La pregunta que podría llegar a vertebrar
este texto, pero que en verdad no
vertebra nada de nada, es la siguiente: si patriarcal es que los chavales se
peguen a la salida de clase porque «Estás mirándole el escote a mi novia», y
más aún si son las propias escotadas quienes reparten semejante justicia
poética en nombre de la monogamia y la invidencia, ¿qué razón hay para aplicar
distintos criterios de valoración cuando la manzana de la discordia no es la
mirada furtiva sino el hecho mismo de llevar escote?
El feminismo, como todo credo
digno de aprecio, se define a través de sus límites. Entre sus enemigos
acérrimos se cuentan el machirulo y
la estructura patriarcal —cierto— pero también ese epifenómeno absolutamente
despreciable: la Mujer Como Dios Manda. La Mujer Como Dios Manda (MCDM) puede ser
una vendida o una engañada, una putilla o una ama de casa, incluso ambas cosas
a la vez según la versión del discurso político que secundemos, pero está claro
que ella —quien quiera que sea— tiene una responsabilidad inexcusable en
sostener y alimentar, entre otras personas, este universo nuestro de los cojones. Y por si fuera
poco, la MCDM, como toda heterodoxa digna de inquisición, siempre tiene algunas
nociones peregrinas sobre la igualdad de género o el poder de las mujeres que
conviene pisotear sin piedad ahora mismo. Hacen un flaco favor a la causa, se
creen libres y de eso nada. Por supuesto
que los pulsos entre féminas por ver quién tiene mucho y quién menos, quién
puede castrar mejor a los machitos y quién termina clamando sumisión
voluntaria, ocupan una posición destacada en la cultura ególatra del enemigo,
igual que las facciones de la Internacional en la derrota histórica de la
izquierda. Desde el punto de vista del pater
familias estas trifulcas navajeras son una forma de llamar su atención, una continuación por otros
medios de la mitológica competencia femenina por llevar los mejores atuendos,
peinados celtiberos y el calzado más
cruel: una disputa estética que tiene lugar en el interior de propio género
—su agencia, su definición y sus jerarquías— cuyos beneficiarios inmediatos
seguimos siendo nosotros, sin embargo, los transeúntes desocupados que miramos
las externalidades positivas de la sociedad heterosexual and its enemies sin mojarnos demasiado. Como nuestra opinión
importa un comino, un cero a la izquierda del patriarcado, vamos a insistir en
expresarla.
Y bien, ¿qué tiene que decir este
cero a la izquierda del patriarcado? En primera instancia reconocer que los
estigmas de la MCDM vienen de vicio para oxigenar el intercambio productivo de
ideas en el seno de la tradición feminista.
Escribir la palabra en plural —feminismos—
no soluciona demasiado los problemas, reconocer la pluralidad de objetivos y
enfoques nunca implica sustituir el debate sobre la dirección del movimiento y
los valores comunes, salvo a costa de balcanizar la emancipación en última
instancia. Nuestro ejemplo preferido es la apropiación de las cuotas de
poder que el sexismo concede a las mujeres
públicas dispuestas a convertir los estigmas de la MCDM en atributos de
influencia. Todos los que hayan leído Teoría
King Kong, el libro donde Virginie Despentes argumenta —entre otras
cosas— que la posibilidad de la violación es una condición necesaria para que
las mujeres retomen el espacio público (quien salga a la calle tiene que asumir
sus reglas de juego), los sabios lectores de Virginie Despentes —como digo—
tienen en mente los pros y los contras que conlleva el devenir prostituta. El libro
justifica su temporada en la prostitución diciendo que cobraba mucho y elegía a
los clientes, el trabajo sexual la empoderaba
de algún modo. En el lado malo tenemos que (i) la prostitución supone ampliar
el campo de batalla capitalista, convertir en mercancía ciertos ámbitos vitales
que quizá tendrían que permanecer en la economía de la donación gratuita y el
intercambio de privilegios; (ii) las prostitutas son la cara B del patriarcado, el reverso perverso de la buena esposa,
la externalización de las funciones domésticas, con toda la desregulación profesional
y los abusos laborales que conlleva este offshore
sexual.
El problema de este balance de razones es que, salvo que uno lleve
tatuado La Gran Transformación de
Karl Polanyi en el pecho, tiene que aceptar que los votos a favor ganan por
cientos; privar a las mujeres del acceso a un mercado del trabajo sexual
regulado mediante contratos conlleva unas desigualdades entre profesionales que
los puteros tienen que aceptar: una nativa de Europa Occidental como Virginie Despentes
ingresa unos 200 euros la hora sin problemas mientras su colegas de profesión
que tuvieron la mala suerte de nacer en Europa del Este y ahora hacen el turno
en la calle Montera suelen cobrar diez veces menos por polvo. Mantener ilegalizada la prostitución en
nombre de bienes comunes como tener sexo gratis en contextos hogareños; infamar
a las putas porque están violando entidades metafísicas como la decencia o la
intimidad cuya definición compete a cada quien buscarla y mantenerla; incluso
participar en un modelo de castas y gremios laborales como hace Virginie
Despentes cuando recauda diez veces más por similar servicio; todo esto me
parece el epítome de la consistencia bartlebyana. Dando por sentado que
ninguno de nosotros preferiría hacerlo (¿quién quiere habitar una realidad donde
las relaciones son mercancías y las personas desiguales?) nos esforzamos
muchísimo en conseguir que nadie pueda hacerlo. La pena viene porque el nuestro
es un mundo de mercancías y desigualdades donde lo indeseable puede marcar la
diferencia entre el subalterno y el empoderado. Privar al trabajador sexual de
las herramientas del derecho es como obligar a los equipos de fútbol a jugar
sin portero. Tendrán que marcar goles extra.
Y el problema de aceptar a la sexual worker, no tomarla por una MCDM,
es la pendiente deslizante de concesiones que tienes que hacer como feniminista
comprometida, empiezas tolerando a las prostitutas y terminas abrazando a
Christina del Basso. Poca broma. Para quien desconozca a la criatura, basta
decir que estamos hablando de una participante malencarada de Grande Fratello
9, la versión italiana del reality show, con una pechonalidad avalada por la
Guía Michelín. Christina del Basso encarna en Italia la filosofía de la
dominadora de hombres, pertrechada con una delantera para atraerlos a todos y
someterlos a su voluntad, como el anillo de Sauron, cuyo órgano de difusión
sería Playboy o alguna revista con las páginas pegadas. Christina del Bassso
además conjuga la mala hostia de una Belen Esteban. Y aunque confunda poder con
falta de modales, este modelo de mujer ruda que aprovecha las debilidades del
género opuesto, y a la que nadie puede toser encima pues ella misma dice estar
a la venta del mejor postor, no hace otra cosa salvo generar epígonos. Ante
este brete, la solvencia feminista pasa por asumir algo así como una posición
defensiva y ni-ni: ni ella ni sus críticos son salvables. El rebozo teórico de
esta posición viene a decir que ella tiene libertad de devenir en títere del
sexismo aunque no sea algo bueno hacerlo y que las críticas solo serán
recibidas si tienen un certificado de autenticidad emancipatoria. Ello conduce a situaciones paradójicas,
como que Javier Blánquez llamando putilla a Miley Cyrus sea tomado como poco
menos que la manifestación quintaesencial del heterosexismo, a pesar de que el
término pretendía tener un sentido descriptivo y no valorativo, mientras que la
misma palabra dicha por boca de una mujer traiga resonancias inexcusables de
solidaridad por la causa. ¿En serio?
El caso es que tampoco entiendo por qué debería epatarnos el doble rasero de nuestras prácticas lingüísticas cuando
estamos habituados a escuchar a latinoamericanos que utilizan el insulto «sudaca» como bautismo cínico o
subalterno de si mismos (siempre y cuando sea otro como ellos quien les
llame así). ¿Por qué debería ser distinto con la pléyade de insultos que
tenemos para designar a la MCDM metida a loca del pueblo? La polémica levantada
por el retorno de Lilly Allen y su Hard
Out Here, un videoclip donde aparecen ironizadas las dificultades que tiene
que pasar toda MCDM, muestra hasta qué punto llamar bitchies a las estrellas mediáticas (o no hacerlo) es lo de menos:
resulta que el video resulta ofensivo porque aparece gente de color medio
desnuda haciendo perreos salvajes y Lilly Allen no. Que la cantante tenga por
toda cadera un tocón de acero que hace materialmente inviable practicar
cualquier danza regional salvo el chotis; que en el video también aparezca una
tipa blanca, oronda, tatuada, azotada, pelirrosa; que estas cosas puedan llegar
a invalidad la lectura en clave racista del video muestran hasta qué punto los
límites de la corrección política están situados en otra esfera distinta. Y
pasa que, en una época donde Maria Isabel y su Antes muerta que sencilla puede resumir el sentido común enajenado
(«Que a veces las mujeres necesitan. Una
poquita, una poquita, una poquita, una poquita libertad») mientras las
canciones de Beyoncé detentan el monopolio del hembrismo corporativo (All the Single Ladies, If I Were a Boy y Run the World jalonan una ideología à la recherche del marido perdido, cargada de Penisneid y apoyada sobre la figura de la madre trabajadora), y el
resto de estrellas atraviesan como pueden el tránsito desde «el burdel
tailandés de Disney» (Miley Cyrus) a la realidad exterior, la verdad es que
resulta difícil encontrar alguna MCDM que merezca nuestras críticas más que un
abrazo gratis.
Me ha gustado mucho, pocas veces leo cosas que busquen más la reflexión que la certeza. Gracias.
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