1.
Los versados
en el tema me dicen que en Polonia hay cerca de ciento cincuenta partidos,
registrados o no. No tengo por qué dudar de estimaciones, sobre todo si
incluimos en la misma categoría organizaciones como la INEAPF (Increíblemente
Noble y Elevada Asociación de Personas Frustradas), el YTQSMS (Yo También
Quiero Ser Ministro o Senador), la UMPA (Unión de Prevaricadores Muy Activos) y
semejantes. Se sabe de antemano que la mayoría de estos grupos desaparecerán
sin dejar rastro o permanecerán ocultos en algún rincón oscuro, a diferencia de
los partidos “verdaderos” que sobrevivirán a la confrontación electoral, y tal
vez otros más, que no serán lo bastante importantes para obtener representación
parlamentaria, pero sí para actuar en asuntos concretos como grupos de presión.
También
me dicen que ningún partido, ni siquiera los que probablemente ocuparán la
mayor parte del espacio parlamentario, ha desplegado las alas de veras ni tiene
un número importante de militantes —ya porque la idea de militancia tras
decenios de gobierno de la UIGNICVLPE (Única e Infalible Guía de la Nación,
Invariable y Consecuentemente Volcada en la Lucha contra sus Propios Errores)
no despierta entusiasmo entre el pueblo, ya porque el pueblo, que por un lado
desearía ver un programa fiable que asegurara la felicidad universal en una
semana, por el otro es lo bastante listo para no dar crédito a quienes le hacen
promesas de este tenor—.
2.
Dando
crédito a la opinión de los versados en el tema, me pregunto en qué consiste un
partido “verdadero” y para qué sirve. Y aunque los partidos en el sentido de
grupos antagónicos construidos según varios criterios existen desde que el
mundo es mundo y pueden identificarse en casi todas las épocas históricas
conocidas (Mario y Sila, güelfos y gibelinos, jansenitas y jesuitas, etcétera) —la
naturaleza misma de la vida colectiva genera conflictos—, de partidos en el
sentido estricto sólo solemos hablar en referencia a la democracia
parlamentaria moderna, donde éstos funcionan como órganos a través de los
cuales distintos intereses y aspiraciones contradictorios están representados
en cuerpos legislativos provenientes de una elección (por lo tanto, los
partidos únicos que gobiernan en los regímenes comunistas y fascsitas o en las
tiranías del Tercer Mundo no son partidos, aunque así se llamen).
Según
criterios formales, los partidos pueden clasificarse por lo menos de dos
maneras: en partidos ideológicos que llevan incorporados tanto un “objetivo
final” político —por no decir una “visión del mundo”— como una imagen de la
sociedad ideal que prometen instaurar tras haber derrotado a los enemigos del
progreso, y partidos desprovistos de una ideología global en vigor,
concentrados en solucionar los problemas importantes del momento; según otro
criterio, podemos dividir los partidos en los que abiertamente y por programa
defienden intereses particulares, como por ejemplo los de los agricultores o de
los obreros industriales, y los que se proclaman representantes del interés
nacional general o incluso del interés global de la humanidad. Estas
distinciones conceptuales no siempre tienen sus corrrespondientes en la
realidad social y admiten una gradación.
El
primer criterio nos permite poner en un extremo a los viejos partidos
comunistas que cultivaban una compleja “visión científica del mundo”, sabían a
ciencia cierta en qué consistía la sociedad perfecta y tenían recetas
infalibles para construirla; en el otro, se situarían los dos grandes partidos
americanos que, tradicionalmente, han sido una amalgama de intereses
particulares, a menudo poco coherentes y el organo electoral que transformaba
dichos intereses en temas comprensibles para todo el mundo, como los impuestos,
el tipo de interés, el armamento, la lucha contra la delincuencia, las ayudas a
la agricultura, la educación, etcétera (por el momento, las esperanzas de
convertir el partido demócrata en una socialdemocracia de tipo europeo han
quedado frustradas). Cabe subrayar que consignas como justicia, libertad y
bienestar no crean ideologías específicas, ya que nunca se ha visto un partido
que reclame la injusticia, la opresión o la miseria.
El
segundo criterio también pone en un extremo a los partidos comunistas
tradicionales, cuya doctrina prometía la felicidad universal eterna no
solamente para un país, sino para todo el género humano, y en el otro, los
partidos que se reconocen expresamente como órganos destinados a realizar las
aspiraciones de grupos sociales particulares, como los campesinos o los
obreros.
Muchas
veces se ha observado que, en Europa, se está produciendo una tendencia a la “americanización”
de los partidos, es decir, se renuncia a las ideologías omnimodas y “al
objetivo final a favor de consignas que, incluso en paises donde no existe el
sistema presidencial del tipo americano o francés, estos procesos van parejos
con el carácter cada vez más presidencial de las elecciones (lo que cuenta es
la persona del líder y no el programa), lo cual se explica en parte por la
creciente influencia de la televisión en las camapañas electorales. Es muy
posible que esta americanización se produzca también en Polonia.
Al mismo
tiempo, se puede observar cómo los partidos tradicionales que representan
intereses particulares se hacen pasar por representates del interés común. El
partido laborista británico, otrora la representación parlamentaria de los
sindicatos, hace esfuerzos sobrehumanos para mostrarse independiente de ellos y
ser síndico de todos; los obreros, la patronal, las profesiones liberales, las
mujeres, los agricultores, los jóvenes, los ancianos, las minorías raciales,
los enfermos, los contribuyentes —en total, el trescientos por ciento de la
población—. El partido conservador también se hace pasar por representante de
todos los grupos sociales y, últimamente, incluso corre el rumor de que
promueve una sociedad sin clases; esto no significa que estos partidos no difieran
uno del otro, pero, si prescindimos de los eslóganes vagos y vacíos, las
diferencias no se notan principalmente en la jerarquía de las prioridades:
nadie sostiene que el paro sea un gran invento y la inflación un plato
exquisito, pero unos están dispuestos a luchar contra la inflación por encima
de todo, incluso al precio de aumentar el paro (aunque como es natural, “a
largo plazo”, la lucha contra la inflación tiene que reducir el paro), mientras
que otros, hacen lo contrario (aunque también huelga decir que una lucha eficaz
contra el paro contribuirá “a la larga” a reducir la inflación), etcétera. Es
previsible que tal universalización se produzca también en Polonia, excepto en
los partidos campesinos, que tienen cada vez menos equivalentes en los países
altamente industrializados, donde el sector de la agricultura se ha reducido a
un porcentaje insignificante de la población.
3.
Éste ha sido
un prólogo algo largo a una breve exposición de mis ideas sobre el “sistema
multipartidista”. En la Polonia de hoy, casi todo el mundo está a favor del
multipartidismo, incluidos los herederos de la masa de la quiebra del comunismo
que, por razones misteriosas, en 1989 sufrieron una repentina y saludable
iluminación.
Pero, ¿por qué
debería estar a favor del multipartidismo alguien que se identifica con un solo
partido y cree que éste, a diferencia de todos los demás, está en posesión de
la mejor receta para satisfacer las necesidades de la nación y remediar todas
las dolencias desagradables y molestas que la aquejan? Hay dos respuestas
posibles a esta pregunta, y diferenciarlas —creo— es de primera importancia.
Estas respuestas distinguen el concepto religioso del concepto instrumental del
partido.
De acuerdo con
el concepto religioso, puedo decir lo siguiente: es cierto que mi partido está
en posesión de la mejor receta, etcétera, pero, desgraciadamente, no todos —por
ignorantes, estúpidos o abyectos, o por obedecer a intereses particulares— lo
reconocen; así pues, hay que conformarse con la existencia de otros partidos,
porque destruirlos por la fuerza, suponiendo que mi partido fuera lo bastante
fuerte para hacerlo, sería peor que toleralos. Dicho de otra manera, de acuerdo
con este modo de pensar, sería recomendable que, tras recibir una instrucción
adecuada y sin ningún tipo de coacción, todo el mundo reconociera que mi
partido tiene la razón y, por tanto, debe ocupar de resultas de unos comicios
libres el cien por cien de los escaños de las instituciones legislativas.
Pero también
es posible pensar de otra manera, es decir, de acuerdo con el concepto
instrumental: creo que un partido determinado tiene (por lo menos actualmente,
aunque tal vez no siempre) el proyecto más creíble para solucionar los
problemas sociales, pero la presencia de otros partidos forma parte del paquete
y, sencillamente, tengo que soportarla, y por lo menos hay dos razones por las
que vale la pena hacerlo. Primero: en una sociedad, la unanimidad es imposible
por definición, ya que el conflicto de intereses es el elemento imprescindible
de cualquier vida colectiva y no el producto de unas instituciones sociales
deficientes. Imaginar que las cosas podrían ser diferentes significa ceder a la
tentación totalitaria. Segundo: la unanimidad no es deseable en absoluto a
causa de la irremediable limitación de los conocimientos humanos, y también
porque no somos seres perfectamente racionales y, por lo tanto, por más que
queramos, nunca podremos estar del todo seguros de separar netamente nuestros
intereses particulares y privados de los principios que abrazamos, y siempre
debemos estar alerta ante la posibilidad de confundirlos. De esto no se
desprende que podamos aprender de todo quisqui, es decir, que todo partido sin
excepción —incluidas las formaciones doctrinarias y fanáticas que siembran el
odio, sean éstas fascistas, racistas, leninistas o liberales— posea parte de la
verdad. Pero es sano suponer que, dentro del llamado marco del orden
democrático, existen partidos distintos del que apoyamos que, gracias a un
punto de vista particular (sólo Dios es capaz de tener un punto de vista que lo
abarca todo), pueden ser sensibles a cuestiones que se nos escapan o suplir con
sus críticas nuestras limitaciones. De ello, a su vez, no se desprende que los
partidos puedan colaborar alegremente sin que afloren los conflictos (tiempo
ha, Maritain puso como ejemplo de pluralismo político la diversidad de órdenes
religiosas dentro de la Iglesia, pero éste no es el pluralismo que yo desearía
como principio universal). Aunque sea cierto que, en algunas circunstancias,
tal complementación es posible, por regla general los partidos conviven
enzarzados en una pugna interminable. No hay ninguna inconsecuencia en apoyar a
un partido y, al mismo tiempo, no desear que arramble con todo y pueda ejercer
el poder sin ninguna oposición, crítica ni control externo. Al contrario, la
conquista del poder absoluto por medios democráticos —de otros no vale la pena
hablar— genera inevitablemente en el
ganador un espíritu triunfalista, así como una fe inamovible en la propia
infalibilidad y omnipotencia y, por consiguiente, la nefastas convicción de que
al ganador le está permitido todo y no tiene que preocuparse por la ley (por
ejemplo, que puede confiscar bienes o repartirlos a su antojo y promulgar leyes
contrarias a la ley natural y a los derechos humanos, para acabar metiendo
entre rejas o asesinando a los que no piensan como él).
No hay nada
siniestro ni infame en la defensa de los intereses particulares, pero es
correcto presentarlos como lo que son y no como el bien común de la humanidad.
Quienes se
creen propietarios exclusivos de la verdad y sólo como mal menor toleran a los
que no piensan igual que ellos son discípulos de la escuela
leninista-estatalista, sea cual fuere la verdad que enarbolan. Y quien cree que
es posible y deseable la unanimidad del rebaño humano dispone sólo de un método
para realizar su sueño: tiene que huir al desierto, donde, llevando una vida de
anacoreta, podrá gozar de unanimidad consigo mismo. No hay ningún otro modo.
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