3 de septiembre de 2013

La alienación. Sobrevalorada.



Hay tanto escrito acerca de la alienación que cualquier publicación adicional sobre el asunto no puede sino incrementar la sensación sobre la que dice versar el texto. Virtudes performativas tienen estas lecturas veraniegas sobre algunos, los menos de muchos, que hemos abierto las páginas de El hombre sin atributos y hemos insistido en el empeño. Y es que la alienación tiene un problema: carece por completo de atractivo, resulta más interesante como toque lateral de estilo —aquí el maestro no sería Musil sino Beckett— que como temática a desarrollar en 600 páginas. Joseph Heller asumió, como escritor, ese desafío. He ahí la osadía en Algo ha pasado. Heller escribe sobre nada, pero no se regodea en ello. Poco o nada tiene que ver el anonadamiento de este narrador con, por ejemplo, la reflexividad onanista de un Vila-Matas. La vida desobrada del escritor puede resultar morbosa para unos lectores cuyo objetivo existencial consiste en hacerse pasar por artistas o diletantes de si mismos. No despiertan tantas pasiones entre los enemigos del mainstream, por el contrario, la ausencia de aventuras del burócrata funcional, a no ser que vengan comprimidas en alguna catchphrase memorable, digno resumen de cualquier micro-relato. ¿Quién no recuerda en tiempos de subidas impositivas realizadas por un gobierno conservador y de derechas el I would prefer not to bartlebyano? 


Más difícil resulta memorizar el argumento de esta novela, una suerte de Bartleby desde dentro, que Heller expande durante páginas y páginas. Cualquiera diría que Algo ha pasado tiene si quiera una cosa tan romántica como un argumento. El tiempo se congela ante los detalles intrascendentes del protagonista, Bob Slocum, una persona descrita en la contratapa como alguien aparentemente envidiable, cuando desde el primer momento, desde la primera línea sabemos todo lo contrario. Las apariencias no engañan. Slocum no alcanza la categoría de despendolao houllebecquiano, ese berberecho que llega a tiburón y luego regresa a su situación social de berberecho. No, los personajes desarrollados por Heller nunca abandonan ese régimen crustáceo. Sus temores y sus sueños conforman una doble negación. Andan pegados esa insignificancia intransferible. Se cancelan como incógnitas de signo opuesto pero equivalentes en una ecuación de segundo grado.

Ahí me he pasado. Mis amigos matemáticos van a matarme por esa última analogía. Los críticos, siempre forzando la maquinaria, me reprobarán. Es más, ya veo cómo entre el público letrado levanta la mano (¿o quizá el puño?) esa mezcla entre narrador aristotélico y reportero gonzo tan común en nuestro tiempo. ¿Qué pasa —me pregunta— que los burócratas no follan? No hacen otra cosa, desde luego, las anodinas figuras de Algo ha pasado. Aunque para fornicio semejante, enajenante y rutinario, más valen las hojas de Excel que los preservativos. Para que se hagan a la idea, así de protocolarias son las pasiones que atraviesan los cuerpos de Tom Johnson y Marie Jencks, quienes buscan la oscuridad del almacén o el silencio de una escalera, entre otros tantos sitios, con el secreto objetivo de acumular papeletas para un divorcio tan inminente como previsible; y así lo describe Slocum cuando contempla las transparencias de Jane, aplicando el funcionalismo sobre las maneras de desvestirse:

(Con frecuencia mis dedos quieren acariciar y tirar de los pezones de esos senos menudos con igual perfección, pero sé, por experiencia que mi deseo no se detendría mucho tiempo en ellos. No son más que un punto conveniente opor el cual empezar).

Los paréntesis, por cierto, no son añadido alguno. Entre las marcas del streaming solipsista que sostiene el narrador en primera persona destaca —claro que sí— la dualidad del aparte teatral, la bicameralidad de quien corrige en directo sus dichos y sus hechos, la esquizofrenia del pequeñoburgués que ama y no ama a la policía —por ejemplo. Y aquí podemos insertar nuestra primera crítica negativa. ¿A santo de qué tanta corrección?, nos preguntamos, cuando se trata de una figura atonal y sin contrapunto. Estas confesiones privadas no aportan nada a una novela con un desarrollo lineal donde las naderías de la historia y el hastío del lector, lejos de acentuarse y apuntalarse, quizá deberían rebajarse con algo de acción. A todo esto, los diálogos tecleados por chimpancés —disculpen la hipérbole— tampoco contribuyen a ralentizar una lectura que desde la página 296 avanza en diagonal y a toda vela. Yo, desde luego, comienzo me calzo las botas de siete leguas cuando vislumbro por el retrovisor tomaduras de pelo como esta:

—¿Todavía estás enojado conmigo?
—Me enojo cada vez que tienes que irte.
—¿Estás enojado conmigo ahora?
—¿Tienes que volver a irte?
—¿Estarás enojado?
—¿Tendrás que irte?
—Sí.
—Supongo que no. Puede que no lo esté.
—Te extraño cuando estoy lejos.

La alienación, pace algunos intelectuales afrancesados, tiene su fecha de caducidad. Y 1974, fecha de publicación de Algo ha pasado, resulta estar en tierra de nadie. Muy tarde para los dramas weberianos sobre la jaula de hierro estatal y el desencantamiento del Lebenswelt, inapropiados para un periodo histórico marcado por el retroceso del funcionariado tradicional ante el próximo triunfo electoral de los neocon y los neolib, los diálogos reiterativos de Algo ha pasado llegan muy pronto para los nativos digitales, sus pérdidas de tiempo y sus conversaciones intranscendentes (¡Tao Lin nos asista!). Mediante este patinazo en términos literarios, el autor de Trampa-22 se anticipa de nuevo a su propio tiempo. Si entonces, en 1974, la versión en ficción de la II GM permitía comprender simbólicamente Vietnam, esta novela tan floja —13 años mas tarde— deviene pertinente y muy actual. ¿O tempora o mores?

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