En enero de este año [2012] se implantó
una normativa europea que obliga a mejorar las condiciones de las gallinas
ponedoras. Este tipo de legislación en el sector de la alimentación resulta
—dicho sea de paso— bastante acorde
con la penetración en Occidente de un saludable sentido común favorable a la
consideración del bienestar animal, bien sea por razones morales (antiespecismo normativo), bien sea por
consideraciones estéticas (simpatía
contemplativa). Sin embargo, esta medida concreta solo puede resultar insuficiente para los primeros y decepcionante para los segundos. Por un lado, los defensores de una
consideración imparcial de los intereses de todas las criaturas sensibles
difícilmente se sentirán —nunca mejor dicho— representados en una directiva
gubernamental tan pusilánime, que contempla un miserable aumento de la
superficie disponible por ejemplar hasta los 750 centímetros. Por otro lado,
los amantes de los juguetes animados y de las mascotas graciosas que, en
palabras de Peter Singer, consideran “que un bebe foca con su piel blanca y
suave y sus grandes y redondos ojos merece mayor protección que un gorila, al
que le faltan esos atributos”; esos camaradas taaan sensibles —como digo— ya empieza a constatar los costes pecuniarios de su mundo interior. En el sector de la
avicultura, la reposición de las jaulas ha supuesto un incremento de los costes
de producción y las limitaciones de espacio se han traducido, de forma
inmediata, en una reducción de la oferta (que descendió un 22%) y en un
incremento de los precios (que aumentaron un 50%).
Mientras esperamos que el precio
de los huevos ascienda de forma imparable hasta convertirse en un producto de
lujo y ostentación, a la altura de otro tipo de embriones animales como el
caviar, solo aptos para el consumo de las clases adineradas y los luchadores de
wrestling (percíbase la ironía), algunos
tertulianos comienzan a carraspear con fuerza y a elevar el tono de voz para
denunciar una medida que juzgan ineficiente, máxime en tiempos de profunda
recesión económica, porque supone una severa restricción de la competitividad
internacional, y además implica un gravamen adicional sobre la canasta básica
de bienes de consumo de los (ya de suyo empobrecidos) hogares europeos. Desde una perspectiva antiespecista cabe reconocer
que la carestía es una consecuencia indeseable pero, no obstante, seguir
insistiendo que, además de las mejoras en infraestructura avícola, la
restricción del consumo y la reducción de la población son medidas necesarias
para garantizar un trato equitativo y sostenible de las gallinas ponedoras,
acorde con la moralidad realmente existente en Europa que reclama, desde hace
tiempo, la politización de las pautas de consumo y, en concreto, la compresión
de la comida como campo de batalla. En este sentido, el aumento de los
precios hasta niveles prohibitivos es una medida coyuntural que recurre a los
instrumentos del mercado o —para ser más exactos— a la herramienta de la oferta
para imponer limitaciones en la conducta de los agentes económicos. A falta de
una (mayor) autocontención espontánea de la demanda, si los individuos no se
comportan en sus intercambios mercantiles conforme a sus principios declarados,
es competencia de sus representantes políticos imponer las restricciones gubernamentales
pertinentes, conforme a la opinión agregada de la mayoría. Este tipo de
restricciones legales, seguirán siendo favorables al compromiso del ciudadano,
aunque puedan ser contrarias a la hipocresía del consumidor.
La polémica en torno al precio de
los huevos arroja un viejo debate de la ética aplicada: ¿resulta moralmente
reprobable el consumo de embriones? Hace apenas unos días se orquestó un debate
en Facebook sobre las implicaciones morales de la dieta vegana, a raíz de la
publicación de la
tercera entrega de Rollo Random
en esta misma casa [El Sindicato],
que concluyó con la sugerencia de organizar un desayuno a base de “óvulo humano
en salsa de helado de semen criogenizado" con “cordón umbilical en salsa
de almíbar como postre”. Antonio J. Rodríguez formuló esta propuesta en tono de
provocación a modo de reductio ad
absurdum de la defensa convencional de la dieta omnívora; una mezcla de
relativismo moral, conformismo gastronómico y denegación de origen (“todo vale
mientras cocine mi abuela con alimentos de origen indeterminado”). En esta
misma línea, Antonio J. subrayó que esos abortistas taaan magnánimos, que tanto disfrutan llenándose la boca con
monsergas teológicas mainstream y con cadáveres descuartizados de animales (una
instrumentalización del reino animal que, por otro lado, se encuentra en plena conformidad
con la entronización del Varón en las principales religiones monoteístas), esos
chamanes de la sacralidad de la vida quizás deberían —según Antonio J.— saludar
la carestía de huevos que atraviesa Europa como el anticipo de una disminución
de la demanda de gametos femeninos para consumo humano.
A fin de cuentas, quien lucha por extender los derechos civiles a los
fetos (Homo Sapiens Sapiens sin voz
ni voto), también debería luchar, en primer lugar, por el reconocimiento de los
derechos animales y, en segundo lugar, por la extensión de tales derechos a los
huevos de corral (Gallus Gallus
Domesticus sin canto ni pio-pio). Con independencia de la solidaridad
de especie, no hay prima facie ningún
criterio moral que justifique esta exclusividad en la aplicación del derecho a
la existencia: ceteris paribus, el
nacimiento de dos individuos detenta idéntico valor. La aceptación de este principio no excluye que podamos establecer, en
un segundo nivel de justificación, una jerarquía de nacimientos que valore de
un modo preferencial ciertas características que poseen de forma sobresaliente
la mayoría de los miembros de nuestra especie, como el desarrollo del lenguaje doblemente
articulado, la manipulación tecnológica avanzada o la previsión del futuro
distante. Sin embargo, cualquier versión ilustrada del antropocentrismo que
pretenda establecer un listado exhaustivo de las características que justifican
el privilegio ontológico de nuestra especie se encuentra sometida, desde la
publicación de Animal Liberation
(1975), al argumento de los casos marginales: la etología demuestra que muchos
animales poseen características que convencionalmente habríamos considerado
distintivas de nuestra especie, mientras que multitud de seres humanos carecen
por completo de tales facultades preferenciales. A falta de otro principio
mejor, la igual consideración de intereses constituye el basamento mínimo de
toda jerarquía en equilibrio reflexivo con nuestras intuiciones morales
profundas.
Ahora bien, ¿qué entendemos por
interés? Algunos autores próximos a la ecología profunda presuponen una
definición máxima de esta noción y, de este modo, atribuyen intereses
específicos a cualquier entidad que se
esfuerce por mantenerse en su ser, incluido el reino floral y el planeta
Tierra. De acuerdo con este enfoque eco-spinozista,
cualquier individuo o conjunto movilizado por esta inercia existencial detenta,
en última instancia, un interés susceptible de reconocimiento jurídico y de
protección legal. Se pueden plantear dos objeciones a este planteamiento. En
primer lugar, ciertas nociones filosóficas asociadas al conatus, como la preservación
de la potencia, el incremento de la energía o la afirmación de la existencia, parecen
entrar en contradicción con el segundo principio de la termodinámica que, bajo
los prismáticos aberrantes de la ontología, sugiere una tendencia irreversible
hacia la defunción por uniformidad térmica. En segundo lugar, la equivalencia
conceptual entre interés y conatus suscita,
en último término, una interpretación animista de la realidad que no discrimina
entre deseos autoconscientes, inclinaciones conscientes y regularidades nómicas;
lo que conduce a callejones sin salida: a fin de cuentas, una secuoya persevera
en su crecimiento, del mismo modo que una combustión persevera en su reacción
química, una célula en su ciclo biológico y un electrón en su orbital atómico. Así pues, a menos que estemos dispuestos a
reconocer los derechos de los incendios forestales, de las invasiones
cancerígenas y de la radiación electromagnética, tendremos que restringir la
atribución de intereses y vincularla con la posesión de sensibilidad. En este
sentido, un enfoque moral comprometido con la igualdad de consideración de
intereses, que incurra en extrapolaciones animistas injustificadas, evaluará
moralmente la conducta humana asumiendo la perspectiva —y considerando el
bienestar— de las criaturas sensibles involucradas en cada situación. Esta
atribución exclusiva de intereses a las criaturas sensibles se conoce como sensocentrismo.
Retomando nuestro asunto, ¿qué
hay de malo en desayunar embriones humanos, como sugiere Antonio J. Rodríguez,
de hasta 18 semanas de gestación? Hasta esta fecha la corteza cerebral no está
desarrollada como para que ocurran las conexiones sinápticas pertinentes para
la transmisión de experiencias sensibles y, por lo tanto, la conjetura sobre el
sufrimiento silencioso o el grito inaudible carece de fundamento. Con excepción del dogma teológico sobre la
sacralidad de la vida humana, no conozco ningún criterio moral que condene el
consumo de embriones humanos sin condenar, al mismo tiempo, el consumo de otros embriones (v.gr., el balut
o huevo cocido y fertilizado de pato, con embrión dentro; todo un manjar en
algunas zonas del sureste asiático). Además, el principal razonamiento (no
dogmático) favorable al reconocimiento de los derechos prenatales se sostiene,
en último término, sobre alguna modulación pugilística del conatus: el embrión es una criatura sensible en potencia que se
esfuerza por alcanzar la existencia; al interrumpir de un modo artificial esta odisea ontológica estamos negando el
derecho a la permanencia legítima en el SER. Como ya hemos visto, esta postura
animista se enfrenta a problemas irresolubles de demarcación: si la potencia
existencial es un continuo afirmativo, ¿dónde situar la frontera entre la
materia inerte y el organismo vivo? En el discurso antiabortista es habitual
emplazar este salto cualitativo en el momento de la fecundación, señalando el
carácter irrepetible del material genético contenido por el cigoto. Sin embargo, resulta arbitrario —cuando no
curioso— pretender que la protección del ciudadano comience en ese preciso
instante, si tenemos en cuenta que el inestable matrimonio entre el óvulo y el
esperma puede terminar en divorcio express (el cigoto puede dividirse hasta
14 días después de la fecundación) o en masacre
uterina (el número de abortos naturales sugiere que el aparato reproductor
femenino es —en realidad— una máquina de infanticidio masivo). Con
todo, las especulaciones antiabortistas sobre la potencia y lo irrepetible
convierten a las biomujeres en dictadores sanguinarios que permiten la comisión
de crímenes contra la Humanidad en el interior de su cuerpo, al desperdiciar
cada mes un puñado de preciado material genético, especialmente aquellas Überfrauen que estuvieran en posesión de
una cavidad uterina perfeccionada para el asentamiento óptimo del embrión. Desde
un enfoque consecuencialista, si la preservación de material genético
irrepetible es un objetivo en si mismo, entonces la interrupción del embarazo (aborto) y su omisión (menstruación) tienen idéntico resultado y, por tanto, ameritan
idéntica valoración moral con independencia de la motivación subyacente. En
comparación con las deficiencias teóricas del animismo, el enfoque
sensocentrista ofrece una respuesta más rotunda y menos diletante, en perfecto
equilibrio reflexivo con nuestras intuiciones morales, a saber: mientras no
vulnere la sensibilidad ajena, el ser humano tiene licencia para consumir
criaturas no sensibles. Ahora bien, ¿acaso el consumo de embriones humanos
vulnera la sensibilidad ajena? ¿No estaremos acaso ante un prejuicio cultural
fruto, a partes iguales, de un pasado histórico traumático y de una rémora
teológica cristiana?
El debate está servido.