23 de septiembre de 2013

Cesar Rendueles: «La verdadera enfermedad es la rebaja de nuestras expectativas políticas.»

ERNESTO CASTRO. Sociofobia, como el malo de Batman, tiene dos caras. Una primera ceñuda y adusta que arremete contra el ciberutopismo, y una segunda que propone con rostro amable un modelo distinto de socialismo. A lo largo del libro justificas esta asociación/enemistad diciendo que las utopías digitales son, valga la redundancia, la consumación del consumismo. ¿No exageras un poco sobre este punto? Quiero decir, muy pocas cosas escapan hoy a la dinámica igualitaria del deseo, cuya tendencia consiste en equiparar en términos comerciales la necesidad y el gusto bajo el rótulo de las preferencias personales. Ilustra muy bien este punto el ejemplo de la asamblea vecinal del 15-M que debate entre celebrar las reuniones el sábado por la tarde (inviable para los papas y las mamas) o hacerlo de buena mañana (inviable para los del friday night fever). «Lo que me llamó la atención fue que los jóvenes sin hijos parecían pensar que cuidar de un niño es una opción más entre otras», señalas.

Y tienes razón. Las redes sociales secundan esta tendencia, aunque algunas permiten discriminar círculos concéntricos de interés, muchas sitúan a tus allegados a un click de distancia de Johnnie Walker. Debería ser una fuente de dilemas morales el trabajar gratis para las agencias de publicidad (y para la CIA) subiendo información confidencial a Facebook. Pero no es así. Y no es así porque bajo el usufructo privado del pageranking pervive cierta apariencia de donación gratuita. A diferencia de lo sucedido en la guardería israelí que mencionas en Sociofobia, donde la penalización crematística de quienes recogen tarde a sus hijos termina convirtiendo la puntualidad en algo que Mastercard puede comprar, los $$$ no han hecho de la Web 2.0 un lugar menos grato, salvo por la incómoda publicidad de YouTube.

Así pues, teniendo en cuenta el variado catálogo de fenómenos consumistas que relativizan la importancia económica y psicológica del cuidado, verdadero basamento de tu propuesta, ¿por qué esta manía con Internet? Las redes sociales quizá no generen comunidad o revolución ex nihilo, pero permiten mantener el contacto a distancia, son un avance hacia la sociabilidad comparadas con la televisión, por mucho que la actividad online mayoritaria consista en ver el porno y las series de la caja tonta. ¿Es que el socialismo rendueleano carece de mejores enemigos políticos que este inofensivo potlach internauta?

CESAR RENDUELES. Bueno, no tengo nada en contra de internet ni de ninguna máquina en particular, salvo los todoterreno, algunas armas y el vocoder.  En realidad, diría que soy bastante receptivo a la capacidad de la tecnología para potenciar cambios sociales valiosos. Es una vieja idea marxista. A Marx le escandalizaba que el capitalismo desaprovechara las posibilidades tecnológicas que él mismo desarrolla. O sea, inventamos chismes que permiten trabajar menos y crear riqueza de sobra y los convertimos en fuentes de extraños problemas, como el desempleo y la sobreacumulación. En el caso de los bienes digitales, que se pueden reproducir casi sin coste, la cosa es aún más escandalosa. Pero a Marx nunca se la pasó por la cabeza que la propia tecnología fuera en sí misma liberadora. En cambio, hoy mucha gente cree que la salida a los distintos dilemas a los que nos enfrentamos pasa por alguna clase de transformación tecnológica o cognitiva: producir software en vez de carbón, hackear en vez de sindicarse, ligar en badoo en vez de en un bar…

Aún así, ni siquiera creo que esas ilusiones tecnófilas sean en sí mismas particularmente graves. Sí, hay gente a la que le gusta la cacharrería digital más que a un tonto un transistor, ¿y qué? El ciberfectichismo es un síntoma irritante pero relativamente benigno de un problema mucho más importante, que es la rebaja de nuestras expectativas políticas. Me refiero a que no damos un duro por nuestro sistema político o nuestro modelo económico, pero somos incapaces de asumir el tipo de compromiso necesario para transformarlos. Nos da pánico la deliberación política, la necesidad de llegar a acuerdos –o de gestionar nuestros conflictos– con los demás. Así que buscamos desesperadamente automatismos que nos libren de afrontar ese infierno interpersonal. El ciberfetichismo cumple esa función. No es el único mecanismo social que lo hace, claro, pero sí seguramente el más consensual en este momento.

En definitiva, creo que la crítica de la ideología tecnológica puede ayudar a entender algunos de los límites ideológicos a los que se enfrenta hoy la democracia radical. Un corolario de esa crítica, como apuntas, es que las tecnologías de la comunicación no son tan importantes. Sin ningún genero de dudas no lo son económicamente y seguramente tampoco lo son socialmente. Por ejemplo, a pesar de las monsergas buenrollistas sobre la brecha digital, la verdad es que los pobres pasan más tiempo delante de la pantalla del ordenador que los ricos. Las relaciones cara a cara son cada vez más un bien valioso y escaso acaparado por las élites, como sabe cualquiera que haya enviado un curriculum a una dirección de email corporativa. Lo que hacen los medios digitales es producir una sensación de conectividad generalizada que es fácil de confundir con una especie de igualdad de oportunidades. Pero tus followers no te van a librar del paro, tu compi del Colegio del Pilar sí.

EC. A la hora de desestimar las falsas esperanzas del ciberutopismo recurres a varias estrategias argumentativas calcadas del pensamiento conservador. Viene siendo habitual entre los conservadores el tomarse muy en serio las declaraciones de boquilla de los tecnófilos para luego desechar sus desmedidas pretensiones a golpe de ironía y sentido común, las dos grandes bazas de Sociofobia. Las buenas nuevas sobre Internet, conforme a estas premisas, o no son nuevas o no son buenas. Wikipedia sería «parasitaria de instituciones académicas tradicionales con una organización convencional», argumentas utilizando un apelativo recurrente en tu escritura: casi todo lo bueno de la Web 2.0 sería, según sueles decir, un parásito de alguna realidad analógica anterior.

Claro que esta metáfora biológica resulta contagiosa. ¿Acaso los redactores de la Encyclopédie no parasitaron de las instituciones eclesiásticas donde aprendieron a leer y escribir? Me dirás que Jimmy Wales necesita de la caridad altruista de sus lectores para sobrevivir, mientras que Diderot pudo hasta salir de la cárcel gracias al mecanismo de suscripciones que construyó entorno suyo. Aquí entra en juego el clásico problema liberal --para nada baladí-- de cómo hacer $$$ online, o en su variante de izquierdas, de cómo construir instituciones cibernéticas sostenibles. ¿Acaso resulta imposible tal cosa? Tiendo a pensar que Internet no depende solo del altruismo, su futuro parece asegurado por las fuerzas del status ególatra, pero quizá tengas razón y no podamos convivir sin normas, esto es, sin directrices cuya observancia trascienda cualquier motivación. Ahora bien, para gestionar los bienes comunes, ¿por qué no bastan los compromisos negativos? Dices que las relaciones comunitarias son necesarias, que las restricciones sobre la iniciativa individual son insuficientes, que no hay commons sin igualdad y/o dependencia. Como diría Mourinho: ¿por qué?

Ya puestos a levantar instituciones duraderas, ¿por qué prefieres una comunidad cuya perpetuación descansa sobre motivos humanos, demasiado humanos comparados con los intereses y las preferencias que el mecanismo punitivo de las sociedades modernas amenaza a diario? Buena puede ser la disuasión punitiva autoritaria, a falta de entendimiento comunitario, en vistas a solucionar los dilemas del prisionero colectivos que nuestra generación tiene que afrontar, ¿no crees? No veo cómo las relaciones personales profundas podrán solucionar mejor los problemas de depredación ecológica, por ejemplo, allí donde podemos utilizar los aparatos coercitivos estatales (impuesto ecológico) y los mecanismos de mercado (trasladar los costes ambientales a los precios).


CR. A pesar de las apariencias, no soy nada nostálgico de las relaciones densas y duraderas típicas de las sociedades tradicionales. Las familias extendidas a menudo han fomentado relaciones de dependencia personal basadas en el sometimiento. Cierto tipo de invididualismo –la idea de entender la propia vida como un proyecto que cada uno tiene la responsabilidad de cultivar– me parece una herencia ética moderna importante. Personalmente me siento cómodo en las sociedades complejas y no me disgusta el anonimato de las grandes ciudades.

Pero es cierto que la fragilización de las relaciones sociales supone un límite importante para casi cualquier proyecto de cambio político que queramos emprender, sean grandes procesos constituyentes o el día a día de nuestra vida en común. Ningún sistema de apoyo mutuo puede subsistir si depende de la motivación individual. Si los bebés tuvieran que esperar a que a sus padres les apeteciera cambiar sus pañales o darles la papilla, no sobrevivirían ni una semana. Lo que conseguían los sistemas de normas tradicionales es limitar las ocasiones en las que nos hacemos la pregunta, ¿quiero cooperar o seré un gorrón?

La gestión política de las sociedades complejas apenas cuenta con esa malla interpersonal que nos vincula mutuamente. Para suplirla, desde hace un par de siglos hemos recurrido básicamente a dos dispositivos. El primero es alguna clase de coordinación espontánea, como la que se da en el mercado. La segunda es la autoridad burocrática. Ambas son muy poco simpáticas, pero estoy de acuerdo en que si se entienden como herramientas limitadas no tienen por qué ser negativas. Sin embargo, para que sean eficaces y amigables necesitan estar vertebradas por vínculos personales que las vertebren y eviten que se descontrolen. Es verdad que el panadero no me vende el pan por su buen corazón, pero si un día llego a su tienda y veo que se ha caído al suelo y se ha roto una pierna y me limito a decir “vaya, así que hoy no me va a poder atender” y me largo a la panadería de enfrente, seguramente nuestras relaciones comerciales –no sólo las personales– se verán resentidas. Y lo mismo ocurre con la burocracia: si no está atravesada por compromisos personales resulta no sólo despótica, también ineficaz.

Así que la cuestión es que, siguiendo con el ejemplo que planteas, instituir los mecanismos burocráticos o mercantiles necesarios para limitar eficazmente la depredación ecológica puede ser muy difícil sin una red de normas tupida. Y lo mismo pasa con otros elementos de los estados contemporáneos, como la separación de poderes o la libertad de prensa. Creo, por ejemplo, que la base de una representación política legítima es que los representantes se comprometan a ser evaluados efectiva, y no sólo retóricamente, por sus electores. La esencia de la representación es la obligación de justificarse ante los representados. Es muy difícil que ese proceso de evaluación desde abajo se pueda reducir a un conjunto de procedimientos abstractos –nuestras democracias formales son el mejor ejemplo de ello–, más bien precisa de un fuerte compromiso por parte de las personas implicadas.

El problema de todo esto es que parece imposible conjugar la ética individualista moderna con un tejido normativo denso. No podemos medir dos tacitas de comunidad y una pizca de individualismo y hacer una combinación que nos agrade. Una vez que empezamos a pensar como individuos todo se transforma. Es como si estuviéramos condenados a elegir entre comunidades potencialmente opresoras y un individualismo autodestructivo. Creo que los revolucionarios del pasado siglo intuyeron este problema pero no se atrevieron a plantearlo explícitamente. Eran muy conscientes de los lastres de la tradición, pero sus propias organizaciones surgieron de una dinámica de apoyo mutuo y compromiso no condicional.

Lo que pretendía denunciar en Sociofobia es que las tecnologías de la comunicación no han solucionado este dilema, aunque a menudo se nos diga que sí. Al contrario, lo han exacerbado. No hay un vínculo social al mismo tiempo poderoso y electivo propio de las redes contemporáneas. Tal vez el término “parásito” no sea el más apropiado para expresar esa idea, porque tiene connotaciones muy negativas. Que un proyecto tan extraordinario como Wikipedia se parezca en parte a una enciclopedia convencional es algo bueno. Significa que ha conseguido incorporar a muchísima gente a una tarea, la edición,  que me importa y a la que he dedicado una cantidad obscena de horas. Y eso me resulta mucho más interesante que las elucubraciones mantecosas sobre la mente colmena y el neuromagma digital.

EC. Valorar la dependencia como un hecho social y respetar el carácter contingente de nuestra racionalidad práctica quizá sean las dos grandes apuestas normativas de Sociofobia. Sobre lo segundo dices: «Tendemos a pensar en la dependencia de un modo similar a como los liberales imaginan la igualdad. No creen que sea algo malo, pero no la consideran ni una fuente de obligaciones ni una situación estable. En todo caso, es un punto de partida de la libertad personal.» En verdad, resulta bastante extraño considerar la dependencia en términos distintos. Entiendo que la igualdad tenga valor propio, pues los principios de justicia distributiva suelen favorecer, ceteris paribus, el reparto equitativo de las cargas y los bienes. Las situaciones de dependencia, por el contrario, cuando no un simple atentado contra la autonomía, me parecen un efecto lateral (¿indeseable?) del intercambio. Que alguien tenga que pedir permiso para vivir, ya sabes a qué pasaje marxiano me refiero, no me parece una condición existencial harto feliz.

Responderás que la dependencia recíproca «no es eso, no es eso», como dijera Ortega y Gasset, dadas ciertas condiciones comunitarias ideales. Sea como fuere, todo esto sigue teniendo resonancias a coartada kissengeriana: «Estados Unidos depende de los plátanos de Costa Rica; Costa Rica de los ordenadores de Estados Unidos.» La búsqueda de la autarquía, tanto la individual como la colectiva, puede suponer el suicidio; ahí estamos de acuerdo. Pero de ahí a subordinar la fraternidad bajo la dependencia, como a veces sugiere Sociofobia, hay un buen trecho. Quien ha estado enamorado lo sabe: incluso bajo una relativa igualdad y cuidado mutuo, construir un nosotros bajo el signo de la comunidad dependiente se parece más a tener una esclavitud compartida que otra cosa. Llámame hobbesiano, pero me convence y me estimula mucho más la voluntaria asociación de sujetos independientes, por quimérica y de derechas que sea.

CR. Bueno, la dependencia mutua no es exactamente una opción. Es una realidad antropológica insoslayable. Todos los seres humanos son completamente dependientes durante muchos años de infancia, muchos lo vuelven a ser de forma temporal o permanente en algún momento. El resto de nuestra vida solemos cuidar y ser cuidados simultáneamente y en distinto grado: cocinamos, limpiamos, acompañamos, vigilamos, curamos, educamos, consolamos… y recibimos todas esas atenciones. Los estudios econométricos sobre este trabajo no remunerado son fascinantes. Muestran que los cuidados mutuos es un elemento esencial de cualquier sociedad moderna, más que cualquier industria, pese a que es prácticamente invisible en términos económicos, políticos y simbólicos. Por ejemplo, lo único que la tradición filosófica ha tenido que decir en veinticinco siglos sobre el cuidado de los niños son las profusas chorradas de un ególatra suizo que entregó a todos sus hijos a un orfanato. Así que, en primer lugar, cualquier proyecto ético se recorta sobre esa realidad material. Puedes ser todo lo hobbesiano que quieras, pero no te vas a librar de ella.

Para mí fue un descubrimiento importante entender que el cuidado podía ser una fuente de realización personal, y no sólo de sometimiento. Es algo que mi generación, la primera educada completamente en el hiperconsumismo, ha entendido tarde y mal. Nos ha pasado un poco lo que al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca satisfacer su ambición con conocimiento, sexo, experiencias vitales, transformando el mundo… Pero nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de gritarle: “tío, cómprate un perro”. Porque, es curioso, lo único con lo que no prueba es a cuidar y ser cuidado, tal vez formando parte de una de las sociedades de apoyo mutuo de trabajadores que en la época de Goethe empezaban a prosperar.

El cuidado mutuo es una de las vías más importantes de las que disponemos para reparar nuestras vidas dañadas. No me refiero a esas majaderías cursis sobre lo gratificante que es atender a los demás. Muchísimas veces no lo es en absoluto; es agobiante e increíblemente cansado (la paternidad me ha enseñado que es posible vivir sin dormir). Básicamente, creo que hay formas de vivir plenamente las capacidades individuales propias de las distintas situaciones de dependencia mutua. A algo de eso se refería Marx con lo de “a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capacidades”. La ética del cuidado tiene un engranaje interesante con los proyectos de emancipación política. Nos puede ayudar a pensar en qué puede consistir la fraternidad, ese valor republicano eclipsado del que hablaba Toni Domenech en un libro buenísimo. Porque, si te paras a pensarlo, hoy la fraternidad resulta una idea bastante oscura, suena un poco a club de veteranos de guerra o de ultras de fútbol. Yo diría que era una forma de denominar una búsqueda de formas emancipadas de apoyo mutuo, de ensayar cómo cuidarnos los unos a los otros sin someternos. El comunitarismo es una pésima opción en ese sentido. Primero porque a menudo es opresor y segundo porque ya no está a nuestro alcance. Las pequeñas comunidades tradicionales prácticamente han desaparecido… tal vez por suerte. El cuidado no: es una realidad demasiado básica y, por eso mismo, muy plástica. El cuidado exige un fuerte compromiso pero es compatible con amplias dosis de libertad individual. Por eso es la base material de cualquier proyecto de construcción ética.


EC. Tengo que decir, sin voluntad alguna de mentir o pelotear, que Sociofobia está muy bien escrita. El libro tiene algunos pasajes marxistas emotivos (cuando recuerdas que El Capital se deshace en elogios a los inspectores de trabajo por hacer de las esperanzas socialistas una realidad cotidiana, una verdad concreta), seguidos de ejemplos personales hilarantes (como el manifestante antifranquista que siendo apaleado por los grises se exculpa a grito de «Pero que yo no quiero libertad»), acompañados finalmente por guiños varios a la cultura popular y chistes malos hasta decir basta. Una fórmula de redacción ensayística que juzgábamos monopolio inexpugnable de charlacanes como Slavoj Zizek, pero que tú depuras de toda la jerga y consigues además combinarla con datos empíricos y lecturas científicas, por decirlo de algún modo.

Una pregunta con trampa: si tuvieras que elegir entre los economistas neoclásicos, los psicólogos experimentales y los sociólogos prometéicos que tanto criticas o los opinadores de blandiblú que apenas citas pero que —intuimos— se aproximan a las intuiciones antropológicas y a la contingencia pragmática defendidas en Sociofobia, no me digas que te llevarías los volúmenes de los segundos a una isla desierta, que mi pequeño corazón ilustrado llorará mucho tiempo en silencio, y tú además perderás la oportunidad de realizar una robinsonada de padre muy señor mío.

Ahora en serio, ¿de verdad crees que rebajar el aparato formal de nuestras mejores teorías redundará en beneficio de una mayor capacidad explicativa? Porque yo no. El camino a recorrer, ¿no debería ser el contrario? En lugar de rebajar nuestros estándares de verificación científica, dotar de coherencia matemática a aquellas propuestas heterodoxas que consideremos más prometedoras, ¿no suena mucho mejor que consultar vaguedades divulgativas hasta que salgan canas en los huevos? Sin ánimo de ofender.

CR. Soy muy escéptico respecto a la capacidad teórica de las ciencias sociales. Mucha gente opina hoy que preguntar a un economista ortodoxo es ligeramente menos fiable que escrutar las vísceras de un ave. Hemos pagado muchos miles de millones de euros para descubrir esa sencilla verdad epistemológica, cuando seguramente para ese viaje no hacían falta alforjas. Por ejemplo, a lo largo del último siglo la presencia de economistas en los gobiernos no sólo no ha mejorado la gestión pública sino que casi siempre la ha empeorado. Los programas más exitosos de desarrollo económico no han sido impulsados por economistas profesionales sino por ingenieros, médicos o incluso, que Dios me perdone, abogados. Es un resultado que se puede extrapolar a todas las disciplinas cubiertas por las ciencias sociales. Con frecuencia los amateurs obtienen mejores resultados prácticos que los profesionales de la pedagogía, la psicología, la sociología, la economía, la antropología…

Eso no significa que no exista conocimiento en esos ámbitos, que todo de igual y que estudiar sociología o psicología sea una pérdida de tiempo. Lo que pasa es que es un conocimiento distinto del que desarrollan los científicos. Es un saber cotidiano, como el que utilizamos al cocinar, o al escribir correctamente, o al educar a un niño. Hay gente que escribe o cocina o cuida mejor que otra, y son áreas donde se producen importantes progresos cognoscitivos. Pero es imposible sistematizar esas habilidades en un conjunto de teoremas con los que podamos operar para obtener resultados novedosos y empíricamente significativos. Yo diría que esto es básicamente lo contrario de lo que suelen plantear los autores de libros de divulgación, al menos los más fofos, que regurgitan vaguedades a mansalva amparados en supuestas bases científicas.

Creo que los científicos sociales que mejor han entendido estas limitaciones han sido los historiadores. Es significativo que cuando se discute sobre ciencias sociales casi nunca se menciona la historia. Los historiadores resultan un poco anticuados, siempre enterrados en archivos y legajos, frente a los economistas y los psicólogos, que parecen los listos y modernos del gremio con sus simbolitos aritmomorfos. Yo lo veo exactamente al revés. Los historiadores nos han mostrado lo que da de sí la ciencia social, ni más ni menos. Para mí los mejores libros de ciencias sociales de la segunda mitad del siglo XX son los de E.P. Thompson, Hobsbawm, Braudel, Sainte-Croix o Brenner, no los de Olson o Lévi-Strauss.

La mayor parte de la teoría social más prestigiosa se reduce a especulación bituminosa o análisis formales con una remota conexión con la realidad empírica. No lo digo en tono peyorativo. Me he dedicado a la filosofía la mayor parte de mi vida adulta, así que tengo amplias tragaderas para la metafísica y la lógica. No creo que los descubrimientos de la psicología cognitiva reciente añadan grandes novedades a la filosofía moral clásica o, si me apuras, a las intuiciones recogidas en el refranero español. La intensionalidad de la preferencia, por ejemplo, viene a ser una formulación refinada de “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Pero es cierto que las escenificaciones experimentales permiten entender estas cuestiones con mucha más precisión y por eso son útiles para reflexionar. Lo mismo pasa con la teoría de elección racional. Es un ejercicio de lógica  que describe básicamente como no son las cosas. A alguna gente retorcida, como yo, eso nos ayuda a pensar. Pero no se me ocurre confundir eso con la ciencia social, que más bien debería hablar de cómo son las cosas en realidad.  Así que, sí, a una isla desierta me llevaría textos de Thomas Schelling o de Arrow, pero mayormente porque no me gustan los sudokus y no sé jugar al ajedrez.


EC. La música cobra cierto protagonismo en Sociofobia. En un momento mencionas el hardcore y el northen soul, modelos de cooperación comunitaria alternativa, y luego señalas a renglón seguido que los sistemas de intecambio gratuito de documentos audiovisuales en Internet siguen siendo «parasitarios» —¡quia!— de las escenas musicales locales. ¿Y qué me dices del nomadismo de Boiler Room? Vale que los DJs pinchan en lugares físicos concretos, los humanos tenemos la desgracia de vivir en 3D, pero podría mencionar varios géneros musicales que nacen en un sitio y se escuchan sobre todo en otro, como el psytrance o el goa trance, de orígenes indios y recepción europea. Luego tienes cosas como el IDM, que no está hecho para el club, cuyo lugar de reunión fue Warp Records. O el brostep, esas melodías armónicas de chatarrero con franquicia en UKF, la página de YouTube. Y en general la creación de gustos musicales en torno a sellos o webs como Resident Advisor confiere un tufillo viejuno, si me permites el calificativo, a tu juicio sobre los parásitos culturales digitales.

Mucho más polémicas y perspicuas me parecen tus observaciones contra la hegemonía auditiva del hipsterismo occidental. Copio tus palabras: «Las páginas de tendencia de los grandes medios publicitan hasta la náusea las tendencias de los grandes medios, aunque su recepción en nuestra país sea muy minoritaria. [...] Estilos musicales apreciados por los inmigrantes como el raeggaetón, el kuduro o la cumbia, son considerados por los críticos como un pozo de degradación estética y sexismo. Es comprensible que a los aficionados a la música abstracta, digamos Stockhausen, les parezca que la música popular contemporánea es chusca y poco elaborada. No es el caso de la mayor parte de los críticos musicales, siempre receptivos a obras de aspiraciones irónicas poco innovadoras y mal tocadas si vienen avaladas por el New Musical Express

¿Algo que añadir a estas saetas envenenadas? ¿Es el elitismo rampante algo propio de las artes plásticas, escénicas y musicales o también sucede con los productos culturales audiovisuales, donde parece que por el momento están igualadas las fuerzas de la distinción (digamos Carlos Losilla) y las huestes plebeyas (digamos Carlos Boyero)? 

CR. Uso la música como ejemplo porque me parece que es una fuente de experiencias estéticas que a mucha gente le resulta cercana. Pero mi conocimiento de la música popular contemporánea es más bien marginal y estoy perfectamente dispuesto a rectificar las inexactitudes que haya cometido. No obstante, yo no me refería tanto a la creación de gustos, que son relativamente fluidos, como a la aparición de escenas que vertebran la vida de mucha gente. Me sigue asombrando el modo en que la música popular consigue implicarnos en proyectos que son un fin en sí mismos de una manera que ya casi nada lo hace. Me resulta difícil creer que una página de youtube pueda sustituir al tipo de relación continuada entre grupos, distribuidoras, fanzines y público que para miles de jóvenes ha sido prácticamente una forma de vida. En ese sentido, entiendo algunos aspectos de la música popular como una intervención estética similar a la práctica del deporte, que me interesa mucho más que la mayor parte de los artefactos culturales. Hay algo liberador en la experiencia de esa gente que en pleno invierno se levanta a las seis de la mañana para correr quince kilómetros antes de ir a trabajar a un supermercado, de esos oficinistas que cada viernes se abalanzan a sus coches para buscar montañas que escalar durante el fin de semana. Todo ello absolutamente para nada, como casi todas las cosas realmente importantes.


El asunto del elitismo es bastante resbaladizo. El mundo de la cultura está completamente enfermo de clasismo. Pero también es importante distinguir entre el elitismo y la legitimidad de la crítica, que me parece irrenunciable. Me refiero a que la actividad estética, toda, implica de suyo procesos de evaluación. Ya sea para distinguir entre Julio Iglesias y El Puma –y tal vez preferir a uno sobre otro– o entre Bartok y Messiaen. Lo que la crítica cultural puede aportar, en mi opinión, son tentativas de argumentación. Durante algún tiempo me dedique a hacer reseñas de libros. Me impuse la condición de que cada reseña debía incluir al menos un razonamiento que se pudiera discutir. Quería evitar a toda costa que se convirtieran en una mera demostración de gustos personales. Cuando leí La distinción de Bourdieu me quedé perplejo al comprobar que a todos los idiotas con estudios universitarios nos gustaba exactamente lo mismo: la fotografía en blanco y negro, los paisajes industriales, las disonancias musicales, etc. Por eso me fascinan esos editores que te dicen “yo sólo publico lo que siento”. Y les parece que así están haciendo mejor su trabajo. Yo desconfío bastante de lo que siento. Imagino que será, en buena medida, el eco de mi posición social.

[Publicado originalmente en Sin Permiso. 16 de septiembre de 2013.]

20 de septiembre de 2013

¿Es Fasenuova un grupo pop?

Preview de Salsa de cuervo.
Con cariño, desde Mieres.
Crédito: Helena Exquis.

La confianza apesta. Me aprovecho de ella, la confianza que tengo con los miembros de Fasenuova, para buscarles las cosquillas durante una entrevista por mail. Fasenuova, los lectores de este blog no necesitanpresentación, son Roberto Lobo y Ernesto Avelino (la amistad feisbuquera con este último me facilitó el contacto). Con una trayectoria bastante dilatada haciendo música de espaldas a los circuitos masivos, se presentaron en sociedad con A la quinta hoguera (Discos Humeantes, 2011) y desde entonces constituyen un referente inexcusable. Sus discos son sinónimo de ruidismo asturiano y resonancias exotéricas, por decirlo de algún modo. Hacia mediados de agosto me revelaron su secreto mejor guardado, el título de su nuevo LP, habiendo previsto su salida para finales de 2013 en Discos Humeantes, ya puede decirse bien alto: Salsa de cuervo lo han bautizado. Y el sonido hace honores, háganme caso. Esta entrevista está hecha para quienes, no pudiendo escuchar todavía su contenido, prefieren imaginárselo a través de mis preguntas y sus respuestas, convirtiendo la palabra escrita en un sucedáneo de las ondas sonoras, la metadona de los adictos a la música, antes que esperar —eso nunca— comiéndose las uñas con impaciencia. Hablamos de cosas así:


Ernesto Castro: El primer anticipo que tuvimos de Salsa de Cuervo fue el videoclip de “Disimulando”, dirigido por Wences Lamas y protagonizado por Sara Martín, quien aparece agitada y/o extasiada en plano corto, una experiencia audiovisual que algunos califican como "mejor que el porno" (fin de la cita). Ya se percibe aquí un cambio de estética respecto a videos vuestros anteriores. El single A la quinta hoguera venía ilustrado por un montaje que habrá quien tache de soseras, estando como está a caballo entre la Filmoteca Nacional y el National Geographic. ¿Habéis abandonado para siempre los volcanes en erupción y las películas escandinavas en b/n o pensáis volver por esos lares?

Ernesto Avelino: “Disimulando” es una canción especial, como quedó claro para todos el mismo día que la hicimos. No nos parecía que iba a ir en el LP y dudamos bastante si la íbamos a publicar o no. Luego decidimos sacar el single para salir con algo este año y avisar del larga duración que venia, Salsa de cuervo. Todo lo que hay alrededor de disimulando, incluido el vídeo, es especial y distinto a lo que hemos hecho anteriormente. 

Roberto Lobo: Hice los vídeos de A la quinta hoguera cogiendo imágenes de películas muy viejas que me gustaban y que me parecía que darían pocos problemas con los derechos de autor. Por lo que a mí respecta estos son los vídeos que más me gustan del grupo hasta la fecha. Vamos a hacer más, tenemos ganas y muchas ideas. No damos nada por abandonado, mucho menos los volcanes en erupción. 


EC: El sonido de Salsa de Cuervo resulta más bailable que discos previos. He podido comprobar por YouTube la pasión que suscitan vuestros conciertos entre la muchachada. Mis hermanos pequeños, normalmente suspicaces ante vuestro ruidismo innato, se han deshecho en elogios hacia el nuevo disco. Ahí va una pregunta difícil: ¿existe una relación inversamente proporcional entre la edad del músico y la del público? En el caso de los Jonas Brothers, referentes vuestros inapelables [Risas], intuyo que no. En vuestro caso, supongo que siempre tuvisteis seguidores entre los jóvenes de tímpano desarrollado, no así entre el grueso del hipsterismo adolescente, a cuyo corazón está llamando Salsa de Cuervo. ¿Es esto cierto? ¿Llegaremos hasta el extremo de la pederastia melódica? ¿Es Fasenuova un grupo pop?

RL: Es la primera vez que trabajamos con cajas de ritmos sincronizadas. Esto ha contribuido a la riqueza rítmica de toda la grabación. El trabajo de G. Kahn en la producción también ha sido mayor, logrando más planos sonoros, consiguiendo dinámicas, haciendo programaciones, ganando contundencia a lo que previamente habíamos grabado todos juntos. Es un trabajo totalmente distinto a los precedentes. Si está más pegado al baile es porque nosotros también lo hemos estado de una forma o de otra. Es perfectamente rastreable en todos los discos. En nuestros conciertos siempre hay gente bailando. Si somos un grupo pop se dirá por algunas canciones y si no lo somos pues lo será por otras, que no lo son tanto. Hacemos canciones de muchos tipos. Las que nos salen en cada momento. Buscando siempre ser libres y no estar atados a ningún estilo concreto. 

EA: Yo iba a conciertos de Serrat y de Paco Ibáñez con mis padres cuando era niño. Allí me juntaba con otros niños y niñas, aunque reconozco que muy pocos se sabían todas las canciones como yo. Luego, de adolescente, mi hermana me llevó a ver a toda la movida madrileña. En nuestros conciertos nos hemos encontrado gentes de toda condición y edad. A menudo hemos encontrado a nuestros propios dobles, más jóvenes, viniendo a vernos al terminar la actuación. Nos preguntan por las cajas de ritmos que usamos y por los pedales, y nos aseguran que están haciendo un grupo parecido al nuestro. Este hecho ha ocurrido muchas veces. Pensamos que somos una banda que hace la música que quería hacer en plena adolescencia. Algunas canciones reflejan nuestro estado mental cuando empezamos a tocar, tratando de captar toda la fuerza y la atracción estética desbocada y fanática de una mente joven. La canción “Soldados del futuro” somos nosotros al principio de nuestra andadura, sin apenas saber nada, ni tocar, ni componer, ni cantar, tan solo impulsados por los espíritus de la rebeldía y de la insolencia con el trasfondo melódico de una enorme ciudad del futuro en la que habitan muchas de nuestras ideas. Hemos hecho Salsa de cuervo pensando en el mismo público en el que pensamos todos los discos anteriores. Un público abstracto y heterogéneo del mundo del presente y del mundo del futuro. 


EC: Las letras y los títulos de Salsa de cuervo son, como siempre, inquietantes hasta decir basta. Viene siendo habitual que los críticos (empezando por un servidor) desbarren sobre las referencias subyacentes. ¿Estáis conformes con la lectura pagana que suele realizarse sobre vuestras canciones? Quizá sea cosa mía ¿pero no están más próximos a Baudelaire que a Stonehenge algunos pasajes vuestros de temática claramente amorosa? Estoy pensando, por ejemplo, en “Quieres no”, “Deslices” y hasta “Agua Helada”. En suma, ¿queréis avanzar alguna pista sobre el subtexto del disco antes del previsible festival de interpretosis académica que seguro desatará?

EA & RB: Pienso que hemos abordado las letras de esta grabación de la misma manera que todas las anteriores. Siempre tratamos de cantar a ese mundo imaginario que vamos creando a cada paso, o descubriéndolo a medida que componemos. Como todo lo que producen las mentes humanas estas canciones están plagadas de referencias anteriores, de libros, de cuadros, de imágenes, de películas y poemas. Todo ello está mezclado de una forma confusa y de la misma manera que pensamos en la poesía medieval o en las poderosas imágenes de la literatura contemporánea - esa ciudad descrita por De Lillo en Cosmópolis es también nuestra - y no hay manera fácil de saber de dónde vienen muchas cosas. Todo es una especie de conjunto enorme, de bodegón lleno de humanidades. Me acuerdo cuando salió la edición de la revista Poesía, del malogrado ministerio de cultura, dedicada a la vida de Rimbaud y cómo los dos la leímos con pasión, saboreándola y hablando de ella mucho. Lo recuerdo ahora que mencionas lecturas de poetas más viejos. Es por eso que ahora que preguntas por Baudeleire, que es el introductor de Poe en Francia, recordemos ahora a Cortázar y su magnífica biografía de Poe, que es un claro y nada oculto inspirador de una composición de este disco, que no es otra que Salsa de cuervo. Compartimos muchas conversaciones sobre lecturas comunes o que habíamos tenido cada uno. Cuando nos ponemos a hacer canciones todo esto debe de estar presente de muchas formas aunque la intención siempre es recuperar nuestras ideas, formadas por todo el imaginario que nos ha generado la cultura humana junto a nuestros deseos o sensaciones del momento preciso. Cuando hicimos “La selva”, el tema con el que abrimos este nuevo disco quisimos hacer una canción así, con ese título y no sabíamos cómo iba a ser pero nos pusimos a tocar desde esta idea, confusos y a la vez lanzados totalmente a la aventura de hacerlo; por el camino van apareciendo siempre palabras que tienen una sonoridad estimulante, llenas de significados además de adecuadas para que fluya la canción en esa misma idea, la idea concreta de partida. Otras veces las palabras aparecen, incluso palabras repetidas o frases de otras canciones. Cuando las creamos, algo que hacemos en sesiones de improvisación largas es un momento increíble, especial, que es una suerte vivir. ¿Es esto pagano? ¿Lo es la llamada al baile y al hedonismo? No lo sé, me resisto a pensar así. No somos religiosos. La vida está llena de emociones y para dos músicos que se juntan a explorar los vastos territorios del sonido y de su cultura, de esos mundos que pretenden crear esta amalgama de palabras es un magma lleno de fuerza y de sensaciones intelectuales que trascienden en muchos casos al mundo físico, a nuestros cuerpos bailando y sudando, a los gritos, al los significados, envueltos en capas de sonido fulgurante que inunda toda la estancia. El subtexto es muy general y anterior y está plagado, hay muchas pistas siempre, las dejamos queriendo y sin querer. Igual A la quinta hoguera giraba entorno a unas ideas determinadas, aunque esas mismas siguen presentes mezcladas con otras que son de ahora y también de antes.



EC: Un viejo amigo de Fasenuova: el cobalto. Esta vieja amistad, ¿tiene alguna explicación? Con el perdón de las aves, los metales son los grandes protas de vuestro imaginario. Estas obsesiones telúricas, ¿tienen la denominación de origen del Principado? Lo siento mucho, pero toca hacer la pregunta habitual, no tenéis porqué responder, ¿cuánto ha influido la cuenca minera sobre vuestro planteamiento artístico? O peor aún, en términos que rozan Cómo estás corazón, ¿cómo está el mundo desde Mieres? (Un beso para los mierenses que nos estén leyendo, por cierto.)

EA & RL: Imaginarás que no hemos comprobado estadísticamente las apariciones de ideas o palabras en nuestras canciones. De hecho es una sorpresa para mí saber lo que mencionas de los pájaros, que será verdad pero que no nos hemos parado ni un instante a pensarlo. Palabras como Berilio, Cadmio, Cobalto, Uranio, los metales, los elementos transuránidos tienen una sonoridad y un significado con mucho atractivo para nosotros. Es algo erótico y por lo tanto poético cantarlas, son perfectas para describir otras realidades, incluso aunque sean reales. En esa fantasía del lenguaje jugamos con todo el placer del mundo, buscando inocular en las canciones todo su magnetismo. Es poesía de la palabra. En referencia a Asturies tenemos que decir que es el origen de muchas cosas en nuestras vidas, de hecho Asturies es “el origen”. Pertenecemos a ese mundo asturiano industrial rodeado de ruralidad. Enormes fábricas, profundas minas llenas de máquinas y de ruido ensordecedor entre montañas plagadas de animales salvajes y de pequeñas, minúsculas explotaciones ganaderas y pequeñas zonas cultivadas. El sonido de Asturies y la sonoridad de la Llingua asturiana están presentes en todo nuestro bagaje. Toda la “zona boscosa” de nuestras canciones suponemos que estará presente en el fondo del decorado estético. El mundo desde Mieres es un lugar ya muy común. Siempre ha sido un lugar dotado de cierto cosmopolitismo acompañado de su incontestable ruralidad. En Mieres llevamos mucho tiempo pasándolo mal, de crisis en crisis sin solución alguna. La misma que vive Asturies, un lugar que no tiene nada que ver con la “Asturies del Principado”, que es una idea más artificial incluso que nuestras canciones. Los asturianos necesitamos mirarnos al espejo de una vez para reconocernos y aceptarnos, sin ninguna clase de complejo ni vergüenza ante lo propio, sin escuchar a los agoreros de siempre que vienen a cantar los peligros del separatismo y todas esas palabras de sinvergüenzas que usan cuando la personalidad propia de nuestro pequeño país entre montañas es indiscutible y clara. Asturies se debe de liberar para siempre de sus ataduras en este estado monárquico y debe saber buscar la convivencia con el mundo de una forma mejor, con una economía real para los asturianos, con el uso sin trabas de su propia cultura, que está en claro peligro. Mieres forma parte de todo eso, forma parte de Asturies. No nos sentimos ajenos a la realidad asturiana. 

Jorge Diezma:
Bodegón de cruz.

EC: Sería una ofensa completa y total el preguntaros a esta altura de la jugada por vuestros referentes musicales, como si fuerais unos zagales salidos de la nada y ésta la primera entrevista oficiosa que concedéis, cuando en verdad (i) habéis tenido que repetir ad nauseam vuestros gustos sonoros ante becarios que no se enteran de la misa la mitad y (ii) me consta que vuestro bagaje cultural trasciende con mucho los márgenes del playlist. Así que decidme, ¿qué lecturas compaginan con Salsa de cuervo? ¿De qué película o serie sería banda sonora?

EA & RL: Estamos publicando en nuestras redes las letras de las canciones como ejercicios poéticos más amplios acompañadas de ilustraciones, imágenes, cuadros. En cada una se pueden dar muchas de estas "publicaciones". Para la canción Salsa de cuervo hemos mirado un grabado de Doré dedicado al poema "El cuervo" de Edgar Allan Poe que sí estuvo en el tejido interior en el momento creador del temónque es para nosotros y que lo hacemos en directo a todo lo que da el equipo que tenemos en cada sitio. Para todo el disco ya te digo que hay muchas, algunas de ellas irán saliendo. Nos parece que el óleo de Jorge Diezma es perfecto para ilustrar o mejor dicho, acompañar nuestro trabajo. Queríamos una especie de bodegón, una mesa donde estuviesen puestos muchos elementos como alusión a la multitud de ideas que manejamos todos.


EC: ¿Y como himno nacional? La casa del cuervo “que está en mitad del bosque, pero en un jardín” podría llegar a sustituir, sin ningún problema, el Asturias, patria querida, ¿no creéis? A falta de gaitas, buenos son los bits.

EA: El himno Asturies patria querida nos guste más o menos está totalmente aceptado por los asturianos. Es un himno que sigue emocionando a raudales. He visto cómo se cantaba con el puño el alto cientos de veces, yo mismo lo he hecho. Cosas de la cuenca minera.

RL: Ya que preguntas por el himno de Asturies quiero contar la historia de su origen y evolución. Es una historia muy especial. El himno tiene origen en Cuba, donde un músico quiso homenajear la tierra de su padre. En la canción cubana, creo que de Ignacio Piñeiro, no había casi nada de la letra que conocemos hoy en día, tan solo un par de frases. El caso es que tampoco la música de esta canción original es la que ha llegado a nuestros días. Fueron unos mineros polacos que trabajaban en Mieres, a Asturies han venido a trabajar mineros de muchos países, especialmente del este de Europa, y que combinaron la letra con una de sus polcas más populares. La letra, por aquel entonces, cuando los polacos entraron en escena, estaba dedicada por completo a la revolución del 34, esta letra me gusta mucho en particular. El caso es que luego se produjo el siguiente paso dentro de todo este camino de préstamos y robos musicales, haciendo que desapareciera totalmente cualquier resto del pasaje revolucionario al que se cantaba, ensalzando los hechos revolucionarios del 34 y tomando unos versos de una canción cántabra, una canción purísima, montañesa, que es el trozo del árbol y la flor. Y así hemos llegado a nuestro himno que a mí tampoco me apetece sustituir de momento por nada, menos por una canción nuestra que es producto de varios robos y préstamos musicales, así como de varios pasos atrás con tal de no dar pábulo a una letra como la que tenía al albur de los hechos revolucionarios que preceden a la guerra de España y a la Guerra Mundial. Salsa de cuervo habla de una aventura, podemos decir "espacial" ocurrida en el alto de una de estas montañas que siempre son horizonte en este paisaje de nuestra Asturies. 

16 de septiembre de 2013

Antigona en Irán

Todo aquel que ha visto cine iraní se ha preguntado en algún momento si las películas que tanto se celebran en los festivales internacionales son productos culturales de consumo interno o solo funcionan como material exportable. Habrá casos y casos, supongo. En el caso de Irán, no olvidemos, la sensibilidad estética de la mayoría no solo está acotada por criterios de rentabilidad económica, como en todas partes, sino también por una censura estatal que ejerce sus labores sociales con mucho celo: garantizar, perpetuar y reproducir la ignorancia son básicamente la tarea de estos señores. Con la Iglesia hemos topado: Jafar Panahi y Mohammad Rasoulof, dos realizadores del país, fueron condenados hace poco a seis años entre rejas por conspiración y propaganda. Atrás quedan los días dorados de Muhammed Jatami. En los últimos años han llegado a un punto muerto el acercamiento y el entendimiento hacia el séptimo arte promovido por este Obama de Persia desde el Ministerio de Cultura y la Fundación Farabi. Las propuestas de Jatami, igual que las iniciativas reformistas de su homólogo americano, fueron entonces un bluff para los más jóvenes, pero dieron pingües resultados mediáticos. Gracias a la financiación pública se llegó a proyectar en las salas Nobat-e Asheghi (1990), de Mohsen Makhmalbaf, la primera cinta oficialista importante construida sobre una trama amorosa. ¿Los mártires de la Revolución in love? La idea caló hondo. Al carro del intimismo subvencionado muchos se sumaron, incluido Abbas Kiarostami en los 90, hasta que lo personal devino político y las actrices sin velo aparecieron como hongos en pantalla. Las autoridades censuraron Copia certificada (2010), su antepenúltima grabación. Dictaron como castigo dos años sin grabar en Irán. Uno nunca será profeta —está claro— en su propia tierra.

Hay una película, entre las permitidas por el Régimen, que parece muy inofensiva pero en verdad constituye una amenaza mortal larvada; cualquier censurador con cierta sesera la hubiera prohibido de inmediato. Hablamos de Nader y Simin. Una Separación (2011). El título no parece presagiar ningún componente subversivo, cierto. De cajón fue además el modelo de distribución: una vez estrenada en Teherán, comenzó a rular por los festivales, recibiendo los parabienes tanto de los Carlos Losilla (cosa cantada) como de los Carlos Boyero (sorpresa inesperada) de la crítica fílmica. El solapamiento entre los reseñistas de gacetilla y los teóricos de Cahiers no solo supuso la firma de un armisticio entre enemigos mortales de necesidad, muy divididos hasta entonces en sus juicios sobre el cine iraní, sino que además propició que la indudable calidad estética de la película fuera premiada tanto en el Festival de Berlín como en los Globos de Oro. Cierto es que Asghar Farhadi, el realizador de la película, no recibió subvención estatal alguna, tuvo problemas con motivo de unas declaraciones en apoyo de los represaliados y a punto estuvo de no poder rodar nada, pero finalmente la cinta fue distribuida por Filmirán sin problemas. He aquí el error fatal de la censura.


Un error difícil de percibir. En efecto, si el título se presta a una lectura conservadora, pues parece presagiar un drama familiar y hasta una crítica de las costumbres modernas, tomando como trama central la separación de un matrimonio y los males que dimanan de esta situación, el argumento no hace sino apuntalar ese prejuicio —la Modernidad, cosa malísima— con una variante importante, a saber: la punta de lanza de Occidente en la República Islámica de Irán son los propios aparatos estatales. No puede haber crítica más certera hacia un sistema político que señalarle como su propio enterrador, aunque eso nunca sea cierto del todo. Implica minar las bases sociales que hasta el momento han respaldado la continuidad y que, cuando llegue el momento del cambio, si todos esos mártires no miran el pasado inmediato con buenos ojos, quizá no estén dispuestos tampoco a entregar la bolsa y la vida por un modelo político que, para empezar, se hace la competencia a sí mismo. Algo similar sucede, por establecer una analogía, en el Reino de España con los críticos liberales de Mariano Rajoy. Le bailan el agua a los zurdos cuando tachan de socialista el gobierno actual. Cometen el mismo error que los comunistas alemanes bautizando como socialfascistas a los militantes del SPD en lugar de llamar por su nombre a quien-tú-sabes. Cuando llegue el momento de cerrar filas, ¿quién estará enfrente entonces? That’s the question.

Pero volvamos a Nader y Simin.

Y también contemos, con ánimo de espoilear, el arranque de la historia. Simin quiere emigrar pero Nader tiene que cuidar de su padre vegetal, en estado de alzheimer avanzado, y acuerdan el divorcio. Termeh, la hija de 11 años tiene que tomar la decisión, pospuesta durante toda la película, de conceder su custodia a uno de ambos. Como sabemos más adelante, ora vive con su padre (durante tres cuartos de la cinta) ora se marcha con su madre (momento importante donde marcharse significa respaldar la versión paterna de los hechos) siguiendo siempre el objetivo de no separarlos. Para cubrir las labores del hogar, Nader contrata a Razieh, una casada cuya silueta está siempre oculta tras el chador, la vestimenta tradicional en Irán. La señora tiene que trabajar porque su esposo, Hodjat, está hasta las cejas de deudas y tiene un carácter compulsivo. Por cierto, la forma que tiene Hodjat de golpearse la cabeza ante el infortunio será, junto con las escapaditas del abuelo gagá en plena mañana, uno de los detalles memorables de la película: el punctum de actuaciones impecables en ambos casos.

 
Hasta aquí una historia familiar convencional. En cualquier producción mainstream, la moderna Simin, con su alocado intento de promoción social, podría haber sido una bruja; sus hiyab de colores habría sido la diana de todas las chadoristas que vieran la cinta con mala cara, mientras se compadecen del mísero destino de Razieh. La justicia divina tiene senderos impenetrables, pero el arte de hacer cine también. En lugar de forzar la antítesis entre la divorciada y la sacrificada por su marido, para más tarde decantar la balanza de las emociones hacia uno de los bandos contendientes, el desarrollo del argumento otorga a cada personaje un espacio moral propio, una legitimidad particular sobre sus actos, por muy errados que sean. Así, Leila Hatami encarna con especial calidez el personaje de Simin, el rival más débil del planteamiento argumental, mientras que la entrega de Razieh hacia su familia no se acentúa sino que queda oculta tras una religiosa y necesitada pobreza. En primer plano quedan los personajes masculinos debatiéndose entre las mentirijillas por una buena causa de Nader y lo impulsivo de Hodjat contra su propio bien. Mientras tanto, Asghar Farhadi realiza una elipsis magistral, eliminando todos los detalles sobre la primera estancia de Simin en el extranjero, recuperando la figura y el origen de toda la trama, la separación de un matrimonio bien avenido, cuando la película ha cambiado de género. Una hora más tarde, el asunto no es la familia moderna, sino un presunto asesinato. Farhadi nos ahorra así unos conflictos de pareja donde ambos tienen mucho que perder ante un público cuya identificación simbólica con todos los personajes, cuya imparcialidad hacia los diversos conflictos suscitados, cuya comprensión de las situaciones complejas resulta crucial para sostener la atención durante 120 minutos sobre seis actores (dos matrimonios y dos hijas) y sobre dos escenarios (la casa y el tribunal).

—¿El tribunal?

En efecto, el tribunal. Y es que el film salta en un momento del dilema privado a la trama policial. Allí donde el espectador pensaba estar asistiendo a unos detalles curiosos de la vida iraní, un retrato de costumbres donde las devotas no pueden trabajar como asistentas de los ancianos seniles porque la religión sanciona la presencia desnuda del hombre y la bajada de pantalones resulta inevitable debido a la incontinencia urinaria de los mayores; allí donde las niñas pequeñas juegan con la bombona de oxígeno de los ancianos y esos mismos ancianos bajan —nadie sabe cómo— a comprar el periódico, a ser atropellados y rescatados; allí mismo, sobre esas mismas escenas apenas recordadas se instala durante la segunda hora de visionado la sospecha, el suspense y el misterio. Que venga Hitchcock y lo vea. No conozco mejor MacGuffin que este. Hacer que el espectador gafapasta se relaje, que piense que está entre los suyos, que los próximos minutos seguirán siendo intrascendentes, que el cámara tirará a la steadycam y a los planos largos, que podremos continuar medio aburridos hasta el final. Y entonces sucede: Nader llega a casa, halla a su padre atado a la cama y medio muerto; Razieh se ha marchado en horario de trabajo y regresa unas horas más tarde; Nader la despide acusándola en falso de haber robado, y ante la negativa de marcharse, la empuja escaleras abajo; Razieh tiene un aborto, estaba preñada de 16 meses. ¿Infanticidio o nada de eso?

De repente entra en juego el estatus moral del feto, cuestión delicada en los países de herencia católica y no digamos ya en el Golfo. De fondo tenemos, no olviden, el asunto de la autoridad y el respeto que dimanan los mayores. ¿Por qué vincular el destino del matrimonio Simin-Nader con la supervivencia de ese vegetal inerte y mudo que todos llamamos Abuelo? Desde una perspectiva cerebralmente antropocéntrica, solo los seres con conciencia avanzada tienen valor moral, y por tanto, las acusaciones que se lanzan Simin-Nader y Razieh-Hodjat («Casi matas al abuelo» versus «Mataste a mi hijo») carecen de sentido. Dicho crudamente, los fetos de cuatro meses y los abuelos sin memoria, según esta posición, son pura carne para hacer chóped. Algo errado habrá en este punto de vista —digo yo— cuando juzgamos hasta cierto punto válidas las razones de ambos bandos. El dilema está sobre la mesa. Pero está, como todo aquí, hecho papilla por los sucesos. Nos tragamos con cuchara, como si fuera un thriller, una reflexión teórica sobre la justicia y la verdad. Si los agraviados demuestran ante el juez que el empujador (Nader) tenía noticia del estado de la empujada (Razieh) la pena puede oscilar entre los tres años entre rejas o los 40 millones de riales. Hodjat considera el embarazo como una realidad evidente, cuya Verdad se descubre a plena vista, y reclama que Nader jure sobre el Corán su ignorancia. De poco valen estas tretas del Ancien Régime, que apelan a cierto sentido del miedo divino y de la evidencia presencial metafísica, ante una judicatura comprometida con la verosimilitud procedimental. El imputado es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Nader, por si fuera poco, no teme mentir con tal de salvar el pellejo. Y vaya si lo hace.


Hay una escena que captura, en una sola imagen, esta oposición entre la inminencia y el procedimiento, contrapunto desarrollado durante toda la parte final, donde las pruebas, los juramentos y las declaraciones van estrechando el cerco sobre Nader; claro que sabía del embarazo, pero nadie se acuerda del todo, y menos aún el espectador. La escena en cuestión se produce mientras Nader y Termeh esperan en el pasillo que antecede a la sala del juicio, un tórrido cuartucho donde los interrogatorios se producen a medio metro de distancia. Típica apariencia de un imputado: Nader tiene esposada su muñeca con la muñeca de un policía/soldado (los policías iraníes, haciendo honor a la verdad, tienen pinta de soldado). Termeh, aunque no secunde con ganas ningún credo, parece apreciar muy mucho el valor de la sinceridad, ese sustituto moderno del honor, y todavía tendremos tiempo de verla llorar cuando la falsedad se imponga, en variadas y repetidas ocasiones, sobre el decir las cosas abiertamente. Total, que la hija reclama la promesa del padre. El padre accede y, en señal de verdad de la buena, levanta la mano derecha, arrastrando la muñeca del policia/soldado y quedando ambos con las falanges en vertical.

—¿Tú también?— pregunta Nader.



Tu quoque, que dicen en otra lengua, no sé muy bien cual. Magnífico interrogante para subrayar el conflicto entre los dioses del hogar y los de la ciudad. Esta es la crítica invertida potente que avanzaba más arriba. No tienen por qué coincidir, dice Sófocles en iraní, el Alá de estar por casa y la religión oficial de Estado. En el caso de Antígona el problema era el espíritu revanchista de las leyes en relación a los traidores, cuyos cadáveres quedarán sin sepultura en el exterior de la polis, mientras que el caso inverso resulta cierto para Nader y Simin. La imparcialidad del proceso judicial propicia, en una situación nada kafkiana, que la inocencia de quien se sabe culpable pueda continuar hasta mañana. Y de ahí la poderosa crítica contra un sistema político donde el Corán sostiene la Constitución, la Constitución sostiene el Código Civil, el Código Civil permite que los fieles salgan en ocasiones perdiendo.

[Publicado originalmente en Libro de Notas. 10 de septiembre de 2013.]

12 de septiembre de 2013

«Tío, cómprate un perro.»

«Las páginas de tendencia de los grandes medios publicitan hasta la náusea las tendencias de los grandes medios, aunque su recepción en nuestra país sea muy minoritaria. [...] Estilos musicales apreciados por los inmigrantes como el raeggaetón, el kuduro o la cumbia, son considerados por los críticos como un pozo de degradación estética y sexismo. Es comprensible que a los aficionados a la música abstracta, digamos Stockhausen, les parezca que la música popular contemporánea es chusca y poco elaborada. No es el caso de la mayor parte de los críticos musicales, siempre receptivos a obras de aspiraciones irónicas poco innovadoras y mal tocadas si vienen avaladas por el New Musical Express. La mayor parte de la música que el occidente rico odia se baila en pareja y extremadamente pegado. Una pista de baile de raeggaetón es una especia de consumación de la pesadilla simbólica occidental: una masa sudorosa, apretada y sin ilustrar, coreando letras de alto voltaje sexual y proclive a la violencia.»

Al habla Cesar Rendueles, autor de Sociofobia, el libro de ensayo que todo simio con tableta debería consultar este otoño. Sociofobia es una arremetida contra el fetichismo cibernético, esto es, contra pensar que todo lo digital es oro. De Rendueles dirán que tiene el bagaje cultural de un Slavoj Zizek y la cadencia viejuna de un Jaron Lanier, pero con ambos comparte sobre todo su ironía y, hasta cierto punto, su retorcido sentido común. Para algo estamos ante el joven que abrevió la última antología de El Capital, haciendo de ese tochaco apolillado otro superventas de Alianza, y de Marx alguien cuya barba quieres tener como funda del móvil. Pero Rendueles también es humano y —nos atrevemos a señalar— algo moderno incluso. Y cuan Oscar Broc, sospecha de su propia tribu urbana. «Cuando leí La distinción de Bourdieu me quedé perplejo al comprobar que a todos los idiotas con estudios universitarios nos gustaba exactamente lo mismo: la fotografía en blanco y negro, los paisajes industriales, las disonancias musicales», señala el sociólogo madrileño. De ahí su apología del mainstream cultural plebeyo como reducto estético en la estela de Victor Lenore. Rendueles se interesa en la música y el deporte como fenómenos comunitarios, tengan componentes clasistas o de ningún modo. Así menciona, por ejemplo, las comunidades alternativas generadas por el northen soul o el hardcotre. Considera que las redes de intercambio de archivos audiovisuales en Internet parasitan de las escenas locales. Habrá quien discrepe, yo mismo dado el caso, pensando en Resident Advisor y mil sitios web que generan comunidad sin localización tangible alguna. Sea como fuere, la reciente prohibición de capturar imágenes en algunos festivales parece conceder la razón a los escépticos que juzgan excesiva la rémora de los smartphones en los conciertos. Para todos ellos, los enemigos del parásito digital, está escrita Sociofobia.

Miento. Rendueles tiene en verdad poco de ludita. «No tengo nada en contra de Internet —declara— ni de ninguna máquina en particular, salvo los todoterreno, algunas armas y el vocoder.» Su bestia negra, como hemos dicho, es la tecnofilia fetichista desligada de los problemas cotidianos que preocupan a millones de personas o deberían hacerlo según apagan la pantallita del consumo digital. Como nos dice Rendueles, «hoy mucha gente cree que la salida a los distintos dilemas a los que nos enfrentamos pasa por alguna clase de transformación tecnológica o cognitiva: producir software en vez de carbón, hackear en vez de sindicarse, ligar en Badoo en vez de en un bar», cuando en realidad las mejoras sustanciales de nuestra calidad de vida, aquellas que nos permiten vivir hasta los 90 y no morir en epidemias como mosquitos, vienen ligadas a innovaciones tan recientes como el motor de combustión. Como dijo hace poco Rendueles en su blog: «Históricamente, la tecnología que ha tenido efectos más explosivos en el incremento de la esperanza de vida y la reducción de la mortalidad infantil ha sido el alcantarillado, muy por encima de cualquier innovación biomédica. La recombinación genética y los robotitos son muy cool, pero sirven de poco si vives enterrado en tu propia mierda.» De hecho, incluso en las economías avanzadas la incidencia de las nuevas tecnologías sobre la productividad del trabajo viene a ser casi nula. Y, para más inri, «a pesar de las monsergas buenrollistas sobre la brecha digital, la verdad es que los pobres pasan más tiempo delante de la pantalla del ordenador que los ricos.» Cualquiera que haya enviado un curriculum por mail sabe la importancia de las relaciones cara a cara. O en otras palabras, ¿dónde están tus followers cuando tienes que buscar trabajo?

El ciberfetichismo también supone imaginar comunidades formadas por individuos que solo comparten las preferencias fugaces del momento. Esto es imposible, por supuesto, ya que ningún sistema de apoyo mutuo puede subsistir si depende en exclusiva de la motivación individual. El altruismo o la maternidad, entendidos como opciones de gusto entre otras, hacen peligrar el sustrato material de nuestra existencia. «Si los bebés tuvieran que esperar a que a sus padres les apeteciera cambiar sus pañales o darles la papilla, no sobrevivirían ni una semana», sentencia el padre Rendueles. (Por cierto, la pareja de Rendueles, Carolina del Olmo, acaba de publicar otro libro crucial sobre el cuidado y la maternidad, ¿Dónde está mi tribu?, donde desmantela la propaganda consumista para mamas y analiza la importancia de la socialización comunitaria durante los primeros meses del recién nacido en este mundo.) En verdad, tanto Cesar como Carolina apuestan por la fraternidad como modelo político. Ambos pertenecen a la primera generación española educada sobre bases puramente consumistas. Y ambos descubrieron tarde, gracias a la experiencia compartida de tener hijos, el carácter satisfactorio que puede tener la experiencia de la dependencia, el cuidar de alguien vulnerable. «Nos ha pasado un poco lo que al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca satisfacer su ambición con conocimiento, sexo, experiencias vitales, transformando el mundo… Pero nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de gritarle: “tío, cómprate un perro”.»

[Publicado originalmente en PlayGround. 9 de Septiembre de 2013.]

3 de septiembre de 2013

La alienación. Sobrevalorada.



Hay tanto escrito acerca de la alienación que cualquier publicación adicional sobre el asunto no puede sino incrementar la sensación sobre la que dice versar el texto. Virtudes performativas tienen estas lecturas veraniegas sobre algunos, los menos de muchos, que hemos abierto las páginas de El hombre sin atributos y hemos insistido en el empeño. Y es que la alienación tiene un problema: carece por completo de atractivo, resulta más interesante como toque lateral de estilo —aquí el maestro no sería Musil sino Beckett— que como temática a desarrollar en 600 páginas. Joseph Heller asumió, como escritor, ese desafío. He ahí la osadía en Algo ha pasado. Heller escribe sobre nada, pero no se regodea en ello. Poco o nada tiene que ver el anonadamiento de este narrador con, por ejemplo, la reflexividad onanista de un Vila-Matas. La vida desobrada del escritor puede resultar morbosa para unos lectores cuyo objetivo existencial consiste en hacerse pasar por artistas o diletantes de si mismos. No despiertan tantas pasiones entre los enemigos del mainstream, por el contrario, la ausencia de aventuras del burócrata funcional, a no ser que vengan comprimidas en alguna catchphrase memorable, digno resumen de cualquier micro-relato. ¿Quién no recuerda en tiempos de subidas impositivas realizadas por un gobierno conservador y de derechas el I would prefer not to bartlebyano? 


Más difícil resulta memorizar el argumento de esta novela, una suerte de Bartleby desde dentro, que Heller expande durante páginas y páginas. Cualquiera diría que Algo ha pasado tiene si quiera una cosa tan romántica como un argumento. El tiempo se congela ante los detalles intrascendentes del protagonista, Bob Slocum, una persona descrita en la contratapa como alguien aparentemente envidiable, cuando desde el primer momento, desde la primera línea sabemos todo lo contrario. Las apariencias no engañan. Slocum no alcanza la categoría de despendolao houllebecquiano, ese berberecho que llega a tiburón y luego regresa a su situación social de berberecho. No, los personajes desarrollados por Heller nunca abandonan ese régimen crustáceo. Sus temores y sus sueños conforman una doble negación. Andan pegados esa insignificancia intransferible. Se cancelan como incógnitas de signo opuesto pero equivalentes en una ecuación de segundo grado.

Ahí me he pasado. Mis amigos matemáticos van a matarme por esa última analogía. Los críticos, siempre forzando la maquinaria, me reprobarán. Es más, ya veo cómo entre el público letrado levanta la mano (¿o quizá el puño?) esa mezcla entre narrador aristotélico y reportero gonzo tan común en nuestro tiempo. ¿Qué pasa —me pregunta— que los burócratas no follan? No hacen otra cosa, desde luego, las anodinas figuras de Algo ha pasado. Aunque para fornicio semejante, enajenante y rutinario, más valen las hojas de Excel que los preservativos. Para que se hagan a la idea, así de protocolarias son las pasiones que atraviesan los cuerpos de Tom Johnson y Marie Jencks, quienes buscan la oscuridad del almacén o el silencio de una escalera, entre otros tantos sitios, con el secreto objetivo de acumular papeletas para un divorcio tan inminente como previsible; y así lo describe Slocum cuando contempla las transparencias de Jane, aplicando el funcionalismo sobre las maneras de desvestirse:

(Con frecuencia mis dedos quieren acariciar y tirar de los pezones de esos senos menudos con igual perfección, pero sé, por experiencia que mi deseo no se detendría mucho tiempo en ellos. No son más que un punto conveniente opor el cual empezar).

Los paréntesis, por cierto, no son añadido alguno. Entre las marcas del streaming solipsista que sostiene el narrador en primera persona destaca —claro que sí— la dualidad del aparte teatral, la bicameralidad de quien corrige en directo sus dichos y sus hechos, la esquizofrenia del pequeñoburgués que ama y no ama a la policía —por ejemplo. Y aquí podemos insertar nuestra primera crítica negativa. ¿A santo de qué tanta corrección?, nos preguntamos, cuando se trata de una figura atonal y sin contrapunto. Estas confesiones privadas no aportan nada a una novela con un desarrollo lineal donde las naderías de la historia y el hastío del lector, lejos de acentuarse y apuntalarse, quizá deberían rebajarse con algo de acción. A todo esto, los diálogos tecleados por chimpancés —disculpen la hipérbole— tampoco contribuyen a ralentizar una lectura que desde la página 296 avanza en diagonal y a toda vela. Yo, desde luego, comienzo me calzo las botas de siete leguas cuando vislumbro por el retrovisor tomaduras de pelo como esta:

—¿Todavía estás enojado conmigo?
—Me enojo cada vez que tienes que irte.
—¿Estás enojado conmigo ahora?
—¿Tienes que volver a irte?
—¿Estarás enojado?
—¿Tendrás que irte?
—Sí.
—Supongo que no. Puede que no lo esté.
—Te extraño cuando estoy lejos.

La alienación, pace algunos intelectuales afrancesados, tiene su fecha de caducidad. Y 1974, fecha de publicación de Algo ha pasado, resulta estar en tierra de nadie. Muy tarde para los dramas weberianos sobre la jaula de hierro estatal y el desencantamiento del Lebenswelt, inapropiados para un periodo histórico marcado por el retroceso del funcionariado tradicional ante el próximo triunfo electoral de los neocon y los neolib, los diálogos reiterativos de Algo ha pasado llegan muy pronto para los nativos digitales, sus pérdidas de tiempo y sus conversaciones intranscendentes (¡Tao Lin nos asista!). Mediante este patinazo en términos literarios, el autor de Trampa-22 se anticipa de nuevo a su propio tiempo. Si entonces, en 1974, la versión en ficción de la II GM permitía comprender simbólicamente Vietnam, esta novela tan floja —13 años mas tarde— deviene pertinente y muy actual. ¿O tempora o mores?