Sobre la zoofilia han recaído las
peores acusaciones feministas. Tachados de patriarcales para arriba, herederos
de una mentalidad dominadora de la Naturaleza, los zoófilos quedaron marginados,
en líneas generales, de la revolución sexual sesentayochista. Con todo,
provienen de entonces las pocas leyes permisivas hacia ellos; es el caso la
recién derogada legislación alemana. Los conatos de pederastia, eso sí,
camuflados bajo la cortinilla de la nueva pedagogía, nunca fueron bien vistos
por el grueso de la población, no así por los profesionales de la emancipación
erótico-festiva, quienes siempre vieron en el contacto carnal con los infantes
una liberación de los esquemas educativos freudianos, más que otra cosa (véase Cohn-Bendit). Pero
la hostilidad hacia la zoofilia por parte de las distintas variantes del
feminismo sigue siendo arena de otro costal. Y con razón. Bajo un régimen de producción agraria, los practicantes de esta opción
sexual eran, en su mayor parte, los repudiados, los losers, los neófitos del sistema patriarcal, no menos conchabados
por ello con la misoginia y cosas similares: muchos campesinos reproducían
entonces esta mentalidad de forma distorsionada en sus encuentros con animales;
la
tradicional violación de orangutanes depilados, perfumados y maquillados en
Indonesia y en Tailandia muestra la pervivencia de este espíritu entre algunos
estratos de la clase adinerada, quienes además no tienen ningún interés en el
bienestar del animal, y cometen por ello auténticas salvajadas, a diferencia
del campesino cuyo alimento y cuyo techo dependía —quieras que no— del buen
estado de sus amantes/ganado.
Hablamos en todo momento, que
conste en acta, de la sociedad campesina occidental a mediados del siglo XX;
sobre el resto de sociedades quedan, sí, muchas narraciones mitológicas y
bastantes condenas inquisitoriales, pero también pocas estadísticas fiables. En
los Estados Unidos estudiados por Alfred Kinsey en
1953 mediante un conjunto de 11.000 y pico entrevistas los resultados no
dejan espacio para la duda: entre un 40 y un 50 por 100 de los varones rurales
había tenido once upon a time
encuentros sexuales con animales; en términos totales, un 8 por 100 de la
población varonil americana había catado otra especie, comparado con solo un 3
por 100 de la población femenina. ¿Conclusiones? Parece evidente que las prácticas con animales conformaban un mecanismo
de iniciación en la materia para buena parte de los varones poco duchos en las
arduas labores de la seducción del género opuesto. Estos eran los primeros
pasos (bestiales, si se quiere) de los futuros buenos esposos. Los campesinos
recurrían a los mamíferos más cercanos y mejor dispuestos a falta de algún hommo sapiens sapiens que oficiara el
trabajo más viejo de todos. Recordemos, para los olvidadizos, que las putas
no son tan viejas como parecen, dicho sea de paso: dejando de lado las mujeres
tocadas por los dioses de la Antigüedad, y centrando nuestra atención sobre el
Occidente moderno, la prostitución es un fenómeno más o menos renacentista,
como cuenta muy bien Silvia Federici en Calibán
y la Bruja, coetáneo a los primeros cercamientos de la propiedad comunal
campesina. En Estados Unidos, el fenómeno estuvo circunscrito a las grandes
ciudades, con el bozal siempre presente de la mentalidad puritana, como en
todas partes. En el campo imperaba, mientras tanto, una imagen cercana a los Lonesome Cowboys de Andy Warhol. Un despiporre, vaya.
La persecución del bestialismo en
Occidente, dicho sea de paso, tiene una denominación de origen también
renacentista, igualito a la caza de brujas. En el siglo XVII, la Iglesia
intenta y fracasa en prohibir la contratación de hombres para el desempeño de
las labores de pastoreo, a sabiendas del contubernio de los vaquerizos; quien
tenga abuelo bajo la dictadura, aunque sea de oídas, lo sabe. Mejor suerte
tuvieron los países protestantes: en 1534, la bestialidad deviene crimen capital
en Inglaterra; en 1683, Dinamarca comienza a castigar la sodomía con la
hoguera; y así todo el rato.[i] Más
adelante, se despenaliza las prácticas sexuales privadas con la irrupción de
las revoluciones republicanas, y el Código Napoleónico sienta las bases de los
debates actuales: la edad adulta y el consenso mutuo, dicen los liberales desde
entonces, son los requisitos legales en materia sexual privada; dos principios
que hasta el más queer acepta, ¿me
equivoco?[ii] En este repaso sumario del arrejuntarse bestial y su Historia, como
en muchas otras cosas, uno puede ver algunos elementos comunes con los
feminismos históricos y sus conflictos por la emancipación de distintas
sexualidades: primero la persecución de los poderes fácticos y luego
permisividad hacia las prácticas privadas, siempre y cuando no perturben la
publicidad, fueron las claves del silencio y del cerrojo sexual en ambos casos.
Pero ni por esas: la genealogía histórica y las afinidades sociológicas no
unirán aquello que los prejuicios políticos y los valores morales separaron.
¿Afortunadamente?, nos preguntamos.
Con la llegada del siglo XXI, uno
podría esperar que las rencillas entre feministas y zoófilos se hubieran
pulido, cuanto menos, en proporción a la caída en desgracia del campesinado
occidental, cuyo peso relativo respecto del grueso de la población de los
respectivos países de la OCDE ha llegado hasta mínimos históricos. El éxodo rural ha transformado, por la
fuerza, la zoofilia en una opción sexual infrecuente, cuando no distinguida.
Frente a la antigua usanza rural, que tanto gustaba de los esfínteres alocados
de las gallinas decapitadas, o de la indolencia juguetona del ganado vacuno,
que ni siente ni padece el miembro humano, en la última mitad del siglo XX se
ha consolidado un cierto gusto equino.[iii]
Esta fascinación hacia el caballo, cuadrúpedo de porte y nobleza sin par,
retratada con finura en la obra teatral Equus
(Peter Shaffer, 1973), revela de suyo el esnobismo urbanita existente en las novísimas preferencias
zoofílicas. La fascinación, para curiosidad del lector, suele seleccionar a
sus víctimas entre intelectuales de ciudad que nunca han visto un caballo,
salvo en sueños húmedos. En esto también se diferencian del follacabras franquista en el granero, quien solía tener cierto retraso,
comprobado en términos estadísticos: no es un invento de Delibes y sus retratos
costumbristas; estas deficiencias redundan en detrimento de la periclitada
seducción y el anhelado maridaje, reduciendo las posibilidades de procreación y
emparejamiento. Sea como fuere, la rareza del asunto hoy día ha propiciado la
irrupción de presuntas explicaciones científicas, dada la natural tendencia de
los psiquiatras a considerar como enfermedad la anomalía salvaje, la desviación
de la norma, la minoría silenciosa que hasta ayer mismo sostenía —por decirlo
con Fdez. Porta— el Consenso Nacional
Deseante. Sin embargo, cualquier intento de homologar la figura universal
de El Zoófilo se encuentra con las disparidades insalvables entre el Ancien Régime Zoosádico, todavía
presente en aquellos documentos audiovisuales donde —por ejemplo— una mujer
resulta penetrada por un caballo para mayor escarnio de ambos, y Los Nuevos Zoófilos, mejor preparados y
más comprometidos, quienes suelen alternar una relación sentimental monógama
hacia su mascota (tengan en cuenta la atención cuidadosa que ello comporta) con
alguna forma o suerte de militancia en favor de los derechos animales. No
quisiéramos entrar en valoraciones científicas, así que deseamos desde aquí
buena suerte a los expertos, quienes aspiran a comprender las motivaciones y la
psicología de El Zoófilo, unos asuntos que nos resultan bastante extraños, pues
consideramos tal reducción analítica una empresa fallida de antemano, por las
razones que hemos expuesto arriba.
Una vez expuestas estas
diferencias, permitidme recuperar el hilo central de mi argumento: ¿por qué
razón no se produce una alianza más estrecha entre feministas (tanto liberales
como radicales) y zoófilos? Dejando de lado la espinosa cuestión del
consentimiento y del sufrimiento, dando por sentado que los portavoces de los think tanks incurren en equívocos cuando
utilizan el membrete «libre, voluntario y
consentido» para denotar la disposición del animal durante las prácticas
sexuales, concediendo también que los defensores de los derechos animales
reclaman con justicia controles de calidad para evitar la confusión entre
zoofilia y zoosadismo[iv], el
uso de las zonas erógenas con fines dañinos o denigratorios para ambas partes,
y suponiendo que los amantes (de los
animales) son también defensores de
los mismos y de sus intereses, no se entiende el rechazo frontal que ha
suscitado esta opción sexual entre una opinión pública favorable a la
emancipación de las sexualidades divergentes respecto de la norma. La respuesta
a tamaño desencuentro estriba en la composición tanto social como mental de las
organizaciones que monopolizan la causa de la zoofilia. Todavía ancladas en una estrategia de oposición antagónica, gracias una
teoría de los dos mundos (o conmigo o contra mí), estas organizaciones no
saben, no contestan o no quieren convencer a la opinión pública. Sus posiciones
son políticamente refractarias, sus argumentos parecen sacados de Walt Disney
(«Mi gato dice sí quiero»), no saben
jugar la baza —fundamental— del liberalismo permisivo con restricciones
biempensantes, la κοινὴ de las
demandas ciudadanas occidentales durante las últimas décadas.
Veamos el
caso alemán, por ejemplo. A primera vista, la campaña por su legalización
parece un movimiento sociopolítico tan patriarcal como cualquiera compuesto en
su mayoría por varones sin conciencia de género. O con demasiada conciencia,
dirán algunos. Los cabecillas de la ZETA, la principal organización que defiende
esta causa en Alemania, son varones blancos de clase media. Sus comunicados
interpelan a la comunidad en masculino primera persona del plural. Las amantes/mascotas posan muy bien junto a
sus dueños: hembras serviciales —perras casi todas— meneando la colita. Michael
Kiok, el führer de la ZETA, no solo
reconoce a su adversario político en algunas mujeres politizadas, quienes se
presume están preocupadas en exceso, dado su espíritu maternal y demás blablablás, por el bienestar de los
animales, hacia los cuales las hembras siempre tienen una actitud de protección
desmedida; no solo piensa esto Kiok, sino que también tiene mal gusto para
decirlo: «Es más fácil comprender a los animales que, por ejemplo, a la
mujeres». #FacePalm
En suma, las asociaciones
zoofílicas realmente existentes sí son poco/mucho/bastante
patriarcales. En lugar de combatirlos
desde la izquierda, siendo ellos inexistentes en términos políticos, y nosotros
muchos & valientes, la tarea consiste en plantear por qué esta sexualidad
alternativa, con todos los matices históricos realizados, no encuentra los
apoyos que debería. A fin de cuentas estamos hablando de un colectivo de
tolerantes ilustrados cuyo objetivo en última instancia consiste en derribar
las barreras de la sexualidad antropocéntrica. ZETA significa Zoophiles Engagement für Toleranz und
Aufklärung. Esto es: Compromiso
Zoofílico con la Tolerancia y la Ilustración. Con tan nobles siglas, la Toleranz y la Aufklärung, ningún filósofo que reflexione desde su butaca sobre el
asunto puede concluir que la ZETA resulta sospechosa de complicidad con el
patriarcado. En Alemania, sin embargo, todo el espectro ideológico ha
respaldado la prohibición de la zoofilia el pasado mes de febrero. Ahora bien,
¿acaso la permisividad hacia prácticas sexuales distintas a las nuestras (quien
quiera que seamos nosotros) no conforma, junto con la libertad de culto
religioso y la separación de poderes, algo así como el corazón ideológico del
liberalismo? Es más, ¿acaso la defensa de la zoofilia como opción válida no
constituye —en cierto modo— la culminación de las luchas por la liberación
sexual iniciadas en los sesenta?
Piensen en ello.
[i] Para
una cronología de las prácticas sexuales con animales que abarque tanto la
herencia europea como el resto de tradiciones en su conjunto véase Hani
Miletski: "A History of Bestiality" en Andrea M. Beetz & Anthony
L. Podberscek (eds.): Bestiality and
Zoophilia, Purdie University Press, 2005, 1-23.
[ii] Me remito a una suerte de clásico, el Manifiesto Contra-sexual de Beatriz
Preciado, donde la importancia concedida a la enajenación contractual de la
sexualidad no deja lugar a dudas: estamos hablando de acuerdos consentidos por
escrito entre sujetos jurídicos adultos. En el margen del contrato sexual
quedan —entiendo— quienes no saben (y no pueden) leer o escribir. Los animales,
claro. En repetidas ocasiones ha expresado Beatriz Preciado, por cierto,
juicios contra los argumentos anti-especistas de Peter Singer, quien según
muchos habría arruinado su carrera como filósofo ilustrado y moralista seriote cuando puso de moda el tema del heavy petting con animales. Sobre
este punto —me pregunto— ¿también estarán Singer y Preciado en desacuerdo?
[iii]
Esta evolución del gusto hacia seres con cierta carga onírica y esta elevación
del coeficiente intelectual entre los practicantes de la zoofilia, así como la
pertinencia de la distinción entre zoosadismo y zoofilia, pueden documentarse
en Christopher M. Earls & Martin L. Lalumière: "A Case Study of
Preferential Bestiality", Arch. Sex.
Behav, vol.
38, 2009, 605-9.
[iv] Mas sobre la distinction zoofilia/zoosadismo en Colin J. Williams
& Martin S. Weinberg: "Zoophilia in Men: A Study of Sexual Interest in
Animals", Arch. Sex. Behav.,
vol. 32, 2003, 523-535.
Hola, estaba buscando un pastor alemán de aproximadamente 40 kilos, solo serían unas horas, podrías decirme donde encontrar uno?
ResponderEliminarUn saludo!! MUy bueno tu blog!, hay miles de prejucios en esto del amor..