4 de junio de 2014

Dime cómo suenas y te diré quién eres. Filósofo local revela su pasado.

1. Cómo jugar en campo propio. Cuando marca o vence el Atlético de Madrid, todo el mundo se entera en Arganzuela. Y no porque seamos especialmente seguidores del equipo. Hay que apreciar lo que cada domingo supone aparcar cuatro y cinco filas de coches en la puerta de tu casa. Dada la cercanía del estadio Vicente Calderón, solo una minoría atlética y sufrida puede auspiciar esta victoria del civismo sobre el egoísmo del conductor. Mientras ellos cooperan a espuertas, los demás tenemos que conformarnos con escuchar dos veces sus triunfos: una vía televisión y otra mediante escucha natural. El silencio de la derrota es doblemente elocuente también. La caja tonta reparte los partidos en directo y a domicilio, las ondas de sonido se propagan por el barrio, la diferencia de velocidad entre la luz y el sonido produce un décalage inhóspito. ¿Cómo lo explico? Si el fútbol fuera una tormenta la gente que grita a pulmón abierto en la grada sería un trueno. Y su rayo se llamaría comentarista deportivo.
La escucha —Mastercard tiene razón— no tiene precio. Siendo enano, unos doce años de edad, me gustaba asomarme a la ventana a fin de recibir los goles en pleno geto. Para escuchar la llegada —lenta pero firme— del estruendo futbolero bastaba con hacerlo cuando el vecino alzaba los brazos y abría las fauces en señal de Hasta la victoria siempre. Nuestro tímpano, el tímpano de los vecinos de Arganzuela, acuartela puñados de recuerdos similares. Cómo olvidar las risotadas del botellón en Peñuelas, el taladrido constante cuando soterraron la M-30, hasta que punto acuden a las ofertas de compra los audaces o el frufrufrá de anciano en la residencia de ancianos. Estos ruidos forman el entorno que decimos presente y rezuma a pasado.
Pero no vengas a decirnos qué pasa, quién está subido a caballo en aquella estatua ecuestre, porque apuesto que a los vecinos de Legazpi no les interesa el mármol con forma humana que parte en dos su plaza. Indistintos ante el recuerdo traducido en institución marmórea, el vecindario entiende la distinción entre la historia monumental, el archivo y la versión crítica sin haber leído —ni falta que hace— media página de Nietzsche. ¿Quién decide llenar de obstáculos físicos el espacio público cuando el carácter subjetivo del recuerdo precisamente acostumbra a rechazar cualquier objetivación con visos artísticos? ¿Cómo olvidar el Arco Inclinado (1981) que Richard Serra calzó en la plaza federal de NYC, cortando la circulación de viandantes (mientras el artista insistía: «El arte no es para el pueblo») hasta su destrucción y conversión en chatarra en 1989?
2. Zapatero, a tus zapatos. Cualquier aproximación medianamente interesante a la memoria histórica debería tomar en cuenta los sonidos que nos rodean y conforman en última instancia el medio ambiente donde nos movemos. Sin embargo, el aspecto auditivo del recuerdo ha sido ignorado en las principales lecturas teóricas del fenómeno. Ankersmitt tiene varios tomos de simple paja mental sobre el hallazgo sublime del pasado a través de simpáticas intuiciones, pero le resulta imposible transgredir los límites de comentario bibliográfico afrancesado (Foucault y Derrida as usual) para mencionar siquiera de pasada la música, aquella concreción artística que permanece actualizable mediante la escucha, ese ejercicio que algunos califican (Schopenhauer mismamente) de atención a la voluntad sin mediación, pero que cualquier oyente versado puede fechar sin mucho error dadas las limitaciones tecnológicas que conlleva interpretar lo puesto en pentagramas pensando en los instrumentos disponibles cuando vivía el compositor. Y Ankersmitt es solo la puntita del iceberg.
            La pregunta relevante sería por qué los historiadores que buscaban deshacerse de aquél hábito atroz que suponía el archivar fuentes terminaron hallando el comienzo de una larga amistad en los cuatro tópicos sobre rebeldes parisinos abriendo fuego sobre los relojes. Público y notorio es que la memoria histórica ha desplazado a sus adversarios intelectuales del imaginario universitario como barra libre para el desbarre filosófico con vistas a engatusar a los alumnos à la recherche de mitos, maestros y mistagogos. Ahora mismo los textos de Walter Benjamín constituyen un efectivo blindaje si quieres parecer políticamente comprometido y además eludir el dime cuántos impuestos quieres y sabré quién eres: el pasado será fiel a quien carezca de identidad política definida, esos que llaman arribistas o chaqueteros, quienes suelen sumarse cuando todo está ganado o perdido. A falta de defender los derechos de los vivitos y coleantes, conculcados con idéntico entusiasmo por izquierda y derecha, buena será —pues mucho deslumbra— la redención de los difuntos prometida en Über den Begriff der Geschicht. El repliegue hacia los campos de batalla del pasado reciente (nadie quiere exhumar a los caídos en Covadonga) sirve de comodín para el antagonismo institucional; con el posturing sociopolítico hemos topado.
3. Vindicación panegírica. El proyecto de Soundreaders, visto sobre este trasluz, resulta especialmente interesante por varias razones. En primer lugar porque la pretensión de cartografiar la memoria histórica sonora del Matadero introduce una solución de continuidad con las tendencias solipsistas de la institución. Mientras escribo estas líneas lo único que los vecinos utilizan con cierta asiduidad de estas pantagruélicas instalaciones es una mesa de ping pong. Conocer la historia del entorno me parece un paso bien dado en vistas a abrirlo a las personas que trabajaron allí y que todavía habitan los alrededores. Más allá del mundo hipster existe una población intrigada acerca del lugar. El Matadero es un instrumento de revalorización y gentrificación del Manzanares, elemento indispensable del proyecto urbanístico de reconversión industrial del sur de Madrid, pero esta transición hacia un mundo mejor (sic) podría además hacerse llevadera para los lugareños, digo yo, cosa que Soundreaders intenta hacer con éxito. La asistencia de multitudes a la presentación constata sin lugar a dudas el carácter popular del proyecto.
             El nombre lo indica, Soundreaders recoge una intuición compartida, que el recuerdo también consiste en actualizar los sonidos mediante la atención y la escucha, que tanto vale una magdalena proustiana como una grabación interactiva colgada online. Si estimamos la memoria porque la historia se repite, pues en virtud de ella podemos adelantar enseñanzas sobre sucesos una vez pasados y siempre vueltos a suceder, entonces la escucha parece apuesta segura, en tanto nuestro tímpano nos tiene habituados a determinados ritornellos. Solo el sentido del olfato tendría opción de disputarle el título de campeón de la percepción homogénea. Ya puede insistir Victoria Beckham, que Madrid no huele a ajo, igual que Londres no apesta a fritanga o cebolla; los niveles de CO2 destrozan nuestra sutilidad olfativa. Ante nuestras narices, la contaminación todo lo termina igualando a la baja.

De querer analizar la memoria histórica de nuestras metrópolis, no bastaría con embotellar su encantadora atmósfera, como hiciera Duchamp con la ciudad del amor, llevándose la fragancia parisina en un frasco; hay que atender a sus motores, el bajo continuo de la carrocería y los transportes, o como hace Soundreaders, iluminar aquellos espacios medio agrarios/medio industriales convertidos en santuarios de lo artístico/relacional. Desde que el automóvil fuera producto de consumo democrático el medio ambiente de nuestras ciudades permanece inalterado y lleva en su interior la bestia del motor de combustión, elemento presente en todas las salidas de Soundreaders fuera del recinto del Matadero. Le Monde Diplomatique anunciaba hace unos meses con tremenda algarada los primeras iniciativas de mercantilizar el sonido de los espacios públicos, hacer negocios con el do sostenido, lo que indica tanto la falta de perspicacia de los emprendedores hasta ahora (llevan varias décadas de retraso en materia de industrias creativas urbanas) como puede evidenciar que tenemos el oído hecho a un viejo runrún fordista. Y a la vez, el bufido quizá inaudible, presente sin embargo, que arrojan los seres vivos nacidos y muertos dentro de la cadena trófica humana, tan abundante ella siempre en proteínas previstas y provistas por la industria cárnica; Soundreaders pone el micrófono a los partícipes —malgré tout— del mayor crimen, la tremenda carnicería que sostienen nuestras amorales costumbres alimenticias. Bon appétit!

29 de noviembre de 2013.
[Publicado originalmente en Sounreaders.]

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