¿Cómo traducir a la praxis
el aparente consenso
en materia fiscal?
John Maynard Keynes en Bretton Woods. |
Entre los motivos que respaldan
la indolencia de los intelectuales descuella la constatada desconexión entre la
teoría y la praxis en materia económica. Invirtiendo los términos del dictum gramsciano, se ha producido una
confrontación histórica, durante los últimos sesenta años, entre el pesimismo
de la voluntad y el optimismo de la razón, entre los economistas serios y
audaces que advierten posibilidades insospechadas donde los políticos solo
contemplan intereses ajenos, y los economistas acomodados a los ciclos
electoralistas, quienes parecen en verdad ser unos mandaos, tal vez solo
recibiendo y ejecutando órdenes, dado su natural servilismo. Y es que, en
efecto, también existen posiciones ideológicas en las disputas científicas. Y
la probidad intelectual —mira tú por donde— suele sentarse en el lado opuesto a
Don Dinero, venga de donde venga, frente a la butaca del poderoso
caballero. Es un decir, vaya. Hablamos de la reiterada victoria intelectual de
los lumbreras en menesteres de la macroeconomía, sentados casi siempre a la
izquierda del espectro ideológico y en el centro exacto del espectro
científico, acompañados por la adecuación empírica, la fertilidad predictiva y
la prudencia metodológica. Ellos ganaron —en teoría— muchas batallas. Sería el
momento de llevarlos a la práctica. Cuanto antes, mejor.
En 1944 John Maynard Keynes
resulta derrotado en Breton Woods, sentando un precedente de economista de
izquierdas inteligente («Sería difícil exagerar el efecto electrizante» de sus
propuestas, dijo Lionel Robbins, «nunca se había discutido nada tan imaginativo
y tan ambicioso») pero también incómodo para los intereses políticos del
momento («Hemos sido perfectamente inamovibles en ese punto. Hemos asumido una
posición de no rotundo», confesaba Harry Dexter White). Algunos consideran su
propuesta más interesante de entonces como una salida endógena del capitalismo,
una transición natural hacia el socialismo, en consonancia con el espíritu
antifascista de la victoria aliada: la creación de una Unión Monetaria Internacional
(UMI) y de una divisa mundial (el bancor).
Las instituciones bancarias asociadas a la UMI tendrían la responsabilidad de
reciclar los excedentes capitalistas de forma consciente, favoreciendo los
trasvases de capital desde las regiones con excedentes hasta las regiones
deficitarias, liberando de este modo las tensiones causadas por los
desequilibrios comerciales entre naciones. En la teoría, este mecanismo
político de reciclaje permitiría una mayor estabilidad de precios y una mejor
coordinación en el comercio internacional, permitiendo la aplicación de
políticas contra-cíclicas mundiales cuando fueran necesarias. Nunca sabremos,
por desgracia, como sería en la práctica.
Tras la caída en descrédito de
Lord Keynes, las cosas fueron de mal en peor, hasta nuestros días. Como ha
subrayado en alguna ocasión Alejandro Nadal, resulta frustrante para quienes
seguimos pensando que solo la verdad es revolucionaria que la revolución
conservadora tuviera lugar en paralelo a la memorable derrota de los economistas
neoclásicos en la polémica Cambridge-Cambridge,
donde auténticos operaistas como
Piero Sraffa, inspirador en el exilio de las luchas sindicales italianas por la
subida del salario real, o Joan Robinson salieron por la puerta grande de la
teoría del crecimiento, mientras el vencido Robert Solow entraba en política
económica por la puerta trasera del Consejo de Asesores Económicos (1961-62)
para más tarde trepar hasta la Comisión del Presidente de los EEUU sobre
Mantenimiento de los Ingresos (1968-70), sentando las bases del desnorte
teórico que orienta, comanda y dirige la incompetencia macroeconómica que
vivimos desde 1971 (quiebra de Bretton Woods) hasta esta parte. Y es que, como
dijera Walter Benjamin, «ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo
vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer». ¿Me lo dices o me lo cuentas?,
querido Solow.
Joan Robinson, maîtresse à penser. |
Una muestra de la divergencia
existente entre una teoría adecuada a los hechos y una práctica basada en
intenciones se encuentra en los lamentables fracasos predictivos del FMI.
Olivier Blanchard, economista en jefe del Fondo, viene confesando desde Octubre
de 2012 la metida de pata de sus colegas, quienes minusvaloraron la influencia
de los multiplicadores fiscales sobre la actividad económica a corto plazo,
pronosticando que cada punto de consolidación presupuestaria (subida de
impuestos o reducción de gastos) equivale a una caída del PIB del 0.5%, cuando
la realidad del atropello austericida en los países deprimidos resulta bastante
más dramática, estúpida y, como dicen en el Norte, self-defeating. Dado el caso, por cada euro que deja de gastar la Mariano Administration del Partido Popular, todos juntos nos hundimos un
euro y cincuenta céntimos. Y las cuentas no salen, claro. En Grecia, un ajuste
del 15% sobre las finanzas del Estado (2010-2012) se ha traducido en un 17%
menos de gasto total, tres veces la cifra coreada, vaticinada y celebrada tres
años atrás por la Troika. ¿La moraleja del asunto? Sacrificio colectivo y
apretarse el cinturón siguen siendo los mantras preferidos por los economistas
que vienen a decirnos que las cuentas estatales funcionan como la contabilidad
de un pater familias. Dicen que los
gastos y los ingresos están, en el mejor de los casos, desconectados entre sí.
Dicen que, en el peor escenario, están relacionados de forma inversamente
proporcional. La culpa la tiene la subida de impuestos. Dicen, perjuran y se
santiguan.
Más juegos de cifras. Sobre este
último apartado, el punto de los impuestos, mucho se ha escrito sobre Arthur Laffer.
Según su dichosa curva, la relación entre los ingresos fiscales y los tipos
impositivos constituye una función continua, pero no lineal. En Román Paladino,
hay un punto máximo de saturación, entre unos impuestos del 0% y del 100%, a
partir del cual la recaudación no aumenta sino que disminuye, porque aniquila
las bases imponibles. Como sucede con todos los intentos de matematizar la
conducta humana mediante un conjunto finito de axiomas, la cuestión intrincada
del asunto consiste en determinar cuales son los incentivos de los agentes
económicos, en este caso, para estafar a Hacienda o para dejar de invertir.
Pensaba añadir a la lista dejar de
trabajar, pero vista la situación del patio, la idea del desempleo
voluntario incentivado por los impuestos excesivos parece —como poco—
irrelevante y utópica. De hecho, no podemos establecer uniformidad alguna sobre
los motivos que empujan a los individuos en busca de aventuras tales como hacer
una factura de fontanería sin el IVA o mandar a paraísos fiscales los
dividendos del Banco Santander; el pago riguroso de los impuestos también
atiende a razones que la razón ignora, desde el patriotismo financiero (cosa
poco vista) hasta el miedo ante posibles inspecciones, pasando por la mera
inercia; y en este punto el principio de caridad interpretativa también vale
para los ricachones que evaden del Reino de España miles de millones anuales;
también habrá —digo yo— algún banquero con propósitos filantrópicos como Bono
(la banda U2 declara sus royalties en
Holanda desde 2006 para evitar a los inspectores irlandeses y a sus ‘excesivos’
impuestos[i]); o
en su defecto, todos tenemos familia paterna en Andorra.
Ahora en serio, la curva de
Laffer fue utilizada por Ronald Reagan para justificar la reducción de
impuestos que llevaba incluida en su programa electoral de 1980. Ahora y
entonces, los neocon y los neolib tienden a asumir que todos los gobiernos se
encuentran en el lado derecho de la curva, más allá del momentum optimum en términos recaudatorios, y que hay que bajar la
carga impositiva, por tanto. ¿Argumentos liberales en defensa del fisco? No se
equivoquen: el objetivo del silogismo neoliberal no consiste, no, en alcanzar
el summum de los embolsos fiscales
estatales. Todo lo contrario, las premisas del argumento sostienen que resulta
indecente establecer impuestos del 60%, por ejemplo, cuando Hacienda podría
recolectar idénticas cantidades con porcentajes del 20% y mayores cantidades
con porcentajes del 40%. ¿La conclusión? Bajemos hasta el 20%. En esto consiste
el laissez faire, laissez passer.
Regular siempre en favor del statu quo
y poner velas a la Inmaculada Iniciativa Privada. Y por desgracia, esta
posición también constituye mayoría entre la opinión pública española,
saqueados como estamos por los sablazos del IVA y del IRPF, fascinados como
andamos con los emprendizajes y las exportaciones, así como extasiados por los
brotes verdes del último mayo, esperando la siguiente tormenta tras la calma
chicha de estos días, mientras Cristobal Montoro declara que la recaudación del
año pasado solo cubre el 36.4% del PIB, mientras nos comunican por el
pinganillo la presión fiscal media de la Zona Euro anduvo por el 46.2%,
mientras nuestros gastos estatales totales rondaban el 47%, ¿cómo se quedan?
Y mientras tanto, entre las distintas escuelas de economistas, a
diferencia de tiempos más convulsos, reina la concordia en este mundo.
Liberales austriacos y presuntos keynesianos se dan la mano, por el momento. A
la derecha del espectro ideológico, Juan Ramón Rallo, cabecilla del Instituto
Juan de Mariana, reconoce que «los escépticos con Laffer sí tienen algo de
razón cuando afirman que quienes apelan al economista estadounidense como
argumento de autoridad para bajar impuestos asumen que las economías siempre se
encuentran a la derecha de la curva, esto es, que siempre nos hallamos en una
situación donde una minoración de la carga impositiva aumenta la recaudación»
cuando en verdad «nadie debería descartar la posibilidad de que hoy España no
esté a la derecha de la curva, sino a la izquierda, a saber, que el gobierno
todavía pueda incrementar algo más la recaudación si sigue apretándole las
tuercas al sector privado». Y por el lado izquierdo, idénticas premisas y
distintas conclusiones, tenemos a Vincenç Navarro, cuya obligación consiste en
recordar que nuestro fraude fiscal alcanza los 90.000 millones, y que los súbditos del Reino podríamos contemplar como nuestro Estado
se embolsa 200.000 millones por encima de nuestros gastos
actuales, con solo tener la misma carga total que Suecia, nosotros que vivimos
por encima de nuestras posibilidades. Claro que para esto último se necesita
voluntad política, eutanasia del rentista y cumplimiento de la ley, tres
virtudes que brillan por su ausencia entre la casta política que nos gobierna.
Hayek vs. Keynes. Ya será para menos. |
[i] Sobre la evasión de impuestos
del grupo musical irlandés, así como sobre las amistades peligrosas de Bono con
Jeffrey Sachs, economista del shock
donde los haya, o con George W. Bush, se recomienda la lectura de la polémica
biografía/denuncia recién escrita por Harry Browne: The Frontman. Bono (In the Name of Power), Verso, Londres, 2013.
Publicado originalmente en Sin Permiso. 23 de Junio de 2013.