29 de julio de 2014

Invitados #2: J.M. Bellido Morillas, Machado órfico.

En mayo de 2013 tuve el honor de ser invitado por el Círculo Ánimas, a través de Joaquín Mª Cruz Quintás, y en calidad de presidente de la Asociación Pedro Cubero, al congreso literario Cien años de Antonio Machado en Jaén, que conmemoraba el encuentro del poeta con el Santo Reino (más que con la ciudad de Jaén) y que tuvo como escenario el salón del alfarje mudéjar del palacio del Condestable Don Miguel Lucas de Iranzo. En mi conferencia partí de la premisa de que a los españoles en verdad no les gusta Antonio Machado, sino Manuel, como tampoco les gusta Goya sino Vicente López (casi todas las estatuas, monedas, billetes y sellos con las que el Estado español, en monarquía o república, ha querido honrar al sordo de Fuendetodos se basan en el retrato que le hizo Vicente López y no en sus numerosos autorretratos: así, el famoso “Goya” de la Academia de Cine); ni Cervantes sino, al parecer, Modesto Lafuente, que es el primer autor en que he visto impreso aquello de “con la iglesia hemos topado” en lugar de “dado”, por no hablar de otros tantos engendros que se acreditan como cervantinos sólo por añadirles un “amigo Sancho”, o del famoso “desfacer entuertos”, todas ellas citas quijotescas bien conocidas que demuestran ampliamente que el que las cita no se ha leído el QuijotePero, como desde fuera nos dicen que nos tienen que gustar, hacemos todo lo posible por intentar demostrarlo. Si no fuera por los franceses e ingleses que venían preguntando por Cervantes y lo citaban y elogiaban en sus obras, probablemente el Instituto Cervantes se llamaría Instituto Quintana o Lista, o algo mucho peor.
Indudablemente, Vicente López es un pintor extraordinario. Pero no por eso vamos a decir a los españoles que se olviden de Goya en beneficio de López, aunque sea lo que les gusta. Porque Goya tiene valores que López no tiene, y una maestría, una técnica (insuperable en el aguafuerte) y unas ideas artísticas que nadie en su tiempo tenía, ni en Europa ni en el mundo. De igual forma, habrá que decirles a los españoles que Machado también tiene sus cosas buenas: y no sólo en beneficio de los españoles, sino en el de la preservación del legado de nuestros genios patrios, ya que sólo una generación que verdaderamente entienda y aprecie nuestro patrimonio podrá conservarlo y hacerlo resplandecer como merece, sin deturparlo con homenajes o restauraciones forzadas. Desde que existe el Estado moderno, nuestra riqueza cultural, autóctona o alienígena (como las colecciones de Lorenzo Boturini) padece bajo el poder de funcionarios que tratan y guardan los cuadros de Velázquez como si fueran jamones, y lo que es peor, preferirían que fueran jamones. La anécdota del guardián del Museo de El Prado que narra Javier Marías en Corazón tan blanco podría aplicarse a muchos españoles, rodeados de tesoros que ni entienden ni, por esto mismo, les interesan lo más mínimo, y acaban odiándolos e intentando destruirlos. Ubi nihil vales, ibi nihil velis, que decía Geulincx.
No están entre las virtudes que pueden hacer que los españoles quieran a Machado ni la originalidad ni el carácter único. Para heterónimos, ya teníamos a Pessoa. Para poemas desaliñados, ya tenemos a Unamuno, si bien ambos feísmos gustan a Borges. Uno de los posibles valores por los que quizá no haya que enterrar al pobre Antonio Machado bajo toneladas de sellos de correos, monumentos, placas y volúmenes conmemorativos y subvencionados para acallar que a los españoles no les gusta es, y de esto hice objeto mi conferencia, el filosófico, y su ligamen con la tradición clásica. Pero ya adelanto ahora mismo que lo segundo no es un valor en absoluto. El benemérito y ejemplar Curtius demostró una continuidad de la latinidad en toda la cultura europea. Su estudio, genial, tiene a veces en nuestros días, sin embargo, una paupérrima conservación en algunos estudios de tradición clásica que se limitan a demostrar, por ejemplo, que en Cervantes hay trazas de autores griegos y romanos, que es  como descubrir que en el pan hay trazas de trigo.
Reconocer las fuentes grecolatinas es el trabajo más elemental de la crítica literaria de textos occidentales. Por supuesto que en Machado hay trazas de cultura clásica. Pero esto no es un mérito, es normal, y a veces ocurre incluso de modo inconsciente. Discutí con Vicente Luis Mora porque yo insistía en que una canción de Radiohead que él recordó citaba a Aristófanes, aunque él adujera la escasa cultura de los compositores. Que sepan lo que están haciendo o no es para mí irrelevante: el caso es que están citando a Aristófanes. Igualmente, Machado emplea, sin saberlo, muchos saberes clásicos. Y digo sin saberlo porque su capacidad de lectura de las fuentes originales tuvo que ser bastante limitada. En 1917 escribió a Julio Cejador pidiéndole clemencia y manga ancha en su examen de latín[1]: la tuvo, y mucha, a tenor de lo que recuerdan sus compañeros.
 Machado no tiene el mérito, que como tal tomaban los renacentistas, de la imitatio, porque la imitatio es lo más normal del mundo; tampoco el de la erudición, porque, como hemos visto, latín no sabía y las fuentes no las manejaba. Del griego, ni hablemos. Adelantemos también que no le cabe el mérito de la reflexión filosófica, porque la mayoría de las veces no sabe lo que se dice, aunque parezca que sí. Sin embargo, como la imitatio no es un mérito en un poeta, o así lo pienso – más allá del apotegma orsiano, esculpido frente al Museo de El Prado, de que “lo que no es tradición, es plagio”–, tampoco creo que decir por boca de ganso cosas útiles para el aprovechamiento de los filósofos sea un defecto en absoluto. En esto actuaba como Borges, el admirador del feísmo machadiano, quien, como el poeta de Sevilla, sostenía que el creador no tiene por qué saber las cosas, sino sólo parecer que las sabe. No se debe sacar de ahí que el poeta tenga que ser un sofista en el sentido peyorativo dado por los socráticos: el poeta es un poeta, y como mucho, un sofista en el sentido original, un sabio. No hay que despreciar el hecho de que los primeros filósofos compusieron poemas, y que estos poemas no eran un mero vehículo de contenidos: la poesía era un contenido por sí mismo.
Cuando a Borges le venía un físico, estudioso de la mecánica cuántica, a decirle lo inspiradores que eran sus cuentos, y cómo vaticinaron descubrimientos que se hicieron mucho después de su composición, y de cuán acertados eran desde el punto de vista de la nueva ciencia, Borges se limitaba a decir que qué curioso, que él de física lo único que sabía era el uso del barómetro, que le había enseñado su padre. Y no era falsa modestia. Las lecturas científicas de Borges, quien indudablemente las hizo en más cantidad que Machado las filosóficas, aunque ambos marchaban por el mismo sendero, se limitaban al descubrimiento de lo poético, lo literario, aquello que podía despertar su potencia creadora. Así ocurre con lo que los críticos dan en llamar Machado hermético y órfico, sin que se explique en las escuelas qué son el hermetismo y el orfismo.
Juan García Hortelano escribía en El País en 1989 unas palabras que, como se ha visto, podemos compartir, a propósito de los homenajes desintegradores de la verdad artística: “Claro como su decir, Machado es un poeta hermético. En todo caso, no resultan congruentes ni su obra ni su vida con la superficialidad publicitaria, menos aún con la apropiación indebida y con la vocinglería con las servidumbres que el pensamiento raquítico ha impuesto a la claridad”[2]. También estuvo muy acertado D’Ors calificando en Sentencias, donaires, decires y recuerdos a Abel Martín, “doble de Juan de Mairena, doble de Antonio Machado”, de “paradójico y aforístico, hermético y didascálico”[3] (también, muy acertadamente, apuntó que todo le venía de Krause a través de Giner de los Ríos, y no de profundos estudios metafísicos).
Pero ¿qué es esto del hermetismo? Mucho más moderno que el orfismo, se trata de un corpus de textos y doctrinas surgido en torno al siglo II y atribuido al sabio Hermes Trismegisto, que es un trasunto, una interpretatio graeca (luego habrá una hebrea, que lo identificará con Abraham) del dios Tot (vocalización que parece de las más correctas, a pesar de que hay que contar no sólo con que los egipcios no escribían las vocales, sino con que la lengua fue evolucionando; el jeroglífico suele transcribirse como Dyehuthy, más parecido a la vocalización platónica pero no a la de Manetón) que aparece ya en el Fedro y que se me figura algo completamente greco-egipcio, con la siguiente proporción: egipcio es el valor que otorgan los textos del Corpus Hermeticum al símbolo y a la imagen, al jeroglífico inmutable que contiene lo divino ilimitado frente a las ilimitadas combinaciones del alfabeto semítico y griego; griego es el desprecio a lo alfabético, ya presente en Platón, y la búsqueda de una verdad exótica. En realidad, son la misma cosa: los orientales tienden a la autoglorificación y los occidentales, los griegos y nosotros, a la autocrítica y el menosprecio de lo propio en búsqueda de otras verdades, ya que las nuestras sabemos que no funcionan (naturalmente, esto no hace que las de los otros funcionen, porque suelen ser las mismas vistas por otro lado).
El hermetismo lo recibe Machado, pues, por vía indirecta del Simbolismo francés, en el que están diluidos los principios del hermetismo original greco-egipcio; y, por supuesto, esta corriente influye más en él que el hermetismo baezano, representado por Bartolomé Jiménez Patón[4]. Pero sus principios, como el de los nombres que no son arbitrarios sino naturales y que encierran una sabiduría divina, están también en la Biblia y en Platón. Así, Manuel Alvar, para demostrar el temor de Machado a ser hermético en su sentido vulgar, no hace sino confirmar que lo era en su sentido originario, greco-egipcio, al citar en Símbolos y mitos a un francés, Lefevre, quien en unas “Notas sobre la poesía de Antonio Machado” publicadas en 1949 identifica su poesía con el lenguaje adámico, con las palabras naturales y no artificiales, que no pierden el contacto con lo divino[5].
Y es que Alvar piensa en un sentido de “hermético” que se liga a Hermes Trismegisto por otro corpus que se le atribuye, el de la obra alquímica, en el que existe algo tan prosaico como el cierre hermético, que es atar una correa de tripa alrededor de un tapón y mojarla para conseguir que no entre el aire. A caballo entre los dos hermetismos que hemos visto está la Hermenéutica, aunque tiene más que ver con el dios griego Hermes, tal cual, a secas, y no con Trismegisto.
El orfismo tiene más antigüedad y enjundia: esta doctrina sí que es anterior a Platón y aun a Pitágoras y seguramente a Homero. Han insistido mucho en el orfismo de Machado María Zambrano el esteta y fraile dominico (eligió esta orden porque le gustaba más el color del hábito) Santiago Pérez Gago y su discípulo, el poeta Antonio Colinas.
Pero ninguno de ellos profundiza en qué es el susodicho orfismo. Es una corriente de pensamiento ligada a ritos mistéricos de los que ya habla Heródoto y que seguramente influye en Pitágoras. Uno de los mejores libros sobre lo que debió ser el orfismo, hasta la fecha, es el Orpheus de Gutrhie, de 1935[6], y eso a pesar de que desde entonces no han parado de aparecer nuevos documentos que confirman la existencia e importancia del movimiento órfico, como el Papiro de Derveni, anterior a Platón, usado en la pira funeraria de un noble pero que rodó y se salvó del fuego, y que contiene el comentario a un poema atribuido a Orfeo, o unas tablillas en Olbia (Crimea) que hacen referencia a los órficos. Los órficos, sobre los que aún existe mucho misterio[7], reinterpretaron mitos mucho más antiguos. Es decir, sus creaciones intelectuales y su valor no residen en estos mitos sino en su relectura, como el valor de un Velázquez no reside en la iconografía y composición de un cuadro religioso, que muchas veces venía en álbumes desde Italia (para no tener problemas con la Inquisición, como los tenía toda iconografía innovadora en la periferia, cual el Cristo de Tacoronte, importado de Madrid a las Canarias), sino en la recreación. Por eso digo que la imitatio en sí no tiene valor: si no es plagio, va de suyo que la hay.
Manuel Alvar, en su prólogo a la Poesía completa de Machado en la colección Austral, en unas páginas llenas de pedanterías para impresionar a estudiantes adolescentes con cosas que no sabe, recurre a su procedimiento crítico habitual, que es citar a un francés para que le dé ideas que le permitan disertar sobre el orfismo de Machado desde una perspectiva más científica y erudita. Y lo hace de manera tan científica que la cita que ofrece de una lámina órfica de oro del Museo Británico la saca de una novela de Marcel Brion[8]. No es la primera vez que Alvar confunde creación con ciencia: por ejemplo, se dedicó a repetir hasta la saciedad en prólogos, artículos y conferencias que en chino “el idiograma que significa rojo está formado por otros cuatro en los que la marca del color aparece como denominador común: rosa, cereza, herrumbre y flamenco”[9]. Cualquiera que sepa lo más mínimo de chino pensará que se lo ha inventado. Pero esas cuatro entidades están demasiado bien elegidas para haber sido pergeñada su combinación por un catedrático prologuista, y una somera investigación descubre que aquí se está plagiando una invención poética de Ezra Pound que Alvar da como dato cierto.
Machado es órfico, pero no viene al caso hablar de tablillas ni de papiros que él no sabría ni por dónde se leen, ya que su orfismo viene de Francia, y no es el original y misterioso del mundo de los griegos (incluyendo Ucrania y Mesopotamia), sino que es la simple valoración del poeta como mago (carmen es canto y charme, conjuro) y chamán, como el Orfeo del mito y no como el autor de hexámetros reinterpretadores de teogonías. Valor del orfismo que Machado toma de Mallarmé, autor de Igitur (libro profundamente órfico en su sentido originario, si bien Machado no lo robó de la biblioteca de Juan Ramón Jiménez, quien en sus diarios acusa al poeta de latrocinios mallarmianos, aunque no todas las lecturas de Machado tenían por qué ser robadas)[10], y no tanto del nuevo orfismo de Apollinaire, que quiere liberar la imagen artística de significado, ya que es en sí un significado; ni, por supuesto del orfismo en alemán de Rilke, aunque este viene de más lejos, como demostraron Léon Cellier[11] y Georges Cattaui[12]
Sin embargo, hay en Machado también algo del orfismo original, cuyas cosmogonías estaban integradas, ante todo, por tres antiguos mitos reaprovechados de los que se apropiaron y acabaron ser fácilmente reconocibles como órficos: el huevo cósmico, la culpa de los titanes (precursora de la idea de pecado original) y la purificación por las aguas de la memoria. En ese sentido, el primer libro órfico de Machado, según Antonio Colinas, Soledades, galerías y otros poemas, contiene versos absolutamente órficos. Bastará que citemos estos:

Misterio de la fuente, en ti las horas 
sus redes tejen de invisible hiedra; 
cautivo en ti, mil tardes soñadoras 
el símbolo adoré de agua y de piedra. 
Aún no comprendo el mágico sonido 
del agua, ni del mármol silencioso 
el cejijunto gesto contorcido 
y el éxtasis convulso y doloroso. 
Pero una doble eternidad presiento 
que en mármol calla y en cristal murmura 
alegre copla equívoca y lamento 
de una infinita y bárbara tortura. 
Y doquiera que me halle, en mi memoria, 
-sin que mis pasos a la fuente guíe- 
el símbolo enigmático aparece... 
y alegre el agua brota y salta y ríe, 
y el ceño del titán se entenebrece. 

Ronsard, cuyas viejas rosas cortó Machado no sin algo de pedantería, tiene un soneto completamente órfico, en el que identifica un huevo con el cosmos, cuyas fuentes indirectas, como lo son también siempre para Machado, fueron estudiadas por Chastel en “El huevo de Ronsard”[13]. De fuentes indirectas como Ronsard están hechos poemas órficos como este de Abel Martín, reverso de las doctrinas órficas pues habla de huevos hueros y la fuente del olvido, que según la laminilla citada intempestivamente por Alvar, hay que evitar:

Al gran Cero

Cuando el Ser que se es hizo la nada 
y reposó, que bien lo merecía, 
ya tuvo el día noche, y compañía 
tuvo el hombre en la ausencia de la amada. 
Fiat umbra! Brotó el pensar humano. 
Y el huevo universal alzó, vacío, 
ya sin color, desubstanciado y frío, 
lleno de niebla ingrávida, en su mano. 
Toma el cero integral, la hueca esfera, 
que has de mirar, si lo has de ver, erguido. 
Hoy que es espalda el lomo de tu fiera, 
y es el milagro del no ser cumplido, 
brinda, poeta, un canto de frontera 
a la muerte, al silencio y al olvido.

Vaya pues aquí mi pequeña aportación a la preservación del legado machadiano, por vía, tan sólo, de hacer más inteligibles sus versos: pero entender su iconografía no servirá de nada si no se leen y degustan como deben, si no se hacen las cesuras y pausas adecuadas, en las que insistió Antonio Carvajal en el mismo congreso literario para el que se escribieron estas líneas, y en el que tuvimos el privilegio de escucharlo. Sin esto, lo que podamos hacer los que no somos poetas como él queda en mero trabajo de cicerone turístico o de descripción de obras de arte para ciegos (que es a lo que muchas veces queda reducida la crítica de Arte) si falta la adecuada lectura poética. Su enseñanza, y no sólo la de la iconografía y simbólica de los poemas, es fundamental si queremos evitar que en el futuro los españoles conozcan de memoria a un Antonio Machado no apócrifo sino espurio.


[1] Manuel Alvar, Símbolos y mitos, Madrid, CSIC, 1990, p. 124; tampoco deja de citar Alvar a Dámaso Alonso, quien afirma que en su examen de Metafísica Machado “no daba pie con bola”.
[2] Juan García Hortelano, “Acerca de Antonio Machado”, en El País, 22-2-1989.
[3] Cfr. Federico Suárez Verdaguer, Ensayos moderadamente polémicos, Madrid, Rialp, 2005, p. 187.
[4] Poco tiene que ver con Antonio Machado la poesía hermética de Bartolomé Jiménez Patón, catedrático de Latinidad en Villanueva de los Infantes y autor del famoso Mercurius Trimegistus (Baeza, 1621: fue aprobado como manual de enseñanza por el cuerpo de docentes más o menos equivalente al que Antonio Machado representó, tantos siglos más tarde, en esa misma ciudad de Baeza), recogida en Antonio Calderón, Relación de la fiesta qve la insigne Vniversidad de Baeça celebró a la Inmaculada Concepción de la Virgen, Nuestra Señora (Baeza, 1618) y citada por Abraham Madroñal Durán, “Aportaciones al estudio del maestro Jiménez Patón (dos obras inéditas y casi desconocidas)”, en Criticón, 59, 1993, pp. 83-97, p. 97: “Sacra palestra, tu piadoso afecto/ descubren tus primeras conclusiones,/ es protocolo el voto y fiel registro,/ de tu excelencia suenen mil pregones,/ que del eterno viene Trimegistro;/ de concepción concibas tal concepto,/ que es número perfecto”.
[5] Manuel Alvar, Símbolos y mitos, Madrid, CSIC, 1990, p. 71.
[6] William Keith Chambers Guthrie, Orpheus and Greek Religion, Londres, Methuen, 1935.
[7] No tanto, sin embargo, como para que no quede más remedio que remitirlo a la Philosophia Perennis (el término acuñado por Agostino Steuco Eugubino tan apreciado por los pensadores tradicionalistas del siglo XX) como hace Antonio Colinas, ligándolo con el hinduismo, el budismo y el taoísmo (Antonio Colinas, El sentido primero de la palabra poética, Madrid, Siruela, 2011, p. 26).
[8] Marcel Brion, Un Enfant de la terre et du ciel: roman, París, Albin Michel, 1943. Alvar omite la palabra “roman” en su cita. Puede recordarse, sobre el uso generoso pero irrelevante de bibliografía con el maestro Machado, el artículo de Julián Marías, “Machado y Heidegger”, en Ínsula, nº 94, suplemento, pp. 1-2.
[9] Manuel Alvar, La lengua como libertad y otros estudios, Madrid, Instituto de Cultura Hispánica, 1982, p. 120.
[10] Soledad González Ródenas, Juan Ramón Jiménez a través de su biblioteca: lecturas y traducciones en lengua francesa e inglesa (1881-1936), Sevilla, Universidad, 2005, p. 107.
[11] Léon Cellier, Le Romantisme et le Mythe d’Orphée, París, Cahiers de l’Association Internationale des Études Françaises, nº 10, mayo de 1958; Cfr. Hermine B. Riffaterre, “L’Orphisme dans la poésie romantique”, en Romanic Review, vol. LXVIII, n° 1, feb. 1972, pp. 61-63; pero, ante todo, cfr. Brian Juden, Traditions orphiques et tendances mystiques dans le romantisme français (1800-1855), Ginebra, Slatkine, 1971, cuya amplia bibliografía no ignora los estudios del distinguido Václav Černý sobre el tema del titanismo en poesía.
[12] Georges Cattaui, Orphisme et Prophétie chez les poètes français 1850-1950: Hugo, Nerval, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Valéry, Claudel, París, Plon, 1965.
[13] A. Chastel, “L'oeuf de Ronsard”, en Mélanges d'histoire littéraire de la Renaissance: offerts à Henri Chamard par ses collègues, ses élèves et ses amis, París, Nizet, 1951, pp. 109-111.

28 de julio de 2014

Colorín Colorado #10: Castrofeminismo

Hablamos de feminismo con mi hermana. Hablamos de la izquierda políticamente correcta española que quiere representar y apropiarse del voto feminista con la misma retórica paternalista que utilizaron sus bisabuelos ideológicos para justificar que las mujeres no tuvieran el derecho que hoy —a toro pasado— tienen y quieren monopolizar: el derecho a votar por su cuenta. Hablamos del programa electoral de Podemos, donde brilla por su ausencia —vade retro— hasta la propia expresión feminismo. Hablamos de espacios solo aptos para mujeres como La Hoguera o La Eskalera Karaloka o el colectivo Ligadura. De Judith Butler y Silvia Federici, ¿puede hablarse de una 4 ola feminista cuando los referentes teóricos son los mismos de siempre aunque las prácticas sean distintas? Hablamos de Beyoncé y de Milley Cirus, de Femen y de Filósofa Frívola: el misterio ontológico del feminismo pop. Y de la ambigüedad ideológica del Anticristo de Lars von Trier: ¿película claramente misógina, solapadamente feminista o las dos cosas a la vez? Pinchamos She Will de Savages, Human Drama de Planningtorock y It’s Hard Out Here de Lilly Allen. Mi hermana defiende la creación de grupos de violencia paramilitar feminista y me pregunta mi opinión sobre la idea de salir a cortar glandes en mitad de la noche con machetes y antorchas. Mi respuesta son veinte segundos de balbuceos ridículos que pueden disfrutarse a partir del min. 27.00 del programa. También hallamos algunos lugares comunes:


«Un tema recurrente dentro de Colorín Colorado, con el propio título que tiene el programa como de cuentacuentos, es el eterno retorno de lo mismo y cómo cada generación tiene que descubrir por sus propios pasos la existencia de determinados referentes culturales, que si no existen se crearán. No hay vacío cultural salvo la falta de voluntad por parte de los individuos que en ese momento tienen que tomar las riendas de su propio destino.»

Escucha el programa aquí.
En abierto hasta el 4 de agosto.

23 de julio de 2014

Invitados #1. Alberto Cardín, El efecto Rashomon en etnología

[Inauguramos una sección de firmas invitadas en Castra Castro. El primer invitado, venido desde el propio Hades, prácticamente convertido en una deidad ctónica, es Alberto Cardín (1948-1992), sociólogo de la religión, antropólogo de biblioteca, militante de género, poeta sutil y narrador guarro, francotirador de reseña corta y —por encima de todo— el mayor polemista que ha dado esta tierra. No exagero. Me sorprende muchísimo que El efecto Rashomon en etnología, el ABC de la antropología dizque posmoderna en España, no esté digitalizado todavía. Alguien tenía que hacerlo. Para eso está un servidor, valga la redundancia, para servirles.]
Empleo la expresión «efecto Rashomón» en un sentido semejante a como en psicosociología se habla del «efecto Roshenthal» o el «efecto Hawthorne», a como en medicina se habla del «efecto placebo», e incluso de manera similar a como en politología habla Peyrefitte del «efecto Serendip» (en términos bastante distintos a como Merton emplea una expresión similar).
Hablo, pues, de una situación sobredeterminada en la que el llamado «efecto» resulta ser más bien la metáfora de todo un juego de interacciones equívocas, que afectan a contextos observacionales concretos.
En el caso de la etnología (como también en el de la medicina, donde habría que preguntarse si acaso toda relación yatrológica no implica como necesario desenlace un «efecto placebo»[1] dichos contextos cubren todo el campo de intereses de la observación etnográfica y la reflexión etnológica, constituyéndose en su verdadero nudo problemático.
Más precisamente, el «efecto Rashomon» vendría a designar en etnología aquella situación constitutiva por la que el etnógrafo se convierte en testigo privilegiado, e incontrastable en condiciones idénticas, de un objeto que ya nunca más volverá a ser el mismo tras su trabajo de campo, y sobre el que en adelante sólo podrá actuarse interpretativamente.
O dicho en términos harrisianos: la penetración «emic» del etnógrafo no resulta contrastable en términos experimentales, por lo que es necesario disponer de una teoría interpretativa general, so riesgo de caer en un estéril perspectivismo.
Adelanto, para abreviar, la solución de Harris, de quien por otro lado he tomado contraejemplarmente la situación que bautiza al «efecto» que nos ocupa.
La situación, como se sabe, es la descrita en la hermosa novela de Akutagawa, trasvasada con idéntica complejidad a la pantalla por Kurosawa. Harris, que aparentemente solo vió la película, resume así la problemática: «el espectador contempla cuatro visiones diferentes de la “misma” escena. Los protagonistas son un hombre, su esposa, un extraño y un testigo oculto. Cada uno de los actores narra una visión distinta de su vivencia, y cada versión aparece en la pantalla como una realidad vivida… dejando que el espectador decida por si mismo cuál de ellas, si es que alguna lo hace, recoge con fiabilidad el suceso (o si, para empezar, lo hubo)».[2]     
La memoria cinematográfica de Harris al parecer no es muy buena, y no sólo pierde en el olvido un rasgo etnológicamente muy relevante del sistema judicial japonés (el hecho de que se convoque a una chamana para que ésta evoque a un muerto, que también «miente»: es decir, da una versión «éticamente» falsa), sino también minimiza hasta el olvido el hecho de que el enigma sí tiene solución, y hasta una solución moralmente muy relevante (es el campesino que narra la historia al monje budista quien lo ha tergiversado todo, y el monje pierde su fé en la humandad para reencontrarla en el rescate de un niño expósito).
Claro que estos olvidos tienen su explicación en el interés de Harris por la metáfora que Rashomón, tal como él la entiende, pone en escena: «Para un materialista cultural, solo caben dos posibles soluciones a las contradicciones y ambigüedades de Rashomón: o una de las versiones es correcta desde un punto de vista etic y todas las demás son falsas, o todas son falsas desde un punto de vista etic. Para el fenomenólogo se da una tercera solución: todas son igualmente verdaderas».[3]
Con una ferocidad verdaderamente lukacsiana, Harris condena a lo que él entiende por «fenomenología» al más blando de los relativismos: no hay para él otra posibilidad de certeza (y al parecer de verdad) que la contrastación de los testimonios subjetivos con un patrón universalmente válido que dictamine sobre su acuerdo o desacuerdo con unos hechos postulados como objetivos.
No carece de interés que las consideraciones sobre Rashomón se incluyan en el capítulo final de M.C. [Materialismo Cultural], titulado «El oscurantismo», que empieza con las siguientes palabras: «el oscurantismo es una estrategia de investigación que cifra su objetivo en desbaratar la posibilidad de lograr una ciencia de la vida social humana».[4]
Dicha ciencia representa, según él, «la única manera de evitar la anarquía relativista, de una parte, y el etnocentrismo, el nacionalismo o cosas peores de otra».[5] Al parecer, no se le ocurre pensar que para lograr vadear tales peligros cae en otro tipo de etnocentrismo —tan peligroso como cualquier otro, pero más dogmático y destructor en tanto coincide ciegamente con la ideología espontánea de Occidente—, y en una concepción normativa de la ciencia, que quizás no sea la más adecuada para categorizar el tipo de objetos que tiene que manejar la etnología.
Discutir la resolución tajante y definitiva que Harris pretende dar al problema presentificado por Rashomon, nos llevaría a discutir toda su teoría del carácter supuestamente nomotético del «Materialismo Cultural», y concomitantemente, a poner en cuestión su histórica consideración del particularismo boasiano (parte fundamental de su Desarrollo de la teoría antropológica), lo que implicaría a su vez, sin duda, una cierta formulación positivista del tipo de particularismo actualizado que convendría contraponer a las propuestas harrisianas.
Me interesa, no obstante, centrarme más en el problema previo que supone el «efecto Rashomón» como tal, en tanto su adecuada consideración dejaría despejados en parte muchos de los problemas que la discusión directa en teorías pondría en juego. Y haré ésto mediante la exhibición de una serie de breves ejemplos:
Uno, quizás de los más famosos, recientes, y hasta escandalosos en el ámbito de la etnología, es sin lugar a dudas el discutido trabajo de Turnbull sobre los ik de Uganda, The mountain people, a los que el etnólogo pinta con tintas tan siniestras que uno de sus críticos franceses, J.L. Amselle pudo decir de él: «nunca, que yo sepa, un etnólogo había deseado el genocidio de la población que había estado estudiando».[6]
El mismo Turnbull, reconsiderando su libro meses después, llega a conclusiones mucho más relevantes desde el punto de vista de la teoría: «meses más tarde de mi estancia entre los ik tuve ocasión de dedicarles un capítulo en Tradition and Change in African Tribal Life», que dice cosas bien distintas a las de este libro, y me hace cuestionar sobre la validez de gran parte del trabajo de campo, incluido el mío. Se trataba aparentemente de una relación puramente descriptiva, y un intento de reconstruir la vida de los ik en un año medio cualquiera; pero, de no haber llegado cuando lo hice, de haber llegado cuando la hambruna estaba ya ampliamente extendida, probablemente, jamás hubiera llegado a conocer el lado de los ik que describo en este libro».[7]
Los ik que Turnbull pinta son un pueblo cruel, envidioso y anárquico como consecuencia de una incipiente y ya perturbadora aculturación, y que Turnbull que pocos años ante había extendido exitósamente el mito de los maravilloso y selváticamente felices pigmeos mbuti, no puede menos que comparar a los ik con aquellos, con la consiguiente distorsión observacional, fruto de una coyuntura personal y temporal que, precisamente por su evidente anomalía, desvela las distorsiones estructurales de la observación etnográfica.
De hecho, el retrato que Turnbull ha dejado de los mbuti ha sido ampliamente cuestionado con posteridad, correlativamente a las críticas que Turnbull había hecho de sus predecesores, Schweinfurst y el P. Shchbesta, quienes, al parecer no habían podido observarlos en las mismas condiciones supuestamente idílicas,[8] y que Amselle, sin embargo, califica de «robinsonada».[9]
Correcciones múltiples de este tipo son el pan nuestro de cada día en etnología, con mayor o menor escándalo; es el reciente cuestionamiento de las observaciones hechas por Mead en Samoa, por parte de un Freeman que las contrasta dos décadas después; o la continua reinterpretación del problema de la guerra entre los yanomano, en la que Harris tan activa y recurrentemente interviene;[10] cuando no de teorías generales que revistan las ya constituidas con anterioridad sobre todo un campo, a la vez que evaluan las observaciones testimoniales correspondientes, como es el caso de Antropología y antropofagia, de Arens, o, mucho más conocido, El totemismo en la actualidad, de L.-S.
Una de las más interesantes revisiones sistemáticas de este tipo es sin duda alguna el magnífico artículo de Evans-Pritchard sobre el canibalismo zande, donde tras repasar los testimonios de 24 observadores, sobre tres variables: «¿quién comía?», «¿a quién se comía?», «¿motivo?», llega a la siguiente conclusión: «considerando todo el conjunto de los datos podemos concluir que hay grandes probabilidades de que el canibalismo fuese practicado en alguna medida por los azande».[11] Lo que resulta mucho más ambiguo que la reserva con la que concluye el texto: «tanto los europeos como los árabes parecen tener un interés morboso por el canibalismo y con facilidad aceptan cualquier historia que oigan sobre el tema».[12]
Casos como éste de los azande, y otros similares, en alguno de los cuales el mismo Harris no puede menos de mostrar los límites dogmáticos de su método —como es el caso del canibalismo azteca, donde se aceptan los testimonios de los conquistadores, y sobre tal base empieza a aplicarse el patrón materialista-energético—, subrayan la necesidad de despejar previamente —o, en su defecto, asumir—, el «efecto Rashomón» como reserva primordial de cualquier posible utilización de los datos para la construcción de teorías con aspiración nomotética.
Dos ejemplos me bastarán para mostrar la fragilidad dogmática, tanto frente a la complejidad de los hechos y sus dificultades de homologación, como previamente frente a la evaluación de los testimonios de que se dispone: su breve teoría —pero con ambiciones de completa— de la homosexualidad, contenida en La cultura americana contemporánea, donde su muestreo etnológico se reduce a tres sociedades exóticas, sin plantearse siquiera el estatus «emic» de lo que universal y «étic-amente» entiende Occidente por homosexualidad.
Mucho más ampliamente teorizada y continuamente debatida en diversos frentes: su teoría del canibalismo azteca, complementaria de la de Harner.[13] En ella, aparte de apenas tomar en cuenta las muy pertinentes críticas que Montellano había dirigido a Harner,[14] pone por testigo frente a Sahlins nada menos que a Cortés, quien ya desde su primera «Carta de relación» está instando al Cesar Carlos a que utilice la supuesta perversión de los aztecas como casus belli.[15]
La correcta evaluación de testimonios en casos tan cruciales como éstos pueden parecer nimia desde la altísima consideración en la que Harris tiene a sus pretensiones nomotéticas, y sin embargo su subrayado no tiene tan sólo una motivación ética —que también, puesto que hay una aspiración ético-cognoscitiva continuamente presente en los enunciados de Harris que, de otra forma sólo se consumaría en un sentido verdaderamente oscurantista y dogmático—, sino sobre todo epistemológica, fundada básicamente en dos premisas: 1) no se pueden agrupar hechos heteróclitos a la manera de los comparatistas, y justificar luego su armonía con argumentos energetistas; 2) el estatuto de cada observación debe categorizarse sobre la base de una correcta definición de lo «etic» y lo «emic» que no coincide con la solución que Harris da al problema de Rashomón.
En este sentido, la muy directamente antiharrisiana afirmación de L.S. en Estructuralismo y ecología resulta plenamente pertinente: «Si se insiste en conservar la distinción etic/emic, sólo será posible mediante la inversión de los contenidos normalmente adjudicados a cada unote estos términos. Es precisamente el novel «etic», durante tanto tiempo aceptado por el materialismo mecanicista y por la filosofía sensualista, el que debe ser considerado un artificio. Por el contrario, es el nivel «emic» donde las operaciones materiales de los sentidos y las actividades más intelectuales de la mente tienen su lugar de encuentro y se armonizan con la naturaleza interna de la realidad misma».[16]
O, puesto en términos más escépticos: es el nivel «emic» del objeto observado, no sólo el que se intenta capturar, sino de hecho el que se captura distorsionadamente, por su inmediata e inadecuada traducción al sistema «emic» del observador, quien universaliza su propia tabla de rasgos distintivos como nivel «etic» universal y referencial.
En este sentido, la forma como Lowie traduce la divisa de Boas, cuya perspectiva califica de «no euclidiana», resulta del todo ejemplar: «debería ser nuestra meta suprema, no sólo ver a los otros pueblos con su propia perspectiva, sino también vernos tal como los otros nos ven».[17] Lo que nada tiene del tan denostado relativismo, en el que parece que nada pueda pensarse pues no hay homologación posible de contextos.
La razón universal segregada por Occidente no es un logro del que el particularismo boasiano, o cualquier otro relativismo pretenda abdicar, pero tampoco es su aspiración  implantar una especie de reinado del terror a costa de igualar en la teoría lo que en la práctica Occidente ya ha engullido, entropizado. Como Margaret Mead tan bien resumía de su maestro: «Boas pensaba que lo esencial de su tarea era llegar a adoptar la forma de pensar de su informante, conservando el pleno uso de su capacidad crítica».[18]



[1] «Los medicamentos tienen ante todo y en su primer lugar un efecto placebo», J. Clavreul, L’ordre médical, Paris, Seuil, 1978
[2] Materialismo cultural, Madrid, Alianza, 1982, p. 349.
[3] Materialismo…, ibid.
[4] Materialismo…, p. 340.
[5] Materialismo…, p. 360.
[6] «Le sauvage méchant», en Le chauvage a la mode, Paris, Le Sycomore, 1979, p. 249.
[7] The mountain people, NY, Touchstone, 1972, p. 33.
[8] The forest people, NY, Touchstone, 1962, p. 20.
[9] «Le sauvage mèchant», cit., p. 247.
[10] «A cultural materialistic theory of band and village warfare; the yanomano test», en Ferguson (ed.), Warfare, culture and enviroment, NY, Academic Press, 1984.
[11] «El canibalismo zande», en La mujer en las sociedades primitivas, Barcelona, Península, 1975, p. 158.
[12] «El canibalismo…», cit., p. 247.
[13] «El canibalismo azteca», Historia 16, nº 45.
[14] «Aztec cannibalism. An ecological necessity?», Science, nº 200, pp. 611-17.
[15] Cartas de la conquista de México, Madrid, Sarpe, 1985, p. 36; Harris, Materialismo…cit., p. 367.
[16] Estructuralismo y ecología, Barcelona, Anagrama, 1974, p. 41.
[17] Lowie, Histoire de l’ethnologie classique, Paris, Payot, 1971, p. 127.
[18] Apud, Harris, El desarrollo de la teoría antropológica, s. XXI, 1979, p. 274.

22 de julio de 2014

Colorín Colorado #9: Círculo de Cultura de Podemos

Hablamos con dos miembros fundadores de la comisión de cultura (ahora círculo de cultura) de podemos: el filósofo Germán CanoJorge Lago, editor de Lengua de Trapo. Hablamos de los orígenes de la comisión (¿cuándo tomaron conciencia Cano y Lago de la necesidad de una herramienta política como podemos?), de su trayectoria hasta las elecciones europeas del 25M, incluyendo la organización del I Encuentro de los Círculos el 12A, de la reciente asamblea general que han celebrado, a pesar de la policía, del marco general de análisis de la cultura española (¿cuál sería el equivalente de ‘la casta’ en el marco de las luchas por una cultura democrática?) que maneja la comisión, básicamente opuesta y contraria a la Cultura de la Transición, resumida en la sentencia atribuida a Joseph Goebbels, genialmente invertida por Rafael Sánchez Ferlosio en “La cultura, ese invento del Gobierno”

«En cuanto escucho la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador». 

Para terminar hablamos del arte políticamente comprometido, de la novela de la crisis y —last but not least— de Juego de Tronos. Y de los ministros de cultura en los gobiernos de coalición de izquierdas, pues resulta curioso que, cuando ha habido gobiernos del tipo frente popular en Europa Occidental, un fantasma que atraviesa los pronósticos sobre las elecciones generales de 2015, los socialistas se han reservado casi siempre los ministerios importantes, especialmente el de economía, dejando la cartera de cultura —entre otras cosas— en manos de  los comunistas; pensemos en François Mitterand y en Jack Lang o en Felipe González y en Jorge Semprún. Estarían o no estarían dispuestos nuestros invitados a ponerse para la foto en las escaleras de La Moncloa como ministros de un hipotético (aunque en principio inviable) gobierno de coalición liderado por el camarada Sánchez, de nombre Pedro, glorioso candidato de Nespresso. What else? 

Escucha el programa aquí.
En abierto hasta el 27 de julio.

21 de julio de 2014

La fiesta de la no ficción. Entrevista a Muckraker.

Hablamos con las personas que hasta la fecha forman parte de Muckraker, la reciente colección digital de la editorial Capitán Swing que, aplicando el espíritu divulgador y reportero de su alma mater a los hábitos de lectura en pantalla, piensa publicar a jóvenes periodistas españoles en un formato ciertamente novedoso: como viene siendo habitual en otras iniciativas editoriales digitales, la apuesta por la brevedad es ineludible y los ensayos son mas bien nouvelles de no ficción, tienen entre 40 y 50 páginas de extensión, pero no se venden por separado sino de tres en tres. Hay que comprar el paquete completo. O lo tomas o lo dejas. El editor propone una lectura variada, necesaria tanto para el lector disperso, que así llegará a satisfacer su amplitud de intereses, como para el obsesivo, que así podrá levantar la mirada de su nicho un momento. Esta tanda de preguntas y respuestas con los cuatro autores y el editor de Muckraker quiere imitar el formato de la colección: entrevistas cortas pero enjundiosas; entrevistas cortas pero tocapelotas. Tan cortas que solo hay una pregunta por individuo. Preguntas individuales que quieren ampliar el campo de lo discutible. Y que les den por culo a los cuestionarios protocolarios, a los periodistas que interrogan sin haber leído, o lo hacen de forma previsible y complaciente. Y a los lectores que pretenden que la publicidad y la promoción de las novedades editoriales (entrevistas + reseñas + presentaciones) les ahorre el trance de su lectura. Que les den mil veces por culo. Que les den porque —como dijo el ἔφορος de Constantino Bértolo— ante una pregunta estándar como «¿De qué trata tu libro?» la pregunta respuesta honesta y factible debería ser: «¿De qué va a tratar? Trata de vender». Aquí tratamos, por el contrario, de pensar a partir de Muckraker.
O lo tomas o lo dejas. 

I. Adiós a la melancolía improductiva.
                                  
Ernesto Castro. La colección digital de Capitán Swing que diriges tiene el nombre de Muckraker, una expresión de comienzos de siglo que los americanos tienen reservada para designar a los escritores/periodistas que cambiaron la realidad denunciando, haciendo visibles (o mejor dicho: legibles) las injusticias del momento. Sin embargo, ninguno de los ensayos que componen la primera entrega de la colección se puede situar dentro de la tradición del periodismo de investigación que publica información novedosa con una intención política evidente: “El nuevo traje del emperador” repasa vínculos conocidos entre moda y política; “La venganza de la realidad” divulga la divulgación científica; “Una invasión silenciosa” hace un mapa de la música clásica actual. Los tres podrían haberse escrito desde una biblioteca: la sistematización bibliográfica domina sobre el trabajo empírico de campo. La nota del editor despeja dudas: «Muckraker desea ser una celebración de la no ficción, y de aquellos textos que con gracia genuina danzan entre el pensamiento abstracto, la divulgación y el reportaje». La primera entrega tiene un perfil claramente divulgador, en detrimento del pensamiento abstracto y el reportaje, pero ¿por qué? ¿Por qué presentas en sociedad Muckraker con tres textos (aparentemente) tan ajenos a la idea que uno tiene del “removedor de basura”? Para consultar a los muckrakers de nuestro tiempo, ¿tenemos que visitar Wikileaks o esta colección prepara sorpresas a la altura de su nombre en próximas entregas?

Antonio J. Rodríguez. Antes de nada, no es del todo cierto que los tres títulos sean escritos desde una biblioteca. De hecho el peso que la parte reportajeada o la entrevista tiene es importante. Por ejemplo, Carlos y Leticia se sumergen en los pasadizos entre la moda y la política, y uno de los clímax de su texto precisamente se encuentra en su visita a Miguel Adrover, un diseñador cuya carrera se vió truncada por el primer gran acontecimiento político de este siglo: el 11 de septiembre. En su libro sobre discusiones científicas, Daniel también comparte correspondencia con distintos investigadores. En cuanto a Javier, el punto de partida de su ensayo es, ni más ni menos, que una conversación con Alex Ross. Así que en ese sentido los tres artículos cumplen con esa celebración de la no ficción con que la colección se levanta, a medio camino entre el pensamiento, la divulgación y el reportaje.
En cuanto al título, sí, es verdad que la colección no se llama Muckraker porque vaya a seguir al pie de la letra los procedimientos de los muckrakers de comienzos del siglo XX. Se trata más bien de un guiño y de un manifiesto de intenciones. Eso sí, su propósito no es tanto la nostalgia por el pasado como una celebración de los nuevos escritores de no ficción. A mi juicio hay un superávit de melancolía improductiva. Precisamente, por eso es importante acabar con la idea de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” si hablamos de periodismo o de no ficción. Fíjate que el caso que tú mismo citas como sinónimo de Muckraker actual, Wikileaks, sigue procesos que nada tienen que ver con los de un Sinclair. De ahí que, con las intenciones de aquellos primeros “removedores de basura”, estos nuevos muckrakers también aspiren a repensar el presente y a reconstruir el futuro.

II. Ante todo prudencia.

Ernesto Castro. En “El nuevo traje del emperador” calificáis a Suzy Menkes, una columnista septuagenaria de papada y cintura generosa, como «la voz más respetada del periodismo de moda». Menkes escribió una columna con motivo de la coronación de Felipe VI donde elogiaba el físico rollizo de ciertas reinas viejas (Máxima de Holanda y Matilde de Bélgica) frente a la delgadez, presuntamente anoréxica o bulímica, de las herederas de Ladi Di: Kate Middleton, Rania de Jordania y nuestra Letizia. Es un escenario recurrente: un experto que primero reclama y luego critica la talla de esas perchas de carne y hueso llamadas princesas o modelos en nombre de un término medio “fino pero sano” tan hipócrita como imposible de alcanzar. La gente habla de la gordofobia. ¿No existe una palabra para designar la sospecha de enfermedad psicológica que persigue a aquellas mujeres que satisfacen los criterios canónicos de belleza que tantos critican en público pero exigen en privado?

Leticia García & Carlos Primo. Ignoramos si existe un término para designar el fenómeno que describes. La cuestión de los ideales de belleza es un debate abierto y recurrente en el mundo de la moda donde, con demasiada frecuencia, actos aislados se interpretan como clasificaciones excluyentes. Vayamos ahora a Suzy Menkes. Más allá de su físico y su edad, en efecto es la periodista especializada más prestigiosa y leída de las últimas décadas. Y, de vez en cuando, como hacemos todos —tú lo has hecho al definirla en función de su silueta, edad y demás—, a veces opina sobre los tipos de belleza que proyectan los medios o las celebridades. Lo que no sabemos —tal vez lo haya hecho— es si, como afirmas, Menkes “primero reclama y luego critica la talla” de las celebrities. ¿Lo ha reclamado en alguna ocasión? ¿Ha alabado la extrema delgadez para luego censurarla? Si lo hubiera hecho, claro que sería criticable, porque estaría contradiciéndose. Pero, como te decimos, no sabemos si lo ha hecho. E identificar las opiniones de Menkes con la de toda una industria que tampoco es unánime en este asunto no parece demasiado prudente.
Ahora bien: si hablamos de tallas e ideales de belleza, nosotros defendemos la importancia de utilizar las palabras precisas. Decir que una mujer es delgada es describirla. Presuponer que toda delgadez es signo de desórdenes alimenticios o enfermedades es perverso, porque hay muchas personas que tienen esa constitución física sin necesidad de forzarla. En ese sentido, sí hay una tendencia generalizada a patologizar la delgadez, especialmente en los medios. Y es tan peligrosa como la gordofobia, en efecto. Hay muchos tipos de belleza. Y los grandes diseñadores —pensemos en Balenciaga, Gaultier o Vivienne Westwood— son los que no descuidan esa pluralidad.

III. Ni esto ni lo otro.

Ernesto Castro. Una pregunta de detalle: ¿por qué metes el idealismo de Platón, el dualismo de Descartes y la tabla rasa de Locke entre los enemigos de la concepción científica de la realidad como algo inteligible según leyes propias? Las ideas son verdades eternas, según Platón, cuya efectividad es independiente del estado del conocimiento humano: el platonismo causó furor entre conocidos matemáticos (Gödel) y filósofos de la ciencia (Popper). La sexta meditación de Descartes empieza diciendo: «hay cosas materiales en cuanto se las considera como objetos de pura matemática». En cuanto a la tabla rasa, básicamente sostiene que hay una realidad externa porque nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. No entiendo tu postura: ¿el lacaniano de Clement Rosset es un «filósofo brillante», según dices, pero los padres del empirismo (Locke), la geometría analítica (Descartes) y el análisis reductivo de la realidad física (Platón en el Timeo) se quedan fuera de tu noción de realismo científico?

Daniel Arjona. No soy científico pero tampoco soy filósofo. Lo que hago en esta nouvelle científica es pasar a limpio mis impresiones tras un seguimiento febril de las novedades científicas en publicaciones tanto especializadas como generalistas y una indigestión de lecturas de libros de divulgación. Espero que la divulgación de la divulgación no me haya quedado demasiado homeopática y que la previsible dilución quede compensada con cierto garbo narrativo. La ventaja para lograr esto último es que nada me gusta más que largar de ciencia. Y hago otra cosa también: escribir el tres-en-uno del ensayo científico motivado que a mí me hubiera gustado leer. Te encuentras con títulos de física/cosmología, de biología/genética y de psicología/neurociencias escritos por aquellos que dominan cada una de las disciplinas pero no recuerdo ninguno que se ocupe de las tres a la vez, y menos con tan limitada extensión y tan imprudentes pretensiones como La venganza, escrito además por alguien que no domina ninguna de las tres. Pretensiones que pasan por dar la última hora de las grandes polémicas de cada área pero también por exponer una cierta militancia, la del realismo, acompañada de una cierta denuncia del regodeo en la irrealidad de parte de la propia ciencia moderna. A saber cómo ha quedado la cosa...
Sé que con esto del realismo me meto en un follón, claro. Con los filósofos, por ejemplo y tal vez ese párrafo que citas resulte tan apresurado como antipático. Pero hombre, tenía poco espacio para hablar de ciencia, ¿cómo se me va a ocurrir esperar a Platón a la salida? Yo no denuncio enemigos del realismo con acné y bibliografía sino “ideas enemigas” o, como dices, poco “amigables”. Porque hay dos Platones, ¿no? (o mil, claro). El de las “ideas verdaderas e inmutables” que podrían equipararse al concepto (o a la ley científica) y el de la dialéctica, el del Parménides o el Sofista que inocula el virus de la irrealidad para los restos y sirve además para seducir a un montón de cráneos privilegiados con la absurda idea de que pueden entender lo que ocurre sin estudiarlo. O corromper lo estudiado al “entenderlo”. Es ese el Platón que invita Hegel a su Lógica mientras Newton recibe un portazo. Descartes, por su parte, merece un himno de la razón por contribuir a la matematización de la realidad que está en el origen de la ciencia moderna pero su desgraciado dualismo generó una infinita serie de esterilizadoras metáforas que se atrincheraron en los discursos de las ciencias sociales hasta anteayer.
Y Locke, por Dios, es nada menos que el héroe fundador de la democracia liberal y cómo no entender lo necesario que resultaba entonces demoler la teoría de las ideas innatas que cargaba de serie en nuestro cerebro nada menos que la cookie del creador y que validaba el poder absoluto de los reyes. Por no hablar de que su heredero Stuart Mill alzaría esa tabla rasa en favor de la emancipación de las mujeres y de los desfavorecidos. Pero el problema es que la tabla rasa afirma, como bien dices, la existencia de una realidad externa… a costa de negar la “interna”. Y ese desalojo brutal de las disposiciones innatas funcionó como una centrifugadora irrealista que animó la chaladura conductista y negó por mucho tiempo la comprensión del muy real cincelado evolutivo-genético de nuestra especie. Lo repite Pinker a cada ocasión. No se trata de elegir entre naturaleza y sociedad sino de comprender que ambas no son alternativas.
La filosofía y la ciencia fueron en el pasado la misma cosa (el Discurso del Método sirve de prólogo a la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría) pero hoy se han alejado mucho, la verdad y no creo que la primera nos sirva de gran ayuda para comprender el Universo. No por eso vamos a convertirnos en patanes a una ecuación pegada que, como Hawking en su penúltimo libro, sancionan la muerte de la filosofía para más adelante desvariar con una suerte de teoría postmo-científica sobre la inexistencia de una realidad independiente de su modelado. Borges disfrutaba a muerte con la teología aunque la tomaba como literatura fantástica y supongo que, más o menos, a mí me pasa lo mismo con la filosofía.

IV. Mientras todo a tu alrededor te reduce a la anécdota.

Ernesto Castro. En “Una invasión silenciosa” escribes: «Este progresivo avance de otras músicas —y no necesariamente populares—  al margen del patrón clásico, y que fue ocupando cada vez más espacios públicos, académicos y comerciales hasta llegar a su cúspide en los años ochenta y noventa, barrió con las viejas convenciones y certezas de la cultura occidental y dejó a la música contemporánea a la deriva, con un cartel en su camino que anunciaba en consabido “bienvenidos a la postmodernidad”.» Una época «cargada de desorientación por la disolución de las antiguas certezas de la modernidad, que aniquilaban todas las seguridades del ser humano y lo dejaban errando como una mota de polvo por el espacio". Unas páginas antes, en "La venganza de la realidad», Daniel Arjona certifica: «La postmodernidad está deshauciada y no merece más atención. Se enseñorea sin apenas enemigos en la cultura y las artes. Pero en lo que respecta a la comprensión de la realidad, lejos quedan los tiempos en que los filósofos creyeron poder echar mano de sus últimos petardos para defender una maltrecha barricada ante la ciencia». Me pregunto si estás de acuerdo con Arjona. ¿Es la postmodernidad (en música clásica) algo más que una dificultad intrínseca de establecer tendencias definitorias desde un momento presente excesivo en información? Y en este sentido, ¿no es igual de postmoderno el final del siglo XVII, dado el número de músicos alemanes de estilo indudablemente propio? ¿Hay estructuras compositivas típicamente postmodernas o solo caos analítico?

Javier Blánquez. El ensayo de Arjona no lo he podido leer, así que no sé si puedo estar de acuerdo o no. Tampoco es una cuestión que me preocupe, si la postmodernidad es paradigma a día de hoy o no. Yo creo que no, pero si lo fuera tampoco me llamaría la atención. La frase que citas de mi texto tiene que ver con la situación de jaleo absoluto que se da con la música en “Occidente” a finales del siglo XX desde el punto de vista de lo que había sido durante décadas, e incluso siglos, la prácticamente única manera de hacer música, al menos la aceptada como arte, y que alcanza su máximo momento de desarrollo a finales del XIX, y que empieza a deshacerse cuando irrumpe el “modernismo” (Schönberg, Stravinski, etc.). En el siglo XX la música, en su totalidad, es más diversa que nunca: aparece el jazz, se refuerza la canción popular, nace el rock, la tecnología propicia la música electrónica, así que el flujo continuado de la “música occidental”, que ostenta el poder como idea de cúspide intelectual y creativa, se enfrenta a la paradoja de creerse poderosa en su atalaya, pero insignificante entre el público.
Si a esto le sumas que los nuevos compositores que prosiguen con esas formas musicales —los que trabajan para el cine, los minimalistas, etc.—, y que encuentran un público y unos ingresos mucho más sustanciales que el compositor puramente adscrito al serialismo, se da esa paradoja, que para mí es muy post-moderna, de que hay una gente que se sigue creyendo en posesión del poder, de la verdad, mientras todo a su alrededor les ha reducido a anécdota. A la vez, la música en el siglo XXI consiste en una fragmentación cada vez más grande de pequeñas escenas, incluso dentro de géneros grandes (por ejemplo, lo “indie”), y en la música contemporánea eso también sucede, o al menos yo creo que así funciona. No es que la música contemporánea en el siglo XX fuera un único flujo caudaloso, a diferencia de siglos anteriores, pero ahora no hay un centro fijo (como antes podían serlo el método dodecafónico, que marcaba unas reglas), ni una fuerza relevante, por tanto hay mucha música ahí fuera que flota buscando su público, conformándose con poco pero entusiasta, y a la vez intentando adaptarse a un mundo nuevo. Que se apliquen estructuras del pop o texturas de la electrónica me suena perfectamente lógico en el siglo XXI. Es como volver a repensar las reglas, aunque sin encontrar una definición tan solemne como en otras épocas.
Por tanto, no me refiero a estéticas particulares, sino al lugar que ocupan estos sonidos en el contexto global, que es amplísimo, desorganizado y sobrepoblado. Con el siglo XVIII no veo ninguna conexión importante, aquel fue un momento en el que se alcanzó la cima del clasicismo —de la fijación tonal de Bach a la estilización de Mozart/Haydn/Beethoven, resumiendo— y se empezó a buscar un desarrollo y ampliación de esas formas musicales bajo la influencia del Romanticismo, su filosofía, su estética, etc. Esta época no puede ser más distinta: no hay una fuerza poderosa que tire de la música, no hay un único pensamiento que la guíe, no hay ni siquiera un pasado sólido en el que basarse. Hay muchos pasados, muchos presentes, lo que al menos hace pensar que al menos habrá un futuro.

[Publicado originalmente en Harlam Magazine. 21 de julio de 2014.]