Unos rounds con Diego Zúñiga.
I.
[Reseña.]
Como a todo estudiante de
filosofía, a mi me gusta llamar a las cosas por su nombre. En mi pueblo una
novela que apenas supera el centenar de páginas es una nouvelle con todas las de la ley. Teniendo en mente estos dogmas,
no gustándome los gatos dados por liebres, ya se pueden imaginar las
reticencias despertadas por Patricio Pron en mi persona cuando el argentino
dijo que «Diego Zúñiga es el autor de una
primera novela extraordinaria», haciendo referencia a Camanchaca, un libro cuya edición en Random House Mondadori ocupa
120 páginas de fragmentos cuya extensión varía desde 30 líneas bien apretadas
hasta el «Todo es mentira, dijo mi mamá» que puebla en solitario la página 52.
Una vez leído el libro, tengo que decir que quizá Pron errara sobre el formato
del texto, más próximo a la prosa poética que cualquier otra cosa, pero desde
luego acertó con la calidad del mismo: Camanchaca,
a falta de otro término, resulta extraordinaria.
Y repito este adjetivo porque
todo en esta narración está fuera de madre: un tío materno raptado por los
ovnis o por los militares, dependiendo de la versión de la historia; una abuela
creyente con creencias confusas (mezcla el fin del mundo y la destrucción de
Babilonia; lee la Biblia pero habla de Jehová; ¿cristianismo, judaísmo o totum revolutum?; testigo del Mismísimo, en realidad); un padre cuyo
fantasma se aparece en sueños transmutado en una ballena blanca voladora arponeada
sobre los Andes (¡ríase Ud. de Hamlet!); y personajes a cada cual más
estrafalario pueblan el microcosmos de Camanchaca. Forzando los límites del
sentimentalismo, Zuñiga provoca el distanciamiento del lector, utilizando una
combinación de elementos literarios que encontramos presentes en algunos
coetáneos suyos (evitaré los nombres propios porque, entre los escritores más
jóvenes, los paralelismos tan son odiosos como inevitables las identificaciones);
la estrategia consiste en mezclar una escena trágica (el entierro de la abuela:
«tuvieron que reducir los restos de mi
tío para que entraran en el mismo nicho») y un espectador desapasionado («Mi papá no quiso verlo [...] Mi papá no dijo nada»), generando una
sensación de incomodidad notable.
Retratada de memoria, mediante
fragmentos y saltos temporales, la familia del protagonista parece siempre
construida en el borde de la inverosimilitud, como si el narrador en primera
persona no estuviera recordando una historia personal, sino un continente
propio, o como si el autor tuviera por segundo apellido Márquez y Camanchaca estuviera compuesto por los
recortables de un manuscrito primigenio de 600 folios o más. De ahí la expresión prosa poética que he
escogido para catalogar las emanaciones del estilo más interesante de Diego
Zúñiga. Puesto el caso:
Era un camión largo. De pronto, una silueta
al costado del camión, mirando a la carretera. Luego saltando. El hombre del
auto frenó. Se quedó un momento quieto, como si alguien hubiera presionado
stop. La imagen congelada. El desierto. El fuego. Play. El hombre que volvió a
acelerar. Llegó a Iquique. Mi familia. Todo el mundo subiendo hacia el
desierto. El sonido de las ambulancias. El fuego.
Más que las referencias pasajeras
a Super Nintendo y a Bola de Dragón Z,
intuyo que el estilo sincopado de este pasaje constituye la principal marca
generacional en la escritura de Zuñiga, influido él también por el nuevo estilo
internacional impuesto desde la blogosfera, donde la muchachada encadena frases
sin adjetivación y sin subordinadas, como dictadas sin piedad desde un puesto
de telégrafos. Salvo por alguna «lonja
de jamón», algún «pendejo culiao» y cierto «lo llamó y le dijo», que vienen
a colorear un poco los anodinos enunciados en sujeto-verbo-predicado de Zúñiga,
cualquiera diría que estamos leyendo una traducción realizada por un amante de
los puntos y seguidos, en lugar de un texto escrito de directo en castellano.
II.
[Entrevista.]
Ernesto Castro (EC). En primer lugar, ¿qué es Camanchaca? Patricio Pron, desde la solapa de tu edición en Random
House Mondadori, nos dice que estamos ante una novela. Sin embargo, en mi
pueblo (donde hablamos francés muy bien en la intimidad) llamamos nouvelle a un texto de ficción de esta
extensión. Por si fuera poco, cuando un lee el texto comienza a descubrir tonos
líricos aquí y allá, hasta el punto de pensar: ¿no serán prosas poéticas? Así
que dime, ¿qué taxonomía prefieres?
Diego Zúñiga (DZ). En Chile sucede algo particular: es muy grande
la importancia de la poesía. Ignoro si muchos narradores leen poesía; todavía
tengo esa duda. Desde luego Bolaño —quien espero haya influido para bien a los
más jóvenes— reivindicó siempre a muchos poetas. Tenemos un poeta chileno,
muerto hace ya más de veinte años, llamado Juan Luis Martínez, cuyo primer
libro se titula La Nueva Novela. Es un poemario, finalmente, pero no está en verso, sino que
tiene preguntas filosóficas, dibujos, etcétera. Es una suerte de collage con
gran fondo, muy influido por los surrealistas, más allá de lo técnico y la
pirotecnia. Tengo un amigo que dice que tras La Nueva Novela ya podíamos hacer cualquier cosa,
como quien destroza los géneros para hacer algo nuevo. A estas alturas resulta
muy difícil que las cosas no se mezclen. Los géneros, digo. Me pone muy
contento cuando alguien descubre poesía en el texto, porque yo no me siento
capacitado para escribirla, no solo por el tema del país y su tradición, sino
porque no tengo el talento o la paciencia para hacerlo. Mario Levrero decía que
una novela es cualquier cosa entre una tapa y una contratapa. Yo escribí Camanchaca pensando, siempre, que era
una novela. Un año antes de escribir el libro publiqué un relato, unas cinco o
cuatro páginas por encargo, para un diario donde se pagaba bastante bien. Y
pronto me di cuenta que no era eso.
Aunque Camanchaca sean unas
pocas páginas, formalmente sucede que yo solo cuento una parte. Es una historia
familiar. De haberla contado de forma tradicional, digamos, tendría un volumen
de 300 páginas. Me fascinaban los personajes poderosos de las novelas rusas y
francesas, pero sabía que la historia tenía que ver con el narrador; su mirada
está como así, finalmente, tiene problemas para expresarse. ¿Puede un libro de
400 páginas hablar de la falta de comunicación? Yo creo que no.
EC. Siguiendo con Rusia y los rusos, no se me caen los anillos
cuando te digo que he confundido en varias ocasiones el título de tu libro con
Kamchatka, la península situada en el extremo oriental de Siberia, cuyo nombre
recuerdo gracias a un juego de mesa. En el Risk, Kamchatka es una región crucial
para hacerse con Asia y para abordar América del Norte. Entre las ventajas del
Risk para esta entrevista se cuenta su fidelidad para con la concepción occidental del mundo. Según el juego,
América del Sur es la región menos interesante de todas, seguida muy cerca por
Oceanía. Está dividida en tres zonas: la Gran Colombia, Brasil y el Cono Sur.
La pregunta, por tanto, es la siguiente: ¿crees que a los lectores españoles
nos gusta amalgamar la literatura latinoamericana o sois vosotros mismos los culpables
de nuestra concepción riskeana de la realidad? En otras palabras, ¿hay en Camanchaca una pretensión de representar
la realidad del subcontinente en el microcosmos familiar de la narración?
DZ. Hay esa pretensión, claro. Resulta inevitable cuando uno
escribe sobre la familia. La novela está ambientada en el Norte de Chile,
pegando con la frontera peruana y el desierto de Atacama: todo eso determina tu
vinculación con el mundo, y cuando escribo mis libros, tanto este como el
nuevo, pienso finalmente en el lugar. Cuando uno deja reposar los textos luego
descubre que estas cosas pueden pasar en otros sitios: el norte de México o
Perú, por caso. Si bien todos estos países son muy distintos entre sí,
empezando por el idioma y los tonos, también hay algo que (paradojas de la
vida) nos une: nuestras familias son un poco raras. En Camanchaca no hay nada de realismo mágico; todo está centrado en la
familia; hay sucesos extraños y uno intenta medio normalizarlos. Considero que
el hablar de la familia universaliza la historia. Hace unos años, igual ya no
tanto, marcaba mucho ser hijo de padres separados. En Chile somos muy fijados
con estas cosas. Camanchaca trata
sobre una familia de clase media, que se dice en Chile, pero todo es bien
frágil y precario. El libro muestra esa inquietud. Todo se puede extrapolar,
igual.
EC. Ahora que mencionas el elemento de lo inhóspito, tan presente
en la tradición narrativa europea, como nos recuerdan a todas horas los
críticos literarios y sus monsergas freudianas, ¿crees que hay una obsesión
europea por conocebir a los escritores latinoaméricos como kafkianos en el
exilio? Confiesas que tu escritura se aleja del realismo mágico. Yo, desde
luego, situaría Camanchaca sobre otros railes completamente distintos. Aunque
la sensación de distanciamiento que genera tu composición de las escenas
dramáticas sea digna de nota (y yo piense que hay un componente generacional en
ello), me llama más la atención tu trabajo de la memoria histórica, tan
personal, intimista y hasta familiar. Creo que hay muchos puntos en contacto
con El espíritu de mis padres de
Patricio Pron. Aunque quizás estemos ante una nueva misunderstanding inflaccionaria típicamente eurocéntrica. No hay
casualidad alguna en que los mismos editores franceses, ingleses e italianos
que en el pasado tuvieran reticencias en traducir a Pron se lanzaran hace unos
años como hienas en cuanto escucharon el dulce canto de sirena de la dictadura
y de los desaparecidos que emiten las páginas valientemente escritas por
Patricio. Así que dime, ¿crees que los europeos tenemos alguna suerte de
obsesión con encuadrar la alta cultura latina bajo la categoría de la memoria
histórica?
DZ. Mira, tengo la sensación que sí. Medio en broma medio en serio
la gente dice que Herralde dictaba a sus autores argentinos que pusieran por
algún lugar la palabra desaparecido en los libros que publicaban con Anagrama.
Algo así me pasó con la traducción de Camanchaca al italiano: ellos la miraron
como una novela de posdictadura. El traductor hizo un epílogo donde rastreaba
todas las marcas; las reseñas que aparecieron allá también ahondaban en ello,
aunque todas se centraban más en la familia y la intimidad. Hicieron una
lectura política, que no es que se la hayan inventado, pues el libro muestra
las marcas, aunque el tema me parezca demasiado complejo. Ya pasamos por la
novela del militante: generalmente un fracaso. Ahora pasamos por la novela de
los hijos: Pron y su libro, que me gusta mucho; Zambra escribió Formas de
volver a casa, que también trata este tema. A diferencia de ellos, yo no viví
la dictadura. Nací en el 87, cuando ya estaba terminando. Nuestra labor como
generación, de haber alguna, sería abordar este problema desde una perspectiva
novedosa. Entre los argentinos, quienes siempre parecen en especial talentosos
a la hora de narrar distintamente estas cosas, se cuenta un escritor jóven,
Félix Bruzzone, que tiene un libro de relatos titulado 76. Siendo él hijo de desaparecidos, narra el asunto desde una
perspectiva delirante, abandonando el llanto que suele acompañar estas
exposiciones. Hay un gesto entre la indiferencia y el compromiso muy nuevo, muy
fresco: me parece el modelo para abordar el asunto. Escribir desde Chile y no
abordar el tema me parece (inevitablemente) difícil. Hay opciones, claro. Mucha
gente quiere alejarse y me parece muy bien. En Chile el tema de la dictadura es
algo que no... finaliza bien. En Argentina hubo gestos de reparación: Videla
muere en la Cárcel; Pinochet, en un hospital militar, con todas las
comodidades. Es un tema pendiente. Super pendiente, finalmente: el presidente
en estos momentos es un hombre que dice no haber apoyado a la dictadura, pese a
estar rodeado de gente cercana a Pinochet. En el Norte hubo campos de
concentración enormes. En Atacama hubo uno. Pisagua, cerca de la frontera,
tiene un campo desde la guerra chileno-peruana; es un lugar horrible. El Norte
está ahí. No hacerse cargo me parece extraño. Yo he nacido allí, he crecido
allí. Los relatos están como en el aire. Iquique, como cuento en la próxima
novela, era la ciudad favorita de Pinochet. Cuando fue el plebiscito, cuando
terminaron sacándoselo, él sólo pregunto: ¿Cómo me fue en Iquique? Perdió, por
supuesto.
EC. Para cerrar, quisiera
hacerte una pregunta sobre el estilo del párrafo y la sintaxis que utilizas.
Salvo algún juego entre el complemento indirecto y el complemento directo,
algún localismo inconsciente que te sale, y alguna expresión cariñosa para
designar a los miembros de tu familia, Camanchaca
está escrito en un estilo plano y uniforme. ¿Qué pasa con los jóvenes? ¿Han
olvidado la hipotaxis y la adjetivación? ¿Acaso escribes desde un puesto de
telégrafo?
DZ. Yo no escribo así, digamos, en la vida real. En la novela
encontré una voz. Fui dándole forma. Alguien me dijo que Camanchaca es una novela sin estilo, porque el narrador -como tú
dices- escribe pam-pam-pam, desde el telégrafo. La voz exigía eso. Pero yo no
escribo así. Por el contrario, disfruto mucho con las frases subordinadas.
Pensándolo generacionalmente, quizá estemos muy influenciados por las
traducciones desde el inglés. Hay que luchar contra eso, cuestionarlo, darle un
giro. Mi nueva novela se aproxima más a mi escritura ideal, cómo me gustaría
escribir, en este sentido: un narrador en tercera persona, una historia más
normal, etcétera. En Latinoamérica han pegado mucho las traducciones. Me genera
una situación contradictoria, porque me encanta leer a Carver y a Cheever, pero
luego uno descubre que todo el mundo anda leyendo igual, y piensas: «Cierra la
puerta y andate por otro lado».
Cuando estuve escribiendo Camanchaca,
andaba muy pegado a Cheever y a ese estilo. De ahí el epígrafe de Richard Ford.
Entiendo el libro como una huella del periodo que estuve buscando sintetizar la
idea yanqui de la frase corta en un narrador muy puntual y concreto. De todas
formas, no toda la literatura norteamericana es igual: Richard Brautigan no
escribe como Carver. Para desmarcarme, hace tiempo que leo otras literaturas o
poesía, incluso la yanqui, una tradición muy rica y variada. Y cuando he venido
a España, ahora estos días, he comprado muchos libros europeos, tanto en las
librerías de Madrid como aquí, en Barcelona. De pronto descubro que me estoy
llevando todo franceses, húngaros y cosas así, cuando allá solo llegan cosas,
por así decir, mainstream. Supongo
que esto refleja mi cambio de intereses.
Publicado originalmente en Zafarranchos Merulanos. 11 de julio de 2013.