In Memoriam Burgess
Para bien o para mal, Anthony
Burgess sigue siendo el autor de La
naranja mecánica. Ésta sigue siendo, dos décadas tras su muerte, la única
novela suya disponible en las principales librerías españolas. Si exceptuamos Poderes terrenales, las 1000 páginas
republicadas con valentía por Aleph Editores y doctamente prologadas —que nunca
falte— por Rodrigo Fresán, la herencia literaria de Burgess parece olvidada,
condenada y marcada por un terrible pecado: la prolijidad del escritor
mercenario. En un oficio como el
narrativo, a caballo entre lo elitista y lo artesano, incurre en grandes
errores quien mucho engorda el curriculum,
quizá buscando el contrapunto de su propia flaqueza. Y Burgess adulteró hasta
los márgenes la página entera. Como a él, la posteridad termina pasando factura
a los juntapalabras con una treintena
de volúmenes reventando los anaqueles de las bibliotecas; un servidor se
confiesa: fue imposible (para mi) leer todo Burgess. Por el contrario, un
historial discreto en libros, una trayectoria exigua en trabajos, una imagen de
lánguida indolencia, son las mejores amistades del estudiante universitario,
lector cruel de todos ustedes, destino último de los escritores sobrevalorados,
que son la mayoría de los autores muertos actuales. Quemar los escritos cosa
buena será, pues nos hace parecer más vagos; tenemos muy trabajada esa vagancia
algunos, pero no todos. En los márgenes del canon habitan, mientras tanto,
quienes llenaron folios por hambre, ambición o aburrimiento: los tres vicios
que Juán Rulfo —par excellence— nunca tuvo.
Burgess fue, según se vea, menos
listo o más corajudo. Narrador tardío y avieso en intenciones, deviene un
profesional de las letras porque quiere dejar algo, pero no un legado —desde
luego— para la posteridad y los lectores futuros. Corría el año 1960. Le había
diagnosticado una enfermedad mortal. Según los médicos, la esperanza de vida
resulta ser muy corta, apenas 12 meses. Terminará
existiendo, para riqueza de editores y regocijo de críticos, otros 33 años extra. Azuzado por una muerte inminente, escribiendo tres libros y
medio cada docena mensual, la facilidad de este cuarentañero, nacido en 1917,
ya quisiera tenerla cualquier principiante. Burgess comienza así el segundo
volumen de sus memorias, contando cómo introdujo en la máquina de escribir la
primera cuartilla, cómo inició su andadura profesional, cómo se desvirgó en el
asunto. No tiene el menor interés, claro.
Tenía en mente dejar los derechos de autor a su viuda. El objetivo era rellenar,
mientras estuviera de servicio, cinco folios limpios diarios. Más prosaico,
imposible.
Algunos advenedizos, cabe
puntualizar, consideran esta narración de enfermedades y superaciones una pura
fábula inventada como Palas Atenea por alguien con demasiadas historias buenas
en la cabeza. El tumor cerebral de
Burgess: un simpático atrezzo, como mucho. Sabemos por el final de Los Soprano
que los médicos yerran las muertes súbitas a posta para que los enfermos puedan
colgarse los galones de haber combatido y eventualmente vencido a su propio
destino. Hablo —cómo no— de Junior Soprano. Pero la longevidad de Anthony
se sale de madre. Cosa segura, empero, es que Lynne Burgess, la beneficiaria
última de tanto libro junto, terminará palmando de cirrosis a la década, tras
algunas anécdotas graciosas de intento de suicidio, aperturas de cráneo contra
el bidé y cosas así, legando a
Anthony una frenética dinámica de trabajo, su única huella visible sobre el
mundo. Muy agradecidos estamos sus lectores.
La mujer de Burgess resulta
crucial, como todo quisqui debe saber, para el planteamiento argumental de La naranja. Lynne fue asaltada con nocturnidad y alevosía por unos desertores
americanos durante los últimos compases de la Segunda Guerra Mundial. Este
suceso decantará la localización espacio-temporal de la novela. Alex y sus drugos violentan alguna suerte de futuro
próximo pospunk, en lugar de propiciar una revuelta misógina y plebeya en la
Inglaterra de Isabel I. Sita en la
última década del siglo XVI, Burgess tenía un episodio histórico pendiente de
ficción: un levantamiento estudiantil contra la carestía de algunos productos
de consumo de primera necesidad. Parece que los teddy boys del momento se entretuvieron apaleando a las polleras
(terminado en as) y a las comerciantes
en general que alzaron los precios de la mantequilla y los huevos. Un
crimen, vaya. Burgess pensaba retratar a William Shakespeare (¿o debería decir
mejor Christopher Marlowe?) rollo adolescente, zascadileando por las higiénicas
callejuelas, salpicado por la sangre de mujer, arrejuntado con sus cofrades en
fragrante delito. Ya tendrá oportunidad de retratar ese intrigante ambiente en
otras ocasiones. Un hombre muerto en
Deptford, su versión de la (presunta) defunción de Marlowe, cuenta como
una. Nothing Like the Sun, sobre la
sífilis del dramaturgo, redactada de improviso para el cuatricentenario del
nacimiento, cuenta como otra. A falta de isabelinos in love, buenos fueron los Edwardian Strutters, y manos a la obra
que Burgess se puso. Para los despistados, han de saber que «Pavoneante
Eduardiano» —traducción libre y propia— era la etiqueta que endiñaron los
periodistas sobre los jóvenes sin futuro de la decadente potencia británica.
Niños bien, bien vistos: Alex solo pierde la compostura durante la comisión. Ya
saben cual: la comisión del crimen.
No hubo conflicto —by the way— entre Estados Unidos y Gran
Bretaña, como malamente predijera Trotski, tras la Segunda Guerra Mundial: la
supremacía comercial abandonó la Pérfida Albión y cruzó el charco. Buenas
fueron desde entonces las special
relationships, una vez perdido y abandonado el primer puesto de la carrera
mundial del capital hacia la infamia. Burgess
sabía del tema: desde los años setenta tenía la vista y la zarpa sobre el
mercado yanqui. Y pelillos a la mar: unos yanquis violaron a su mujer; esto fue
el trasfondo histórico de la mejor conocida de sus novelas. No hay mal que por
bien no venga.
¿Y el trasfondo teórico? Huelga
decirlo, era católico. Los americanos hicieron de la película una apología de
salvajismo; los franceses, como siempre, peroraron hasta tarde con Nietzsche en
una mano y Foucault en la otra. La sociedad del espectáculo, el nihilismo
reactivo y su violencia alienada, los dispositivos panópticos: Burgess pensaba
en términos más sencillos. Y quizá más profundos: «Dios hazme puro, pero aún
no», que rezara Agustín de Hipona. La vida del santo no tiene nada que envidiar
a los malandrines de Kubrick. Es la
historia del católico disoluto: pecar a escroto lleno y luego hacerse el arrepentido.
Ello permite una interpretación teleológica de la autobiografía. Excusatio non petita: vistos en
retrospectiva, los pecados del pasado, hasta parecen tentaciones del Supremo y
todo. Incluso el robo de la fruta, castigado con la ley del Talión por aquél
entonces, era visto por San Agustín como una premonición de su conversión
posterior. O mejor dicho, como el capital salvífico acumulado por el Hijo
Pródigo, el saldo negativo de la balanza celestial de pagos, la promesa de
felicidad eterna del converso. Burgess buscaba encarnar las tribulaciones
asociadas con el liberum arbitrium,
la capacidad de elegir el mal que conlleva el mandato divino y su imposición,
esa dualidad que persigue a la Humanidad desde que Eva se tomara en serio —para
mal de todos— lo de las cinco piezas diarias de fruta. De mal en peor desde
entonces.
La naranja termina, por tanto, redención mediante. Alex, Vuestro
Humilde Narrador, cumple 18 años y abandona la ultraviolencia. Se siente
atraído por las cafeterías, rollo Starbucks más o menos, donde las parejas
disfrutan de la tarde. Quiere sentar la cabeza, ¿qué batallas contará de
entonces? Que los jóvenes avanzan en línea recta como los juguetes eléctricos,
que la juventud también pasa, como todo, que las generaciones siempre rellenan
su cuota de desfase, no puede hacerse nada para evitarlo, antes de la llegada
de la vejez: estas y otras historias aguardan a los hijos de Alex. En el
ínterin, los gustos musicales del protagonista se refinan. Mejor dicho, se amariconan: donde antaño estuvieran las grandes
composiciones orquestales con mucho ruido de fondo, muchos tambores y timbales,
muchas ganas de invadir Polonia, ahora solo quedan los Lieder y sus románticas guedejas de violines. Y por si fuera poco,
entra en escena el espíritu ahorrador, los planes a largo plazo, las
inversiones a tanto por 100 del TAE, la racanería financiera —genuino ritual de
paso— que marca el final de la adolescencia. Ante la expectativa de invitar
a unas gachilillas (una palabra del
idioma de Umbral que en nadstad significa ptitsas
y en castellano, muchachas),
Friedrich Hakey habla por boca de Alex:
—Ah, al demonio. Que se lo paguen ellas. —No sabía por qué, pero en aquellos últimos tiempos me había vuelto algo tacaño. Se me había metido en la golvá el deseo de guardar todos esos preciosos billetes para mi, de atesorarlos por alguna razón.
Ahijada de la necesidad
financiera y del virtuosismo sin complejos, La
naranja —ahora mismo— bien podría estar criando malvas. Las partes del
libro revelan las prisas de la confección. Tres apartados, a siete capítulos
por apartado, hacen un total de 21 capítulos. Me juego el dedo corazón que el
libro tiene una concepción mensual acelerada. Tres semanas de escritura y una
de revisión: las cuentas salen redondas. El
propio Burgess, adversario acérrimo de las mutilaciones literarias, consintió y
permitió que cercenaran la última sección por unos $$$. Entre todas las
prostituciones que tuvo que realizar, esta fue la peor. Los lectores de
Estados Unidos no llegaron a conocer hasta los años 80 el cierre inicial de La naranja. Ya era demasiado tarde
entonces. Desde 1971, la novela daba igual. Los enterados pueden silenciar a
los jóvenes locuaces, los profesores de literatura pueden cantar y elogiar con
la boquilla, los cinéfilos pueden colorear sus hogares y sus estantes, que lo
importante seguirá siendo la película. Dada una votación, ¿cuántos elegirían el
cierre católico de Burgess, condonación de los pecados juveniles incluida, en
lugar del cínico cierre de la cinta: «Sin lugar a dudas, me había curado»? Yo
desde luego no.
Publicado originalmente en Hermano Cerdo. 7 de Agosto de 2013.