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25 de enero de 2014

Antonio Escohotado: «Marx, Engels, Blanqui, Bakunin, Lenin, Trotsky y Mao (también Fidel y el Che) fueron señoritos mantenidos.»

Corren buenos tiempos para la divulgación historiográfica. Desde que tuvo lugar la Historikerstreit en la Alemania de los 80, los debates sobre las principales ideologías del periodo moderno se han sucedido con pasmosa rapidez. Solo en el contexto europeo, siguiendo el ritmo incansable de las efemérides nacionales, las publicaciones revisionistas sobre la Revolución Francesa de los noventa pasaron el testigo a las polémicas —muchas veces sin cuartel— sobre los orígenes del Estado español con motivo del bicentenario de 1808, mientras todavía seguían debatiendo sobre los vencedores (¿burguesía o terratenientes?) de la Revolución Gloriosa en Gran Bretaña y un novelista alemán renovaba la memoria histórica sobre la destrucción de Dresde. En este sentido, 2014 presenta una oportunidad impepinable para repasar en paralelo el arranque de la Primera Guerra Mundial y el final de la Guerra de Sucesión Española, fechas míticas para algunas importantes tendencias del panorama ideológico vigente: la mentalidad europeísta y el nacionalismo en Cataluña. Mientras tanto, las librerías españolas continúan siendo desbordadas por una ingente producción bibliográfica que nos recuerda con insistencia la felicidad del mundo antes de la muerte del fatídico archiduque Francisco Fernando, llegando esta tendencia hasta el límite mismo del paroxismo con Florian Illies y su 1913. Un año hace cien años, una colección de anécdotas sobre aquellos efímeros instantes proustianos.

A buen seguro que todos estos modismos editoriales tienen en común un interés sincero de analizar los términos que utilizamos para polarizar la opinión pública hablando de anteayer con expresiones acuñadas ayer mismo. La voluntad de reforzar dicotomías históricas o acrecentar la superioridad normativa de cierta opción política llevan muchas veces a vincular —entre otras muchas fiestas a guardar— 1789 y 1917. Una alineación comunista (o totalitaria, según los gustos) que tendría como contraparte ahistórica un equipo liberal (o capitalista, si se prefiere) opuestos a través de los tiempos. Cabe tomar como reflejo de similar estado de opinión la popularidad de franquicias como Pocket Communism, la colección de Verso Books destinada a remontar los orígenes del anticapitalismo hasta el mismísimo Espartaco. Bajo estas condiciones compete a los historiadores el desmenuzar los maniqueísmos y el matizar las similitudes, según toque en cada caso.  He aquí la audacia de Los enemigos del comercio, la trilogía incompleta de Antonio Escohotado (1941) que motiva el plantear esta entrevista, pues nada menos busca el filósofo madrileño que hacer compatibles varias cosas que muchos juzgan directamente incompatibles, a saber: (i) el mantener elevados niveles de investigación historiográfica; (ii) el formular hipótesis generales sobre la mentalidad comunista desde Atenas hasta Hugo Chavez.

El cuestionario planteado a Escohotado, cuya obra resulta en todo punto impresentable por extensa, prolífica y conocida, pretendía sonsacar cuestiones vinculadas con los aciertos del recién publicado segundo volumen (indudables sobre todo cuando plantea escindir la tradición socialista del mesianismo belicista), pero también indicando ausencias notables en una historia del siglo XIX (¿dónde está la Guerra de Secesión?), planteando asimismo elementos de reconciliación entre el liberalismo del autor y el presunto fanatismo anti-mercado de los personajes históricos estudiados. El resultado, sin embargo, termina siendo una entrevista sobre el propio hecho de entrevistar, un recordatorio interesante sobre la utilidad (y los inconvenientes) de la Historia para el debate político vigente.

ERNESTO CASTRO: Para empezar tengo que decir que tu libro tiene una cosa especialmente sorprendente para cualquiera familiarizado con la historia del anticapitalismo: su título. Cuando sacaste el primer volumen de Los enemigos del comercio muchos dimos por sentado que los últimos doscientos años del movimiento obrero merecían otro genitivo. Los enemigos del comercio brillan por su ausencia en el siglo XIX. Tú mismo dedicas cinco capítulos a los cooperativistas anglosajones, partidarios de la división del trabajo y el intercambio de mercancías, otros cuatro a Marx y Engels, cuya única objeción madura contra la competencia era que tiende a formar monopolios «naturales, es decir, racionales». Entre mutualistas franceses, lib-lab británicos y sindicalistas norteamericanos, los amigos del comercio ocupan un tercio del trabajo. A tenor de su crítica del trabajo por cuenta ajena, ¿no hubiera sido mejor título para este libro Los enemigos del salario?

ANTONIO ESCOHOTADO: Hay varias preguntas simultáneas, que al mezclarse con varias afirmaciones transforman el cuestionario en un excurso múltiple. Al parecer, “la historia del anticapitalismo” no representa un movimiento convencido de que la propiedad privada es un robo y el comercio su instrumento, y al parecer “los enemigos del comercio brillan por su ausencia en el siglo XIX”. Ambas cosas son tan palmariamente inciertas que quizá se me escapa algún chiste sutil.
¿En qué siglo surgieron el comunismo blanquista, la cruzada de Weitling, Bakunin y Nechayev, el materialismo dialéctico y el milenio laico owenita?
En cuanto a los cooperativistas británicos ¿cómo no recordar su revisión semántica del término, que pasa a significar “actividad no competitiva”? En cuanto a Engels y Marx ¿realmente afirmas que “su única objeción madura contra la competencia era que tiende a formar monopolios ‘naturales, es decir, racionales’"? ¿No maldijeron la división del trabajo, la economía dineraria, el mecanismo de oferta y demanda, y “los intercambios individuales” en general?
En cuanto a la conveniencia de otro título, ¿no es omitir las 700 páginas recién publicadas? Y si se llamase los enemigos del salario ¿qué cambiaría? Hay al menos un centenar de páginas dedicadas a alternativas del salario, desde la Nueva Armonía de Owen a distintas propuestas de las dos Internacionales, y lo único manifiesto en la preferencia por el economato y sus vales es que no coincide con la preferencia del movimiento obrero en ningún país.
Me sorprende, por último, que sanciones implícitamente la identidad del salario con el techo, ropa y pan del esclavo, una de las más delirantes tesis de Marx. Los bolcheviques seguirán recurriendo a salarios, aunque lo bastante míseros como para matar de hambre a un 21% de la población durante los primeros siete años de su égida.       

EC: Y mirando hacia el futuro, ¿por qué no bautizar a los comunistas redentores que nos esperan en la última entrega de esta trilogía Los enemigos del Imperio? A juzgar por sus actos, la Tercera y la Cuarta Internacional (sin mencionar la Quinta que pensaba convocar Hugo Chavez) apoyaron ante todo movimientos de independencia nacional-popular que terminaron beneficiando el comercio internacional a largo plazo una vez finiquitadas las deficitarias posesiones de ultramar europeas. Dicho de otra forma, ¿no será el imperialismo novecentista el equivalente de la esclavitud en la Antiguedad: un freno a la empresa privada en lugar de un incentivo, un derecho de expolio opuesto por completo a las relaciones contractuales voluntarias, dicho brevemente, un enemigo del comercio? No has soltado prenda hasta la fecha sobre el Tercer Mundo, tu historia moral de la propiedad no dedica una sola página de las 1.200 publicadas a Latinoamérica, por ejemplo. ¿Acaso reservas para la traca final la artillería pesada sobre estas regiones? Si la respuesta es sí, ¿podrías adelantar alguna conclusión sobre los orígenes del subdesarrollo tercermundista o es aún pronto para ello?

AE: Compruebo que el excurso propio sigue creciendo a expensas del objeto a analizar. “¿No será el imperialismo novecentista el equivalente de la esclavitud en la Antigüedad?”. Sugiero que el entrevistador formule dicha tesis como el entrevistado formula las suyas, evitando el dogmatismo por el procedimiento de dejar que los actores se auto-expliquen. El tomo II examina el imperialismo de los fabianos –que es eugenesia racial-, y presta atención a su principal crítico informado, que fue J. A. Hobson. Muestra también cómo Luxemburg y Lenin se acogieron a su caudaloso estudio como si demostrara la exactitud del pronóstico marxista, cuando más bien iba a ser el apoyo inmediato del keynesianismo. Discípulo de Cobden, Hobson es tan inmisericorde con la perspectiva de Marx como Durkheim, Weber, Schumpeter, Aron, Galbraith, Popper o cualquier otro investigador no fanatizado.
En cuanto a “¿podrías adelantar alguna conclusión sobre los orígenes del subdesarrollo tercermundista?”, me pregunto por qué seguir omitiendo el detalle de lo ya investigado. ¿No hay materia suficiente en los resortes del desarrollo que se exponen al examinar la irrupción del dinero de confianza, la propiedad intelectual, la génesis de los sindicatos, el derecho laboral e industrial, la fabricación a gran escala, los orígenes concretos de la jornada reducida, los debates internos de la Internacional primera y segunda? ¿Qué ganamos especulando sobre la de Chávez, cuando por lo demás este segundo volumen detecta en su abrazo con Ahmadineyad el comienzo de una colaboración todavía más estrecha entre marxistas e integristas, enemigos del comercio y enemigos del libre examen? 

EC: En el primer volumen, mientras analizabas la caída del Imperio Romano, avanzaste una hipótesis bastante polémica: que el tráfico de esclavos y las relaciones de servidumbre contravienen por principio el desarrollo económico. En el segundo volumen tuviste una oportunidad inmejorable de comprobar la validez de este enunciado, la economía yanqui sureña, pero hete aquí que los negros desaparecen del índice analítico y Lincoln solo figura de segundas. ¿A qué razones responde este olvido de la Guerra de Secesión? ¿Acaso el movimiento abolicionista no constituye el epítome de las esperanzas fanáticas, guerracivilistas y contrarias a la propiedad privada (sobre otros humanos) que este libro pretende desmontar en términos históricos? ¿Las plantaciones esclavistas desincentivaron quizás a los pequeños emprendedores norteamericanos, como parecen implicar tus premisas analíticas, o todo lo contrario?

AE: Que la sociedad esclavista sea ruinosa per se –uno de los temas más estudiados en ambos volúmenes- solo puede parecer “una hipótesis bastante polémica” omitiendo que era ya una evidencia para Montesquieu, y algo después para Smith, a mediados del siglo XVIII. Me sorprende leer que “olvido” la Guerra de Secesión, como si fuese un episodio nuclear o siquiera significativo en una historia de la conciencia comunista.
Un nuevo excurso afirma ahora: “¿Acaso el movimiento abolicionista no constituye el epítome de las esperanzas fanáticas, guerracivilistas y contrarias a la propiedad privada (sobre otros humanos) que este libro pretende desmontar en términos históricos?”.
Pero partimos aquí de un doble equívoco. No pretendo “desmontar” nada, sino tan solo reconstruir una historia plagada de lagunas, sesgo y malentendidos. Con gusto intento aclarar qué quise decir aquí y allá, aunque no puedo hacer lo mismo con los excursos sin invertir la entrevista, porque –salvo error- dichas afirmaciones carecen de relevancia alguna para lo analizado en ambos volúmenes, y penden de frases sueltas.
Por lo demás, la cuestión supuestamente omitida se examina con bastante detalle en las páginas 451-452, donde comprobamos que toda la prensa comunista inglesa toma partido por el Sur, entendiendo que Lincoln “forma parte de la misma cruzada capitalista, oculta ahora bajo una fraseología hipócrita”. También remito a la monografía de Lichtheim como texto de apoyo sobre esa curiosa actitud de la “vieja guardia” británica, que sencillamente no soporta la decadencia del proteccionismo.     

EC: Las mejores partes del libro (mis preferidas) tienen lugar allí donde tomas parte por cierto bando inesperado. Por ejemplo cuando defiendes a Saint-Simon ante la mala lectura realizada por Isaiah Berlin, quien quisiera colgarle el sanbenito de comunista expropiador, cuando a tu juicio estamos más bien ante un modelo de liberal socialmente comprometido, por decirlo brevemente, apoyado sobre una historia realista (próxima a Hegel) del desarrollo histórico. O cuando dices que desde un punto de vista liberal el Tratado teológico-político «es como la piedra miliar de las bóvedas antiguas [...] solo ella puede absorber las tensiones de cada arco». Que alguien avise a los althusserianos: estaban equivocados, el proscrito de Amsterdam no colabora para Le Monde Diplomatique. Dicho esto, ¿podrías resumir para el lego por qué gente tipo Keynes o Hayek tienen más en común que en contra? ¿En qué consiste ese socialismo individualista (verdadero oxímoron para muchos oídos) que Durkheim podría, dado el caso, llegar a suscribir? ¿No me digas que los manuales del colegio (y de la escuela austriaca) yerran cuando definen el socialismo como el elemento de transición hacia el comunismo?

AE: Claro que afirmo tal cosa. Los manuales españoles de colegio, y los universitarios, son la quintaesencia del sesgo y la ignorancia sobre los orígenes del socialismo. Como el volumen entra tan a fondo en la cuestión, me limito a recordar que el socialismo se adapta al medio (como un termostato), mientras el comunismo permanece invariable (como un reloj). Hay menciones a un socialismo mesiánico o “real”, pero se trata de comunismo. El socialismo no puede estar reñido con el sufragio universal secreto –como acontece, por cierto, en todas las democracias populares- sin caer en la incoherencia de tomar al “trabajador” y al “pueblo” como un débil mental, incapaz de autogobernarse. De ahí el comentario de Bernstein, alma mater del SPD: “Si el socialismo no es un liberalismo comprometido con la democracia solo será una doctrina mesiánica salvaje, alimentada por fanáticos del recomenzar desde cero y el ‘tanto peor tanto mejor’”. 

EC: Otro momento igualmente cojonudo sucede cuando arremetes contra el llamado liberalismo maximalista, estilo Mises y Rothbard, quienes juzgan que la crisis de fin de siècle (1873-1896) y la existencia misma de ciclos económicos se debe «a las acrobacias sin red permitidas por el papel moneda», acuñado por los bancos centrales sin el respaldo de un ahorro efectivo. Según muchos, esta sería incluso la causa última de la crisis actual. Tú posición respecto del endeudamiento estaría digamos que entre dos aguas, la idea austriaca de que el multiplicador keynesiano es «un desideratum vestido de aparato matemático», y el «entender que a veces los Gobiernos deben gastar lo no ahorrado para evitar males mayores». La frase más ambigua y repetida del libro quizás sea «prosperidad y crisis se solicitan recíprocamente», ¿en qué sentido? Aunque Hegel pensara que la Historia no enseña nada, pues los vivos viven el presente desde una perspectiva mayormente ahistórica, dime, ¿qué enseñanzas arroja Los enemigos del comercio para la situación vigente de la economía en la Unión Europea? 

AE: No se me alcanza por qué atribuir a Hegel que “la historia no enseña nada”, cuando toda su obra insiste en lo contrario. En cuanto a las enseñanzas de mi investigación, espero que ayuden a recortar la ignorancia sideral donde vivía yo antes de empezar a estudiar fenómenos como la evolución del mercado financiero, el papel del empresario, la dinámica del sindicalismo y sobre todo el contraste entre medios, fines y resultados políticos. Me habría metido a investigar esa materia aunque tuviese la seguridad de no publicarla nunca en vida, porque necesitaba esa autoaclaración como un sediento beber, para morir más tranquilo.
A la luz de los cuestionarios que evoca por ahora la publicación del libro compruebo que el afán de averiguar datos desconocidos pesa incomparablemente menos que el deseo de confirmar algo resuelto antes de estudiarlo, en unos casos porque el entrevistador es pro y en otros porque es anti (libertad, mercado, riqueza, mérito, incertidumbre, etcétera). Sin embargo, ni una línea en Los enemigos del comercio repite algo ya sabido, pues nace de la sorpresa correspondiente a no haber estado en lo cierto por lo que respecta a tal o cual evento o matiz. Como superar la ignorancia gracias al mero estudio es mi fuente primordial de satisfacción, resulta asombroso -y en parte desazonador- que pasar del desiderátum a la verificación importe tan poco. Cuatro de las cinco últimas entrevistas (todas ellas concedidas esta semana) demuestran hasta qué punto insinuar o reafirmar asertos propios se sobrepone a reconocer algo ignorado, o ponerlo en cuestión con fuentes alternativas. Eso hace que lo fundamental de mi esfuerzo -mirar ecuánimemente el ayer- acabe en propuesta de hablar sobre cualquier otra cosa. 

EC: Una pregunta adicional sobre fórmulas políticas que podríamos exportar a nuestro tiempo. La idea de estipular impuestos elevados sobre las herencias, sangrar y distribuir aquella propiedad que depende de la cuna y de la sucesión en lugar del mérito (nadie merece nacer en una familia rica o pobre) aparece muchas veces en el siglo XIX. Tipos sociales tan distantes como afines a cierto espíritu igualitario y meritocrático, tal que un aristócrata libertario (Bakunin), un noble liberal (Saint-Simon) y un empresario filantrópico (Carnegie: «quien muere rico muere deshonrado»), formularon propuestas semejantes. No estás convencido, sin embargo, acerca de las virtudes de la medida, pues «abolir el derecho sucesorio convirtiría a todos en dependientes de un todopoderoso ministro de Hacienda», además de desincentivar el emprendizaje. Pero no tiene por qué ser así. La temible dependencia puede variar según los mecanismos de distribución de las oportunidades que acompañan a la riqueza, ya sea indirectamente (inversión en servicios públicos) o directamente (Renta Básica Universal). En cuanto a los incentivos, huelga decir que el capitalismo meritocrático solo desmotiva a quien quiera hacer del esfuero personal y las ventajas comparativas una suerte de rancio abolengo, dando en sucesión a los hijos de los hijos una tierra que --por definición-- será para quien la trabaje o de nadie. Por eso caen tan mal los nuevos ricos de postín, porque hacen como los políticos en silencio, suspiran melancólicos porque son ministros o accionistas en lugar de emperadores o princesas. Por suerte, salvando la casta política, la heráldica familiar y los títulos sucesorios parecen estar en franco retroceso. Y así tiene que ser, ¿no?

AE: Nuevamente el excurso se sobrepone a la pregunta, y nuevamente se simplifica lo que mi ensayo expone a propósito de “desincentivar el emprendizaje”, un neologismo cuyo sentido quizá sea crear riqueza. Sigue un “pero no tiene por qué ser así”, y el derecho sucesorio se pone en relación con “caen tan mal los nuevos ricos de postín”. La frase termina con un “así tiene que ser, ¿no?”
Salvo error u omisión, aprendemos acerca de un fenómeno cuando exhumamos información al respecto con paciencia y humildad, ya que meternos en lo estudiado a título de fiscales o jueces no suele derramar luz sobre ello, y una medida cortés sugiere esperar a que otros nos tengan por expertos en la materia. Me encantaría discutir lo que el libro expone sobre Saint-Simon y el derecho de herencia, pero me lo impide el carácter asertórico del interrogante planteado, donde la preferencia del entrevistador por escucharse a sí mismo reduce la respuesta a sí o no.  
   
EC: Dedicas un capítulo entero «Reconsiderando a Marx». ¿Y bien? Además de tener «un genio satírico de proporciones colosales, comparable con Aristófanes, Juvenal o Quevedo», ¿cual sería los mayores logros intelectuales de este querido barbudo? Dado que la teoría del valor-trabajo y en análisis de las clases sociales son el legado de unos pensadores «burgueses» anteriores que Marx nunca pudo completar del todo, según tu opinión porque se topó con el marginalismo a tiempo, ¿acaso no habría que valorar la confianza que Marx tenía en la clase obrera, organizada y disciplinada, por oposición a las algaradas mesiánicas en nombre de «los pobres de espíritu», los estudiantes con mucho tiempo ocioso, los últimos que serán los primeros, y demás sujetos que componen el paisaje político previo y posterior a 1848?

AE: Tras advertir que dedico un capítulo entero a la reconsideración de Marx (colofón de otros, dos centrados en la concatenación de su vida y su obra), la pregunta es un “¿y bien?”, seguida por “¿cuál serían los mayores logros intelectuales de este querido barbudo?” Precisamente a ello se dedica el espacio comprendido entre las páginas 369 y la 434, y me sorprende dar por sabido -y mucho menos reconocido- que el concepto de clase social nada le debe a Marx. Me costó bastante descubrir la obra recién hecha entonces por Charles Comte, Thierry, etcétera, y sin ella no tendríamos punto de comparación para su análisis del tema y el marxista. No obstante, aclaro que el principal logro teórico del “querido barbudo” es a mi juicio una ontología colectivista, cuya estructura remoza el reduccionismo maniqueo. Como el bien y el mal en la cosmología de Mani, el hombre auténtico –un yo/masa llamado también esencia genérica (Gattungswesen)- se contrapone al hombre individualista o no-hombre, cuyo rasgo dominante es la tendencia a decidir por separado y acaparar. Más conocida que esta ontología es su aplicación epistemológica, pues la codicia del no-hombre le condena según Marx a ver las cosas aisladas de su devenir, petrificadas. Esto remitiría a Heráclito, recordándonos la necesidad de captar todo en su movimiento, pero al concentrar la estática en el individualista ofrece más bien una idea cosificada de la cosificación. En vez de un engranaje entre verbos y sustantivos –acciones y entidades- produce retahílas de epítetos vehementes, como los 17 (que especifico en las páginas 420-421) a la hora de definir a la mercancía.
En cuanto a “¿acaso no habría que valorar la confianza que Marx tenía en la clase obrera, organizada y disciplinada?”, no sé qué valor atribuir a una entelequia como la “conciencia proletaria”, tras las abundantes aclaraciones hechas al respecto en este volumen. Marx, Engels, Blanqui, Bakunin, Lenin, Trotsky y Mao (también Fidel y el Che) fueron señoritos mantenidos por sus familias, que nunca se ganaron la vida trabajando por cuenta ajena ni propia, y Marx vio morir de hambre y frío a tres hijos cuando podía traducir o dar clases en la academia de su colega Wolff. Me asombra también ver omitida la crítica de Bakunin a la idea de “clase obrera organizada y disciplinada”, quizá su análisis más lúcido. Echo de menos por último el análisis sociológico del intelectual, que Schumpeter inauguró con la idea de alguien tan incompetente en términos profesionales como eximio “evocando resentimiento con cuadros de esclavitud y martirio”.       

EC: No quiero dejar pasar la oportunidad de preguntarte sobre antiguas trifulcas filosóficas, pues yo mismo soy estudiante de filosofía de formación (mejor dicho: de vocación), y me resisto a olvidar aquella (a mi juicio) fructífera polémica que tuviste hará trece años con Antonio Fernández-Rañada. Fernández-Rañada pensaba entonces que Caos y Orden, el libro donde fundamentas el liberalismo sobre argumentos científicos sacados de la física actual, confunde planos de consideración, incurriendo en la falacia naturalista, cuando no forzando analogías y generalizando consideraciones microscópicas que nada tienen que (a primera vista) ver con cuestiones políticas. Visto con distancia y frialdad, ¿que sacas en claro de aquella polémica que a tantos tuvo en vilo? Puestos a elegir, ¿qué prefieres: un muestrario histórico que argumente las ventajas del liberalismo sobre sus competidores, dejando a otros el trabajo de fundamentación científica, o el recurso a ciencias duras para hablar de las ventajas comparativas de la libertad?

AE: En ningún momento Caos y Orden “fundamenta el liberalismo sobre argumentos científicos sacados de la física actual”, y Fernández-Rañada no me imputó tanto “forzar analogías y generalizar consideraciones microscópicas” como ignorar la tabla del nueve y ser “posmoderno”. En su primer artículo no percibió que uno de mis párrafos sobre la llamada teoría estándar parafraseaba a Feynman, y alegando un “cómo se atreve a decir tal disparate” demostró desconocer el QED de este último. Molesto por el desliz, y por lo que fui objetando a cada uno de mis “groseros errores”, volvió a la carga con un segundo artículo arropado por los de otros tres colegas, que pasaron de considerar posmoderno el texto a llamarlo “bazofia” (véase el de Peregrín Gutiérrez). Ninguno de esos artículos pasó en su análisis de la página 91 –en un libro de 600-, limitándose a la parte que se centra en sociología de la ciencia.
“Visto con distancia y frialdad”, como permite el paso del tiempo, considero que la primera parte de Caos y orden está entre lo menos deficiente que haya escrito. Varios críticos ofrecieron “una colección de invectivas impropia del debate científico” (J. Izquierdo, “Leviatán y el atractor extraño: Escohotado, Sokal y la vida editorial, Empiria, III, enero de 2000, pág. 111), sin perjuicio de que sus comentarios me ayudaron a rectificar o matizar criterios, y lo agradecí expresamente en el artículo de respuesta a todos (“Ciencia y cientismo”). Por lo demás, nunca me gustó del libro que sugiriese siquiera transitar del telescopio a las urnas o de las estructuras disipativas al catálogo de derechos civiles, algo que jamás propone pero quizá tampoco descarta tajantemente. Al revisar la séptima edición, en 2011, suprimí el a mi juicio único párrafo ambiguo en tal sentido, y comprobé de paso que los capítulos dedicados a ingeniería financiera -concretamente al manejo de riesgos guiado por el algoritmo inversor de Black y Scholes- ilustraban lo ocurrido dos años después con el desplome de Lehmann Brothers. Por lo demás, sigo considerando valioso divulgar la obra de Prigogine y Mandelbrot, entre otros estudiosos de la complejidad, aunque revolucionar la termodinámica y disponer de una geometría adaptada a la realidad sigue sin entrar en el programa de institutos y universidades, y los profesores que denunciaron mi intrusismo pueden seguir aplazando su estudio. 
En su día lamenté que la polémica no considerase esas partes del ensayo, y por supuesto toda su segunda mitad, de cuyos circunloquios acabó naciendo el proyecto de repasar la historia del movimiento comunista. Espero haber contestado con esto a la primera parte de la pregunta, que desemboca en la alternativa de argumentar las ventajas de la libertad con el apoyo de la historia o con el de las ciencias duras.
Esta segunda cuestión me parece del mayor interés, así como fiel a la problemática que me fue abriendo el curso de la vida. A la pregunta “¿qué prefieres?” respondo que la libertad se me ha impuesto como algo no adjetivo sino substantivo. Si por liberalismo entendemos defensa de la libertad como responsabilidad, ser liberal me parece inexcusable. Hay liberales vacilantes, recelosos del prójimo en abstracto, como si el fundamento de la libertad no pendiese de empezar defendiendo la ajena. Hay libertarios entontecidos por odiar la responsabilidad. Hay también tarados, que canalizan una existencia neurótica con vistas a lograr antes o después un summum imperium (“fuerza bruta”) sobre su entorno, que quizá prosperan gracias a un quinto tipo de espíritu, ejemplificado por el profeta Amós cuando maldice a “quienes disfrutan tranquilamente”. El enemigo de la libertad es también enemigo del comercio –entre otras muchas cosas-, y hoy diría que solo ha descubierto la amistad basada en tener algún perseguidor común. Mañana quizá averigüe algo más concreto sobre el asunto, pero en términos generales pienso que el sí concentra la esencia, y el no solo nos vale de modo transitorio –básicamente para derrocar a sucesivos campeones de la servidumbre.     

EC: Para terminar, una pregunta metodológica. Tiendes a señalar la falta de aparato crítico en los teóricos del materialismo histórico, empezando por la tesis de Marx sobre Demócrito y Epicuro, pésimamente documentada a tu juicio. Sin embargo, a juzgar por el índice bibliográfico de ambos tomos, tú mismo manejas un volumen de libros algo discreto (30 páginas de títulos no es poco, pero tampoco mucho) para tratarse de una historia del comunismo remontada hasta los primeros pobladores. Autores clásicos hasta decir basta monopolizan las notas a pie de página, abundan sobre todo las citas de Gibbons, Hayek, Hume o Schumpeter, incluyes pocas (pero doctas) discusiones entre historiadores recientes, inclinando casi siempre la balanza en beneficio de la «historia socialmente comprometida», y muchas veces aparece Wikipedia como fuente última de información. No obstante, muchos datos indican la presencia de fuentes primarias. En la Introducción subrayaste que desde 2005 accedes a ellas gracias a Internet, y los capítulos sobre el contexto de la Primera Internacional dan buena cuenta de cuanto habrás usado el Marxist Internet Archive para consultar determinados originales. Dime, por tanto, ¿cual dirías que constituye el gran hallazgo de tus consultas en el archivo? Hay muchos candidatos, yo apostaría por algunas anécdotas de la revuelta cantonalista, como que Cartagena (Murcia) pidiera el ingreso en los Estados Unidos de América, así que no seas modesto en detallar tus mejores bazas como archivista.

AE: No alego que la tesis doctoral de Marx esté “pésimamente documentada”; aclaro más bien “su breve extensión, y un aparato crítico no menos breve” (página 375, nota 26). De esa inexactitud pasamos a que mi índice bibliográfico es “algo discreto”, pues la investigación se remonta “a los primeros pobladores”. En fin.
Afortunadamente, el excurso concluye con una pregunta sobre cuál me parece “el gran hallazgo” derivado de las consultas, un interrogante  digno de respuesta. Quizá el más impensado fue el tratado antropológico de Nordhoff, cuya primera versión estaba en una letra tan mala que estuve tentado de no seguir leyendo. Me enseñó el detalle de las sociedades comunistas fundadas en Norteamérica, y fenómenos igualmente poco conocidos entre nosotros como los dos Despertares del país, y el tipo de feria/sínodo rural donde maduraron mormones y otras sectas, cuya evolución resulta tan ilustrativa. Otros hitos fueron la Online Library of Liberty, donde puedes encontrar hasta la última carta de Bentham, por ejemplo, y el admirable Marxists Internet Archive, que acaba de permitirme leer unos 6.300 documentos autógrafos de Lenin, y empezar así a hablar de su psique con conocimiento de causa. Si me preguntas por figuras singulares, el descubrimiento más insólito del tomo I fueron Amalric de Bène y el resto de los “adeptos al libre espíritu”, coetáneos –cómo no- de la primera Hansa, otro fenómeno del cual apenas sabía nada. Lo equivalente para el tomo II es Francis Place, “el viejo calvo”, que me explicó mil cosas ignoradas sobre Inglaterra, sencillamente con sus actos y unos pocos textos.
En cuanto al aparato crítico, seguirá ampliándose sin perjuicio de seguir limitado a obras citadas. Quizá no reparaste en lo sencillo que resulta transcribir bibliografías de otros, en contraste con el rigor de limitar la cita a obras manejadas por uno mismo.  

[Publicada originalmente en Revista de Occidente. Enero 2014.]

23 de noviembre de 2013

Sucinto resumen del cientificismo canallesco

Nada más que la verdad.
Hará un año que la muerte de Francisco Fernández Buey supuso un considerable varapalo para cualquier racionalista moderado. Algo similar tiene por subtítulo un libro suyo, Ideas para un racionalismo bien temperado, una etiqueta que resume una trayectoria profesional dedicada —entre otras cosas— a estudiar a Marx sin cuartel, a Gramsci sin escuela. También a escribir sobre Einstein con sencillez. Aparece este otoño un libro suyo póstumo, Para la tercera cultura, donde Fernández Buey recoge buena parte del debate actual sobre las ciencias y las letras (¿cómo tender puentes entre ambas?), reflejando sus inclinaciones intelectuales sin ignorar las colectivas, sabiendo que la apuesta por el conocimiento científico también conlleva una concepción de la política, aquella donde la verdad —toda la verdad y nada más que ella— sea absolutamente revolucionaria.
Tal vez haya cargado mucho las tintas en el último enunciado, otorgando a la ilustración una capacidad redentora que a todas luces parece reclamar sin mucho éxito, y además Fernandez Buey mismo inicia el libro con una reflexión sobre las limitaciones que lastran el imaginar a los sabios como faros del intercambio razonable de posiciones ideológicas, duchas del aseo contra el sesgo y la mentira, en lugar de verlos como individuos partícipes del proceso político mismo. En palabras del genetista Albert Jacquard: “el concepto de raza carece de fundamento y, consiguientemente, el racismo debe desaparecer. Hace unos años yo habría aceptado de buen grado que, una vez hecha esta afirmación, mi trabajo como científico y como ciudadano había concluido. Hoy no pienso así, pues aunque no haya razas la existencia del racismo es indudable.”
Es bien sabido que la actividad política tiene compromisos que el compromiso científico desconoce por completo. La cuestión estriba en hallar el punto de unión entre ambas esferas de actividad humana. Para ello conviene hacer un repaso por algunas disputas sobre la tercera cultura que Fernández Buey no recoge. Ello no implica tanto criticar el trabajo del filósofo, sobresaliente cuando cartografía algunos debates centrales de los últimos doscientos años, cuanto ayudar a completar un ensayo vibrante cuya lectura seguro mejora en ausencia spoilers.

Contra Darwin
Hay una polémica científica, entre todas las analizadas con detalle por Fernández Buey, que nos permite enlazar con el presente inmediato. Hablamos de la crítica que hizo Uexküll a Darwin tomando  los equívocos facilones de la vulgata darwinista novecentista (que la naturaleza evoluciona progresivamente y sin saltos, sobre todo) como carta de defunción del pensamiento de Darwin para mayor gloria de una biología holista, organicista y teleológica, cuya vanguardia científica sería (¿sorpresa?) nada menos que el propio Uexküll. Este salto impropio (criticar a Darwin por sus herederos) parece haberse convertido en todo un deporte nacional entre filósofos analíticos desde que Fernández Buey ultimara su manuscrito, hará unos cinco años. Desde entonces hicieron aparición textos que ponen entre paréntesis la habitual afinidad electiva entre pensamiento anglosajón y divulgación científica, cosa fija desde el positivismo lógico en adelante.
Entre estos ataques  descuella sobre todo el rechazo de la teoría de la selección natural por parte de Jerry Fodor, famoso filósofo cognitivo cuya incursión en el campo de la biología algunos colegas de profesión tomaron como una intentona desesperada de retener una autonomía sobre el estudio de la mente, campo que estaba siendo cercado por la neurología desde diversos frentes. La polémica ocurrida en las páginas de la New York Review of Books, junto a la publicación en formato libro de sus consideraciones, constituye un ejemplo bastante fidedigno de la ilusión óptica que pueden llegar a sufrir quienes reproducen a destiempo saber científico establecido como si fuera poco menos que la destrucción definitiva del paradigma bajo el cual —malgré tout— los mismos científicos siguen identificándose. Alguna razón tendrá, digo yo.

Atractores políticos.
Como pueden imaginarse, esta suerte de disputa entre las artes y las ciencias no es para nada nueva. Viene desde cuando Goethe dijera que sin metáforas no tenía sentido su teoría de los colores. Los newtonianos contuvieron entonces la risa. Su homólogos contemporáneos, los físicos con cierta presencia mediática interesados en las humanidades, suelen gastar niveles de tolerancia distintos hacia los charlatanes. Todos hemos oído hablar sobre el caso Sokal, ese mítico zas-en-toda-la-boca dirigido con especial cariño y recuerdos para la familia a quienes intenten utilizar la retórica científica con fines de postureo intelectual.
Un resumen del debate: el físico Alain Sokal escribió un artículo cargado de referencias a todo el panteón teórico francés, incluido el epic fail lacaniano sobre el falo siendo igual a √-1, un texto muy loco acerca de una posible hermenéutica transformadora [sic] en el campo de la física cuántica que publicaron los crédulos editores de Social Text, una revista de inclinación posmoderna; cuando Sokal reveló el fraude, la polémica estaba servida: la denominada french theory, ¿vale algo más que un colín?; la correción via peer review, ¿acaso refuerza la jerga, los sesgos y la deformación profesional en lugar de mejorar la calidad de los textos hechos en la Academia?
Menos famosa es la disputa que tuvo lugar en España a raíz de Caos y Orden, el libro donde Antonio Escohotado pretendía justificar su posición política liberal acudiendo a razonamientos científicos entresacados de la física del caos y la teoría cuántica, una estrategia argumentativa que fue recogida con cajas razonablemnte destempladas por la comunidad investigadora. Antonio Fernandez-Rañada abrió la veda de las reseñas negativas indicando hasta qué punto Escohotado había asumido una concepción trasnochada sobre la evolución del conocimiento al presumir que somos incapaces de comparar paradigmas de explicación sucesivos, una idea que fue desechada incluso hasta por su ideador original, Thomas Kuhn.
El Kuhn maduro aceptaba que el conocimiento científico fuera cumulativo en todo punto, que la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica fueran perfectamente conmensurables, que ninguna de las dos negara a la física newtoniana su peculiar ámbito de validez como aproximación comprensible a los fenómenos macroscópicos. "Nada sabemos a ciencia cierta" replicaba el Escohotado maduro mientras se amparaba en la revolución cognoscitiva que supuso el abandono de la mecánica clásica para una visión del mundo, la nuestra, que seguro estará sometida a cambios similares en el futuro. En esto último percibía Fernández-Rañada una confusión entre "no saber algo" y "no saber nada", dos cosas bien distintas, para terminar concluyendo: "Si el autor quiere decir, como hace en la segunda parte, que el estado-nación es un atractor político, hágalo así en buena hora. Al fin y al cabo, sólo es otra manera de decir que es una idea política atractiva, pero no añade nada sacar los conceptos de su contexto". 

Meros hechos.
Quien puede dudar que la polémica contenga elementos políticos relevantes, concernientes en primera instancia a los programas de estudio o el I+D+i, pero más allá de estos obvios campos de batalla académico, donde cada quien suscribe una noción distinta de formación personal y profesional a través de la educación, las fronteras ideológicas se diluyen. Quien pretenda establecer una correlación entre espíritu científico y carácter apolítico (según aquél motto de la teoría crítica: un saber acerca de los hechos genera hombres de meros hechos, burocratillas especializados del conocimiento, modestos baluartes del statu quo), tiene que afrontar la compleja realidad de nuestros intelectuales: Jean Bricmon, el compinche de Sokal cuando tocaba sacar la escoba, mostró como estaba a la izquierda de los intelectuales posmodernos barridos por sus críticas cuando ellos, los supervivientes del estructuralismo afrancesado, callaron en materia de política exterior (como hacían desde la guerra de Argelia) mientras él publicaba su Imperialismo Humanitario, una defensa de los derechos humanos contra los militares que pretenden apropiarse de la ilustración con fines petrolíferos inconfesables.
Lo opuesto, estar a la derecha de una inteligentsia humanista ultraradical, también viene siendo cierto. Muchos critican de hecho el enfoque ordoliberal que suelen destilar las recetas extraídas por los principales divulgadores de la tercera cultura una vez terminan los capítulos descriptivos y comienzan a enfilar las conclusiones o "consejos del sabio", cuando está a flor de piel la tentación de devenir canalla (para Marx: "persona que busca acomodar la ciencia a un punto de vista que no deriva de la ella misma"). Bien sabidos son para muchos los sesgos que lastran a popes como Peter Singer, cuyo último volumen sobre la violencia (Los ángeles que llevamos dentro) llega a negar los principales consensos científicos sobre cómo explicar la bajada del número de homicidios en los años 90 (según los expertos sería fruto de los métodos anticonceptivos introducidos varias décadas antes que frenaron multitud de nacimientos indeseados) hasta el punto de decir que esta hipótesis resulta demasiado simple para ser cierta (siendo la simplicidad considerada normalmente una virtud en lugar de un detrimento explicativo). ¿La explicación alternativa propuesta en Los ángeles? Resumiendo muchísimo: mucha policía, poco criminal. Ahora resulta que, contra la lección intuitiva de The Wire y la explicación estadística manejada de las facultades de ciencias sociales, el Bálsamo de Fierabrás contra el crimen es nada menos que la conversión del policía en robocop. He aquí las virtudes de semejante distorsión ideológica.

El camino hasta Hitler.        
Vaya esto por los juntaprobetas metidos a consejeros del príncipe. Ahora bien, ¿qué sucede a la inversa? ¿Acaso los resultados suelen mejorar cuando estudiamos casos de humanistas travestidos de sabelotodos cientificistas? Ignoremos por un momento a los figurantes del amateurismo entusiasta como Eduard Punset, un genuino iluminado del asunto cuya capacidad de extender la curiosidad intelectual viene siendo inversamente proporciona a la coherencia de su discurso político. Tomemos por el contrario la cuestión del camino desde el irracionalismo y el romanticismo hasta Hitler, por utilizar la expresión de Gyorg Lukacs citada por Fernández Buey. Es algo bien notorio que la inmunidad intelectual que muestran algunos filósofos ante las más elementales herramientas del razonamiento coherente tiene su origen último en ciertos alemanes sabihondos de la República de Weimar como Ernst Jünger o Martin Heidegger, ambos nazis. La pregunta es clara: ¿en qué medida conduce el irracionalismo filosófico a posiciones políticas alocadas? (La inversa también resulta válida para algunas escuelas: ¿es Auschwitz el epítome de la metafísica falogocéntrica racionalista tecnificada?)
Sobre el caso Heidegger (¿hasta qué punto están unidos su ontología y sus inclinaciones ideológicas?) Fernández Buey reproduce unas palabras atinadas de Karl Löwith sobre el famoso discurso impartido en 1933 por el filósofo de Ser y tiempo convertido en el rector nazi de la Universidad de Friburgo: “El servicio social y el servicio militar se vuelven uno con el servicio del saber, y al final de la exposición no se sabe si uno debe ir en busca de los presocráticos de Diles o marchar junto a las SA. De ahí que este discurso no pueda ser juzgado de modo puramente político ni filosófico. Políticamente es igual de débil que como tratado.”

La posición de Fernández Buey tiene la suerte del matiz, no obstante, en cuanto termina juzgando que “entre la formulación filosófica o la invención de la teoría (en sentido amplio) y la decisión práctica de vincularse a una determinada ideología o a una opción política hay siempre demasiadas mediaciones (talante, voluntad, expectativas personales, etnia, clase, tribu, etc.) como para establecer derivaciones fijas. Solo el periodismo sensacionalista opera como si estas no existieran.”

Publicado originalmente en Sin Permiso. 17 de Noviembre de 2013.