Nada más que la verdad.
Hará un año que la muerte de
Francisco Fernández Buey supuso un considerable varapalo para cualquier
racionalista moderado. Algo similar tiene por subtítulo un libro suyo, Ideas para un racionalismo bien temperado,
una etiqueta que resume una trayectoria profesional dedicada —entre otras
cosas— a estudiar a Marx sin cuartel, a Gramsci sin escuela. También a escribir
sobre Einstein con sencillez. Aparece este otoño un libro suyo póstumo, Para la tercera cultura, donde Fernández
Buey recoge buena parte del debate actual sobre las ciencias y las letras
(¿cómo tender puentes entre ambas?), reflejando sus inclinaciones intelectuales
sin ignorar las colectivas, sabiendo que la apuesta por el conocimiento
científico también conlleva una concepción de la política, aquella donde la
verdad —toda la verdad y nada más que ella— sea absolutamente revolucionaria.
Tal vez haya
cargado mucho las tintas en el último enunciado, otorgando a la ilustración una
capacidad redentora que a todas luces parece reclamar sin mucho éxito, y además
Fernandez Buey mismo inicia el libro con una reflexión sobre las limitaciones
que lastran el imaginar a los sabios como faros del intercambio razonable de
posiciones ideológicas, duchas del aseo contra el sesgo y la mentira, en lugar
de verlos como individuos partícipes del proceso político mismo. En palabras
del genetista Albert Jacquard: “el concepto de raza carece de fundamento y, consiguientemente, el racismo debe
desaparecer. Hace unos años yo habría aceptado de buen grado que, una vez hecha
esta afirmación, mi trabajo como científico y como ciudadano había concluido.
Hoy no pienso así, pues aunque no haya razas la existencia del racismo es
indudable.”
Es bien sabido
que la actividad política tiene compromisos que el compromiso científico
desconoce por completo. La cuestión estriba en hallar el punto de unión entre
ambas esferas de actividad humana. Para ello conviene hacer un repaso por
algunas disputas sobre la tercera cultura que Fernández Buey no recoge. Ello no implica tanto
criticar el trabajo del filósofo, sobresaliente cuando cartografía algunos
debates centrales de los últimos doscientos años, cuanto ayudar a completar un
ensayo vibrante cuya lectura seguro mejora en ausencia spoilers.
Contra Darwin
Hay una polémica científica,
entre todas las analizadas con detalle por Fernández Buey, que nos permite
enlazar con el presente inmediato. Hablamos de la crítica que hizo Uexküll a
Darwin tomando los equívocos facilones
de la vulgata darwinista novecentista (que la naturaleza evoluciona
progresivamente y sin saltos, sobre todo) como carta de defunción del
pensamiento de Darwin para mayor gloria de una biología holista, organicista y
teleológica, cuya vanguardia científica sería (¿sorpresa?) nada menos que el
propio Uexküll. Este salto impropio (criticar a Darwin por sus herederos)
parece haberse convertido en todo un deporte nacional entre filósofos
analíticos desde que Fernández Buey ultimara su manuscrito, hará unos cinco
años. Desde entonces hicieron aparición textos que ponen entre paréntesis la
habitual afinidad electiva entre pensamiento anglosajón y divulgación
científica, cosa fija desde el positivismo lógico en adelante.
Entre estos
ataques descuella sobre todo el rechazo de la teoría de la selección natural
por parte de Jerry Fodor, famoso filósofo cognitivo cuya incursión en el campo
de la biología algunos colegas de profesión tomaron como una intentona desesperada
de retener una autonomía sobre el estudio de la mente, campo que estaba siendo
cercado por la neurología desde diversos frentes. La polémica ocurrida en las
páginas de la New York Review of Books,
junto a la publicación en formato libro de sus consideraciones, constituye un
ejemplo bastante fidedigno de la ilusión óptica que pueden llegar a sufrir
quienes reproducen a destiempo saber científico establecido como si fuera poco
menos que la destrucción definitiva del paradigma bajo el cual —malgré tout— los mismos científicos
siguen identificándose. Alguna razón tendrá, digo yo.
Atractores políticos.
Como pueden imaginarse, esta
suerte de disputa entre las artes y las ciencias no es para nada nueva. Viene
desde cuando Goethe dijera que sin metáforas no tenía sentido su teoría de los
colores. Los newtonianos contuvieron entonces la risa. Su homólogos
contemporáneos, los físicos con cierta presencia mediática interesados en las
humanidades, suelen gastar niveles de tolerancia distintos hacia los charlatanes.
Todos hemos oído hablar sobre el caso Sokal, ese mítico zas-en-toda-la-boca dirigido con especial cariño y recuerdos para
la familia a quienes intenten utilizar la retórica científica con fines de postureo intelectual.
Un resumen del
debate: el físico Alain Sokal escribió un artículo cargado de referencias a
todo el panteón teórico francés, incluido el epic fail lacaniano sobre
el falo siendo igual a √-1, un texto muy loco acerca de una posible
hermenéutica transformadora [sic] en el campo de la física cuántica que
publicaron los crédulos editores de Social Text, una revista de inclinación
posmoderna; cuando Sokal reveló el fraude, la polémica estaba servida: la
denominada french theory, ¿vale algo más que un colín?; la
correción via peer review, ¿acaso
refuerza la jerga, los sesgos y la deformación profesional en lugar de mejorar
la calidad de los textos hechos en la Academia?
Menos famosa
es la disputa que tuvo lugar en España a raíz de Caos y Orden, el libro donde Antonio Escohotado pretendía
justificar su posición política liberal acudiendo a razonamientos científicos
entresacados de la física del caos y la teoría cuántica, una estrategia
argumentativa que fue recogida con cajas razonablemnte destempladas por la
comunidad investigadora. Antonio Fernandez-Rañada abrió la veda de las reseñas
negativas indicando hasta qué punto Escohotado había asumido una concepción
trasnochada sobre la evolución del conocimiento al presumir que somos incapaces
de comparar paradigmas de explicación sucesivos, una idea que fue desechada
incluso hasta por su ideador original, Thomas Kuhn.
El Kuhn maduro
aceptaba que el conocimiento científico fuera cumulativo en todo punto, que la
teoría de la relatividad y la mecánica cuántica fueran perfectamente
conmensurables, que ninguna de las dos negara a la física newtoniana su
peculiar ámbito de validez como aproximación comprensible a los fenómenos
macroscópicos. "Nada sabemos a ciencia cierta" replicaba el
Escohotado maduro mientras se amparaba en la revolución cognoscitiva que supuso
el abandono de la mecánica clásica para una visión del mundo, la nuestra, que
seguro estará sometida a cambios similares en el futuro. En esto último
percibía Fernández-Rañada una confusión entre "no saber algo" y
"no saber nada", dos cosas bien distintas, para terminar concluyendo:
"Si el autor quiere decir, como hace en la segunda parte, que el
estado-nación es un atractor político, hágalo así en buena hora. Al fin y al
cabo, sólo es otra manera de decir que es una idea política atractiva, pero no
añade nada sacar los conceptos de su contexto".
Meros hechos.
Quien puede dudar que la polémica
contenga elementos políticos relevantes, concernientes en primera instancia a
los programas de estudio o el I+D+i, pero más allá de estos obvios campos de
batalla académico, donde cada quien suscribe una noción distinta de formación
personal y profesional a través de la educación, las fronteras ideológicas se diluyen.
Quien pretenda establecer una correlación entre espíritu científico y carácter
apolítico (según aquél motto de la
teoría crítica: un saber acerca de los hechos genera hombres de meros hechos,
burocratillas especializados del conocimiento, modestos baluartes del statu
quo), tiene que afrontar la compleja realidad de nuestros intelectuales: Jean
Bricmon, el compinche de Sokal cuando tocaba sacar la escoba, mostró como
estaba a la izquierda de los intelectuales posmodernos barridos por sus
críticas cuando ellos, los supervivientes del estructuralismo afrancesado,
callaron en materia de política exterior (como hacían desde la guerra de
Argelia) mientras él publicaba su Imperialismo
Humanitario, una defensa de los derechos humanos contra los militares que
pretenden apropiarse de la ilustración con fines petrolíferos inconfesables.
Lo opuesto,
estar a la derecha de una inteligentsia
humanista ultraradical, también viene siendo cierto. Muchos critican de
hecho el enfoque ordoliberal que suelen destilar las recetas extraídas por los
principales divulgadores de la tercera cultura una vez terminan los capítulos
descriptivos y comienzan a enfilar las conclusiones o "consejos del
sabio", cuando está a flor de piel la tentación de devenir canalla (para
Marx: "persona que busca acomodar la ciencia a un punto de vista que no
deriva de la ella misma"). Bien sabidos son para muchos los sesgos que
lastran a popes como Peter Singer, cuyo último volumen sobre la violencia (Los ángeles que llevamos dentro) llega a
negar los principales consensos científicos sobre cómo explicar la bajada del
número de homicidios en los años 90 (según los expertos sería fruto de los
métodos anticonceptivos introducidos varias décadas antes que frenaron multitud
de nacimientos indeseados) hasta el punto de decir que esta hipótesis resulta
demasiado simple para ser cierta (siendo la simplicidad considerada normalmente
una virtud en lugar de un detrimento explicativo). ¿La explicación alternativa
propuesta en Los ángeles? Resumiendo
muchísimo: mucha policía, poco criminal. Ahora resulta que, contra la lección
intuitiva de The Wire y la
explicación estadística manejada de las facultades de ciencias sociales, el
Bálsamo de Fierabrás contra el crimen es nada menos que la conversión del
policía en robocop. He aquí las
virtudes de semejante distorsión ideológica.
El camino hasta Hitler.
Vaya esto por los juntaprobetas metidos a consejeros del
príncipe. Ahora bien, ¿qué sucede a la inversa? ¿Acaso los resultados suelen
mejorar cuando estudiamos casos de humanistas travestidos de sabelotodos
cientificistas? Ignoremos por un momento a los figurantes del amateurismo
entusiasta como Eduard Punset, un genuino iluminado del asunto cuya capacidad
de extender la curiosidad intelectual viene siendo inversamente proporciona a
la coherencia de su discurso político. Tomemos por el contrario la cuestión del
camino desde el irracionalismo y el romanticismo hasta Hitler, por utilizar la
expresión de Gyorg Lukacs citada por Fernández Buey. Es algo bien notorio que
la inmunidad intelectual que muestran algunos filósofos ante las más
elementales herramientas del razonamiento coherente tiene su origen último en
ciertos alemanes sabihondos de la República de Weimar como Ernst Jünger o Martin
Heidegger, ambos nazis. La pregunta es clara: ¿en qué medida conduce el
irracionalismo filosófico a posiciones políticas alocadas? (La inversa también
resulta válida para algunas escuelas: ¿es Auschwitz el epítome de la metafísica
falogocéntrica racionalista tecnificada?)
Sobre el caso
Heidegger (¿hasta qué punto están unidos su ontología y sus inclinaciones
ideológicas?) Fernández Buey reproduce unas palabras atinadas de Karl Löwith
sobre el famoso discurso impartido en 1933 por el filósofo de Ser y tiempo convertido en el rector
nazi de la Universidad de Friburgo: “El servicio social y el servicio militar
se vuelven uno con el servicio del saber, y al final de la exposición no se
sabe si uno debe ir en busca de los presocráticos de Diles o marchar junto a
las SA. De ahí que este discurso no pueda ser juzgado de modo puramente
político ni filosófico. Políticamente es igual de débil que como tratado.”
La posición de
Fernández Buey tiene la suerte del matiz, no obstante, en cuanto termina
juzgando que “entre la formulación filosófica o la invención de la teoría (en
sentido amplio) y la decisión práctica de vincularse a una determinada
ideología o a una opción política hay siempre demasiadas mediaciones (talante,
voluntad, expectativas personales, etnia, clase, tribu, etc.) como para
establecer derivaciones fijas. Solo el periodismo sensacionalista opera como si
estas no existieran.”
Publicado originalmente en Sin Permiso. 17 de Noviembre de 2013.
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