24 de octubre de 2014

Invitados #5: Leszek Kołakowski, Partido-religión y partido instrumento.


1.

Los versados en el tema me dicen que en Polonia hay cerca de ciento cincuenta partidos, registrados o no. No tengo por qué dudar de estimaciones, sobre todo si incluimos en la misma categoría organizaciones como la INEAPF (Increíblemente Noble y Elevada Asociación de Personas Frustradas), el YTQSMS (Yo También Quiero Ser Ministro o Senador), la UMPA (Unión de Prevaricadores Muy Activos) y semejantes. Se sabe de antemano que la mayoría de estos grupos desaparecerán sin dejar rastro o permanecerán ocultos en algún rincón oscuro, a diferencia de los partidos “verdaderos” que sobrevivirán a la confrontación electoral, y tal vez otros más, que no serán lo bastante importantes para obtener representación parlamentaria, pero sí para actuar en asuntos concretos como grupos de presión.
   También me dicen que ningún partido, ni siquiera los que probablemente ocuparán la mayor parte del espacio parlamentario, ha desplegado las alas de veras ni tiene un número importante de militantes —ya porque la idea de militancia tras decenios de gobierno de la UIGNICVLPE (Única e Infalible Guía de la Nación, Invariable y Consecuentemente Volcada en la Lucha contra sus Propios Errores) no despierta entusiasmo entre el pueblo, ya porque el pueblo, que por un lado desearía ver un programa fiable que asegurara la felicidad universal en una semana, por el otro es lo bastante listo para no dar crédito a quienes le hacen promesas de este tenor—.

2.

     Dando crédito a la opinión de los versados en el tema, me pregunto en qué consiste un partido “verdadero” y para qué sirve. Y aunque los partidos en el sentido de grupos antagónicos construidos según varios criterios existen desde que el mundo es mundo y pueden identificarse en casi todas las épocas históricas conocidas (Mario y Sila, güelfos y gibelinos, jansenitas y jesuitas, etcétera) —la naturaleza misma de la vida colectiva genera conflictos—, de partidos en el sentido estricto sólo solemos hablar en referencia a la democracia parlamentaria moderna, donde éstos funcionan como órganos a través de los cuales distintos intereses y aspiraciones contradictorios están representados en cuerpos legislativos provenientes de una elección (por lo tanto, los partidos únicos que gobiernan en los regímenes comunistas y fascsitas o en las tiranías del Tercer Mundo no son partidos, aunque así se llamen).
       Según criterios formales, los partidos pueden clasificarse por lo menos de dos maneras: en partidos ideológicos que llevan incorporados tanto un “objetivo final” político —por no decir una “visión del mundo”— como una imagen de la sociedad ideal que prometen instaurar tras haber derrotado a los enemigos del progreso, y partidos desprovistos de una ideología global en vigor, concentrados en solucionar los problemas importantes del momento; según otro criterio, podemos dividir los partidos en los que abiertamente y por programa defienden intereses particulares, como por ejemplo los de los agricultores o de los obreros industriales, y los que se proclaman representantes del interés nacional general o incluso del interés global de la humanidad. Estas distinciones conceptuales no siempre tienen sus corrrespondientes en la realidad social y admiten una gradación.
     El primer criterio nos permite poner en un extremo a los viejos partidos comunistas que cultivaban una compleja “visión científica del mundo”, sabían a ciencia cierta en qué consistía la sociedad perfecta y tenían recetas infalibles para construirla; en el otro, se situarían los dos grandes partidos americanos que, tradicionalmente, han sido una amalgama de intereses particulares, a menudo poco coherentes y el organo electoral que transformaba dichos intereses en temas comprensibles para todo el mundo, como los impuestos, el tipo de interés, el armamento, la lucha contra la delincuencia, las ayudas a la agricultura, la educación, etcétera (por el momento, las esperanzas de convertir el partido demócrata en una socialdemocracia de tipo europeo han quedado frustradas). Cabe subrayar que consignas como justicia, libertad y bienestar no crean ideologías específicas, ya que nunca se ha visto un partido que reclame la injusticia, la opresión o la miseria.
    El segundo criterio también pone en un extremo a los partidos comunistas tradicionales, cuya doctrina prometía la felicidad universal eterna no solamente para un país, sino para todo el género humano, y en el otro, los partidos que se reconocen expresamente como órganos destinados a realizar las aspiraciones de grupos sociales particulares, como los campesinos o los obreros.
  Muchas veces se ha observado que, en Europa, se está produciendo una tendencia a la “americanización” de los partidos, es decir, se renuncia a las ideologías omnimodas y “al objetivo final a favor de consignas que, incluso en paises donde no existe el sistema presidencial del tipo americano o francés, estos procesos van parejos con el carácter cada vez más presidencial de las elecciones (lo que cuenta es la persona del líder y no el programa), lo cual se explica en parte por la creciente influencia de la televisión en las camapañas electorales. Es muy posible que esta americanización se produzca también en Polonia.
Al mismo tiempo, se puede observar cómo los partidos tradicionales que representan intereses particulares se hacen pasar por representates del interés común. El partido laborista británico, otrora la representación parlamentaria de los sindicatos, hace esfuerzos sobrehumanos para mostrarse independiente de ellos y ser síndico de todos; los obreros, la patronal, las profesiones liberales, las mujeres, los agricultores, los jóvenes, los ancianos, las minorías raciales, los enfermos, los contribuyentes —en total, el trescientos por ciento de la población—. El partido conservador también se hace pasar por representante de todos los grupos sociales y, últimamente, incluso corre el rumor de que promueve una sociedad sin clases; esto no significa que estos partidos no difieran uno del otro, pero, si prescindimos de los eslóganes vagos y vacíos, las diferencias no se notan principalmente en la jerarquía de las prioridades: nadie sostiene que el paro sea un gran invento y la inflación un plato exquisito, pero unos están dispuestos a luchar contra la inflación por encima de todo, incluso al precio de aumentar el paro (aunque como es natural, “a largo plazo”, la lucha contra la inflación tiene que reducir el paro), mientras que otros, hacen lo contrario (aunque también huelga decir que una lucha eficaz contra el paro contribuirá “a la larga” a reducir la inflación), etcétera. Es previsible que tal universalización se produzca también en Polonia, excepto en los partidos campesinos, que tienen cada vez menos equivalentes en los países altamente industrializados, donde el sector de la agricultura se ha reducido a un porcentaje insignificante de la población.


3.

Éste ha sido un prólogo algo largo a una breve exposición de mis ideas sobre el “sistema multipartidista”. En la Polonia de hoy, casi todo el mundo está a favor del multipartidismo, incluidos los herederos de la masa de la quiebra del comunismo que, por razones misteriosas, en 1989 sufrieron una repentina y saludable iluminación.
Pero, ¿por qué debería estar a favor del multipartidismo alguien que se identifica con un solo partido y cree que éste, a diferencia de todos los demás, está en posesión de la mejor receta para satisfacer las necesidades de la nación y remediar todas las dolencias desagradables y molestas que la aquejan? Hay dos respuestas posibles a esta pregunta, y diferenciarlas —creo— es de primera importancia. Estas respuestas distinguen el concepto religioso del concepto instrumental del partido.
De acuerdo con el concepto religioso, puedo decir lo siguiente: es cierto que mi partido está en posesión de la mejor receta, etcétera, pero, desgraciadamente, no todos —por ignorantes, estúpidos o abyectos, o por obedecer a intereses particulares— lo reconocen; así pues, hay que conformarse con la existencia de otros partidos, porque destruirlos por la fuerza, suponiendo que mi partido fuera lo bastante fuerte para hacerlo, sería peor que toleralos. Dicho de otra manera, de acuerdo con este modo de pensar, sería recomendable que, tras recibir una instrucción adecuada y sin ningún tipo de coacción, todo el mundo reconociera que mi partido tiene la razón y, por tanto, debe ocupar de resultas de unos comicios libres el cien por cien de los escaños de las instituciones legislativas.
Pero también es posible pensar de otra manera, es decir, de acuerdo con el concepto instrumental: creo que un partido determinado tiene (por lo menos actualmente, aunque tal vez no siempre) el proyecto más creíble para solucionar los problemas sociales, pero la presencia de otros partidos forma parte del paquete y, sencillamente, tengo que soportarla, y por lo menos hay dos razones por las que vale la pena hacerlo. Primero: en una sociedad, la unanimidad es imposible por definición, ya que el conflicto de intereses es el elemento imprescindible de cualquier vida colectiva y no el producto de unas instituciones sociales deficientes. Imaginar que las cosas podrían ser diferentes significa ceder a la tentación totalitaria. Segundo: la unanimidad no es deseable en absoluto a causa de la irremediable limitación de los conocimientos humanos, y también porque no somos seres perfectamente racionales y, por lo tanto, por más que queramos, nunca podremos estar del todo seguros de separar netamente nuestros intereses particulares y privados de los principios que abrazamos, y siempre debemos estar alerta ante la posibilidad de confundirlos. De esto no se desprende que podamos aprender de todo quisqui, es decir, que todo partido sin excepción —incluidas las formaciones doctrinarias y fanáticas que siembran el odio, sean éstas fascistas, racistas, leninistas o liberales— posea parte de la verdad. Pero es sano suponer que, dentro del llamado marco del orden democrático, existen partidos distintos del que apoyamos que, gracias a un punto de vista particular (sólo Dios es capaz de tener un punto de vista que lo abarca todo), pueden ser sensibles a cuestiones que se nos escapan o suplir con sus críticas nuestras limitaciones. De ello, a su vez, no se desprende que los partidos puedan colaborar alegremente sin que afloren los conflictos (tiempo ha, Maritain puso como ejemplo de pluralismo político la diversidad de órdenes religiosas dentro de la Iglesia, pero éste no es el pluralismo que yo desearía como principio universal). Aunque sea cierto que, en algunas circunstancias, tal complementación es posible, por regla general los partidos conviven enzarzados en una pugna interminable. No hay ninguna inconsecuencia en apoyar a un partido y, al mismo tiempo, no desear que arramble con todo y pueda ejercer el poder sin ninguna oposición, crítica ni control externo. Al contrario, la conquista del poder absoluto por medios democráticos —de otros no vale la pena hablar— genera inevitablemente  en el ganador un espíritu triunfalista, así como una fe inamovible en la propia infalibilidad y omnipotencia y, por consiguiente, la nefastas convicción de que al ganador le está permitido todo y no tiene que preocuparse por la ley (por ejemplo, que puede confiscar bienes o repartirlos a su antojo y promulgar leyes contrarias a la ley natural y a los derechos humanos, para acabar metiendo entre rejas o asesinando a los que no piensan como él).
No hay nada siniestro ni infame en la defensa de los intereses particulares, pero es correcto presentarlos como lo que son y no como el bien común de la humanidad.
Quienes se creen propietarios exclusivos de la verdad y sólo como mal menor toleran a los que no piensan igual que ellos son discípulos de la escuela leninista-estatalista, sea cual fuere la verdad que enarbolan. Y quien cree que es posible y deseable la unanimidad del rebaño humano dispone sólo de un método para realizar su sueño: tiene que huir al desierto, donde, llevando una vida de anacoreta, podrá gozar de unanimidad consigo mismo. No hay ningún otro modo.

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