envidiosos, sino que hablan del «orgullo español»  con argumentos como «si los españoles lo hacen todo tan bien, ¿por qué su economía va tan mal y la nuestra tan bien?». Catolicismo contra protestantismo: el «la culpa el de los fuertes por abusar de los débiles» contra el «la culpa es de los débiles por ser débiles».
Yo siempre he interpretado esa apología de la humildad que hacen tanto, por ejemplo, ciertos jugadores del Barça, como un residuo católico, pero lo mejor es que es un argumento puramente conservador que favorece el mantenimiento del status de las clases dominantes.
La clase obrera inglesa luchó por sus derechos porque ellos eran la mayoría que movía el mercado. No le pidieron nada a nadie. Lo cogieron porque les pertenecía, porque era lo justo y lo lógico, y las clases dirigentes no pudieron hacer nada. Los individuos que formaron la clase obrera se rebelaron contra un estado que permitía su maltrato.
En un programa de televisión en la época de Zapatero, aparecía el hijo de un aristócrata enseñando a los españoles su gran casa en Andalucía, creo. Era un hombre de hacia la mitad de la treintena, indudablemente guapo, pijo, Grande de España y con un doctorado en Economía de una universidad norteamericana. Un hombre privilegiado que, como tantos otros privilegiados, hace uso de sus privilegios sin ningún atisbo de culpabilidad, quizás porque, viviendo en un ambiente privilegiado, no se considera un privilegiado, sino una persona perfectamente normal  que ha conseguido sus privilegios gracias a su esfuerzo y, supongo, todos los que están por debajo de él (el 90% por ciento de la población) son una gentuza. Aunque esto pueda parecer una conjetura, según va avanzando el programa, pasa algo muy interesante. Delante de su palacio en Andalucía aparecen unos manifestantes que piden el expropio de las tierras del latifundio y la entrega al estado del palacio. Cuando la reportera del programa le pregunta al marqués qué opina de esto, él responde con bastante suficiencia: «lo que quieren es quitarme el palacio para quedárselo ellos». Como si no fuera exactamente eso lo que quieren, explícitamente.
Las palabras fueron éstas, pero fácilmente pueden sustituirse por «esta gente es una envidiosa». Es muy fácil imaginárselo, como al señorito Iván de Los santos inocentes, hablando sobre jerarquías y cómo el que la gente vaya a manifestarse delante de su casa es producto de lo mal que está el país. A mí no me cuesta imaginarlo donando dinero a los pobres, votando al PSOE o, como cuenta Owen Jones, formando parte de esa clase alta y media-alta que se declara de clase trabajadora porque trabaja. («Todos somos de clase trabajadora» es lo mismo que «todos somos de clase media»).
A mí me cabrea mucho ese discurso de «todos los que se meten conmigo es porque me envidian», aunque es verdad, sin pensar en por qué les envidian: por su talento o por la posición que ocupan a pesar de su falta de él.
Durante la última Eurocopa, con motivo de alguna de las muchas salidas de tono del polémico Balotelli, se publicó en El País un elogio del jugador que no es nada habitual en la prensa española. En el escrito se articulaba el típico discurso del chico incomprendido que triunfa a pesar de las muchas dificultades, que es un discurso que nos permitiría remitirnos a Sam Richards y su idea de la empatía, y es un discurso común en los medios norteamericanos: se trata de la idea, muy protestante, del sueño americano.
Cuando apareció este artículo, me llamó la atención que en un periódico como El País se publicara algo tan adverso a lo que acostumbran los medios españoles (en oposición a los americanos) y, lógicamente, lo retwiteé. Antonio J. Rodríguez, que parece vivir en una realidad alternativa donde todo el mundo lee el Babelia, escribió una entrada creyéndose muy perspicaz por ver que este  «discurso heroico» es ideológico y burdo, también dando a entender que es convencional.
Sin embargo, como estoy diciendo, no lo es, y menos en la prensa de izquierdas. Un claro caso de esto es el trato mediático de Cristiano Ronaldo (muy diferente, a pesar de ser un caso muy similar, al que le dan a Mario Balotelli en ese artículo), razón principal aquélla por la que yo siempre he considerado que estaba triste (si yo fuera él, también lo estaría).
Cristiano está triste… ¿Qué tendrá Cristiano?
Lógicamente, que la concepción helénica del heroísmo
que mamó en la Premier choca con la católica moral española.
Poco antes de que se le fichara, la prensa británica decía cosas como que la gente iba a Old Trafford sólo para ver a Cristiano. De la misma manera que es inconcebible que unos chavales de instituto definan a los pokeros como «una subcultura de clase obrera», es inconcebible que un medio británico (protestante y, por lo tanto, inclinado al individualismo) acuse a Cristiano de ser alguien del que avergonzarse, cuando en todos los aspectos exhibe valores admirables (excepto en el vestir, por supuesto, en lo que es un repulsivo obrerete). Ronaldo es, por si hace falta decirlo, un chav como una catedral. De familia muy humilde, no ha recibido precisamente una educación muy esmerada. Lo raro sería que no fuera, como es, un hortera. Por otro lado, no sólo es un jugador buenísimo, sino que, además, es guapo y tiene un cuerpo digno de un Madelman. Desde muy temprano en su carrera ha participado en campañas publicitarias en las que aparece enseñando palmito. Sus pendientitos y pintas de Dolce & Gabanna de barriada son comunes entre el canon estético en el que se debaten los jóvenes y millonarios futbolistas de origen humilde. Ronaldo no lleva tatuajes porque, si no, no podría donar sangre.
Sin embargo, es uno de los jugadores más odiados por los medios en España, donde se le acusa de ser un chulo y un maleducado, pero, ¿de verdad ha hecho algo para que se le acuse de esto más allá de, simplemente, parecer serlo (según los medios de clase media)?
Como digo más arriba, algunos podrían pensar que es por envidia (eso tan español, ¿no?), porque a la gente le gustaría tener un cuerpo como el suyo, o jugar al fútbol tan bien como él (tener su éxito profesional), o ganar tanto dinero como él, y le critican porque consideran injusto que alguien así gane tanto dinero.
Sin embargo, es evidente que ésta no es la razón porque, si lo fuera, a los envidiosos les afectaría el constante discurso de la envidia, y no es habitual que una mayoría se rebele al mismo tiempo contra el mismo discurso que ensalzan.
Cristiano exhibe con orgullo valores que la prensa española considera inmorales. Prueba de esto es cuando se pone de ejemplo de conducta a Rafa Nadal. A Cristiano Ronaldo no se le envidia en absoluto; se le desprecia con absoluta sinceridad, y él lo sabe. Owen Jones diría que se le desprecia porque es un puto chav, y Rafa Nadal es el chico bueno y limpio; Cristiano es el hortera malo; no tuvo la suerte de nacer en una familia con dinero como la de Nadal, con todos sus privilegios.
Sam Richards habla de la empatía como base de la sociología porque la empatía es, realmente, la base de la psicología. Y la sociología se basa en la psicología. A mí me parece profundamente desagradable toda esa especie de sociología postmoderna, esas extrañas teorías de género que niegan la psicología, como explico en «Paradigma, cosmovisión, cultura, complot». Por eso, considero que es muy evidente que si Xavi, Messi o Iniesta no son como Cristiano, siendo de ambientes similares, tal cosa se debe a que meramente están dentro de las limitaciones psicológicas que su mediocridad física les permite; son bajitos y no especialmente guapos ni fuertes, sin embargo, son tan buenos jugadores como él, y están muy cómodos dentro de una cultura de herencia católica que castiga a todo aquél que trate de erigirse sobre el resto, aunque lo merezca.
El bloguero Popy Blasco, por ejemplo, es muy dado a esgrimir un argumento, de raíz schopenhauriana, que es que él no se fía mucho de la gente que «no está buena». [2] No se le puede culpar: está en la estela de ese principio en el que los feos acaban proyectando sus complejos sobre todo lo que tocan, con un carácter moldeado por la incapacidad de conseguir ciertas cosas de ciertas maneras, que acaba por convertirse en ellos en una forma de ver la vida esquiva y ruin. [3]
Nietzsche, de hecho, asocia esto a la cultura judeocristiana: dualista, abstracta y defensora de los débiles, y es aquí donde se ve que Cristiano Ronaldo sólo ha cometido el pecado de ir con la cabeza alta, entrenándose a diario lo más fuerte que puede para llevar, con más o menos éxito, su equipo a la victoria, en constante defensa de sus valores de clase obrera (que a los pijos de los periodistas tan desagradables les parecen), dar dinero a fundaciones, utilizar los insultos como motivación, siendo un jugador que, en realidad, siempre juega limpio y que no le falta al respeto a nadie: Messi, acostumbrado a ganar en un equipo que juega para él —en su selección no hace tanto—, en uno de los pocos partidos que perdió, le lanzó un balonazo al público; Iniesta, cuando va perdiendo, no le sobra tiempo para ponerse a dar patadas; es muy fácil ser buena persona cuando te va bien, pero Cristiano lo sigue siendo hasta cuando le va mal, porque Cristiano es un monista magnánimo que está, como diría Nietzsche, del lado de la vida, y eso se valoraba cuando estaba en la protestante Inglaterra, pero en la católica España, es un ser despreciable: tiene que pedir perdón por ser guapo y de origen humilde; no vaya a ir contra la cultura que durante siglos ha mandado, no vaya querer erigirse sobre los demás (sobre todo sobre los que mandan: un puto chav), aún magnánimamente, justamente, sin engañar a nadie.
¡Mirad! ¡Unos pobres! XD
Al principio del documental de Michael Moore Capitalism: a love story se nos muestra en tiempo real un desahucio. En España, últimamente, tal cosa es, desgraciadamente, el pan de cada día. Pero en este desahucio pasa algo muy peculiar. Los desahuciados (de raza negra: esto me parece relevante), cuando se acerca el carpintero para sellar las puertas del inmueble desahuciado, le preguntan si no se siente mal al hacer esto. «Es mi trabajo» responde. «Pero usted también es de clase trabajadora» observa una de los miembros de la familia. «A la gente que paga no se la echa de casa» finaliza el carpintero.
Hay dos cosas que encuentro fascinantes en esta situación: la primera es la conciencia de clase de la desahuciada; la segunda es la total impiedad por parte del carpintero: dos ejemplos de cultura protestante inconcebibles en España.
Las mejores universidades del mundo fueron fundadas, en su mayoría, por calvinistas. En la entrada titulada «Epílogo: el espectro político en España» hablo sobre la extraña paradoja que me parece que gente que se declara de izquierdas sean a su vez unos grandes admiradores de la cultura nortemaricana. Curiosamente, la impresión que yo siempre he tenido es que la cultura americana no es que esté influida por el capitalismo, sino que está deformada por él. Y esto lo digo yo, que amo el capitalismo. ¿No sería lo lógico que alguien que se declara de izquierdas no entrara al trapo de la maquinaria propagandística del capitalismo que ensalza valores que benefician a autores como David Foster Wallace, Pynchon o Franzen?
El mismo Owen Jones es un claro ejemplo de cómo las sociedades protestantes, además de, como exponían Weber o Talcott Parsons, ser mejores a la hora de entrar en la dinámica del capitalismo, también crean mejores izquierdistas que sociedades no tan buenas en el juego del libremercado. ¿Sería Owen Jones tan bueno si no hubiera estudiado en una universidad como Oxford? ¿Por qué no traducen a Eloy Fernández Porta y a Beatriz Preciado al inglés? ¿Complot del capitalismo? ¿De la cultura anglosajona?
Yo creo que no, porque hasta leer a Owen Jones, ni  yo ni nadie a mi alrededor siquiera llamaba «clase media» a la burguesía, o «clase baja» al proletariado, ¡ni siquiera había pensado en qué era la clase baja! Aunque Owen Jones podría aportar muchas ideas nuevas a la izquierda, irónicamente, creo que si hubiera nacido en España, sí que se quejaría por algo, y se quejaría en su casa, porque, hijo de nadie, en un país donde ser inteligente no sirve de nada si eres pobre, ¿a dónde iba a llegar? ¿A licenciarse mediocremente en Historia en la UCM porque el sistema educativo público dedicó todo su tiempo a conseguir que la medianía sacara la mejor nota posible en lugar de apoyar a los más aptos, y después, a los que lo tienen más fácil, les mandan al Bachillerato de Excelencia, que todo el mundo considera insultante, o al Bachillerato Europeo, que es un eufemismo del anterior? ¿Y luego? ¿A meterse en un sindicato corrupto como UGT? ¿Cómo iba a atreverse, encima, un puto chav de Stockport (o de Móstoles), a querer ir a Oxford a erigirse sobre los demás, como ese hortera de Cristiano?
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[1] Sobre las diferencias entre la intelectualidad española y las anglosajonas hablo en las entradas «Paradigma, cosmovisión, cultura, complot» y «Reflexión».

[2] «La gente estúpida es generalmente maliciosa, por la misma razón que los feos y deformes».  (Arthur Schopenhauer, Sobre la naturaleza humana.)


[3] «We find that unattractive individuals commit more crime in comparison to average-looking ones, and beautiful individuals commit less crime in comparison to those who are average-looking». (Naci Mocan, Erdal Tekin, Ugly Criminal.)

10 de septiembre de 2014

¡Cultiva con energía! Un egipcio del siglo XXI a.C. replica a Karl Polanyi.

      Según Douglas North, el desafío que Karl Polanyi presenta ante la nueva escuela de historia económica consiste en afirmar que los mercados solo han sido el principal mecanismo de asignación de recursos durante un margen de tiempo y de espacio que —si me apuran— se limita al siglo XIX británico. Según Polanyi, los “modos de transacción dominantes” anteriores y posteriores a esa fecha son la reciprocidad (véase la economía del don socialmente obligatorio) y la redistribución (véase la economía dirigida por los servicios estatales). Esta hipótesis tiene la ventaja de coincidir con la noción marxiana de formación económica pre-capitalista y con las críticas que plantean algunos antropólogos (Louis Dumont), historiadores (Moses Finley) y psicólogos (Dan Ariely) a los presupuestos intencionales que harían del homo oeconomicus —según los economistas neoclásicos— un modelo de conducta universal. Los modelos de mercado que Polanyi estudia (el circuito Kula en las islas Trobiand y el intercambio en la Babilonia de Hammurabi) carecían de un sistema de fluctuación de precios según la oferta y la demanda porque el riesgo de obtener beneficios o pérdidas gracias a la transacción económica estaba limitado por acuerdos sociales previos, de modo que el fetiche del comercio debería explicarse apelando a criterios distintos de la maximización puramente crematística. En suma: «Karl Polanyi cannot be so lightly dismissed, and if his spirit does not haunt the new economic historians, it is only because they probably are not even aware that the ghost exists»[1].
      Según North, la nueva escuela de historia económica puede explicar la persistencia de la redistribución y de la reciprocidad (incluso en el siglo XIX) apelando a los costes de transacción que conlleva estipular derechos de propiedad bien definidos, sinónimo de privados y sagrados, condición de posibilidad para un mercado donde los precios fluctuan. Esta explicación en términos de coste/beneficio no es sino la extensión al conjunto de la sociedad de las ideas de Ronald Coase sobre la naturaleza de la empresa. Según Coase, una empresa no se organiza según criterios puramente capitalistas, pues en ella el poder tiene valor pero casi nunca precio: una secretaria no puede comprar el puesto de mando a su jefe con el dinero con que compra la ropa en el H&M por la sencilla razón de que —como dice Spiderman— un gran poder conlleva una gran responsabilidad, entendiendo por responsabilidad una información confidencial o un savoir faire cuya transmisión a la secretaria supondría más costes que beneficios.[2] Esta sería la reconstrucción racional de por qué la división del trabajo y la promoción a ciertos cargos dentro de las empresas responden a una lógica feudal o patriarcal, basada en la honra de la esposa, la lealtad del vasallo y la virtud del princeps, por la misma razón que la reciprocidad y la redistribución han sido formas de transacción dominantes tanto tiempo según North: porque es más barato mantener ciertos equilibrios sociales que garantizan el carácter previsible del intercambio económico a introducir el cash nexus como única forma de informar y negociar sobre sus condiciones.
      El problema de esta propuesta es que la transición a la economía de mercado de buena parte del globo no puede explicarse como una mejora paulatina de condiciones tecnológicas que facilitasen la coordinación entre agentes económicos, abaratando la negociación del intercambio una vez informadas ambas partes sobre la oferta y la demanda realmente existente. Por el contrario, la mayor parte de las infraestructuras que facilitaron la llegada del capitalismo se construyeron en un momento económicamente inapropiado, cuando todavía distaban mucho de ser inversiones rentables, razón por la cual fueron realizadas por el Estado, porque nadie en su sano juicio arriesgaría su propio capital en una empresa tan ruinosa como el imperialismo occidental o los ferrocariles americanos. Salvo que uno realice el cálculo a largo plazo, momento en que el análisis coste/beneficio deja de funcionar como guía para la acción atomizada propia de los agentes del mercado, pues aquí quien carga con los costes del despegue capitalista no es la misma persona (o clase social) que percibe los beneficios, como demuestra la necesaria intervención manu militari del Estado, el capitalismo —según la nueva escuela de historia económica— no debería haber surgido entonces. Tal vez nunca.
      No obstante, la hipótesis de Polanyi sobre el carácter puramente novecentista de la economía de mercado es tan débil que podría refutarse acudiendo en exclusiva a ejemplos previos a Homero de comercio (en ocasiones intensivo) de las llamadas mercancías ficticias: la tierra, el dinero y el trabajo; productos cuya compra/venta según precios de mercado genera —según Polanyi— un doble movimiento de protección contra la propia noción de mercado. La gestión de la tierra según el principio de la oferta y la demanda comienza, dice Ponlanyi, con los fisiócratas y tiene como respuesta defensiva la Revolución Francesa, entendida como un movimiento de pequeños campesinos que buscan una salida colectiva a la expropiación de la comunidad rural originaria: el reparto del terreno en parcelas modestas.[3] Pero resulta que la compra/venta de los terrenos agrarios fue bastante común en todos los periodos de Mesopotamia con la salvedad de la tercera dinastía de Ur (2112-2004), donde la transacción de derechos de propiedad se realizaba en presencia de testigos, como registran hasta 40 papeles del archivo real de Ugarit, y el regimen comunal agrario fue una respuesta bastante tardía a la imposición de una fiscalidad compartida por parte del Estado.[4]
      Polanyi sostiene que la conversión del trabajo en una mercancía tuvo lugar con las Poor Laws de 1834, que eliminaron el sistema Speenhamland (1795) que garantizaba un ingreso mínimo a trabajadores y desempleados por igual, financiado sobre todo por la clase media y ajustado a la inflacción de salarios y precios. Un ensayo del Impuesto Negativo Sobre la Renta (muchos pequeños burgueses quebraron por culpa del subsidio y pasaron de pagarlo a recibirlo) que La gran transformación tacha de «paraiso para idiotas» porque conlleva un círculo vicioso de vagancia y productividad laboral decreciente que conduce en última instancia a perder el respeto por uno mismo, viviendo de la caridad estatal en lugar del esfuerzo propio. El fiasco de esta Renta Básica del Pobre tuvo como resultado la demonización (hasta 1914, militarismo obliga) de la ayuda estatal como panacea universal aparente por parte de un proletariado que «casi pierde su forma humana en el intento» de tener un derecho pagado a la vida.[5] Pero Polanyi confunde, como señala Yann Moulier Boutang, la causa y el efecto en su propia teoría: la única forma de entender Speenhamland es como reacción (o doble movimiento) ante un mercado de trabajo cuyo origen Polanyi debería situar, como poco, antes de 1834.[6]
¿Cuándo? Volvamos a Babilonia: en las leyes de Eshnunna se estipula que los precios del mercado de alquiler de esclavos deben reflejar el coste de oportunidad, o como solía decirse en el segundo milenio a.C.: «Si un hombre no tiene poder sobre otro, pero retiene a su esclava, el dueño de la esclava ha de jurar por [algún] dios: “No tienes poder sobre mi”; y debe darle tanta plata como [cueste] emplear a la esclava»[7]. Resulta curioso que Polanyi diga que la libertad de contratación amenaza la reproducción y el mantenimiento de la fuerza de trabajo, ¿acaso la esclavitud o la servidumbre era mas benigna con las amas de casa? Es el problema de concebir la sociedad como un todo cerrado orgánico, que no contempla la posibilidad históricamente acontecida de una casta de esclavistas que repongan cada generación de mano de obra mediante el saqueo de poblaciones limítrofes. He aquí una situación de equilibrio, sin necesidad de doble movimiento.
      En cuanto a la tercera mercancía ficticia, el dinero, Polanyi retrasa la aparición de la moneda acuñada con propósitos comerciales hasta el siglo VI a. C., porque se supone que antes cumplía una función meramente simbólica de representación del valor ligado a una autoridad política. Sin embargo, los documentos atestiguan que durante un periodo de cincuenta años Assur, una ciudad del 1800 a.C., llegaba a transportar en burro 80 toneladas de estaño, que combinadas con 720 toneladas de cobre según la ratio habitual (9:1) habrían dado para 800 toneladas de bronce.[8] Resulta ilusorio pensar que tanto dinero carecía de una función monetaria autónoma de la autoridad política que la acuñaba, como atestigua la presencia del mismo metal como moneda de cambio en Capadocia, Mesopotamia y hasta el Génesis 23: 12-18, donde Abraham adquiere un lote de tierra a cambio de plata.[9]
      La lista de enunciados refutables de Polanyi podría ampliarse sin término. Por ejemplo: pensaba que el intercambio de mercancías, igual que la fundación de las colonías, fue primero un negocio de larga distancia, quizás porque el mercado interno parece más facilmente controlable por la autoridad política fuerte que el austriaco tenía en mente cuando pensaba en Hammurabi. Sin embargo, el estudio en paralelo de la contabilidad de tres mercaderes que hicieron sus balances comerciales en la misma ciudad de Mesopotamia revela que, en términos de plata contante y sonante, el 89,6% de los bienes adquiridos eran de origen local.[10] También resulta ilusorio imaginar que los mercaderes eran empleados de los monarcas que comerciaban sobre seguro en base a acuerdos precios sobre los precios, cuando existen cartas de reyes asirios molestos por el coste en estaño que implica comprar un caballo (siglo XVII a. C.) y el papir Lansing distingue claramente entre los empleados del faraón que recaudan impuestos (modelo de economía redistributiva) y los maestros del comercio que «descienden la corriente y están tan ocupados como el cobre, llevando bienes [de] una ciudad a otra, ofreciendo a cada quien lo que no tiene»[11].
      Para no extenderme más, quisiera terminar copiando dos cartas que un campesino egipcio llamado Hekanakht escribió a su familia en algún momento del siglo XXI a.C., porque cuestionan muy bien el prejuicio sobre la solidaridad mecánica de los antiguos, la idea de una economía basada en el status social, por completo ajena a los cálculos marginales de utilidad, el individualismo propietario y el culto al esfuerzo individual que, según algunos, sería una simple ficción inventada por cuatro filósofos británicos:

Carta I.
¡Cultiva con energía! ¡Ten cuidado! Mi siembra debe ser conservada; toda mi propiedad debe ser conservada. [...] Tienes que enviar a Nakht y Snebnut, los hijos de Heti, a Perhaa a cultivar x arouras de tierra alquilada. Habrán de tomar su alquiler de la tela que está tejida donde estás. Pero si se ha vendido el farro que está en Perhaa, deben pagar [la renta] con el pago del grano, para que así no tengas que preocuparte con la tela de la cual digo: "Téjela, y habrán de llevarla para venderla en Nebesit, y habrán de alquilar tierra por su precio." [...] A cambio de las cosas que los hijos de Heti harán para mi en Perhaa, les he asignado una ración para no más de un mes, en total h3r de cebada norteña, y también he asignado una segunda ración de 5 hk3t de cebada norteña a entregar a sus dependientes el primer día del mes. Si superas este límite, se considerará una malversación por tu parte.

Carta II.
Solo habrás de darle esta comida a mi gente mientras trabajen. ¡Ten cuidado! Sacha todos mis campos, tamiza (¿el grano sembrado?) con el tamiz y el hacha, pon tu nariz en el trabajo. Si lo hacen con energía, darás gracias porque no tendré que regañarte. [...] ¡Con energía! Estás comiendo mi comida. [...] He generado 24 deben de cobre con el alquiler de la tierra que Sihator te llevará. Tengo 20 (?) arouras de tierra cultivada para nosotros en Perhaa junto a Hau el Joven por (el pago) del alquiler con cobre, ropas, cebada norteña o cualquier cosa, pero solo cuando hayas vendido el aceite y todo lo demás.[12]





[1] North, D. (1977), “Markets and Other Allocation Systems in History: The Challenge of Karl Polanyi”, Journal of European Economic History, 6 (3), p. 704.
[2] Coase, R. H. (1937). “The Nature of the Firm”, Economica 4 (16), pp. 386–405.
[3] Polanyi, K. (1977), The Livelihood of Man. Nueva York: Academic Press, pp. 6-7.
[4] Gelb, I.J. (1971), “On the Alleged Temple and State Economics in Ancient Mesopotamia”, Studi in Onore di Eduardo Volterra, 6, pp. 137-54; Leemans, W.F. (1975), “The Role of Land Lease in Mesopotamia in the Early Second Millenium”, Journal of the Economic and Social History of the Orient, 18, pp. 137-38; Yaron, R. (1958), "On Defension Clauses of Some Oriental Deeds of Sale and Lease from Mesopotamia and Egypt”, Bibliotheca Orientalis, 15, pp. 15-22.
[5] Polanyi, K (1992), La gran transformación, México DF: FCE, pp. 128-164.
[6] Moulier-Boutang, Y. (2006), De la esclavitud al trabajo asalariado, Madrid: Akal, pp. 486-534.
[7] Yaron, R. (1969), The Laws of Eshunna, Jerusalén: Magnes Press, pp. 183-85
[8] Larsen, T. (1976), The Old Assyrian City-State and Its Colonies, Copenhage: Akademisk Forlag , p. 89.
[9] Smith, S. (1922), “A Pre-Greek Coinage in the Near East?”, The Numismatic Chronicle, 2, 176-185; Oppenheim, A.L (1954), “The Seafaring Merchants od Ur”, Journal of the American Oriental Society, 74, p. 10; Lipinsky, E (1979), “Les temples néo-assyriens et les origines du monnayage”, State and Temple in the Ancient Near East, Leuven: Departament Orientalistiek, p. 568.
[10] Snell, D.C. (1982), Ledgers and Prices: Early Mesopotamian Merchan Accounts, New Haven: Yale University Press, p. 49.
[11] Blackman, M.A. & Peet, T.E (1925), “Papyrus Lansing: A Translation with Notes”, Journal of Egyptian Archaeology, 11, p. 290.
[12] Baer, K. (1963), “An Eleventh Dynasty Farmer's Letters To His Family”, Journal of the American Oriental Society, 83, pp. 2-9.

[Publicado originalmente en Encrucijadas. Septiembre 2014.]