Durante el último cuarto de
siglo, las sucesoras del feminismo más favorecidas por las editoriales
anglosajonas han centrado su agenda política sobre la performatividad del
género. Bajo este ambiguo paraguas experimental se han cobijado muchas
prácticas corporales, desde la inversión sexual paródica hasta el desajuste
hormonal voluntario, en el nombre de impenetrables presunciones ontológicas. Tras
el desplome del socialismo real, apenas ninguna tendencia intelectual adscrita
por defecto a la izquierda, con excepción de la conciencia ecológica y
animalista, ha gozado de mayor atención académica y de mayor actualidad
mediática. Para cerciorarse de la elevada cultura libresca del movimiento basta
con revisar el mínimo común bibliográfico visitado, comentado y revisitado por
sus autores: Hegel o Spinoza, Foucault o Derrida, Lacan o Deleuze, los grandes
filósofos nunca faltan a su cita con el género. Entre la ensalada de
referencias característica de toda Gran Teoría, objetivos políticos mundanos
marcaron, en realidad, la pauta de los escritos. No en balde, la liberalización
de las relaciones personales, en el sentido más comercial del término, y el
reconocimiento de la igualdad de intereses, en el sentido más ilustrado del
término, estuvieron en el horizonte de las guerras culturales que revolvieron
la opinión pública en el Atlántico Norte desde finales de la década de los
ochenta, creando las condiciones de posibilidad para la renovación de los
estudios de género.
En cuanto a la dimensión práctica de la teoría, títulos como el Manifiesto Contrasexual no llaman a engaño: publicado en el año 2002, en el contexto de unas elecciones francesas marcadas por el inesperado sorpasso del Frente Nacional hasta la segunda ronda de las presidenciales, esta recopilación de artículos, precedida por una batería de principios para la construcción de una sociedad utópica, asientan un paradigma de intolerancia feminista como estrategia de provocación, en la venerable tradición del Manifiesto SCUM de Valerie Solanas. Preciado recurre a la parodia como técnica de desencantamiento, utiliza los órganos protésicos como herramientas de desnaturalización y, entre los susodichos axiomas normativos, propone la abolición de todos los derivados del matrimonio liberal regulado por el Estado en un sugerente tour de force, cuya actualidad aumenta por momentos con el triunfo de los socialistas en Francia, que prometen legalizar el matrimonio homosexual. Sus prácticas de género favoritas contienen, sin embargo, un ambivalente componente económico, no exento para nada de consideraciones ideológicas en términos de clase. «Decido conservar mi identidad y tomar testosterona —reconoce con sinceridad en Testo Yonki— sin entrar en un protocolo de cambio de sexo. Esto es un poco como morderle la polla al régimen farmacopornográfico. Esta posición es, por su puesto, un lujo político. De momento puedo permitírmelo porque no tengo que salir a buscar trabajo, porque vivo en una ciudad de más de ocho millones de habitantes, porque soy blanca, porque no espero ser funcionaria»
Por otro lado, estas
limitaciones están presentes en Judith Butler, la pionera cuyas fluctuaciones sintetizan
el ambiente del periodo. Sus señas de identidad sociológica reflejan, de hecho,
el carácter representativo de su persona. De ascendencia familiar alemana y de
herencia intelectual francesa, esta intelectual californiana con pasaporte
norteamericano constituye una muestra de la heterodoxia filosófica propia del
circuito académico del Atlántico Norte. Por otro lado, el estilo que atraviesa
sus escritos, en tercera persona y desapasionado, le garantiza una posición
excéntrica dentro de un género literario como este, tan proclive a la declamación
autobiográfica. Así, Gender in trouble
no es solo el mejor comentario hasta la fecha de la teoría de género francesa,
sino también un formidable ejemplo de solipsismo ideológico, escrito desde
ninguna parte. Con la excepción de la «Posdata final no científica», con una
extensión aproximada de seis páginas, centrada sobre el recurso a determinados
prejuicios culturales en los criterios de atribución sexual de los recién
nacidos, el resto del libro, doscientas y pico páginas de comentario puramente
bibliográfico, ameritan la acusación formulada, desde dentro de la teoría
queer, por las discípulas aventajadas de la clase: Butler no tiene cuerpo. En
caso contrario, ¿dónde están las credenciales de rareza sexual? Las
publicaciones posteriores serán como una toma de tierra en este sentido: en un
sorprendente ejercicio de confesión sincera, nuestra catedrática en identidades
preformativas justificará entonces su preferencia por la negatividad en
términos de un reconfortante determinismo social — «Yo tiendo a pensar que esto
es simplemente lo que ocurre cuando una niña judía con una herencia psíquica
del Holocausto se sienta a leer filosofía a una edad temprana, especialmente si
recurre a la filosofía en circunstancias violentas» —, y detallará su programa
político acudiendo a un vaporoso imaginario humanista, formulado en términos de
dignidad personal y de libertad de elección. «Lo que me motiva políticamente y
lo que quiero alcanzar —concreta en “La cuestión de la transformación social”—
es aquel momento en el cual un sujeto —una persona, un colectivo— afirma su
derecho a una vida habitable en ausencia de una autorización previa, de una
convención clara que lo posibilite.»
¿Qué balance merece este
programa? Sería injusto evaluar los frutos de esta ambiciosa propuesta con tan
poco margen, máxime si tenemos en cuenta la multiplicidad de frentes de batalla
abiertos y la dispersión de los militantes por la causa. Por lo pronto, cabe
constatar que la rápida incorporación de
esta corriente en el circuito comercial del sector servicios no ha ido en
detrimento de sus virtudes definitorias: la pluralidad como bandera y la
despatologización como meta, todo ello aderezado con una estética juvenil
contestataria, propia de la última argamasa contracultural prêt-à-porter. A su vez, el reconocimiento institucional de ciertas
estrellas intelectuales ha producido un provechoso relevo generacional,
caracterizado por un mayor compromiso con la democratización de las prácticas
de género, fomentando el acceso a capas menos favorecidas económicamente, y
buscando alternativas a la divergencia clasista ya destacada por Preciado. En
cuanto a la cristalización de las demandas efectivas, como el reconocimiento
estatal de la legitimidad de más de cinco géneros diferentes, las cosas de
palacio van despacio, pero el contexto juega en favor de la creciente
liberalización de las identidades personales y, en términos comparativos, el
camino recorrido resulta impresionante. Entre la Declaración de Olympique de Gouges, la convención de Seneca Falls y
el sufragio universal en el Atlántico Norte mediaron, respectivamente, medio
siglo o más. Teniendo en cuenta la actual participación en el sistema de
congresos internacionales de las principales teóricas de género, la comparativa
solo puede esperanzar a quienes luchan por traducir en el escenario político
toda la purpurina intelectual de las disidencias de género realmente
existentes.
[Publicado originalmente en Saramago. Octubre 2012.]
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