Todo aquel que ha visto cine
iraní se ha preguntado en algún momento si las películas que tanto se celebran
en los festivales internacionales son productos culturales de consumo interno o
solo funcionan como material exportable. Habrá casos y casos, supongo. En el caso de Irán, no olvidemos, la
sensibilidad estética de la mayoría no solo está acotada por criterios de
rentabilidad económica, como en todas partes, sino también por una censura
estatal que ejerce sus labores sociales con mucho celo: garantizar,
perpetuar y reproducir la ignorancia son básicamente la tarea de estos señores.
Con la Iglesia hemos topado: Jafar
Panahi y Mohammad Rasoulof, dos
realizadores del país, fueron condenados hace poco a seis años entre rejas por
conspiración y propaganda. Atrás quedan los días dorados de Muhammed Jatami. En los últimos años
han llegado a un punto muerto el acercamiento y el entendimiento hacia el
séptimo arte promovido por este Obama de
Persia desde el Ministerio de Cultura y la Fundación Farabi. Las propuestas
de Jatami, igual que las iniciativas reformistas de su homólogo americano,
fueron entonces un bluff para los más
jóvenes, pero dieron pingües resultados mediáticos. Gracias a la financiación
pública se llegó a proyectar en las salas Nobat-e
Asheghi (1990), de Mohsen Makhmalbaf,
la primera cinta oficialista importante construida sobre una trama amorosa.
¿Los mártires de la Revolución in love?
La idea caló hondo. Al carro del intimismo subvencionado muchos se sumaron,
incluido Abbas Kiarostami en los 90,
hasta que lo personal devino político y las actrices sin velo aparecieron como
hongos en pantalla. Las autoridades censuraron Copia certificada (2010),
su antepenúltima grabación. Dictaron como castigo dos años sin grabar en Irán.
Uno nunca será profeta —está claro— en su propia tierra.
Hay una película, entre las
permitidas por el Régimen, que parece muy inofensiva pero en verdad constituye
una amenaza mortal larvada; cualquier censurador con cierta sesera la hubiera
prohibido de inmediato. Hablamos de Nader
y Simin. Una Separación (2011). El título no parece presagiar ningún
componente subversivo, cierto. De cajón fue además el modelo de distribución:
una vez estrenada en Teherán, comenzó a rular por los festivales, recibiendo los parabienes tanto de los Carlos Losilla
(cosa cantada) como de los Carlos Boyero (sorpresa inesperada) de la crítica
fílmica. El solapamiento entre los reseñistas de gacetilla y los teóricos de Cahiers no solo supuso la firma de un
armisticio entre enemigos mortales de necesidad, muy divididos hasta
entonces en sus juicios sobre el cine iraní, sino que además propició que la
indudable calidad estética de la película fuera premiada tanto en el Festival
de Berlín como en los Globos de Oro. Cierto es que Asghar Farhadi, el
realizador de la película, no recibió subvención estatal alguna, tuvo problemas
con motivo de unas declaraciones en apoyo de los represaliados y a punto estuvo
de no poder rodar nada, pero finalmente la cinta fue distribuida por Filmirán
sin problemas. He aquí el error fatal de la censura.
Un error difícil de percibir. En
efecto, si el título se presta a una lectura conservadora, pues parece
presagiar un drama familiar y hasta una crítica de las costumbres modernas,
tomando como trama central la separación de un matrimonio y los males que
dimanan de esta situación, el argumento no hace sino apuntalar ese prejuicio —la Modernidad, cosa malísima— con una
variante importante, a saber: la punta
de lanza de Occidente en la República Islámica de Irán son los propios aparatos estatales. No puede haber crítica más certera
hacia un sistema político que señalarle como su propio enterrador, aunque eso
nunca sea cierto del todo. Implica minar las bases sociales que hasta el
momento han respaldado la continuidad y que, cuando llegue el momento del
cambio, si todos esos mártires no miran el pasado inmediato con buenos ojos,
quizá no estén dispuestos tampoco a entregar la bolsa y la vida por un modelo
político que, para empezar, se hace la competencia a sí mismo. Algo similar
sucede, por establecer una analogía, en el Reino de España con los críticos
liberales de Mariano Rajoy. Le
bailan el agua a los zurdos cuando tachan de socialista el gobierno actual.
Cometen el mismo error que los comunistas alemanes bautizando como
socialfascistas a los militantes del SPD en lugar de llamar por su nombre a quien-tú-sabes.
Cuando llegue el momento de cerrar filas, ¿quién estará enfrente entonces? That’s the question.
Pero volvamos a Nader y Simin.
Y también contemos, con ánimo de espoilear, el arranque de
la historia. Simin quiere emigrar pero Nader tiene que cuidar de su padre
vegetal, en estado de alzheimer avanzado, y acuerdan el divorcio. Termeh, la hija de 11 años tiene que
tomar la decisión, pospuesta durante toda la película, de conceder su custodia
a uno de ambos. Como sabemos más adelante, ora vive con su padre (durante tres
cuartos de la cinta) ora se marcha con su madre (momento importante donde
marcharse significa respaldar la versión paterna de los hechos) siguiendo
siempre el objetivo de no separarlos. Para cubrir las labores del hogar, Nader
contrata a Razieh, una casada cuya
silueta está siempre oculta tras el chador, la vestimenta tradicional en Irán.
La señora tiene que trabajar porque su esposo, Hodjat, está hasta las cejas de deudas y tiene un carácter
compulsivo. Por cierto, la forma que tiene Hodjat de golpearse la cabeza ante
el infortunio será, junto con las escapaditas del abuelo gagá en plena mañana,
uno de los detalles memorables de la película: el punctum de actuaciones
impecables en ambos casos.
Hasta aquí una historia familiar
convencional. En cualquier producción mainstream,
la moderna Simin, con su alocado intento de promoción social, podría haber sido
una bruja; sus hiyab de colores
habría sido la diana de todas las chadoristas
que vieran la cinta con mala cara, mientras se compadecen del mísero destino de
Razieh. La justicia divina tiene senderos impenetrables, pero el arte de hacer
cine también. En lugar de forzar la antítesis entre la divorciada y la
sacrificada por su marido, para más tarde decantar la balanza de las emociones
hacia uno de los bandos contendientes, el desarrollo del argumento otorga a
cada personaje un espacio moral propio, una legitimidad particular sobre sus
actos, por muy errados que sean. Así, Leila Hatami encarna con especial calidez
el personaje de Simin, el rival más débil del planteamiento argumental,
mientras que la entrega de Razieh hacia su familia no se acentúa sino que queda
oculta tras una religiosa y necesitada pobreza. En primer plano quedan los
personajes masculinos debatiéndose entre las mentirijillas por una buena causa
de Nader y lo impulsivo de Hodjat contra su propio bien. Mientras tanto, Asghar Farhadi realiza una elipsis
magistral, eliminando todos los detalles sobre la primera estancia de Simin en
el extranjero, recuperando la figura y el origen de toda la trama, la
separación de un matrimonio bien avenido, cuando la película ha cambiado de
género. Una hora más tarde, el asunto no es la familia moderna, sino un
presunto asesinato. Farhadi nos ahorra así unos conflictos de pareja donde
ambos tienen mucho que perder ante un público cuya identificación simbólica con
todos los personajes, cuya imparcialidad hacia los diversos conflictos
suscitados, cuya comprensión de las situaciones complejas resulta crucial para
sostener la atención durante 120 minutos sobre seis actores (dos matrimonios y
dos hijas) y sobre dos escenarios (la casa y el tribunal).
—¿El tribunal?
En efecto, el tribunal. Y es que
el film salta en un momento del dilema privado a la trama policial. Allí donde
el espectador pensaba estar asistiendo a unos detalles curiosos de la vida
iraní, un retrato de costumbres donde las devotas no pueden trabajar como
asistentas de los ancianos seniles porque la religión sanciona la presencia
desnuda del hombre y la bajada de pantalones resulta inevitable debido a la
incontinencia urinaria de los mayores; allí donde las niñas pequeñas juegan con
la bombona de oxígeno de los ancianos y esos mismos ancianos bajan —nadie sabe
cómo— a comprar el periódico, a ser atropellados y rescatados; allí mismo, sobre esas mismas escenas
apenas recordadas se instala durante la segunda hora de visionado la sospecha,
el suspense y el misterio. Que venga Hitchcock y lo vea. No conozco mejor
MacGuffin que este. Hacer que el espectador gafapasta se relaje, que piense
que está entre los suyos, que los próximos minutos seguirán siendo intrascendentes,
que el cámara tirará a la steadycam y
a los planos largos, que podremos continuar medio aburridos hasta el final. Y
entonces sucede: Nader llega a casa, halla a su padre atado a la cama y medio
muerto; Razieh se ha marchado en horario de trabajo y regresa unas horas más
tarde; Nader la despide acusándola en falso de haber robado, y ante la negativa
de marcharse, la empuja escaleras abajo; Razieh tiene un aborto, estaba preñada
de 16 meses. ¿Infanticidio o nada de eso?
De repente entra en juego el
estatus moral del feto, cuestión delicada en los países de herencia católica y
no digamos ya en el Golfo. De fondo tenemos, no olviden, el asunto de la
autoridad y el respeto que dimanan los mayores. ¿Por qué vincular el destino
del matrimonio Simin-Nader con la supervivencia de ese vegetal inerte y mudo
que todos llamamos Abuelo? Desde
una perspectiva cerebralmente antropocéntrica, solo los seres con conciencia
avanzada tienen valor moral, y por tanto, las acusaciones que se lanzan
Simin-Nader y Razieh-Hodjat («Casi matas
al abuelo» versus «Mataste a mi hijo») carecen de sentido. Dicho crudamente, los fetos de cuatro meses
y los abuelos sin memoria, según esta posición, son pura carne para hacer chóped.
Algo errado habrá en este punto de vista —digo yo— cuando juzgamos hasta cierto
punto válidas las razones de ambos bandos. El dilema está sobre la mesa.
Pero está, como todo aquí, hecho papilla por los sucesos. Nos tragamos con
cuchara, como si fuera un thriller, una reflexión teórica sobre la justicia y
la verdad. Si los agraviados demuestran ante el juez que el empujador (Nader)
tenía noticia del estado de la empujada (Razieh) la pena puede oscilar entre
los tres años entre rejas o los 40 millones de riales. Hodjat considera el
embarazo como una realidad evidente, cuya Verdad se descubre a plena vista, y
reclama que Nader jure sobre el Corán
su ignorancia. De poco valen estas tretas del Ancien Régime, que apelan a cierto sentido del miedo divino y de la
evidencia presencial metafísica, ante una judicatura comprometida con la
verosimilitud procedimental. El imputado es inocente hasta que se demuestre lo
contrario. Nader, por si fuera poco, no teme mentir con tal de salvar el
pellejo. Y vaya si lo hace.
Hay una escena que captura, en
una sola imagen, esta oposición entre la inminencia y el procedimiento, contrapunto desarrollado durante toda la
parte final, donde las pruebas, los juramentos y las declaraciones van
estrechando el cerco sobre Nader; claro que sabía del embarazo, pero nadie se
acuerda del todo, y menos aún el espectador. La escena en cuestión se
produce mientras Nader y Termeh esperan en el pasillo que antecede a la sala
del juicio, un tórrido cuartucho donde los interrogatorios se producen a medio
metro de distancia. Típica apariencia de un imputado: Nader tiene esposada su
muñeca con la muñeca de un policía/soldado
(los policías iraníes, haciendo honor a la verdad, tienen pinta de soldado).
Termeh, aunque no secunde con ganas ningún credo, parece apreciar muy mucho el
valor de la sinceridad, ese sustituto moderno del honor, y todavía tendremos
tiempo de verla llorar cuando la falsedad se imponga, en variadas y repetidas
ocasiones, sobre el decir las cosas abiertamente. Total, que la hija reclama la
promesa del padre. El padre accede y, en señal de verdad de la buena, levanta
la mano derecha, arrastrando la muñeca del policia/soldado
y quedando ambos con las falanges en vertical.
—¿Tú también?— pregunta
Nader.
Tu quoque, que dicen en otra lengua, no sé muy bien cual. Magnífico
interrogante para subrayar el conflicto entre los dioses del hogar y los de la
ciudad. Esta es la crítica invertida potente que avanzaba más arriba. No tienen
por qué coincidir, dice Sófocles en iraní, el Alá de estar por casa y la
religión oficial de Estado. En el caso
de Antígona el problema era el espíritu revanchista de las leyes en relación a
los traidores, cuyos cadáveres quedarán sin sepultura en el exterior de la
polis, mientras que el caso inverso resulta cierto para Nader y Simin. La
imparcialidad del proceso judicial propicia, en una situación nada kafkiana,
que la inocencia de quien se sabe culpable pueda continuar hasta mañana. Y de
ahí la poderosa crítica contra un sistema político donde el Corán sostiene la
Constitución, la Constitución sostiene el Código Civil, el Código Civil permite
que los fieles salgan en ocasiones perdiendo.
[Publicado originalmente en Libro de Notas. 10 de septiembre de 2013.]