12 de septiembre de 2013

«Tío, cómprate un perro.»

«Las páginas de tendencia de los grandes medios publicitan hasta la náusea las tendencias de los grandes medios, aunque su recepción en nuestra país sea muy minoritaria. [...] Estilos musicales apreciados por los inmigrantes como el raeggaetón, el kuduro o la cumbia, son considerados por los críticos como un pozo de degradación estética y sexismo. Es comprensible que a los aficionados a la música abstracta, digamos Stockhausen, les parezca que la música popular contemporánea es chusca y poco elaborada. No es el caso de la mayor parte de los críticos musicales, siempre receptivos a obras de aspiraciones irónicas poco innovadoras y mal tocadas si vienen avaladas por el New Musical Express. La mayor parte de la música que el occidente rico odia se baila en pareja y extremadamente pegado. Una pista de baile de raeggaetón es una especia de consumación de la pesadilla simbólica occidental: una masa sudorosa, apretada y sin ilustrar, coreando letras de alto voltaje sexual y proclive a la violencia.»

Al habla Cesar Rendueles, autor de Sociofobia, el libro de ensayo que todo simio con tableta debería consultar este otoño. Sociofobia es una arremetida contra el fetichismo cibernético, esto es, contra pensar que todo lo digital es oro. De Rendueles dirán que tiene el bagaje cultural de un Slavoj Zizek y la cadencia viejuna de un Jaron Lanier, pero con ambos comparte sobre todo su ironía y, hasta cierto punto, su retorcido sentido común. Para algo estamos ante el joven que abrevió la última antología de El Capital, haciendo de ese tochaco apolillado otro superventas de Alianza, y de Marx alguien cuya barba quieres tener como funda del móvil. Pero Rendueles también es humano y —nos atrevemos a señalar— algo moderno incluso. Y cuan Oscar Broc, sospecha de su propia tribu urbana. «Cuando leí La distinción de Bourdieu me quedé perplejo al comprobar que a todos los idiotas con estudios universitarios nos gustaba exactamente lo mismo: la fotografía en blanco y negro, los paisajes industriales, las disonancias musicales», señala el sociólogo madrileño. De ahí su apología del mainstream cultural plebeyo como reducto estético en la estela de Victor Lenore. Rendueles se interesa en la música y el deporte como fenómenos comunitarios, tengan componentes clasistas o de ningún modo. Así menciona, por ejemplo, las comunidades alternativas generadas por el northen soul o el hardcotre. Considera que las redes de intercambio de archivos audiovisuales en Internet parasitan de las escenas locales. Habrá quien discrepe, yo mismo dado el caso, pensando en Resident Advisor y mil sitios web que generan comunidad sin localización tangible alguna. Sea como fuere, la reciente prohibición de capturar imágenes en algunos festivales parece conceder la razón a los escépticos que juzgan excesiva la rémora de los smartphones en los conciertos. Para todos ellos, los enemigos del parásito digital, está escrita Sociofobia.

Miento. Rendueles tiene en verdad poco de ludita. «No tengo nada en contra de Internet —declara— ni de ninguna máquina en particular, salvo los todoterreno, algunas armas y el vocoder.» Su bestia negra, como hemos dicho, es la tecnofilia fetichista desligada de los problemas cotidianos que preocupan a millones de personas o deberían hacerlo según apagan la pantallita del consumo digital. Como nos dice Rendueles, «hoy mucha gente cree que la salida a los distintos dilemas a los que nos enfrentamos pasa por alguna clase de transformación tecnológica o cognitiva: producir software en vez de carbón, hackear en vez de sindicarse, ligar en Badoo en vez de en un bar», cuando en realidad las mejoras sustanciales de nuestra calidad de vida, aquellas que nos permiten vivir hasta los 90 y no morir en epidemias como mosquitos, vienen ligadas a innovaciones tan recientes como el motor de combustión. Como dijo hace poco Rendueles en su blog: «Históricamente, la tecnología que ha tenido efectos más explosivos en el incremento de la esperanza de vida y la reducción de la mortalidad infantil ha sido el alcantarillado, muy por encima de cualquier innovación biomédica. La recombinación genética y los robotitos son muy cool, pero sirven de poco si vives enterrado en tu propia mierda.» De hecho, incluso en las economías avanzadas la incidencia de las nuevas tecnologías sobre la productividad del trabajo viene a ser casi nula. Y, para más inri, «a pesar de las monsergas buenrollistas sobre la brecha digital, la verdad es que los pobres pasan más tiempo delante de la pantalla del ordenador que los ricos.» Cualquiera que haya enviado un curriculum por mail sabe la importancia de las relaciones cara a cara. O en otras palabras, ¿dónde están tus followers cuando tienes que buscar trabajo?

El ciberfetichismo también supone imaginar comunidades formadas por individuos que solo comparten las preferencias fugaces del momento. Esto es imposible, por supuesto, ya que ningún sistema de apoyo mutuo puede subsistir si depende en exclusiva de la motivación individual. El altruismo o la maternidad, entendidos como opciones de gusto entre otras, hacen peligrar el sustrato material de nuestra existencia. «Si los bebés tuvieran que esperar a que a sus padres les apeteciera cambiar sus pañales o darles la papilla, no sobrevivirían ni una semana», sentencia el padre Rendueles. (Por cierto, la pareja de Rendueles, Carolina del Olmo, acaba de publicar otro libro crucial sobre el cuidado y la maternidad, ¿Dónde está mi tribu?, donde desmantela la propaganda consumista para mamas y analiza la importancia de la socialización comunitaria durante los primeros meses del recién nacido en este mundo.) En verdad, tanto Cesar como Carolina apuestan por la fraternidad como modelo político. Ambos pertenecen a la primera generación española educada sobre bases puramente consumistas. Y ambos descubrieron tarde, gracias a la experiencia compartida de tener hijos, el carácter satisfactorio que puede tener la experiencia de la dependencia, el cuidar de alguien vulnerable. «Nos ha pasado un poco lo que al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca satisfacer su ambición con conocimiento, sexo, experiencias vitales, transformando el mundo… Pero nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de gritarle: “tío, cómprate un perro”.»

[Publicado originalmente en PlayGround. 9 de Septiembre de 2013.]