Leyendo desde España una masturbación chilena
I
Por desgracia, el tráfico de
influencias sobre el Atlántico no es tan fluido como nos gustaría. Tras el
desembarco de los boomberos durante la Transición Española, los autores de
América Latina, mal conocidos y amalgamados por su condición continental, son
leídos en la Península siempre y cuando aparezcan en editoriales de la
Península. Pocos son los sellos de allá conocidos por aquí. La poesía chilena
confirma la regla en lo segundo (leemos a Nicanor Parra en Galaxia Gutenberg:
tapa dura y 58€, ¡veleidades del Primer Mundo!) pero constituye una excepción a
lo primero: en España hay una gran tradición de lectura (y de envidia) hacia
los poetas chilenos. Nacidos en un país estrecho y alargado, verticalmente
dispuesto como un poema, la lista de escritores en verso arrojados por el
vientre chileno y celebrados con cava en Barcelona, cabeza editorial de España,
sería imposible de desgranar por completo: desde los cuatro grandes hasta Jorge
Teillier, pasando por Enrique Lihn o Gonzalo Millán, muchos versiculistas hemos
leído con ganas. La obsesión reciente por Bolaño habrá además incrementado
—supongo— el interés por los textos chilenos en general, y por los escritos de
Raul Zurita en particular. Sobre Zurita deja escrito Bolaño en Entre paréntesis un blurb tan
usual como inocuo; aparte de no decir nada, el fragmento tiene la virtud —qué
menos— de responder a cuatro de las seis uves dobles del periodismo
informativo. Who? «Zurita». What? «[C]rea una obra magnífica». How? «[Q]ue descuella entre los de su
generación». When? «[Y] que marca un
punto de no retorno con la poética de la generación precedente». A falta del Where? y del Why?, interrogantes impropios para cuestiones estéticas, la
referencia bolañista merece nuestro respeto: muchas gracias por descubrir Zurita,
Roberto. Más profundas, pero no menos vagas, son las palabras que Raúl dedica a
Bolaño; están escritas en su último libro, el tema que aquí nos ocupa:
Cuando surgiendo de las marejadas se vieron
de nuevo los estadios del país ocupado y sobre ellos al hepático Bolaño
escribiendo con aviones la estrella distante de un dios que no estuvo de un dios que no quiso de un dios que no dijo mientras adelante la mañana crecía y era como
otro océano dentro el océano los desnudos cuerpos cayendo el amor de la
rota boca las graderías
rebalsadas de prisioneros alzándoles sus brazos a las olas
Para quien no conozca la
referencia implícita del texto, cabe señalar que —según Bolaño— el protagonista
de Estrella Distante (1996), el nazi Carlos Wieder, pinochetista convencido y
ejecutor de desapariciones atribuidas, hizo unos versos en el aire desde su
avioneta («La muerte es mi corazón/ Toma mi corazón/ Carlos Wieder», rezaba el
poema en los cielos). La respuesta de Zurita tuvo que esperar unos años: en
1973 estaba encarcelado por comunista y por veinteañero, igual que el cantante
Victor Jara, a quien aplastaron las manos los esbirros de Pinochet (44 balas
entre pecho y espalda) en el Estadio de Chile (de ahí la referencia a los
estadios). Como digo, Zurita tuvo que esperar una década para escribir en los
cielos de NYC la respuesta (La vida nueva,
1982), y otro decenio más para dejar grabado sobre el suelo del desierto de
Atacama el monumental «Ni pena ni miedo», la frase latina que llevaba desde
1933 el 7º Regimiento Alpino del ejército de Mussolini («Nec spe nec metus»,
rezaba su escudo de armas). Visible como la Muralla China desde Google Maps, Ni pena ni miedo (1993) constituye algo
así como el Monte Rushmore de la generación española de los 70, izquierdistas
esperanzados en el arranque de la Transición, sorprendidos por la derrota del
socialismo democrático en Chile (70-73) y en Portugal (74-76), más tarde
convertidos en chaqueteros de derechas o en cínicos nihilistas posmodernos que
no tienen miedo, en efecto, pero tampoco esperan nada. En suma, nunca fue tan
cierta aquella sentencia de Holderlin sobre los poetas, que se comunican —según
él— desde las alturas, como para el caso de los poetas chilenos, sean de
derechas o de izquierdas, que se responden alto (muy alto) entre sí.
II
Para que se vayan situando, no
muy lejos de Barcelona la Rica en Dones, pero más cerca de la Sacamantecas
Corte Madrileña, hay una ciudad vieja castellana (apenas un pueblo) de nombre
Salamanca donde los editores son jóvenes y los poetas, también. Entre los
audaces encontramos a Fabio de la Flor, hombre orquesta de la Editorial
Delirio, donde el año pasado tuvo lugar el parto de los montes: no fue un ratón
sino un tocho/pocho de 752 páginas el
resultado de la conexión chileno-salmantina. Raul Zurita hacía suya la plaza
con un poemario/monumento, un ejercicio de memoria histórica, en verdad, o así
es cómo vemos el asunto desde aquí, donde las experiencias personales se
mezclan con el paisaje circundante a Valparaiso. Para publicar los ejemplares,
Fabio de la Flor, quien suele editar libros en cuadrado, tuvo que modificar el
formato. Él mismo me dijo off the record,
y yo lo cuento aquí como si nada, que setecientas páginas equiláteras equivalen
a talar medio Amazonas. Así que Fabio de la Flor, poco o nada eco-friendly en otras cosas, se avino a
utilizar un paralelogramo más sostenible: el rectángulo. Ahora bien, salvo por
sus dimensiones estilo Kellog’s All-Bran, Zurita
encaja muy bien en el catálogo. Si el libro destaca, será para bien, porque la
editorial cuenta con poemarios sociopolíticos (como Basura de Ben Clark), intimistas y personales (como Campo de fuerza de Carmen
Camacho), así como desmesurados (como No
haber nacido de Gonzalo Escarpa) que pueden arropar (y arropan de hecho)
a su hermano mayor chileno sin complejos.
Glosar el contenido de Zurita es una tarea que doy por desestimada.
El libro hay que leerlo —diantres— aunque sea a cachos, solo las páginas
impares, o como usted quiera abreviar esta extensa letanía que tanto se alarga,
que tan mal cuerpo deja. Y es que Zurita tiene la manía de ser implacable: con
un minimalismo descriptivo que llega a extremos bíblicos, los adjetivos y los
apartes, los juegos formales están prohibidos en una poesía que desgrana
anécdotas personales con una crueldad insólita. Así nos cuenta Zurita como se
separa de su familia (mujer y dos hijos) para irse de putas buscando a una
pelirroja (el color del pelo de su madre loca): «Me operé de ellos. Así de
simple». En calidad de informe subjetivo, acompañando el escenario del desastre,
encontramos algún «sufría», algún «lloraba», algún «gritaba»: mojones de
subjetividad que acentúan el nudo en estómago que ya ata bien atado esta poesía
casi burocrática, donde los golpes de estado, las separaciones matrimoniales o
las muertes se registran con una celeridad enquistada. En verdad miento como un
bellaco, pues la poesía de Zurita tiene un componente formalista, cómo no
ignorarlo: hay apartados del libro donde la página está muy trabajada, hacia el
final del libro sobre todo. Un tono menos contundente y más dubitativo aparece,
asimismo, en poemas como «Dispensario». No obstante, considero que la
mencionada sinceridad descarnada constituye aquí el principal elemento poético.
El resto son descansos para un lector acongojado, quizás incluso ofendido o tal
vez aburrido, dada la machacona y exhibicionista voluntad de contar que
atraviesa Zurita.
El libro arranca la víspera del
11-S, día de luto entre nosotros, los socialistas de todas las partes del
mundo, que recordamos cuando el imperialismo derrocaba gobiernos democráticos
sobre la faz de la Tierra, mucho antes de exportar a otros países el
liberalismo constitucional, manu militari también, antes incluso de que
los yihadistas les pisaran la fecha a los fascistas chilenos. Sobre la
impotencia política que vino tras la derrota, Zurita escribe unas valientes
líneas contra sí mismo. Nacido en una casa pobre pero ilustrada («Se suponía
que teníamos unas casas en Iquique, heredadas de tiempos del salitre, pero en
realidad valían un pepino», confiesa el hijodalgo); crecido como adolescente
idealista con el comunismo («Veras que se va», la sección final del poemario,
es también un cántico a la victoria efímera de Allende); consolidado como
performer internacional gracias a una masturbación en privado (No puedo
más, 1979) y a las repetidas
mutilaciones que realizó sobre su cuerpo, ya fuera para portadas de sus libros
(Purgatorio, 1979) o simplemente en
señal de protesta; Zurita se desdice en «Verás un mar de piedras» de todos los
críticos de arte, incluido él mismo cuando joven, quienes consideran que hacer
el imbécil en salones, museos y galerías constituye algo más que impotencia
subvencionada por la indignación (de capa caída) de los conservadores. La
política mientras tanto, si me permiten el aparte, siempre ha estado en otra
parte. Resulta de hecho muy lamentable ver cómo los niños burgueses licenciados
en Historia del Arte que vienen a España desde Chile, conocedores al dedillo de
todas las obras y los artistas del CADA (Colectivo Acciones de Arte), ignoren
por contra el nombre del partido de la resistencia donde militaba Lotty
Rosenfeld, artista chilena conocida en el mundo entero por Una milla de cruces
sobre el pavimento; mal que nos
pese, Rosenfeld fue encarcelada por su militancia, no por sus performances,
hasta en dos ocasiones. Zurita fue miembro del CADA, y a toro pasado, en el
libro que estamos comentando, escribe sobre el mundillo artístico de 1974:
Una pareja que veía llegando de Alemania me
mostró las fotos. Fue al año del golpe y ya era cuento viejo, pero fue la
primera vez que las vi. Los había arrastrado el cauce del Mapocho. Aparecieron
una mañana y la gente los miraba desde los puentes. Me las mostraron porque la
tipa había hecho unas obras con ellas. Pintó los cadáveres de la fotografía con
un color rosado y el resto lo dejó igual. Joder con los artistas. Con la tipa
me acosté una vez.
En 1980 la cosa no había
mejorado:
La tipa me sacó las fotos mientras me la
cascaba en una galería de arte y acabó mal. En fin, todo ese pajeo del arte
bajo la dictadura y bla bla bla. Con esa tipa, más la que era mi segunda mujer
y dos tipos más, teníamos un grupo de acciones de arte bajo la dictadura y bla
bla bla.
¿Y qué dicen del final?
En fin: pequeños tipos rotos en un pequeño
país roto.
III.
En suma, una Gesamkunstwerk rotunda y completa, cuya
extensión desmesurada, escrita a chorro limpio, no ha impedido el recibimiento
cálido por parte de una crítica de poesía, como la española, más acostumbrada a
los versículos del poemario juvenil, quizá bueno en las distancias cortas, pero
demasiado caro para el lector ocasional, incluso cuando está sufragado por el
dinero público de alguna diputación provincial —cosa que pasa las más de las
veces. Zurita, el libro, no incurre
en el defecto contrario. Un tocho que recopila todas las cosas escritas y por
escribir de algún figurín literario consolidado: Zurita —a pesar del título y las apariencias— no es eso. No. A caballo
entre la antología de toda una vida y el libro temático, las 752 páginas de Zurita vuelven una y otra vez sobre los
mismos fantasmas, aquellos que cruzaron en varias ocasiones el Atlántico para
sembrar el miedo en las clases populares gracias a la mano invisible que mece
la cuna del capital, o mejor dicho: su cama matrimonial americana. No están en
el poemario estas palabras tan demagógicas, claro. Disculpen la intromisión de
la política en este comentario: en el libro, si aparece la palabra capital (en Zurita, solo cuatro veces) siempre
denota metrópoli señalada, cabeza urbana estatal, nunca dinero contante y
sonante. Sin embargo, un ζῷον πoλίτικoν
como el servidor que les escribe —deformado sin remedio por la interpretosis politizante y hasta marxista— no puede dejar de asociar estas
páginas tan personales con aquellas otras, menos intimistas pero también
cruciales para entender las derrotas que pueden establecer lazos a través de
los continentes. Me refiero a Soberanos
e intervenidos, el libro sobre la
larga mano del imperialismo, ya saben Uds., en los países de impronta ibérica y
latina. Escrito por Joan Garcés, otro chileno bien conocido nuestro, narra
aquello que Zurita calla en ocasiones.
Sin embargo, no es este lugar para repetir la agencia y el destrozo —nunca
mejor dicho— de Washington en estas naciones. Así solo queda recordar las
lecturas que realizó el poeta durante su estancia en la Península. Estas
lecturas fueron, de hecho, el primer contacto de muchos lectores con Zurita. El
comienzo de una amistad grande, espero, hacia cierto modelo de recitar. Primero
calmado, luego dubitativo, finalmente teniendo que sujetarse el cráneo: así
recita Zurita, cuya enfermedad de Parkinson convierte sus esfuerzos por
mantener la compostura un espectáculo estético de primer orden donde la entrega
a los espectadores constituye el principal componente a tener en cuenta cuando
arrancan los aplausos. Atronadores. Dicho sea de paso, el tono de la lectura a
viva voz recuerda asimismo, por extraño que parezca, la consulta privada del
libro. Algo inevitable, hablo de mi experiencia: uno empieza piano-piano, ojeando la morbosidad del asunto, y termina agarrándose al
asiento, cualquier cosa fija que haya cerca, con tal de no ser arrastrado por
el torrente. A Zurita —si me permiten el consejo— conviene si eso leerlo por
partes, a cachos y con saltos. Y si no terminan, tampoco se preocupen: la cosa
continua. La cosa, como muestra la inestabilidad sociopolítica tanto chilena
como española, no puede sino continuar.
[Publicado originalmente en 50 Watts. 10 de julio de 2013.]
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