3 de mayo de 2015

Nos mudamos.

He importado todo el contenido de Castra Castro a Tumblr. Blogger me asfixiaba. Este es el cuarto cambio de dominio que realizo desde que empecé con esto de los blogs en el invierno de 2006. Nunca es tarde para volver a intentarlo de nuevo. Seguimos publicando en:


29 de abril de 2015

Hegemonía y contracultura.

Aquí tenéis el audio de mi intervención en el programa de Agitando Conciencias dedicado al asunto de la hegemonía contracultural, junto a todo el personal de OMC Radio y Lucía Morales, quien habló especialmente sobre temas de género mientras yo hablaba del empoderamiento de la mujer en la sección femenina de la Falange (una cantada que fue calificada por Lucía de kitsch) al mismo tiempo que realizaba un elogio del servicio postal público, siendo los carteros los únicos funcionarios con los que uno termina encariñándose después de tantos libros adquiridos por correo. Muchas risas y anécdotas personales, para variar.

16 de marzo de 2015

Artistas que (según dicen) trabajan sobre la Unión Europea.

Dicen las malas lenguas que la Fundación Miró es el segundo centro de arte que más visitas recibe en España después del Museo del Prado porque tiene un pacto faústico con las agencias de viajes y con las rutas escolares, que no paran de fletar autobuses en dirección a Montjuïc. De este modo, el lugar que ocupa la fundación respecto de la economía política de Barcelona (instrucción pública + turismo de masas) es el mismo que ocupó el pintor respecto del franquismo: un lugar apartado y acastillado, pero en última instancia cómplice con la situación.

Esta simbiosis se volvió a mostrar el pasado jueves en la inauguración de Prophetia, una exposición colectiva comisariada por Imma Prieto sobre las “bases filosóficas e ideológicas de Europa”, que según ella son “el rapto, la correspondencia o la reciprocidad y la responsabilidad”, una mezcla de mitología de la ESO y wishful thinking diplomático lo bastante vaporosa como para poner juntas churras y merinas, 24 artistas que nada tienen en común salvo haber nacido en el viejo continente. Aceptamos Río de Janeiro, donde nació Luiz Simoens, como viejo continente.

300 personas hicieron cola el jueves para asistir a la performance de apertura, que consistió en hacer estallar copas de vino tinto emitiendo un pitido fuerte y agudo, que a punto estuvo de perforarnos el tímpano. Tal sordera hubiera sido una metáfora muy bonita del momento. De no ser por las bebidas y canapés que sirvieron los organizadores, la prueba del algodón de este tipo de eventos, que en esta ocasión fueron unos discretos picolines con cerveza, cualquiera diría que el arte contemporáneo goza de buena salud por estos pazos.

Pero a veces los fallos son aciertos. Una de las piezas conceptualmente más interesantes de la exposición, el reloj de pared de Pelayo Varela, cuyas manecillas van arañando unos extractos de la carta de los derechos de autor a nivel europeo, una reflexión sobre la erosión de la propiedad intelectual con el paso del tiempo, no tenía pilas la noche del estreno, con lo que se convertía en una pieza aun más interesante. Una alegoría del dontancredismo que caracteriza a los gobiernos europeos, que confunden la falta de voluntad con el laissez faire y el liberalismo con la impotencia: un reloj quieto, igual que un presidente que no hace nada, al menos acierta a dar la hora bien dos veces al día.

Un tema recurrente de la exposición es el E pluribus unum, la unidad en la pluralidad que ha caracterizado al continente desde la caída del Imperio Romano hasta nuestros días, en que las diferencias religiosas, idiomáticas o simplemente administrativas siguen siendo un motivo para inventarse tradiciones nacionales y levantar fronteras estatales. Hablamos de sentir los colores. Chus García Fraile presenta una vidriera, Cuestión de fe, donde las teselas son banderas de distintos países, que forman un mosaico tan colorido como carente de sentido más allá de las pasiones puntuales (agonísticas y dialécticas) que despiertan. Daniel G. Andujar recorta en un círculo el escudo de la RDA, un país que fue literalmente anexionado tras la caída del muro de Berlín, en una clara referencia al motivo central de la bandera nazi. Y Nuria Güell, una sospechosa habitual en este tipo de propuestas políticamente comprometidas, expone una carta formal donde reclama la condición de ciudadana apátrida.

Entre las obras descontextualizadas, que son demasiadas como para enumerarlas todas, destaca el McGuffin de la muestra: un vídeo de Anri Sala sobre el prestigio que tiene la Unión Europea en países como Albania. También cabe señalar Blinda, de Jorge García, unas palabras de neón sobre una valla enrollada que refieren la peculiar relación que mantiene la OTAN respecto de la UE en tanto que gigante económico, enano político y gusano militar. Y la torre inclinada de libros pintados de negro que muestra Avelino Sala, una continuación de sus trabajos sobre la literatura como trinchera, en la estela de los combates que tuvieron lugar en la Complutense durante la Guerra Civil, rematando el asunto en este caso con una figura de plomo y un grafiti que reza Sapere aude!, la llamada a atreverse a aprender de la Ilustración alemana.


Rematando rápidamente y resumiendo muchísimo, Prophetia es una buena muestra de las diferencias abismales que existen entre los países que forman la Unión Europea, diferencia que en este caso se evidencia en la irrelevancia de los artistas extranjeros en comparación con los locales, fruto del mucho abarcar y poco apretar que marca de fatalidad al comisariado de Imma Prieto. Estamos ante una amalgama apresurada de algunos de los nombres (llamémosles emergentes) que han marcado la agenda artística de lo que va de siglo. Una suma de individualidades que solo alcanza a profetizar la genialidad o la incompetencia que cada uno tenga en solitario.

5 de marzo de 2015

Desenladrillar el Reino de España.

Las fotografías de Ignacio Navas invitan a reflexionar sobre ciertos universales antropológicos. El problema de la identidad, la reconstrucción del pasado o los límites de la sociabilidad son algunas cuestiones modulares que atraviesan unas imágenes cargadas de potencial nostálgico. Tengo la suerte de conocer a Navas en persona desde mucho antes que comenzara a mostrar sus obras en el circuito artístico oficioso y puedo indicar, cuan hipster que percibe como su cantante marginal de juventud llega a triunfar entre el público masivo, viéndose rodeado de advenedizos que llegaron a comprender —tarde y mal— el potencial de aquella joya en bruto, que Navas lleva desde el principio interesado en salir a cazar la realidad bajo un encuadre.1 Esta vez tarde y mal significa veintitrés primaveras, la edad que tenía Navas cuando —hará casi doce meses cuando salga este texto— expuso en la galería Ponce + Robles, el artista más joven del catálogo. Desde aquella primera vez se ha ido ganando, gracias a premios y artículos que subrayan la calidad de su apuesta, un huequito entre las jóvenes promesas, epítome que puede resultar incluso injusto cuando hablamos —como es el caso— de una obra cuyos frutos tienen lugar en el presente, sin necesidad de vaticinar una potencia a realizar mañana o pasado.

Navas refleja mejor que nadie las virtudes de abandonar la universidad cuando viene siendo tiempo de empezar la carrera profesional. En concreto, Ignacio Navas compatibilizó los estudios universitarios con sus estudios en Blank Paper, y luego estuvo en Berlín como asistente del ínclito Andrés Marroquín Winkelmann. Su lema vital («Ofrecer en lugar de pedir») nada tiene que ver, como pueden imaginar, con las facultades de Bellas Artes. Entrar hecho un pincel y salir como una brocha, todo ello gracias a la ayuda de profesores castrantes y programas de investigación sin especialización vocacional, viene siendo la tónica habitual de estos espacios académicos normalmente claustrofóbicos. Tomen buena nota, jóvenes, pues estamos hablando del drama de la educación española, el hecho de puntuar bajísimo en las estadísticas internacionales, lo cual quizá tenga tanto que ver con las limitaciones del presupuesto cuanto con —valga la redundancia— las pocas ganas de ganarse las habichuelas por cuenta propia.

También recuerdo arruinar la primera exhibición (o quizá fuera la segunda) de este artista en Madrid. Estábamos presentando la inauguración unos colegas escritores cuando un servidor, a la sazón maestro de ceremonias del encuentro, tuvo de improviso una ocurrencia romántica que —resumiendo muchísimo— implicaba dibujar una silueta a carboncillo sobre las proyecciones fotográficas mientras continuaba perorando sobre cuarenta filósofos sin ninguna relación superficial (o profunda) con la obra del agraviado inopinado de Ignacio Navas. Tuve que frotar luego los restos de mi pintada pedante. Aprendí entonces el valor de una imagen. También la importancia de (i) conceder la palabra a las obras mismas, expresión repetida varias veces en este ensayo; (ii) hablar desde la apariencia inmediata que generan, una fenomenología de la recepción ignorante; (iii) olvidar las grandes teorías, cosa que haré como pueda en este ensayo.

Según el modelo oficioso de exposición ensayística, tendría que haber dicho hace tiempo las señas del artistas, en lugar de hablar nuestra relación personal o exponer mis intenciones ensayísticas; lo hago ahora, cumpliendo las obligaciones del teórico seriote, siguiendo de ahora en adelante el principio kantiano-baconiano (De nobis ipsis silemus): nacido en Tudela (Navarra) hacia 1989; adolescente tudelanos, estudiante madrileño con amistades variopintas, migrante español en Berlín, retornado a Madrid (para una buena temporada, esperemos), trabaja ahora mismo como freelance —eufemismo anglosajón para la precariedad de la vocación creativa— utilizando su cámara y su mirada; Ignacio Navas tiene la ventaja de ser la primera persona a la cual tengo el recuerdo de haber escuchado pronunciar la palabra epistemología. Una vez hechas las presentaciones vayamos a las obras mismas.

I.
Nuestro fotógrafo resulta conocido2 gracias a sus trabajos sobre la identidad personal y la construcción del pasado. Obtuvo especial fortuna el proyecto Yolanda, una reconstrucción tremendamente interesante en términos historiográficos, pues sitúa bajo una óptica visual aquello que pensamos en términos de relaciones abstractas. ¿Cómo ahondar en el concepto de familia? No basta con tirar aquí de la orla, la foto de grupo. Tampoco resulta suficiente el recurrir a esquemas de carácter arbóreo. El objetivo consiste en trabajar la ausencia desde ella misma. Hacer visibles los pasados hipotéticos que nunca tuvieron existencia, aquellas realidades paralelas que quedaron apartadas, las migajas dejadas sobre el mantel de la Historia. Aunque el revoloteo retórico propio de nuestro ensayo pueda llegar sugerir determinadas trascendencias intelectuales, tenemos que despejar cualquier sospecha de petulancia acerca de las intenciones del artista. La idea de Navas tiene mucho cotidiano, poco intelectual. Todo empieza, según dice Tania Pardo en su descripción para Exit, “cuando Ignacio Navas descubre en una fotografía de su propio bautizo la existencia de una joven desconocida que le sostiene en sus brazos”. A partir de este punto, momento de anagnórisis, la búsqueda del quién, del cómo y del cuándo devienen en la fuerza motriz de la vocación de reconstruir el ayer desde sus ruinas. Responder a los interrogantes principales tanto de la filosofía como del periodismo (¿cómo se llamaba esa mujer?) implican un proceso retrospectivo de construcción donde los límites entre la realidad y ficción quedan puestos entre paréntesis.

“Una serie de fotografías domésticas extraídas de álbumes familiares se entremezclan con las imágenes producidas actualmente por el joven fotógrafo en aquellos lugares que se convirtieron en el escenario donde se desarrolló la vida de esta joven. Una historia cargada de guiños generacionales, retazos de una vida truncada. Un relato cargado de una gran contención emocional”, según el preciso análisis que elabora Pardo, cuyo juicio sobre el proceso resulta acertado en tanto subraya la presencia indeleble de Gabriel, pareja de Yolanda y tío de Ignacio, quien también colabora en la verosimilitud de la reconstrucción de los escenarios ofreciendo su particular archivo fotográfico. Y sus declaraciones, pues tras cada imagen familiar se esconde una historia de adicción a las drogas (Yolanda muere en 1996 de SIDA). Una fotografía que cualquier instagramer desaprensivo hubiera etiquetado como #cute, la silueta de Gabriel andando en mangas de camisa sobre unas montañas nevadas, resulta encubrir un intento de escapada, unas ganas terribles de huir de uno mismo: “Con la pasta que me he gastado —declara Gabriel entrevistado por Ignacio— no he disfrutado de unas vacaciones en mi vida. Todas las vacaciones íbamos a intentar dejar la droga. Cuando vas a desengancharte, el mono. No te apetece nada, estar a todo trapo y no poder disfrutar de ello. No hemos hecho más que perder el tiempo, el dinero, perder la vida y malgastarlo todo.” ¿Qué cabe añadir sobre la fotografía hogareña donde los ojos rojos del cocker spaniel, el perro de Yolanda y Gabriel, distraen la atención del papel aluminio y los mecheros, situados entre botellas de kas naranja? La propia imagen sugiere, sin necesidad de acudir a La carta robada de Edgar Allan Poe, todas las reflexiones que pueda imaginar sobre la capacidad que tenemos de esconder verdades ocultas visibles a plena vista de todos. La obscenidad también puede cegar. En la composición resultante apenas resulta posible distinguir qué fue pasado efectivo, dónde comienza la imaginación retrospectiva, cuánto puede atrapar una imagen que versa sobre lo no sido.

Entre las imágenes que componen Yolanda destaca aquella donde nuestra estimada protagonista aparece tomándose una fotografía en el espejo. Ignoramos si estamos ante un robado natural o se trata de una captura posada. ¿Acaso importa la diferencia? El mismo gesto de hacerse visible ante una superficie reflectante, la propia acción de pensarse enajenado sobre el cristal, la voluntad de inmortalizar el momento fugitivo, implican para empezar un conjunto de registros dramáticos, una batería de disposiciones hacia la alteridad que vuelven estúpida —así las cosas— la mismísima distinción. Aprecio en concreto esta imagen porque también quisiera percibir en ella una suerte de broma, uno de los guiños citados por Tania Pardo, pero justo en la dirección contraria a la esperable hablando de los años 90. Lejos quedan las referencias a David Bowie flanqueado por brillantes katanas, el triángulo de los coches viejos entre la luna y la ventana del copiloto, o el mal trago de quedar rapado para la mili. Lo interesante del mentado autorretrato en el cuarto de baño estriba en la capacidad de aventurar las estrategias para la construcción de la identidad especular hegemónica hoy día, cuando la presencia asfixiante de las cámaras digitales y los móviles de novísima generación hacen que nadie pueda escapar, ni siquiera Scarlett Johanson, a la sentencia del tribunal supremo llamado imagen reflectante sobre una superficie.

II.
En algunos trabajos aparece la faceta documentalista —si se me permite el insulto— de Navas. Es el caso de Linde, una colección de los instantes atrapados en los bajos fondos, una serie de rostros donde habita el vaciamiento,3 unos espacios que cualquier pedantote podría confundir con los no lugares. Como nuestro ensayo implica una redacción sin nombres propios, como compete a unas imágenes en blanco y negro —sin pie de foto— donde los sujetos muestran su carácter a través del anonimato, vamos a ahorrar también a los lectores la reflexión número 647 sobre Marc Augé y sus sobrevaloradas publicaciones. Nos interesa llamar la atención sobre el detalle, tampoco porque busquemos reproducir los conocidos pasajes de Roland Barthes sobre el punctum, reflexiones conocidas por cualquiera que alcance a leer este texto hasta aquí mismo, lugar donde tengo que confesar que Linde me resulta interesante justamente por los aspectos urbanos que entran en juego desde el fondo del plano, comenzando seguramente por las personas mismas, sin que nadie repare en ellos.

Para nada quiero restar importancia a las figuras centrales, las que terminan llenando el encuadre de contenido emocional, como sucede en la fotografía del semáforo con esa niña cuyas trenzas son —junto a su mirada cabizbaja de 1.000 metros— los protagonistas indiscutibles del escenario. Nada más lejos de mi voluntad que rechazar el interés objetivo que tienen estas postales sociales, los retratos de costumbres recogidos por Ignacio Navas, las señoras bailando delante de la cámara. Es cierto que las conexiones visuales sugeridas tienden muchas veces a incurrir en un simbolismo trasnochado, como sucede cuando las ramas de los árboles cercadas por una barandilla buscan sugerir la ausencia de libertad, pero estamos hablando de casos puntuales, altibajos dentro de un catálogo que termina arrojando un poderoso contrapunto entre fotos del montón y algunas imágenes singulares. ¿Qué razón tiene Ignacio Navas para retratar tantas veces abrazos perdidos en mitad de la calle? ¿Qué provecho creativo atesoran estos instantes efusivos? Además de excitar el lagrimal del respetable, ¿qué función pueden llegar a desempeñar estos truncados instantes de privacidad? 4

Volviendo a nuestra cuestión, el fondo del plano, quisiera llamar la atención sobre detalles triviales como las luces de la ciudad, esas farolas que cualquiera podría tomar desde lejos por luciérnagas, aquellos insectos iluminados por si mismos de los cuales hablaba Pier Paolo Pasolini cuando buscaba reflexionar acerca de la ilustración ciudadana autogestionada, la habilidad que estaban perdiendo los ciudadanos italianos de brillar con luz propia, todo ello gracias a la decadencia de la existencia comunitaria. ¿Y qué decir sobre las inopinadas construcciones geométricas que terminan componiendo varios coches aparcados? Quien tuvo coches para jugar cuando niño bien sabe que los desórdenes, vistos desde un punto de vista privilegiado, también responden a una voluntad sugerida o premeditada. Esta ilusión teleológica, la creencia sobre la existencia de una intención, pero también la sensación de vulnerabilidad que transmite —entre otras muchas cosa— un caballito eléctrico ignorado por los jinetes infantiles, están siempre detrás de las fotografías de Ignacio Navas.

El fotógrafo consigue arrojar sentido sobre unos barrios que carecen del mismo.5 Los programas urbanísticos madrileños, cuya concreción sobre el terreno estamos intentando retratar en imágenes y con palabras, son el epítome del despropósito organizado electoralmente, una expansión enladrillada (¿quién la desenladrillará?) cuya musculatura económica está en baja forma desde 2008. Mientras esperamos el reverdecer de la confianza mercantil, según reza el broteverdismo inopinado y manirroto de los representantes parlamentarios, nuestro Godot personal, podemos interrumpir un momento el sálvese quien pueda, contemplar las fotografías de Ignacio Navas, una mirada a tomar en serio —ya seamos pescados o pescadores— cuando arrecian tiempos revueltos como los nuestros.

[Publicado originalmente en Atlántica. Febrero de 2015.]
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1 Sería ciertamente lamentable el mantener en privado los comentarios, discrepancias y reflexiones que Ignacio Navas ha formulado a las cuestiones desarrolladas en el cuerpo del texto. Vamos a otorgar cierto espacio aquí abajo para que el artista pueda hablar con voz propia. La idea sería que estas notas quedaran como señales de humo contra el misunderstanding del crítico sabiondo o —mejor dicho— como posibilidades alternativas de interpretación. Sobre la peliaguda cuestión de «cazar la realidad bajo un encuadre» señala en concreto Ignacio Navas su discrepancia intelectual: «Estoy un poco en contra de este tipo de idea de la fotografía como cazar/capturar/sinónimos mix. Es algo que ha sido superado ya y ahora la fotografía está en otro punto, los fotógrafos tenemos otras necesidades, es casi un tópico para hablar de fotógrafos. A mi particularmente me gusta pensar la fotografía como una excusa para irse de aventuras. Una herramienta para embarcarse en búsquedas o procesos que de otro modo serían bastante complicados de llevar acabo. Y el hecho de hacer públicos esos caminos que he recorrido es compartir. No consiste en decir esto es así, sino más bien en crear un mapa done cada persona que quiera entrar a recorrerlo lo haga como quiera, llegando al punto que quiera navegando en mis imágenes. Es precioso construir nuevas visiones del mundo desde esas premisas.»

2 <<Conocido... bueno supongo que sí. He tenido suerte, he trabajado mucho y estoy muy agradecido a muchas personas que han confiado en mi trabajo y lo han apoyado. Pero no olvides que solo he publicado dos trabajos, no se si es la mejor forma de hablar de alguien que esta empezando. Pero no lo malinterpretes, agradezco mucho el gesto.>>

3 El artista considera peliagudo el término vaciamiento por el contrario apropiadas las expresiones «limbos emocionales» o «contención emocional» para designar estas honduras psicológicas muchas veces impenetrables para la cámara. Y sigue: «No son los bajos fondos, es la periferia madrileña. Fui a lugares como el Barrio del Pilar o La Gavia porque están completamente desprovistos de una identidad visual fuerte, la vida cotidiana tal cual, sin ningún tipo de decorado. Es muy visible la linde emocional en este contexto, esos estados en los que nos sumergimos las personas y que al final se acaba filtrando al entorno y configurándolo, al igual que guían una gran parte de nuestras decisiones vitales. Entiendo lo que quieres decir pero creo que puede malentenderse, hay un vacío en los lugares (algunos eran de reciente construcción y todavía no había ni farmacias, todavía no había vida de barrio pese a haber gente viviendo allí), pero no en ese sentido, el de los rostros de los que hablas ¿Quien soy yo para decir que una persona que apenas conozco esta vacía? ¡Por favor espero que nunca caiga en eso!.».

4 «La rama de los árboles —apostilla Ignacio Navas— No dejan de ser ramas de arboles alado de una barandilla, nunca pretendí evocar nada como al ausencia de libertad que hablas. Simplemente es mostrar lo feo, el descuido y la dejadez que está arraigada en muchos rincones de estos lugares. Hablando con un comisario de fotografía me dijo que le encantaba cuando fotografiaba cosas que ocurrían en la parte de abajo de los edificios, ese sitio que parece ser que todos los arquitectos descuidan, pero paradójicamente es lo más cercano, me parece muy acertada la observación. Ese simbolismo creo que no está ahí.». ¿Qué vino primero, el huevo o la gallina, los sucesivos booms inmobiliarios o la fragilidad de las relaciones personales? Comienza un meritorio ejercicio de humildad por parte del fotógrafo: «Linde fue mi primer pasito en la fotografía. Un proyecto que surgió cuando estudiaba en Blank Paper, para mí fue un proceso de aprendizaje y una forma de posicionarme como fotógrafo. Una forma de delimitar las áreas donde quería trabajar partiendo de esa gran selva que es lo más cercano: la cotidianidad». «Como todo aprendiz, era torpe, pero las cosas se aprenden haciéndolas». «Fue un proyecto hecho desde la intuición, desde el atreverse, la inocencia y las ganas de aprender. Igual que la experiencia al publicar un primer fanzine, con la arrogancia sana que supone» ¿Y qué pasa con los abrazos? «No era una cuestión de excitar el lagrimal (aunque todo el trabajo tenga un punto emocional) sino de crear un ritmo, unos ecos visuales con la idea de linde, un abrazo también es un límite en cierto modo. Aunque sí es cierto que ahora cambiaría muchas cosas del proyecto, está mal editado, mal secuenciado y por consiguiente con una narrativa torpe... aprendizaje»

5 <<No se si los barrios carecen de sentido. No me gusta tomar a nadie por tonto y supongo que estos barrios cuando se planificaron tuvieron el sentido que tuvieron o trataban de responder alguna necesidad (o interesaban a alguien) y ahora están ahí>> corrige Ignacio Navas, «A mi me sirven de excusa, de escenario, para fotografiar e indagar en intereses o curiosidades que tengo». En relación a este último aspecto me comenta Ignacio Navas un documental (El siglo del individualismo), una entrevista (de Jordi Ébole a Arturo Peréz-Reverte) o la obra de Jirō Taniguchi. Y remata: «Ernesto, me gusta mucho el título de tu artículo porque no era consciente pero de alguna forma es cierto que mis proyectos (sobretodo los que te comenté que estoy trabajando ahora) no se dirigen a hablar de lo que esta pasando, de los ladrillos, sino de lo que cubren esos ladrillos, pero desde lo más cotidiano, lo más nimio, pero al final es lo que más nos importa. Hace poco leí una entrevista de Javier Krahe comentando el famoso "España es el país del pelotazo: enriqueceos". Somos la generación hija de esa idea. >>

2 de marzo de 2015

Tres poemas.

[Estos son los tres poemas de mi primer y último poemario hasta la fecha Árbol de Navidad (inédito, 2007-2010) que leí en el primer encuentro español de los perros románticos el pasado viernes 27 de febrero de 2015 en el Café Moderno de Madrid, como el poeta jubilado que soy, alguno de los cuales ya se habían publicado previamente en la antología Tenían veinte años y estaban locos (La Bella Varsovia, 2011).]

Ser fiel es fingir que el tiempo no existe.


A través de las persianas

mirando los coches cuyos faros cruzan 
la pared del dormitorio
me doy cuenta del tiempo que las uñas 
de los dedos de las manos y los pies
y el pelo, en general, por todas partes
llevan creciendo, cada día más y más
sucios, sin mi consentimiento.


Axiomas.


Amar la distancia,

decir la verdad
y prenderse fuego.

Será como viajar a otro país 

con cara de loco.
Encontrar una foto. Será 
como ser fiel y solo fiel
a no ser reconocido.

Ya sabes: como un viejo remordimiento

o un vicio absurdo

Las imágenes pasan 

y pasan
sin pensárselo demasiado.


Árbol prohibido.

Prohibido tocar. Gracias.

Los hombres elevan la espiga y la espada

allí donde alzaron venganzas.
Donde está la geometría ebanista.

Limando esquinas de la escena.


El andamiaje inyectando por su piel

el rito. Regalando el ojo extraño al fuego.
Tejidos a los altos de sus torres. 

Los hombres. Sacrificad el miedo.


Son cristal o diente. Ausencia de coma.

Son casi nada o casi todo. Son
el signo que marca su objeto. Son

el fruto a la necesidad de ser pensado.

28 de febrero de 2015

Haya paz entre galeristas.

Se calcula que Leibniz escribía a caballo y dormía una media de tres horas del mismo modo que se calcula que Santo Tomás rellenó diez folios diarios desde el momento mismo de su nacimiento hasta el de su defunción: a ojo de buen cubero. Siguiendo el mismo criterio de vaguedad, Jacobo Siruela[1] ha bautizado ‘Casa Leibniz’ a una exposición paralela a ARCO donde las galerías están agitadas pero no revueltas, compartiendo espacio pero no negocio, primero paz y después gloria, aunque Leibniz, el filósofo de la mathesis universalis, que escribió prácticamente sobre todo, que tiene hasta unos tratados de cocina muy sabrosos, no escribiera ni una sola línea de valor sobre arte. Ni falta que hace. Una serie de chicos de los recados teóricos (Germán Huici, Marcos Giralt Torrente, Javier Montes, Oscar Alonso Molina, Estrella de Diego y Enrique Vila-Matas) se han encargado de confeccionar el nuevo traje del conde de Siruela: las cartelas de la exposición.

Unos (Montes, Alonso Molina) salen por peteneras hablando de galaxias y callando de galerías; otros (Giralt Torrente, Vila-Matas) cumplen satisfactoriamente su papel y otros, los redactores de catálogos de a duro la página, emborronan caracteres con espacios repitiendo el primum vivere deinde philosophari de toda la vida del Señor (Huici: “Frente a la labor del crítico archivista que organiza el arte en estilos, esquemas y rankings, seriándolo, difuminando la experiencia, se levanta la obra ofreciendo resistencia, esperándonos, pidiéndonos que posemos sobre ella nuestros ojos, que dejemos inundar por su presencia”; de Diego: “Gastar y malgastar el tiempo otra vez, de una manera del todo inusitada, porque tiempo es el mayor regalo para uno mismo y los demás. Gastar el tiempo como si sobrara”).

Con estas premisas afronta el público las dos plantas del palacio que el nieto de Cayetana de Alba ha alquilado en Madrid para hacer realidad el sueño de la armonía preestablecida leibniziana, que según Norbert Wiener, el padre de la cibernética, es un modelo del fascismo, aunque también puede serlo del mercado perfecto de Walras, donde los individuos están perfectamente informados y coordinados sin necesidad de interacción. Y es que el diálogo entre las obras se aproxima a cero. Casa Leibniz quiere ser una mónada sin puertas ni ventanas, como una especie de microcosmos que refleje en su interior el conjunto del arte actual español, una idea sin lugar a dudas más atractiva que la de ARCO, ese mercadillo malebrancheano de la ocasión donde ni Dios puede reconciliar lo que la res cogitans y la res extensa, el capitalismo y la inteligencia han separado.

Pero no es verdad en todos los casos que quien reparte se lleva la mejor parte, como lo demuestra la participación de Espacio Valverde en Casa Leibniz, la galería del noble organizador, que tiene una noticia buena y una mala que darnos. La mala es el cuadro de Lluis Vassallo sobre la historia de Zeuxis, que según Platón pintaba tan bien las uvas que engañaba a los pájaros; por desgracia, no puede decirse lo mismo de Vassallo. La buena es la pintura entre geométrica y metafísica de Elena Alonso y el gran bodegón de Jorge Diezma, dominado por una trompa cuya abertura central es una invitación a asomarse a una dimensión desconocida. Esta pieza forma un dueto interesante con la naturaleza no menos muerta que presenta el Espai Tactel: la pintura de un jarron azul volcado sobre la chimenea de Ana Barriga. Y es que la decoración interior del propio palacio interfiere muchas veces con las obras, como sucede especialmente en el caso de Diego Delas, cuya instalación Todas las posibilidades es un intento curioso pero fallido de crear una pieza site specific, utilizando la omnipresente chimenea como una suerte de doble diminuto de este mundo. El resultado, según el artista, puede analizarse desde un punto de vista sintáctico. Hagan la prueba y me lo cuentan.

Igualmente fallida es la sala a oscuras de Felipe Talo, cortesía de la galería Alegría, con unas velas puestas sobre unos paneles de pintura medio intuida, que aspiran a la condición de espacio místico y no llegan a la de pasaje del terror. Mucho más relevante es la dialéctica de la oscuridad y lo luminoso que establecen las dos obras situadas en la escalera del edificio: El último resplandor, de Antonio Fernández Alvira, y Las mil y una noches, de Ignacio Bautista. Ambos artistas comparten con Xavier Mañosa, artífice de una fuente de cerámica que parece hormigón, una preocupación formalista por el trompe d’oeil de los materiales (en el caso de Fernández Alvira y Bautista: el papel que simula ser madera) que no por canónico, más aún después de Jeff Koons, deja de ser interesante. En la misma línea el Salim Malla y su poliedro irregular compuesto de capturas de Google Maps, avalado por la galería Silva, que quiere plantear una reflexión sobre la geometría del urbanismo cuya superficialidad no está reñida con el mérito estético.


Con todo, la aportación más decisiva a Casa Leibniz viene de parte de la galería Ángeles Baños, que contribuye con una serie de fotografías rescatadas de los archivos etnológicos por Andrés Pachón, donde los soldados coloniales son reducidos a una escala ridícula comparada con la aparición de las manchas de la humedad y del tiempo sobre las imágenes. Pero sobre todo destacan los dibujos que ha realizado Manuel Antonio Domínguez sobre unos tratados de botánica donde se habla de ciertas flores hermafroditas, sobre las cuales ha dibujado Domínguez una conjunto de retratos bastante personales. Véase la presencia de individuos de sexualidad indefinida situados ante objetos de madera. En conclusión, Casa Leibniz no deja de ser sintomática respecto de la apropiación del nombre de filósofos de todo tipo de pelaje por parte de una industria del arte cuyo desinterés por la filosofía de tales personajes no desmerece ni mucho menos la calidad del proyecto, en este caso infinitamente superior y digerible por encima de la alternativa puramente comercial de ARCO y sus mini-yoes. 

[1] Copiamos y pegamos, a modo de fe erratas, la corrección que nos ha hecho Inka Martí en Facebook sobre la identidad nominal del comisario de Casa Leibniz: "Jacobo Fitz James Stuart o Jacobo Siruela es el editor (fundador y durante 30 años de Siruela, que vendió para fundar hace diez años Atalanta); es también autor ("El mundo bajo los párpados"); también conocido como Conde de Siruela -el titulo lo utilizó para firmar su Antologia de Vampiros. Es padre de Jacobo Fitz James Stuart, galerista de Espacio Valverde y comisario de Casa Leibniz. Es el clásico enredo producido por llevar el mismo nombre".

[Publicado originalmente en Eldiario.es. 27 de febrero de 2015.]

22 de febrero de 2015

El hipérbaton de Gregorio Morán.

En la página 423 de El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los letrados. Cultura y política en España, 1962-1996, Gregorio Morán cita La prodigiosa aventura del Opus Dei, el libro de Jesús de Ynfante que publicó en 1970 Ruedo Ibérico, la editorial de los exiliados en París, y resultó ser un exitazo, aunque según Morán se trata de “un libraco escrito literalmente con los pies”, pero el caso es que tenía

“la ventaja de que podían leerlo gasta los analfabetos; les bastaba con echar mano al índice onomástico y como en un listín telefónico, saber si estaban o no estaban, ellos o sus compadres. En el fondo, no sólo marcaba una nueva modalidad, hasta entonces desconocida en el mundo del libro español, sino un final de ciclo. La izquierda que marcaba tendencias, como diríamos hoy de manera descocada, se apuntaba al más patético de los panfletos. Denunciar, con la misma imprecisión de quien tira al plato y piensa que caza perdices, a la nueva masonería, que por cierto empezaba su ya definitiva decadencia. Incluso como instrumento garibaldiano, de combate y denuncia, llegaba demasiado tarde.”

Lo mismo puede decirse de El cura y los mandarines, un libro que, cual Palas Atenea remedando el dicho de David Hume, ha nacido olímpico de la imprenta, armado y deificado por los absurdos censores de la Real Academia de la Lengua que, en vísperas de la última edición del Diccionario, llamaron a sus socios de Planeta para decirles, en la lengua que sospecho que utilizará esta peña, que “aut Victor García de la Concha aut nihil”. Un cierre de ciclo para Morán; una lanzada a moro muerto que genera simpatías en la izquierda de moda. Una obra maestra. Pero esta historia ya está contada… principalmente por los periodistas que, habituados a entrevistar de oídas, acudieron a la presentación del libro en el Café Comercial de Madrid, una rueda de prensa con café y churros por cuenta de Akal, a preguntarle a Morán por lo divino (Podemos) y lo humano: las 800 páginas del ejemplar cuya lectura muchos pensaron abreviar acudiendo al índice onomástico que viene al final. 33 páginas de nada. Así cualquiera.

Y es que El cura y los mandarines parece escrito para ser más consultado que leído. La unidad máxima de sentido es el párrafo como compartimento estanco de información donde Morán aprovecha para desplegar su retórica de taxista y su erudición de detective. Las repeticiones son permanentes (¿cuántas veces tiene que recordarnos que durante el franquismo a la región de Cantabria se la llamaba La Montaña o simplemente Santander para que podamos darnos por enterados?) como si el lector fuera todo el rato un recién llegado a quien hubiera que recordarle que el narrador Juan García Hortelano era tremendo conversador pero como escritor poquita cosa, que el historiador Miguel Artola era cuñado de un ministro del ejército de Franco o que el filósofo Pedro Laín Entralgo era un mediocre farsante, por mencionar solo algunos de los epítetos que vienen adosados a los anti-héroes más recurrentes de este ajuste de cuentas homérico con el pasado. Morán solo alcanza cierta profundidad psicológica cuando retrata a sus favoritos: Luis Martín-Santos, Manolo Sacristán y Max Aub; esto es, los perdedores. Más precisamente, y siguiendo el mismo orden:

(i) un narrador cuya extensa obra póstuma queda en manos de tuercebotas como su padre o Salvador Clotas (a quien Morán le dedica su mejor invectiva: “Salvador Clotas es uno de esos misterios de la cultura catalana antifranquista, de quien se puede decir, sin exagerar, que su obra y pensamiento se podrían resumir en una línea, y está por escribir”); (ii) un marxista cuya capacidad analítica se ha desperdiciado hasta tal punto de que piensa en suicidarse a comienzos de los 70 (la herencia tampoco pinta bien: “Vistas desde la presente situación, las tesis cum laude de hace cuatro o cinco años eran investigación altísima. [...] Sin embargo, pese a su mediocridad, la fuerza que les da la formidable explosión del nacionalismo catalán hace más temible [este rebajamiento de los criterios académicos] de lo que acaso creas”, le escribe Sacristán a Emilio Lledó en 1979); (y iii) un exiliado que regresa a España para presenciar una escena que constata que escribir, como decía Larra, es llorar.

—¿Tienen ustedes libros de Max Aub?
—Lo siento, en esta librería no disponemos de autores extranjeros.

El resto es una aplicación del principio acuñado por Antoni Domènech en Sin Permiso: “Los libros de Gregorio [...] están llenos de descalificaciones ad hominem, de contextualizaciones históricas particulares, de juicios de intenciones y de todo tipo de apreciaciones inclementes y aun intempestivas. No es necesario coincidir con todas y cada una de sus apreciaciones —ni siquiera, tal vez, con la mayoría— para darse cuenta de esto: la “buena” crítica cultural y la “buena” historia político-intelectual, a diferencia de la  “buena” argumentación filosófica, exigen partir de algo muy parecido al temerario principio metodológico de la inclemencia.” Sin embargo, los golpes bajos del retratista, profesión a la que se ha dedicado Morán toda su vida, primero con Adolfo Suárez, luego con José Ortega y Gasset, más recientemente con Rafael Barrett y ahora con Jesús Aguirre —recordemos que El cura y los mandarines surge de una propuesta de Planeta de hacer una biografía del Duque—, no solo no aseguran la probidad analítica del retrato, pace Domènech, sino que terminan dejando ese barniz de intranscendencia que tienen las anécdotas elevadas a la condición de categoría. Afirma Morán que si solo atendemos a lo trascendente de cada época, hay algunas que podríamos saltárnoslas directamente, decisión quizás más acertada que la de convertir a uno que pasaba por allí, Jesús McGuffin Aguirre, en el centro de la cultura española desde mediados de siglo. Así nos hubiéramos ahorrado, por lo pronto, un capítulo sobre el Santander de posguerra, ciudad natal del cura Aguirre, repleto de apuntes del tipo: “Pero esto nos aparta de nuestra historia”.

El propio Morán reconoce finalmente, hacia la página 760, que el protagonismo que Ricardo Gullón atribuye a Jesús Aguire en su prólogo a Las horas situadas (“detrás de cada acontecimiento literario o cultural de la vida española está la mano, como mínimo una, ya fuera la derecha o la izquierda, de Jesus Aguirre”) es una afirmación totalmente infundada “porque no es lo mismo decir que está presente o pasaba por allí, a decir que sin su aportación difícilmente hubiera podido hacerse.” Y suma y sigue Morán: “Todo en este prólogo de Gullón dedicado a Aguirre es un inmenso hipérbaton, o un hipérbaton sobre otro hipérbaton, la exageración habitual para dirigirse antaño al conde-duque de Olivares o al de Lerma.” Si esto es cierto de un prologuillo, ¿qué será del tocho que tenemos entre manos?

El principio de inclemencia de Morán desemboca en hacer leña del árbol caído, pero a las especies protegidas ni las huele. A Camilo José Cela le llama “el abuelo golfo que cuenta chistes verdes en la mesa y pedorrea en los postres, y que mientras todos duermen, busca los papeles para manipular las firmas y quedarse con lo que haya”, una faceta oportunista y chabacana de su carácter más que resaltada públicamente por el afectado en vida. Pero cuando llega el momento de la verdad, recordarle a Cela su simbiosis con el franquismo, Morán, que tiene un sentido de la integridad demasiado elevado para el común de los mortales, se ofende por la estafa de Papeles de Son Amadans, la revista que Cela utilizó para contactar con los exiliados, publicarles y aplanarse la senda al Nóbel. Habrase visto semejante caradura: una publicación que nadie lee, montada con el dinero de un dictador venezolano. ¿Y todo lo demás? Morán menciona la conocida carta de 1938 donde Cela se ofrece como quintacolumnista en Madrid, pero se olvida de mencionar que su colaboración activa con el Régimen llega, como poco, hasta octubre de 1963, cuando informa al Ministerio de Información y Turismo sobre la presencia de 42 comunistas entre los firmantes de la “Carta de los 102”. Teniendo en cuenta la relevancia de este manifiesto en apoyo de las huelgas mineras en Asturias, una de las contadas ocasiones donde Morán les concede cierta valentía a los intelectuales del franquismo, hay que decir que la fama de viejo cascarrabias que tiene el autor, olvidadizo en esta ocasión con los delatores, está algo sobrevalorada.

Pese a que el subtítulo prometa un análisis de la cultura y de la política española entre 1962 y 1996, y pese a lo que sostengan los que ni se molestaron en quitarle el precinto al envío de Akal antes de redactar su reseña, el libro de Morán no versa tanto sobre la Cultura de la Transición o CT, esa sigla feliz de los historiadores de cuarta y quinta mano que darían para un capítulo de Victor Klemperer, cuanto de los años 60. No es solo un tema de espacio y de tiempo (Morán le dedica a 1962 la primera parte, a 1964 la segunda y a 1969 la tercera; la mitad del libro: 200, 150 y 50 páginas respectivamente), ni de personajes meramente (los verdaderos protagonistas del libro, como José Luis López Aranguren, nacieron antes de la Guerra Civil) sino ante todo de carácter: la indiferencia de Morán hacia cualquier intelectual que tenga menos años que él, como ha reconocido en diversas entrevistas diciendo que no le interesa la cultura española a partir de 1996, hace que los jovencitos de la Segunda Restauración Borbónica, hoy convertidos en los samuráis de su Continuidad, ni estén en El cura y los mandarines ni se les espere. Con los muertos es divertido hacerse el enfant terrible.

A los 70 dedica Morán sus reflexiones en abstracto más poderosas: esa que empieza diciendo que Die Verwandlung de Franz Kafka debería traducirse por La transformación en vez de La metamorfosis y luego sigue pensando la Transición a partir de esa pareja de conceptos, la transformación y/o la metamorfosis del franquismo en democracia, en lugar de la manida dicotomía de la reforma vs. la ruptura; o aquella donde recupera la obra de Manuel de la Escalera contra la justificación retroactiva de la censura franquista que afirma que después de la muerte de Franco no aparecieron grandes escritores previamente censurados. O aquella otra reflexión sobre la emergencia de los segundones del franquismo en las páginas de opinión de El País, escrita con ese vocabulario amplio y esa sintaxis deslavazada que es firma de Morán, a veces hasta el borde mismo del ripio o de la incongruencia gramatical.

El último capítulo del volumen, “Final con fanfarria”, es sintomático de la aproximación revanchista y generacional que caracteriza a Morán, pues es el único momento en que se adentra en los años 90, tras haberse despachado los 80 con cuatro flash backs a 1982 y 1988, la victoria del PSOE y el ministerio de Jorge Semprún, solo para informarnos finalmente, como en los títulos de crédito de las comedias románticas mantecosas, que los protagonistas comieron perdices y vivieron etcétera, solo que en este caso la heroína, quiero decir la droga, se interpuso en su camino: al psiquiatra Carlos Castilla del Pino se le mueren cuatro de seis hijos; al periodista Eduardo Haro Tecglen, cinco de siete. Y la lista sigue. He aquí, según Morán, la herencia de la llamada edad de bronce de la cultura española. Ya sabemos, según Hesiodo, cuál es la próxima.

[Publicado originalmente en Revista de Libros. 10 de febrero de 2015.]