Los desgraciados son egoístas, malvados, injustos, crueles y menos
capaces de comprenderse entre sí que los tontos. La desgracia no une, sino que
separa a los hombres; e incluso en aquellos casos en que, al parecer, los seres
humanos deberían estar ligados por un dolor análogo, se cometen muchas más
injusticias y crueldades que entre gentes relativamente satisfechas. (Anton
Chéjov.)
Stupid bourgeois
people, like the ones who write in newspapers, say that four million unemployed
means an angry, assertive workforce. It doesn’t. It means at least four million
other very frightened people. (Neil Kinnock.)
Resulta curioso que el debate
veraniego sobre la composición de la clase obrera en España (iniciado por Pablo
Iglesias y el
Nega) esté guiado por la lectura de un librito tan británico como es Chavs. El editor de Capitán Swing me
transmitió hace tiempo la estupefacción de los presentadores anglosajones ante
el rotundo exitazo de la publicación. «La presentación fue muy bien. Los
ejemplares se vendieron como rosquillas. El corresponsal de The Guardian no daba crédito.» Y es que
Owen Jones retrata una realidad muy suya. Chavs
versa sobre la guerra cultural de clases desde la perspectiva de quienes llevan
perdiendo la batalla por el reparto de lo sensible desde los años 80, esto es,
de lo visible y de lo audible en los mass
media: los pobres que ni quieren ni pueden pertenecer a la middle class. Gran Bretaña siempre ha
tenido una sociedad clasista y una cultura elitista, pero nunca ha habido un
discurso que haya triunfado tanto como la peculiar combinación tatcherista, que
primero bautiza a todo quisqui como
clase media, luego desbarata los mecanismos de defensa colectiva y por último
responsabiliza a las comunidades de los delitos individuales. Un triángulo
ideológico definitivo.
La novedad de Margaret Tatcher
estriba en pasar a la ofensiva desde arriba, renunciando al elitismo
conservador tradicional, colonizando la mentalidad de los subalternos,
reforzando la apariencia mediática del «We
Are All Born Equal» mientras el gobierno garantiza la perpetuación de las
desigualdades existentes. Una estrategia política que comienza a penetrar en
España con Felipe González, cuya reconversión industrial anticipa la
acomodación neolaborista de Tony Blair
& co., con una importante diferencia: la sociedad franquista nunca tuvo
apariencia de clase (he aquí una
tesis discutible: hablo de la forma, no del fondo). De hecho, los discursos
clasistas estaban combinados con los discursos nacionales hasta tal punto que
la Segunda Restauración Borbónica termina vendiéndose más como reconciliación
de las Españas que como oportunidad política para la clase media, cuyo
liberalismo se supone fuera de duda. La Transición no tuvo necesidad de unas
Malvinas para garantizar la unidad nacional, no solo porque el ejército tuviera
cara de pocos amigos y el Sahara Occidental no valiera un mísero maravedí, sino
también porque no necesita más derrotas un pueblo vencido por las armas para
permanecer juntos en el miedo.
¿Tuvo Franco cara de clase? De ningún modo. No fue elitista la cultura oficial
del Régimen. A fin de cuentas, un gobierno despótico no tiene necesidad de
aparentar, dada la cruda verdad de su dominio, a diferencia de las clases
dominantes en los países democráticos, cuya superioridad política y cultural
está siempre puesta en jaque por la irremediable plebeyización de los productos
de consumo, necesitando por tanto dosis añadidas de distinción. La tarea
cultural del franquismo consistió, por el contrario, en convencer a media nación vencida. Podemos contemplar los resultados
en programas como Cine de Barrio: elevar el lumpen
gitano hasta la condición de estandarte musical de una sociedad civil
enredada en amoríos y despolitizada hasta la medula, así como sublimar las pasiones cainitas a través de los
partidos de fútbol o de las corridas de toros, y un infinito etcétera
demagógico fueron las políticas culturales aplicadas por nuestros queridos
verdugos, más necesitados de populismo que de modales caballerescos.
Que este imaginario gitano, ibérico
y taurino perviva sobre todo entre los canis no resulta nada extraño teniendo
en cuenta que el PSOE y su tecnocracia felipista dieron por ganada la batalla
por la hegemonía ideológica de centro-izquierda, que quizá nunca fuera con
ellos, concentrando sus esfuerzos culturales en reformar la escuela hacia el
laicismo, sin llegar a conseguir mucho, y en promover a golpe de talonario que
cada Comunidad Autónoma tuviera su Museo de Arte Contemporáneo («Nada más
escuchar la palabra cultura extienden un cheque en blanco al portador», que
denunciara Rafael
Sánchez Ferlosio). Entre los frutos del elitismo subvencionado de extremo
centro se cuenta la pervivencia de una mentalidad autóctona impermeable ante
las exposiciones del MNCARS cuyos valores culturales entroncan con las
tonadillas de mis abuelos, las cuales hablan de un modelo familiar muy
definido, solo que con Rafa Mora y el Tuenti de por medio. No será hasta la
década de los 2000, con la conversión de La Movida en genuina religión secular,
que los poqueros devienen el objetivo del escarnio mediático, vistos como gente
sin futuro que hace el tonto ante las cámaras de Cuatro, por contraposición a
la elite cultural hipster, cuyos
valores culinarios, ecológicos y musicales nadie toma en serio, pero pintan
mejor en pantalla.
Hasta aquí las consideraciones
que podemos realizar en la estela de Owen Jones. Que todo esto tenga la más
mínima relevancia política resulta bastante dudoso, máxime sabiendo que la
dinámica electoral de izquierdas y multitud de movimientos sociales no
descansan sobre alguna suerte de retórica clasista, sino más bien sobre el
concepto de justicia social que manejan —hasta el límite del engaño propio—
aquellos estratos medios que prefieren socializar sus ganancias vía impuestos
estatales, manu militari y todos por
igual, antes que recurrir a una caridad de dudoso tufillo redentor. Ahí están
la mayoría de los votantes de ERC, ICV y CUP que también vendrían a pertenecer,
según los cajones de sastre del CIS, a
la dichosa clase media que todos somos. Así pues, quizá sea el momento de
debatir menos sobre la clase obrera y su composición sociológica, un problema
escolástico en muchas ocasiones, y desmentir con mayor énfasis algunos juicios
exportados sin cuidado desde Londres sobre los
de en medio.
Los de en medio quizá sean clasistas en Inglaterra. En España, por el contrario, el
problema de la mayoría intersticial quizá consista en pensar como los de abajo
y actuar como los de arriba, como manda la envidia cochina colectiva hispana,
cuando en verdad vendría bien hallar un término medio, aunque sea para acabar
de una vez por todas con la farsa del mileurista que se piensa pobre y se
quiere rico, si es que quedan todavía salarios de 1.000 euros; no las tengo
todas conmigo.
Originalmente publicado en Culturamas. 23 de agosto de 2013.