Lo Prometido Es Deuda
Cosas que uno encuentra buscando a Victor Balcells en la selva de Google Images. |
Ignoro si era una crítica,
supongo que sí, cuando Benet sostuvo que Baroja era, nada más y nada menos, el
primer narrador castellano en alcanzar sus objetivos. Ibidem puede decirse de Victor Balcells. Sus historias son
redondas; sus personajes, tópicos y cucos, también. Lo anecdótico y lo
entrañable dominan una escritura, la suya propia, que cumple en todo momento
con las promesas contraídas: libros con
atmósfera y cadencia que —¡albricias!— en las librerías se venden a pares.
Su carta de presentación en suciedad,
el libro de relatos Yo mataré monstruos
por tí (Delirio, 2010), ha llegado hasta la tercera edición; nunca una imagen de portada fue tan
certera: la nuda efigie del autor sacando molla. Un gesto de fuerza en la
superficie que acompaña el contenido de las entrañas: los cuentecitos que
componen YMMPT son una cartografía
adolescente en clave de humor que ya quisiera cualquier cronista de nuestro
tiempo en su haber de retratos costumbristas.
Y para rematar la faena, que no
ha hecho sino comenzar, Balcells regresa en formato maxi. Acaba de llegar a nuestras librerías su último trabajo de
artesanía, un tocho de 500 páginas bajo el rótulo Hijos Apócrifos (Alfabia, 2013), ante el cual solo cabe entonar,
nuevamente, el mission accomplished.
Misión cumplida en los diálogos, que vuelven a delinear con naturalidad el
ambiente de la narración. Misión cumplida también en el tempo, que salta hacia
atrás, el espacio de la memoria, mediante una sencillas cursivas. Misión cumplida, en suma, en el interés
narrativo: Victor Balcells es el primer narrador español rozando a la baja la
treintena cuyos libros se dejan leer desde la primera anécdota hasta el último
párrafo; lo que no quita el placer adulto de abrir al tuntún, picotear 10
páginas y volver a cerrar las tapas. Tanto en la consulta fragmentaria, último
recurso del crítico literario curtido en mil batallas, como en la ingesta
paciente y reposada, pasando con la lengua cada página, Hijos apócrifos lo que (quiera que) se propone. Y los editores se
forran a su costa, pues el lector aprecia (compra y paga) esa tensión
constante.
Desde un punto de vista
estilístico, destaca en Hijos apócrifos
la frase corta, con algún taconazo simbólico, siempre alguno por párrafo, pero
sin grandes algaradas de puntuación y subordinadas, salvo algún aparte enjuto
entre puntos y comas, todo embridado en vistas de la lectura distendida, amén
del entretenimiento. Les copio más abajo un ejemplo, que apenas alcanza relevancia
ensayística o valor para el relato, pero que no obstante ilustra el modelo de prosa funcional entre la
constatación impersonal de los objetos y la reflexión coloreada por la
subjetividad del narrador, aderezada por algún guiño a los lectores más avanzados;
una forma de escritura que Victor Balcells practica siguiendo la norma de las
dos i griegas; ya saben, la norma propugnada por los guionistas de series, la
receta de la abuela para conseguir el resultado deseado en materia de ficción:
«Un producto cultura óptimo tiene que resultar inteligible tanto para el
intelectual de Yale (primera i griega) como para la señora de limpieza de Yalta
(segunda i griega)»; y el fragmento dice así:
Las mujeres salían con sus vestidos a la calle. Pausadamente fru fru de piernas rozando, destellos. Había bolsos en los hombros, como ahorcados, y galanes esperando junto a los surtidores de calor en los cafés de París. Había un fluctuar de placeres al acecho; extrañas promesas nostálgicas en el aire y por el suelo, arrastrándose, la agonía. Y entre todo ese desamparo de vez en cuando la apoteosis de dos que se encontraban y se iban juntos, o de tres, o de uno solo que paseaba meditabundo pensando quizá sobre la cuestión de la carne: Dios hazme puro, pero aún no.
Hablando sobre Victor Balcells
con un colega de profesión, un escritor que ha tenido la suerte de consultar
algunas versiones previas del manuscrito (por cierto, ver el entramado inicial
en bruto de Hijos Apócrifos debe ser
un espectáculo innombrable: algo así como el soterramiento en directo de la
M-30), él me decía que el libro está muy bien, aunque podamos echarle dos cosas
en cara: la falta de sentido espacial
(en la primera parte, Pablo Scarpa entra en Varsovia y sale, durante la Polonia
de 1985, sin rastro de la URSS o de Solidarność) y la plantilla absurda de personajes: «Parecen los Looney Toons», me
dice. Y yo pienso de inmediato en la secretaria de la editorial Archimboldi
chutándose en la tercera parte del libro una raya delante de un escritor
potencial de la casa mientras piensa «¿No ves que vamos a rechazar tu
manuscrito, no ves que no sabes nada, ni siquiera sumar, y que la coca, aquí,
es nuestra gasolina?», y tengo que darle la razón a mi camarada. ¿Drogas en el mundillo editorial? Algo
imposible, inverosímil, lo jamas visto. Ahora en serio, y sin ánimo de
espoilear, ¿cadáveres encamados en hoteles parisinos?, ¿hamletianos suicidas
acéfalos en cabo Sunion?, ¿tórridos encuentros erótico-festivos con travelos?
No me lo puedo de creer. Pero funciona. Háganme caso: funciona.