Huelga decir que ante una novela
de 1000 páginas la crítica resulta impotente en todo punto. El apasionado no
tiene más remedio que elogiar con trazo grueso un retrato cuya capacidad de
convicción solo convence a los convencidos de antemano. Así hace Eduardo Lago
cuando prologa El plantador de tabaco
y desgrana los epítomes habituales sobre el volumen que justo acaba de
traducir. ¿Os he dicho que es una novela magistral? Que no falte la invitación
a abandonarse en la lectura. A modo de respuesta, el reseñista suspicaz solo puede
señalar cuestiones de detalle, defectos carentes de importancia para quienes,
con todas las de la ley, se hayan administrado sus buenas dosis de lectura.
Dicen los sociólogos que la intensidad de los aplausos en los espectáculos de
Broadway es directamente proporcional a los costes de la entrada. Cuanto mayor
sea el precio, mayor el engaño colectivo. Mayores las ganas de pensar que hemos
gastado nuestro dinero y nuestro tiempo en algo digno de elogio. Algo similar
sucede con las obras maestras de gran extensión. El guardián entre el centeno siempre tendrá sus detractores. Sobre La broma infinita, sin embargo, pesa el
silencio del tochamen. ¿Quién está
dispuesto a confesar que ciertos clásicos solo suponen una pérdida de tiempo y
una ganancia en dioptrías?
Yo mismo, venga.
He invertido una semana en El plantador de tabaco. Del estilo de
John Barth destaco la voluntad de entretejer los datos históricos en el grueso
de la narración como pudiera hacer un novelista del siglo XVIII: mediante apartes
procelosos. Los diarios íntimos son leídos hasta la última coma, los personajes
desgranan sus memorias en directo. Ello permite que quien no sabe aprenda. La disputa entre cartesianos y
newtonianos, entre católicos y protestantes, ambas están recogidas. Salvo por
estos detalles, la revisión de las colonias inglesas que realiza Barth,
centrada en Maryland, tiene cierto tono extemporáneo. El recurso de la primera
persona apenas se utiliza, amén de un uso mayor del registro postal, cuya
presencia brilla por su ausencia. Las mejores armas del Tristram Shandy y de las
correspondencias dieciochescas son desestimadas en beneficio del diálogo
afilado entre los principales personajes. Resulta sorprendente este monopolio
de la conversación, pues ello redunda en detrimento del aspecto humorístico
forzado y buscado durante toda la novela. No queriendo subrayar el lenguaje de
la época, Barth solo cuenta con la acumulación de aventuras para arrebatar la
sonrisa del lector. A falta de elementos pintorescos suficientes, la complicidad
descansa sobre penes bautizados como sanguijuelas, sanguijuelas cuya
penetración curan la primera regla, y cosas así. Más que posmoderno,
novecentista me parece esta revisión del 1700, dada la sorprendente homogeneidad
estilística del relato.
Una lectura del agotamiento, sin duda.
Intuyo que la gracia de El plantador de tabaco estriba en
olvidar la fecha de publicación del volumen y tragarse hasta las últimas
consecuencias el pacto de ficción. Esto es, imaginar un escritor sin máquina de
escribir. Un escritor con gorguera. Solo entonces nos permitimos el
paternalismo literario que mantiene el presente respecto del pasado gracias a
la peculiar composición del canon. Escrito en mayor medida por gente de mediana
edad, el canon tiene pinta de geriátrico: solo figuran en él los muertos y los
ancianos. Nuestra superioridad sobre esta gente está asegurada por el principio
de las generaciones alternas. A los abuelos, no así a los padres, se les
permite de todo. Así nos acercamos a sus páginas, sabiendo que ellos no tienen
otra opción salvo contar con los vivos —uséase, nosotros— y con los profesores
de secundaria para seguir siendo leídos. Además, ¿para qué atacar a quien no
puede o no quiere defenderse? Enmendar la plana a un escritor cómico del siglo
XVIII no tiene ningún sentido en cuanto todos leemos los libros consagrados en
clave más o menos epigónica. Faulkner, a la luz de sus imitadores, parece
mejorar sus propios originales. Los puntos fuertes siguen teniendo la fortaleza
de los pistoletazos de salida. Y quien tuvo, retuvo: los errores se convierten
en signos de distinción, trazas de singularidad, fortalezas del ingenio para el
académico de turno. ¿Te aburre la Iliada?
Pues ajo y agua.
Eso sí, a Alessandro Baricco ni agua.