28 de junio de 2014

Trash-umanismo. El ya sido de una ilusión.

Lo malo del transhumanismo es su nombre. Si Leon Kass, el miembro del consejo moral de George W. Bush, hablaba de la sabiduría de la repugnancia para referirse a las intuiciones emotivas que subyacen al rechazo que genera en nosotros la idea de sodomizar a nuestro hermano gemelo, podemos hablar de la estupidez del neologismo para referirnos a las peleas de gallos que montan los filósofos continentales por un prefijo de mas o un ismo de menos. Véase la parafernalia etimológica que armaron sobre la traducción del Übermensch nietzscheano a nuestras lenguas romances. La pelea a muerte entre el superhombre de Andrés Sánchez Pascual y el oltreuomo de Gianni Vattimo ocupa mínimo un párrafo en los tratados epigónicos a partir de  Martin Heidegger, Peter Sloterdijk y hasta Michel Foucault sobre el asunto. La acusación timorata de nazismo les va en ello: ese más allá de lo humano, ¿debe entenderse como asunción hegeliana (Aufhäbung), como disolución francesa o como desbordamiento (Überwindung)?
No menos polisémico es el humanismo. Cabe distinguir, como hace Félix Duque, entre las humanidades como aprendizaje del saber hacer práctico de los clásicos (de Cicerón a Zhuangzi, de Zaratustra a Ibn Jaldún) y el humanismo como ideología de la plasticidad constitutiva del homo sapiens sapiens que insiste en la necesidad de determinarla responsablemente. Bajo esta última categoría se encuadra tanto el existencialismo de la resistance dubitativa de Jean-Paul Sastre como la eugenesia socialista propuesta por August Bebel. Hay dos nociones en juego: (i) la humanidad como ese conjunto de memes recurrentes a lo largo de la historia y la geografía que conviene estudiar para hurtarse la repetición del ignorante; (ii) la especie humana como esa argamasa biológica cuyas posibilidades de transformación superan con mucho las limitaciones estructurales del genoma.
            El transhumanismo prototípico de FM-2030 se encuadra dentro de esta segunda tradición formulando una pregunta realmente capciosa: si pudieras modificar tu naturaleza, ¿por qué no hacerlo? La pregunta es capciosa porque la historia del desarrollo tecnológico —ya se llame progreso o decadencia, emancipación de la necesidad o alejamiento de lo auténtico— no es sino una sucesión de cambios realizados a conciencia sobre un estado inicial, que puede llamarse esencia solo para entendernos, aunque sea producto y resultado de un mecanismo funcional análogo de mutación/selección: la evolución. Desde este punto de vista, los mind children de Hans Moravec o los citizen cyborg de James H. Hughes no serían sino la conciencia de la dinámica evolutiva, igual que los transgénicos —si dejamos a un lado el oligopolio de las patentes de semillas y los efectos del cultivo sobre el entorno en términos de diversidad y fertilidad— no serían sino la culminación de la agricultura como procedimiento de maximización del número de bocas alimentadas por metro cuadrado de tierra.
Pero el desarrollo tecnológico es también la historia de los obstáculos económicos a la rentabilización de sus invenciones. Hay que recordar que el molino hidráulico, un artefacto intensivo en fuerza de trabajo, que ahorra cantidad de esfuerzo animal y/o humano, se inventó en el siglo I d.C. en Palestina pero no llegó a popularizarse hasta la conversión del régimen esclavista romano en la economía servil/feudal del Medievo: hasta entones había brazos baratos de sobra como para preocuparse por incrementar su productividad marginal. Las reticencias contra la nanotecnología generalizada de Eric Drexler, sin embargo, tienen que ser de índole moral o incluso teórica, como la oposición de Richard Smalley contra semejante ensamblaje molecular, pues resulta evidente que nuestro sistema productivo demanda la existencia de autónomos que puedan mantenerse despiertos y trabajando 24/7, como reza el título de Jonathan Crary. Veamos las opiniones del espectro político.
La derecha suele temer la pérdida del factor x que nos hace humanos, en palabras de Francis Fukuyama, ante lo cual utilitaristas defensores de los derechos animales como David Pearce replican que ese je ne sais quoi podría reforzarse, en caso de poderse determinar su casuística biocultural, pues la genuina discusión consiste en especificar los principios normativos con que pensamos programar cada homo excelsior personal. ¿Vamos a potenciar la empatía o el egoísmo? ¿Ser listo o ser feliz? No son dicotomías excluyentes, como señala Pearce, que propone el punto medio de la hipertimía, un paraíso de felicidad inteligente donde los grados superiores de realización o eudamonía cumplirían la función de acicate que hoy desempeña el látigo del salario o el runrún de la envidia. Los teóricos de la responsabilidad tecnológica (Hans Jonas y su erística del miedo; Gunther Anders y la amenaza de obsolescencia; Ulrich Beck y su teoría de riesgos) seguramente responderían que la complejidad estructural de los ecosistemas no aconseja meterse en aventuras de ingenieros como exterminar a las especies carnívoras (Jeff McMahan) o conculcar el derecho de las generaciones futuras a decidir sobre su propio ADN (Jonathan Glover).
La izquierda suele temer que la ingeniería genética o el wireheading sean privilegio exclusivo de los ricos o que, en caso de abaratarse su precio a través del mercado, aceleren las dinámicas consumistas y competitivas de nuestra sociedad, convirtiendo en identidad biológica la ausencia de movilidad social: los pobres del futuro no solo serán moralmente reprobables conforme a la mentalidad vocacional del empresario, que llama perdedor a quien no alcance o incluso comparta sus objetivos de profesión; serán directamente considerados miembros de una especie inferior. Los extropianos originales de California, Max More o Tom Morrow, confiaban en los poderes democratizadores de la comercialización, que tan buenos resultados está dando en materia de ordenadores y recientemente smartphones, pero la comparativa no debería hacerse con las compañías telefónicas, que proveen de un servicio sin demasiado laboratorio a sus espaldas, sino con las empresas de farmacia, cuya aceptación de los principios mercantiles conlleva privilegiar la investigación sobre enfermedades en última instancia respaldadas por los gastos, el poder de compra del enfermo. Mejor suena la ingenuidad administrativa de Peter Singer, quien propone repartir la suerte del tratamiento biotécnico mediante una lotería universal gratuita, cuyo parecido con la carnaza televisiva proletaria estilo Princesa por un día no debería echarnos para atrás.
Como todo milenarismo que se precie, los transhumanistas tienen muchas profecías sobre el juicio final, que han tenido que atrasar según se acercaba el momento de la verdad y los signos de la salvación no acababan de aparecer; errores de cálculo que, lejos de tomarse como evidencia refutatoria del wishful thinking optimista y tecnófilo, han reforzado el sentimiento de pertenencia y seguridad de la comunidad gracias a la capacidad imaginativa de sus integrantes, amén de un famoso sesgo cognitivo. Nick Bostrom se pregunta si estamos viviendo una realidad simulada por la conciencia uploaded del futuro; resulta más probable el escenario de la catástrofe ecológica en que nunca llegamos a producir cerebros en bañeras porque hay cosas más urgentes que hacer. Ray Kurzweil publica The Singularity is Near en 2005, aunque resulte evidente que la velocidad de los hallazgos tecnológicos ha decaído desde la mitad del siglo XX, cuando John von Neumann y Alan Turing acuñan las teorías que hemos estado puliendo todo este tiempo, aumentando la velocidad de computación de nuestros procesadores conforme a la ley de Moore, viviendo en última instancia de las rentas de Isaac Asimov o Stanislaw Lem, cuyas utopías necesitan un recambio urgente.

[Publicado originalmente en Directa Expressions. 18 de junio de 2014.]

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