27 de junio de 2014

Cuatro notas para la presentación del libro de mi padre.

1. Incipit parodia. Me interesa la distinción entre el prologuista y el telonero. El orden de aparición contiene en ambos casos una jerarquía implícita. Anticiparse en un caso significa presentar tus respetos, y en el otro es sinónimo de alcanzar cierta fama prestada. El telonero prepara; el prologuista justifica. Uno calienta el banquillo; otro llama la atención. Yo he sido telonero de mi padre varias veces. En segundo de carrera organicé un cineforum en la facultad de filosofía de la UAM y le invité a que hablara sobre la estética de Stalker, la película de Andrei Tarkovski que íbamos a proyectar esa misma tarde. Cometí el error de repasar sus últimas publicaciones y presentarle como el profesor Castro de estética ante un auditorio que conocía al dedillo nuestro árbol genealógico y estuvieron toda la proyección bromeando sobre aquella parábola del padre y del hijo que, una vez que estaban juntos, se comportaron como perfectos desconocidos.
Se trataba de Edipo Rey, por supuesto.

2. La casa de citas. La presentación de un libro seguramente sea el acto social más gratuito que conozco: unos cuantos amigos glosando las virtudes de un ejemplar que la mayoría del auditorio —incluido alguno de los presentadores— no ha leído. Mucho saber solapado: sacado de la solapa. Una exhibición de egolatría a la que los lectores asisten para constatar la diferencia entre el autor y su obra. Por mala que sea, siempre será mejor que su artífice en el momento patético del baño de multitudes. Por suerte, el fetiche del cuerpo presente o las ganas de tener una firma o simplemente las buenas formas de un público con mucho tiempo libre evitan que aquello se convierta —por lo normal— en una devolución masiva de ejemplares. Mi próximo libro lo presentaré con los guantes puestos. Sobre un ring. Con el editor en la esquina opuesta.
Dentro del género de las presentaciones, la más intrigante a la que he asistido fue la de un libro de mi padre —no diré cual— donde el editor se dedicó a elogiar los aspectos formales del ejemplar durante veinte minutos: que si tenía n centímetros de margen derecho para tomar notas, que si la página no reflectaba la luz del sol porque el papel era x, etcétera. Cómo se nota que era una editorial universitaria. Ni siquiera llevaron ejemplares para vender en la presentación. La contratapa mencionaba un dato importante: el número de notas a pie de página. En todos los libros de mi padre hay como mínimo el doble de notas que de páginas.
Lo que me recuerda la reflexión de Hannah Arendt sobre la obsesión que tenía Walter Benjamín de componer un libro a partir de citas: ¿cómo puede ser posible que alguien con una capacidad estilística tan poderosa sienta la necesidad de fortificar sus juicios tras unas referencias a la autoridad que no necesita ni reconoce? El desafío que tiene que afrontar mi padre sería escribir un libro sin citas.
Arte y política en la era de la estafa global son 178 páginas, 400 notas y dos portadas. Si le quitas la contratapa parece el libro blanco de Fernando Castro. Pero no es justo que solo figure su nombre en la portada, pues aquí aparecen todos los filósofos, sociólogos y críticos culturales de referencia para escribir sobre el presente. Unos dirán que la abundancia de referencias, esa obsesión por respaldar y fortificar ideas propias tras las ajenas solo revela una valentía deficiente. La conversión del profesor de filosofía en un perpetuo Dj residente que siempre termina pinchando los mismos temas de siempre (Zizek, Negri y Baudrillard) como forma de hacer tiempo hasta que aparezcan pensadores más originales que samplear.
Otros hablarán del Agamben de la crítica cultural, capaz de atrapar el Zeitgeist de nuestro tiempo a través de la conjunción de pensadores y productos culturales de distinta procedencia, ignorando en todo momento las divisiones escolásticas y las discusiones normativas, aspirando a captar una suerte de mínimo común denominado por saturación de ocurrencias y recurrencias, mostrando con honestidad el origen de esta o aquella idea. Pues nadie piensa ahora desde la estufa de Descartes. O como dice algún crítico amigo de la familia:
A mi me pagan por copiar las citas de Fernando en mis catálogos.
Mi posición está a caballo entre ambos juicios. Por un lado he visto a las mejores mentes de cualquier generación destruidas por los índices bibliográficos y por otro lado considero que el camino del exceso libresco conduce al palacio del discurso propio. Leibniz dixit: un poquito de filosofía convierte a los crédulos en ateos; un mucho confirma la idea de Dios a los modernos.

3. Quien a hierro mata. «Las fábulas del neoliberalismo son una mezcla de andanzas y de traspiés, que combinan el desmentido tras la torpeza mayúscula o la amarga toma de conciencia de que el mensaje "no ha llegado" cuando la derrota impone su cruda ley. La narrativización de la acción política suscita un torrente de comentarios (una tendencia a la sobreinterpretación o "hiperglosia") mientras la inflación de historias arruina la credibilidad del narrador. El hombre político contemporáneo ha desbordado el paradigma del "chaquetero", consciente de que defraudar, dar la espalda a los compromisos y sacar el mejor partido de las circunstancias es, en buena medida, un comportamiento reprobable pero normativo. Aunque da la impresión de que el hombre político es una especie de corcho capaz de flotar incluso atravesando las peores circunstancias, también es manifiesto que el crédito dura poco en este terreno, como le ha pasado al hiper-mediático Obama que ya comenzaba a ser un "pato cojo" a mitad de su primer mandato; ese fracaso no debe achacarse, como es habitual, a un defecto de marketing sino precisamente a los excesos del marketing político: el que apuesta por el espectáculo perecerá por el espectáculo.»

4. I would prefer. Una vez escuché cómo una galerista decía: “Te presento a Fernando Castro, el Carlos Boyero del arte”. La analogía es y no es válida. Lo es en tanto que Boyero reconoció que su intifada contra Pedro Almodóvar se parece a la de mi padre contra Miquel Barceló. Ambas comparten las mismas ganas de ajustar cuentas con los mimados de la Transición, miembros egregios de la generación tapón de los 80, abuelos cebolletas de la cultura de la ceja, cuyo reconocimiento internacional tiene que ver con la promoción por parte de nuestras instituciones culturales del estereotipo: pintura abstracta + cine castizo = tipical spanish. No obstante, mi padre critica la vanguardia de pacotilla desde una apreciación de partida del riesgo formal que brilla por su ausencia en el paladar clasicista de Boyero.
      Como buen adorniano, mi padre denuncia el presente desde el pesimismo de quien sabe que resulta imposible hurtarse de participar en el sistema que uno critica. ¿Contradicción? Ya será para menos: quienes reclaman, por ejemplo, que dimita del patronato del Reina Sofía por sus divergencias respecto de algunas decisiones tomadas por el director del Museo son cómplices en última instancia de la gestión de las instituciones culturales según el modelo de los cuarteles, pues entienden que uno solo debe estar allí donde reine la comodidad, no donde la fricción y el disenso sea un factor de mejora. Sueñan con una comunidad donde la autocrítica no cumpla ninguna función porque todo estará bien.
      Se engañan. 

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