«Las páginas de tendencia de los
grandes medios publicitan hasta la náusea las tendencias de los grandes medios,
aunque su recepción en nuestra país sea muy minoritaria. [...] Estilos
musicales apreciados por los inmigrantes como el raeggaetón, el kuduro o la
cumbia, son considerados por los críticos como un pozo de degradación estética
y sexismo. Es comprensible que a los aficionados a la música abstracta, digamos
Stockhausen, les parezca que la música popular contemporánea es chusca y poco
elaborada. No es el caso de la mayor parte de los críticos musicales, siempre
receptivos a obras de aspiraciones irónicas poco innovadoras y mal tocadas si
vienen avaladas por el New Musical
Express. La mayor parte de la música que el occidente rico odia se baila en
pareja y extremadamente pegado. Una pista de baile de raeggaetón es una especia
de consumación de la pesadilla simbólica occidental: una masa sudorosa,
apretada y sin ilustrar, coreando letras de alto voltaje sexual y proclive a la
violencia.»
Al habla Cesar Rendueles, autor
de Sociofobia, el libro de ensayo que
todo simio con tableta debería consultar este otoño. Sociofobia es una arremetida contra el fetichismo cibernético, esto
es, contra pensar que todo lo digital es oro. De Rendueles dirán que tiene el
bagaje cultural de un Slavoj Zizek y la cadencia viejuna de un Jaron Lanier,
pero con ambos comparte sobre todo su ironía y, hasta cierto punto, su
retorcido sentido común. Para algo estamos ante el joven que abrevió la última
antología de El Capital, haciendo de ese tochaco apolillado otro superventas de
Alianza, y de Marx alguien cuya barba quieres tener como funda del móvil. Pero
Rendueles también es humano y —nos atrevemos a señalar— algo moderno incluso. Y
cuan Oscar Broc, sospecha de su propia tribu urbana. «Cuando leí La distinción
de Bourdieu me quedé perplejo al comprobar que a todos los idiotas con estudios
universitarios nos gustaba exactamente lo mismo: la fotografía en blanco y
negro, los paisajes industriales, las disonancias musicales», señala el
sociólogo madrileño. De ahí su apología del mainstream
cultural plebeyo como reducto estético en la estela de Victor Lenore. Rendueles
se interesa en la música y el deporte como fenómenos comunitarios, tengan
componentes clasistas o de ningún modo. Así menciona, por ejemplo, las
comunidades alternativas generadas por el northen
soul o el hardcotre. Considera que las redes de intercambio de archivos audiovisuales
en Internet parasitan de las escenas locales. Habrá quien discrepe, yo mismo
dado el caso, pensando en Resident Advisor y mil sitios web que generan
comunidad sin localización tangible alguna. Sea como fuere, la reciente
prohibición de capturar imágenes en algunos festivales parece conceder la razón a los escépticos que juzgan excesiva la rémora de los smartphones en los conciertos. Para
todos ellos, los enemigos del parásito digital, está escrita Sociofobia.
Miento. Rendueles tiene en verdad
poco de ludita. «No tengo nada en contra de Internet —declara— ni de ninguna máquina
en particular, salvo los todoterreno, algunas armas y el vocoder.» Su bestia
negra, como hemos dicho, es la tecnofilia fetichista desligada de los problemas
cotidianos que preocupan a millones de personas o deberían hacerlo según apagan
la pantallita del consumo digital. Como nos dice Rendueles, «hoy mucha gente
cree que la salida a los distintos dilemas a los que nos enfrentamos pasa por
alguna clase de transformación tecnológica o cognitiva: producir software en
vez de carbón, hackear en vez de sindicarse, ligar en Badoo en vez de en un bar»,
cuando en realidad las mejoras sustanciales de nuestra calidad de vida,
aquellas que nos permiten vivir hasta los 90 y no morir en epidemias como
mosquitos, vienen ligadas a innovaciones tan recientes como el motor de
combustión. Como dijo hace poco Rendueles en su blog:
«Históricamente, la tecnología que ha tenido efectos más explosivos en el
incremento de la esperanza de vida y la reducción de la mortalidad infantil ha
sido el alcantarillado, muy por encima de cualquier innovación biomédica. La
recombinación genética y los robotitos son muy cool, pero sirven de poco si vives enterrado en tu propia mierda.»
De hecho, incluso en las economías avanzadas la incidencia de las nuevas
tecnologías sobre la productividad del trabajo viene a ser casi nula. Y, para
más inri, «a pesar de las monsergas buenrollistas sobre la brecha digital, la
verdad es que los pobres pasan más tiempo delante de la pantalla del ordenador
que los ricos.» Cualquiera que haya enviado un curriculum por mail sabe la importancia de las relaciones cara a
cara. O en otras palabras, ¿dónde están tus followers
cuando tienes que buscar trabajo?
El ciberfetichismo también supone
imaginar comunidades formadas por individuos que solo comparten las preferencias
fugaces del momento. Esto es imposible, por supuesto, ya que ningún sistema de
apoyo mutuo puede subsistir si depende en exclusiva de la motivación
individual. El altruismo o la maternidad, entendidos como opciones de gusto
entre otras, hacen peligrar el sustrato material de nuestra existencia. «Si los
bebés tuvieran que esperar a que a sus padres les apeteciera cambiar sus
pañales o darles la papilla, no sobrevivirían ni una semana», sentencia el
padre Rendueles. (Por cierto, la pareja de Rendueles, Carolina del Olmo, acaba
de publicar otro libro crucial sobre el cuidado y la maternidad, ¿Dónde está mi tribu?, donde desmantela
la propaganda consumista para mamas y analiza la importancia de la
socialización comunitaria durante los primeros meses del recién nacido en este
mundo.) En verdad, tanto Cesar como Carolina apuestan por la fraternidad como
modelo político. Ambos pertenecen a la primera generación española educada
sobre bases puramente consumistas. Y ambos descubrieron tarde, gracias a la
experiencia compartida de tener hijos, el carácter satisfactorio que puede
tener la experiencia de la dependencia, el cuidar de alguien vulnerable. «Nos
ha pasado un poco lo que al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca satisfacer
su ambición con conocimiento, sexo, experiencias vitales, transformando el
mundo… Pero nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de gritarle: “tío,
cómprate un perro”.»
[Publicado originalmente en PlayGround. 9 de Septiembre de 2013.]