Gay Talese poniéndose bien fino. |
I.
Cuando dentro de diez años
comiencen a llegar las primeras remesas de la generación perdida y exiliada en
Berlín, acuérdense entonces de Gay Talese. Si llegamos a ver algún día de
vuelta las esperanzas invertidas en la formación de la generación mejor pertrechada
de la Historia de España (valiente mentira la nuestra, por cierto, que tantos
eufemismos, paños calientes y premios de consolación requiere), ya les digo, no
se olviden de Talese. Y es que el padre del nuevo periodismo tiene un brillante
artículo sobre la experiencia desfasada de la emigración. La misma experiencia
tendrán quienes ahora creen estar descubriendo el Mediterráneo y la electrónica
en alguna sala de conciertos berlinesa. El texto se titula "Looking for Hemingway": tomen nota.
Narra las batallas de la primera generación de anglosajones que no tuvo la obligación de tomar Paris en paracaídas.
Corría entonces el año 1952, los alemanes habían perdido una nueva oportunidad
(ya habrá otras) de hacer saltar la ciudad de la luz y el amor por los aires,
mientras ellos, veinteañeros barbilampiños recién expulsados de las mejores
universidades del mundo, andaban buscando algo —no sé muy bien qué se les había
perdido— por el Viejo Continente. Entonces acudían los jóvenes a Paris, como
decimos, quizá ignorando que Nueva York ya le había robado la modernidad y la
cartera a los franceses, como seguro acudirán los madrileños a Kreuzberg en
busca de Sascha Ring, alias Apparat, hasta como poco 2023: sin enterarse de la
misa la media. Si, como sostiene Talese, el objetivo consistía en saludar a los
mayores de la generación perdida americana (ya se sabe, todo el mundo viaja
para contemplar a sus compatriotas fuera de contexto: los estudiantes de
Erasmus y los hoteles en Mallorca lo confirman), les habría salido mejor la
jugada de haberse venido a contemplar la cultura/tortura de los animales con
cuernos en España, que tanta pasión despertó entre los Welles y los Hemingways
de la vida, en lugar de fundar revistas culturales
perdurables, publicar a Samuel Beckett y conocer a los situacionistas. Eran
tiempos más salvajes aquellos. No se lo tengan en cuenta.
Entre los bárbaros destaca la
presencia de Alexander Trocchi. Talese escribe el artículo como homenaje a The Paris Review, pero no puede evitar
la distracción que supone un personaje de su talla (o de su calaña, mejor
dicho). Hacia la mitad del
texto aparece Merlin, la revista
dirigida por este escocés de apellido italiano, y las comparaciones terminan,
como siempre, siendo odiosas: "Alexander
Trocchi's staff at Merlin in those days was made up largely of humorless young
men in true rebellion, which The Paris Review staff was not; the Merlin crowd
also read the leftist monthly Les Temps Modernes, and were concerned with the
importance of being engage"[i], señala Talese de pasada. La
historia pasa rápido sobre esta oposición entre niños ricos de letras y jóvenes
proletas ilustrados, sin embargo, y nos encontramos de repente inmersos en una
historia inquietante, pero sin apenas importancia: un paupérrimo poeta llamado
Christopher resuelve suicidarse bajo el influjo de Nietzsche; sus amigos
mantienen una vigilancia estricta de su persona; ante su desaparición, llaman a
Trocchi, quien descubre el paradero del suicida, cerca de la frontera con
España; la escena termina con Trocchi arrebatándole el veneno a Christopher
mientras declara: "I've come down to
embarrass you", mientras bajan los títulos de crédito y colorín
colorado. Este texto, esta historia, fueron la primera noticia que tuve sobre
Alexander Trocchi. Y ustedes se preguntarán, como yo me pregunté entonces,
¿quién diantres es este tipo?
¿WTF? |
II.
Alexander Trocchi (1925-1984)
tiene la distinción de ser el miembro de la Internacional Situacionista más
inteligente en ser expulsado; Debord no se andaba con tonterías y muchos menos
soportaba a los "cretinos místicos" con los que andaba el escocés con
apellido italiano: Allen Ginsberg, Colin Wilson, R.D. Laing, Tim Leary et tutti quanti conformaban el entorno
natural de un escritor más conocido, entonces y ahora, por la droga que
consumía (la heroína) que por los libros legados. No en balde, sobre esta
generación de emigrantes voluntarios con cierto prurito insurreccional, a
caballo entre la Segunda Guerra Mundial y la contracultura de los 60, dejaron
escrito los hermanos Wilson el siguiente tortazo en toda la cara: "Historically they have come to be regarded
as revolutionaries advancing a contemporary relevant critique of modern society
though in reality neither was able to transcend cultural specialisms and
dissident cultural milieux. These two were forever pulling
themselves up short never allowing themselves to fall and fall and fall on
through the cultural safety net constantly afraid their publishers and dealers
might no longer have anything to do with them even though this fear was rarely
openly acknowledged." [ii]
Corrían otros tiempos, como
decíamos. Cuando los jóvenes descubrieron que la ciudad de los rascacielos
detentaba el monopolio de lo bueno, ya era demasiado tarde para ellos. Durante
la estancia de Trocchi en NYC los heroinómanos fueron amalgamados con la
subversión comunista. Y en 1956 te condenaban a la silla eléctrica —ojo— por
traficar ciertas sustancias con menores. A ojos de muchos, Trocchi seguirá
siendo, para su desgracia, un mísero colgado de la vida, o como decían los
tabloides de la época, "the media favourite junkie", con sus
intervenciones en directo y sus multas por consumo. Más éxito tuvo con sus
ideas revolucionarias el Christopher de la historia del suicidio que antes
mencionábamos: se trataba nada más y nada menos que de Chris Logue, un
troskista convencido, amigo de Tariq Ali, a quien encarcelaron por algo más que
sus apariencias. A diferencia de su amado Burroughs (un amor en una sola
dirección, nunca correspondido) Trocchi no sacó nada en claro de taladrarse la
piel, nada que uno pudiera aprender desde su casa, vaya. Sus ideas sobre el
tratamiento de la adicción, contenidas en "El yonqui: ¿amenaza o cabeza de
turco?", quizá sean acertadas en términos médicos, o incluso proféticas en
vistas a la evolución posterior de los centros de desintoxicación, pero no
pueden estar tampoco más en consonancia con la doble moral que consiste en
invisibilizar el problema (dejando de lado la fanfarria mediática, claro: las
historias sobre inyecciones públicas en la rive
gauche parisina son conocidas por
todos; "mi own personal Dada", las llamaba, anticipando
—sin saberlo— a Depeche Mode y a Gus van Sant). ¿La receta contra la
drogodependencia?, según Trocchi: una comunidad hippie retirada en el campo
para la expresión sexual, vital y artística del yonqui. "Si estuviera
implicado en tal proyecto, ciertamente me gustaría tener doctores entre mis
colegas, pero más que otra cosa desearía disponer de amantes y de una sexualidad
liberada", confiesa el muy pillastre.
En 1962 Trocchi publica “La
insurrección invisible de un millón de mentes”, su texto más conocido con
distancia, donde promueve la abolición del arte, como toca en una publicación
de la IS, a la vez que apuesta por una salida comunitaria del impasse mediático que tanto ha
perturbado a los artistas con conciencia de clase (y de gremio) desde las
vanguardias históricas, a saber: ¿cómo eliminar a los intermediarios? Y más
importante, ¿cómo eliminar ese enorme sistema de intermediación llamado
división capitalista del trabajo? Comparado con otros manifiestos del largo
ciclo contracultural europeo que lleva desde Alfred Jarry hasta Wu Ming, y que
tantos panfletos con garra social nos ha dejado a los historiadores y a los
curiosos (¿y a los indignados?), no comprendo en este caso la fama del texto de
Trocchi. Quizá sea la traducción, quién sabe, porque la redacción carece de
tensión en muchas partes, a la par de incurrir en inconsistencias imperdonables
para un documento de esta influencia y brevedad. Estaré yo blando de
entendederas, así que díganme ustedes como conciliar estas dos frases, por
ejemplo: (i) "Organización, control, revolución: cada uno de los millones
de individuos a los que hablo tendrá cautela con tales conceptos, los
encontrará imposibles con una conciencia silenciosa para identificarse a sí
mismo con cualquier grupo, no importa su nombre"; (ii) "Sin
organización coordinada la acción es imposible; la energía se disipa en ciento
y un pequeños de protesta sin vinculación... un manifiesto aquí, una huelga de
hambre allá.”
A falta de la jerigonza hegeliana
del amigo Debord, el poco ducho en cuestiones filosóficas de Trocchi no tiene
forma de conciliar los términos de la contradicción (¿espontaneidad u ordenación?)
y termina saliendo por la tangente del dirigismo de la clase pensante
("Nosotros, los creativos de todos los lugares, tenemos que descartar esta
postura paralítica y ") aderezado por el clásico wishful thinking sobre la cornucopia de las fuerzas productivas
desarrolladas: "Está claro que en principio no hay problema de producción
en el mundo moderno", escribe sin asombro de vergüenza una persona que
tuvo que trabajar como carguero para ganarse la vida en NYC; está visto que el
hambre, conjugado con otros alimentos espirituales, no aviva el seso. Y para terminar, la mentalidad ociosa
concomitante a todo proyecto medianamente utópico: "Mientras [mientras el
resto doblamos el espinazo, se entiende] nuestro anónimo millón puede proyectar
su atención sobre el problema del "tiempo libre"." Un problema
fantabuloso, por supuesto, pero no me salen las cuentas: 1 millón de yuppies,
dividido por la población mundial en 1960, unos 3 billones de criaturas,
equivale a una birria en términos estadísticos. Suerte a la clase creativa y su
0'03%. La van a necesitar, sin duda, si piensan que "los problemas
distributivos están manejados más eficientemente y económicamente mejor en una
escala global por una organización internacional como Naciones Unidas."
Trocchi leyendo El libro de Caín. |
III.
Poca cosa tenemos de Trocchi en
nuestro idioma. En Anagrama está descatalogada su obra maestra, El libro de Caín, y para de contar con
los dedos de la mano. Se agradece mucho por tanto la traducción en Capitán
Swing de La insurrección invisible de un
millón de mentes, una recopilación de textos editada por Andrew Murray, un
pequeño aperitivo para descubrir a un escritor tan inagotable como el Mediterráneo,
la electrónica o París. Para la versión en castellano, el traductor prefiere
respetar el estilo sincopado del original, volviendo difícil el entrar en
materia. Intuyo que lo críptico y lo inquietante son el objeto mismo de unos
relatos que tratan de cuestiones tan cotidianas como el realizar una inversión
fallida en el negocio del trapero del piso de arriba ("Peter Pierce")
o el revelar la muerte del padre durante la merienda ("La
campechana"). Así que la decisión traductoril de Antonio J. Rodríguez
parece la correcta: la fidelidad a los sustantivos encadenados sin acción, a
los verbos en subjuntivo y a las frases de tres palabras resulta bastante
acertada en vistas a unas descripciones impresionistas que apenas capturan el
ambiente que rodea a los personajes, cortando en seco con las pamplinas que los
sociólogos venidos a críticos culturales han escrito sobre la existencia
acelerada en las ciudades modernas y su relación con lo fragmentario. Lugares
comunes que Trocchi pasa por el rodillo de unas narraciones costumbristas que
bien podría haber firmado desde su dacha un ruso del siglo XIX. Y es que
Trocchi es un maestro de la intrascendencia incluso para sentar siquiera alguna
suerte de arquetipo sobre el anonimato, la alienación o el desencantamiento de
su época. Sus personajes son anodinos; sus historias, nada interesantes; su
extensión, apenas perceptible. Que sigamos avanzando por una selva de puntos y
seguidos, sin esperar en ningún momento la llegada del Mesías, ignorando la
llamada de atención que nos lanzan las cartas a Beckett, a Southern y a
Burroughs desde los apéndices de cada capítulo, viene a ser un milagro para
unos relatos cuya única razón de lectura, único fundamento narrativo y único
interés literario, viene a ser el dodecafonismo del escritor, el tempo que
alcanza en ocasiones.
En este sentido, "Los fragmentos
de un diario" revelan la poética del amontonamiento y del solapamiento que
caracteriza la escritura de Trocchi: "No soy yo quien impone las series de
etiquetas: chubasquero, platillo, libros. Un recital automático. A diferencia
de un asalariado que trabaja con inventarios, yo no tengo un interés inmediato.
No hay sugerencia de valor posible que adjuntar. No hay columna de cifras
cuidadosamente escritas que añadir. No hay resultado al que llegar. Papeles,
simplemente. Libros, simplemente. Botellas, simplemente. Y pronto hasta los
nombres dejarán de sugerir nada en mi boca." Bien sabía él que el testigo
surrealista de Lautréamont no se encuentra en el léxico abundante, sino en la
construcción sintáctica del párrafo, sin dejar nunca de lado la primera
persona. Que la misiva de Lord Chandos no iba en serio, porque toda despedida
del lenguaje no puede sino posponer el momento del silencio, llenando de
palabras el hueco que deja un adiós. O que el mutismo de los personajes de
Beckett, autor con el que Trocchi tuvo trato y desavenencia, como muestra la carta
contenida en el libro ("Que usted sea capaz de reunir tantas
recriminaciones [...] hace honor a su habilidad literaria, pero dice poco de lo
que yo creía que era nuestra amistad"), provoca la risa por no hacer
llorar. Menos poético y más anecdótico es el relato de la iniciación de Trocchi
en el lado oscuro: son las Navidades de 1945, la guerra está a punto de
terminar y nuestro joven escritor camina cerca del mar, a punto de terminar su
servicio militar, avanzando en dirección a su fragata, mientras lleva algo de
poesía en la mano; harto del libro en cuestión, toma impulso y contempla la
parábola que describe el volumen antes de caer sobre las aguas, donde el papel
se amasa y las palabras se difuminan, mientras pronuncia algún conjuro contra
el texto; una historia similar a la experimentada por el adolescente Saint-John
Perse, por aquél entonces portador del nombre compuesto más cabrón que jamás
haya puesto un padre sobre un hijo, Marie-René-Auguste-Alexis, cuya biblioteca
familiar todavía descansa en el fondo del mar, caída en un traslado desde
Francia hasta las Antillas. El relato de Trocchi, por tanto, parece bastante increíble. Pero de eso se trata en
ocasiones. Así pues, si quieren mi consejo, compren ahora este Reader. O esperen a la próxima década. Nunca
se hace tarde, si la dicha es buena, para viajar a Paris.
El origen de una larga fama. |
[i] "En aquellos días el personal de Alexander
Trocchi en Merlin estaba compuesto por jóvenes sin humor puestos en verdadera
rebelión, a diferencia del personal de The Paris Review; la peña del Merlin
también leía el mensual izquierdista Les Temps Modernes, y estaban preocupados
con la importancia de estar comprometido"
[ii] "Históricamente hemos llegado a verlos como
aquellos revolucionarios que avanzaron una crítica relevante y contemporánea de
la sociedad moderna, aunque en verdad ninguno fue capaz de trascender la
especialización cultural y los milieux culturales disidentes. Estos dos [Alex
Trocchi] estaban siempre lanzándose por los aires sin nunca permitirse caer y
caer y caer a través de la red cultural de seguridad, temiendo constantemente
que sus editores y sus camellos no tuvieran nada que hacer con ellos, aunque
este miedo rara vez fuera reconocido abiertamente."