Cuando Obama deviene un bluf en materia de derechos civiles (no se conoce violación de la privacidad como la auspiciada por el Patriot Act, reforzada luego por el NSA), en política exterior (el retrasado sine die cierre de Guantánamo está a la par que el programa de ejecuciones sumarias mediante drones) y en cuestiones ecológicas (el fracking se ha convertido en la última panacea en la búsqueda de la autarquía energética), muchos se hacen la misma pregunta: ¿dónde están los laboristas americanos? La historia del macarthismo resulta demasiado conocida como para ser repetida aquí. No tiene tanta fama, empero, la persecución del Partido Socialista durante el primer tercio del siglo XX. Por ello merece la pena recoger su testigo, aunque solo sea para recordar que, en Estados Unidos como en todas partes, el socialismo no es una causa perdida, sino una que aún no hemos ganado.
En 1906, Werner Sombart publica
su segundo ensayo más famoso. El primer puesto siempre estuvo reservado para su
Refutación del Marxismo (1926), una
conversión ideológica anunciada desde hacía tiempo por parte de quien, mediante
su modelo intelectual, puso en entredicho la susodicha palabrita: «Moi, je ne sui pas marxiste», dijo el
anciano Karl para quitarse avant la
lettre de encima la infausta herencia de su pensamiento. Luego vendría, en
términos políticos, el Congreso de Erfurt y su inopinada estrategia política de
los dos mundos. Y en términos intelectuales, los marxistas de cátedra, muy
duramente combatidos por una socialdemocracia (sin lugares en la universidad:
resultado de los dos mundos) que los tachaba de apolíticos para arriba, y entre
los cuales se contaba Sombart hasta su giro nazi, ya anticipado en unos
trabajos de antropología obsesivamente circunscritos sobre el pueblo hebreo,
cuya guinda que corona el pastel es Deutscher
Sozialismus (1934): una apología sin descaro del régimen hitleriano. Aún
marxista entonces, Sombart publica en 1906 la medalla plateada de su palmarés
intelectual, como decimos: ¿Por qué no
hay socialismo en los Estados Unidos?. Una pregunta ciertamente
precipitada, como comprenderán, dado el momento de su formulación. Sombart se
pregunta, como si el socialismo triunfara entonces all over the world, como si el desarrollo y la implantación del SPD
no fuera una excepción, una punta de lanza en Alemania, por qué el continente
que satisface las condiciones del desarrollo homogéneo, creciente y explotador
predichas por Marx (las disparidades de renta entre los percentiles más altos y
los más bajos en USA ya era célebre entonces), no tiene una plebe marxista
convencida, se pregunta Sombart.
La pregunta quizá hasta tuviera
sentido. A fin de cuentas, el primer afiliado del Partido Socialista electo a
nivel federal, Victor Berger, accede como miembro del Congreso en 1910, en
paralelo a la elección de Pablo Iglesias en España como diputado socialista del
Parlamento. Y cabe preguntar: ¿resulta concebible acaso que la doctrina de
Iglesias, defensor de «la Bendita Intransigencia», una exportación de los dos
mundos alemanes, tuviera idéntico arraigo popular que Berger, mucho menos
obrerista, con demandas bastante inclusivas, teniendo además en cuenta las
diferencias existentes entre el sufragio caciquil ibérico y el sistema
electoral americano? A primera vista —no— apenas resulta concebible. Incluso
podemos llegar a tragar, pues resulta bastante intuitiva, la tipología
arquetípica de Sombart: el obrero yanqui «está
a gusto, está bien y de buen humor —como todos los norteamericanos—. Su visión
del mundo es el optimismo —su máxima fundamental: vivir y dejar vivir—. Por
ello mismo se desvanece el fundamento de aquellos sentimientos y emociones
sobre los cuales un trabajador europeo construye su conciencia de clase: la
envidia, la amargura, el odio hacia aquellos que poseen más, que viven en la
abundancia.» Idénticas consideraciones nietzscheanas, sobre el espíritu
anglosajón y su componente überemprendedor,
pueblan el resto del ensayo. Sombart incurre en varios errores, tales que:
tomar en serio la retórica inflada del SPD, cuyo sindicalismo siempre fue
pactista en grado sumo, mientras los representantes parlamentarios agitaban el
gallinero, como los antisistema (de palabra) que eran. Resulta también curioso
que Sombart elija como modelo sindical la AFL, una federación laborista
exclusiva para varones blancos cualificados, cuando hacía unos meses (1905,
Chicago) se había fundado la IWW, siguiendo el paradigma del sindicalismo
insurgente continental: un sindicato no racista y no sexista, que abogaba por la
acción directa. «Acción directa significa
acción industrial directamente por, para y de los propios trabajadores, sin la
ayuda traicionera de falsos líderes sindicales o de políticos intrigantes»,
rezaban los panfletos de los Wobblies.
La década posterior a ¿Por qué no? terminaría refutando el
contenido predictivo del ensayo, volviendo más acuciante el interrogante si
cabe. En 1909 se funda el International Ladies Garment Workers Union, la
primera organización contundente de costureras, cuyas sonadas victorias no
impidieron la tragedia del 25 de marzo de 1911, el incendio de la Triangle
Shirtwaist, la fabrica neoyorkina donde trabajaban cerradas con pestillo las
obreras textiles, durante el aniversario del alunizaje de los colonos en
Maryland (1634), ¡tierra de oportunidades! En 1912, los Wobblies organizan una
acción directa en Lawrence (Masachussetts), dando comida y combustible a 50.000
huelguistas (en una población de 86.000 habitantes), aguantando ante las
muertes y los arrestos provocados por la policía («Las bayonetas no pueden tejer la ropa», fueron las declaraciones
del arrestado Joseph Etor, líder de la IWW en NYC), trasladando a los niños
hasta otras ciudades, ante la perspectiva de una larga huelga, y finalmente
obteniendo aumentos salariales entre el 5 y el 11 por 100, repartiendo las
mejores compensaciones entre los trabajadores peor remunerados, ante una
rendida Silk American Company. En 1913 comienza en Colorado una huelga de los
mineros del carbón contra la familia Rockefeller que termina en abril del 14
con la Masacre de Ludlow, con la guardia nacional matando a varias docenas de
personas, con varios cientos de mineros siendo convocados a tomar las armas,
con compañías de soldados negándose a disparar sobre población civil, y
finalmente, con el despliegue del ejército federal, aplacando la insurgencia.
En suma, justo unos meses antes
del arranque de la Primera Guerra Mundial la pregunta de marras (Why not socialism?) resultaba
pertinente, sí, pero tras unos años the
correct answer sería más clara: los congresistas.
Fueron los congresistas quienes
votaron el reclutamiento obligatorio para paliar las vacas flacas del
patriotismo tras el hundimiento del Lusitania (la IGM necesitaba un millón de
soldados, pero solo hubo 73.000 volutarios), provocando que hasta 330.000
reclutas dieran señas falsas, huyendo de las autoridades en calidad de prófugos
y sediciosos (¿quién quiere morir en una trinchera?); los candidatos
socialistas, opuestos desde el inicio contra la guerra, a diferencia de sus
compañeros del Viejo Mundo, multiplicaran varias veces sus resultados en las
elecciones municipales de 1917, comparadas con los votos de 1915: en Chicago,
por ejemplo, subieron del 3,6 al 34,7 por 100. Fue el comienzo del fin. También
fueron los congresistas quienes aprobaron la Espionage Act, elevando la
beligerancia a religión de Estado, convirtiendo la cárcel o la muerte en la
disyuntiva existencial de los socialistas que quisieran continuar abriendo la
boca: 10 veranos entre barrotes para Eugene Debs (fundador del PS); la tortura
y la soga para el gaznate de Frank Little (organizador del IWW en Montana); un
vuelo desde el 14º piso de Park Row (NYC) hasta el suelo para Andrea Salcedo
(impresor anarquista); y así hasta 4.000 personas detenidas en 1920, una vez terminada
la guerra, y 249 inmigrantes eslavos deportados a la URSS (¡Sayonara, Emma
Goldman!). ¿Qué opinarían pacifistas, socialistas y anarquistas del optimismo
sombartiano durante el Trienio Guerrero (1917-20)? Durante el mitin que condujo
a su arresto, Eugene Debs puso los puntos sobre las ies, dando (en parte) la
razón a Sombart:
Nos dicen que
vivimos en una gran república libre; que nuestras instituciones son
democráticas; que somos un pueblo libre y autónomo. Incluso para un chiste, eso
es demasiado. [...] Sí, a su debido tiempo nos haremos con el poder de esta
nación y de todo el mundo. Vamos a destruir todas las instituciones
capitalistas esclavizantes y degradantes. Está saliendo el sol del socialismo.
En verdad, se estaba poniendo.
Optimismo de la voluntad, dice Gramsci.
Publicado originalmente en SinPermiso. 29 de julio de 2013.