Telemadrid es
la única cadena de televisión —que yo conozca— que, antes incluso de que se
eligiera presidente a Mariano Rajoy, ya era perfectamente reconocible sin mirar
gracias a su a veces desconcertante discurso —ahora pasa un poco lo mismo con
TVE—. No había ni hay semana en la que no se haga noticia de cosas que no lo
son, como cuando algún universitario perroflauta hace alguna tontería propia de
un universitario perroflauta y se le convierte en ejemplo de una generación
viciada para el regocijo en la maledicencia de algún lector del diario Expansión, o se emite un reportaje en el
que se propone una visión de la realidad que no es del todo objetiva, que evita información respecto a temas que
podrían poner en evidencia al partido que controla la cadena.
Una expresión
habitual en sus noticiarios es «las amplias clases medias» para referirse a lo
que en otro contexto se podría llamar «mainstream».
Es lógico
considerar que para entender lo que son «las amplias clases medias» hace falta
pasar por el aro de ese discurso que versa: «todos somos clase media»,
entendiéndose, caritativamente, que ni el neoliberal más acérrimo cree en serio
que todos seamos clase media, sino que, al menos, la mayoría lo somos.
Yo no creo
esto de la misma manera que tampoco creo en otros discursos semejantes porque,
aun considerándome yo una persona de derechas, no estoy lo suficientemente
ciego como para no ver que este discurso es ideológico aunque, al igual que en
otros casos como el del «discurso heroico», podría considerar positivo, y es
por eso por lo que soy de derechas. Sin embargo, fomentar que todo el mundo
crea que todo el mundo es de clase media no me parece tan positivo; sobre todo,
al mezclarse con la católica y vanidosa cultura española.
El padre del fan medio de Melendi recogiendo excrementos de asno para elaborar abono. Deleitosa, Cáceres, 1951. |
Yo me
considero a duras penas de clase media, y hasta me gustaría poder declarar de
clase obrera (de clase baja), porque sí que me he criado en un ambiente de
clase baja con muchos amigos (casi todos) de clase baja, y la cultura de clase
baja es, en muchos aspectos, mi cultura (aunque el hecho de que mis padres
tuvieran estudios universitarios me convertía en mi entorno en una pequeña
minoría).
Esta
declaración que acabo de hacer podría considerarse extraña o hasta ofensiva,
sobre todo si esto lo lee alguien de un país en el que, al contrario que en
España, la mayoría de la gente, ya sean de clase baja, media o hasta alta, no
vive en pisos, lo que ha condicionado municipios en los que, al contrario que
aquí donde no es poco habitual que las clases medias y bajas vivan mezcladas,
sí hay guetos; en una sociedad como la nuestra, claro, es más fácil hacer calar
el discurso del «todos somos clase media».
El sociólogo
Sam Richards nació en un ambiente de clase obrera sin prácticamente opciones de
ir a la Universidad. Cuando consiguió entrar, fue, en un principio, un alumno
mediocre. Ahora es profesor de Sociología en una universidad de la Ivy League.
Lleva pendientes, un collar de hippie
y gafas de John Lennon. Se hizo famoso con un vídeo publicado por TED en el que
daba una charla sobre la empatía con maneras que podrían recordar a Steve Jobs.
En el vídeo explica un ejercicio mental para hacer al público desarrollar
cierta empatía con, por ejemplo, los insurgentes de Oriente Próximo. Es por
estas cosas por lo que se le tiene como a
uno de los «101 Most Dangerous
Academics in America», el título de un libro en el que se criticaba la
preponderancia del pensamiento progresista en las universidades americanas.
Es un concepto
recurrente en la sociología funcionalista (de ahí la charla de Richards, muy
influido, como es normal entre los académicos americanos, por las concepciones
analíticas de Mead o Whitehead) que el entorno de la persona es lo que
construye su concepto de sociedad.
Sin llegar a
tanto, va contra el sentido común que, en un ambiente de clases medias y bajas
mezcladas, se decante un grupo, ya sea de clase media o baja, que, para
defender sus propios intereses de clase, perjudique sus propias relaciones con
el entorno.
De hecho,
cuando en ciertos estudios sociológicos se habla, por ejemplo, de la relación
entre el altruismo de ciertas especies animales y entre los humanos, no se
suele comentar que el sentido de la sociedad de los animales se resume a los
individuos con los que interactúan. Con los seres humanos pasa exactamente lo
mismo (teniendo en cuenta cómo interactúan los humanos, sobre todo con las
tecnologías modernas), y ésta es probablemente la razón de, por ejemplo, esa
anécdota de la que habla Owen Jones en Chavs,
en la que le llama la atención que en un grupúsculo de la gauche caviar británica, entre los que se encontraban personas que
no eran británicos de raza blanca y homosexuales que se declaraban de
izquierdas, no se tuviera reparos en hacer escarnio de las clases menos
favorecidas con el uso del estereotipo de clase obrera que da nombre al libro:
el chav.
Las razones
por las que a Jones le afecta tanto algo así no son difíciles de discernir: en
otras partes del libro se pone como ejemplo de chavtown a Stockport, en el norte de Inglaterra, de la que Jones es
oriundo. ¿Cómo no le va a afectar, entonces, que cuando él, criado en un
ambiente de clase obrera con amigos y familiares de clase obrera, se moviliza
junto a partidos de izquierdas defendiendo los derechos de sus familiares y
amigos: la gente que le rodea; y siendo conocedor, además, de los prejuicios de
la clase obrera hacia las clases más afortunadas, prejuicios en los que se
acusa a la burguesía de ser desconsiderada y déspota, están esos burgueses,
delante de él, cumpliendo a la perfección esos prejuicios? ¿Cómo va a soportar
alguien de clase obrera que se deshumanice y ridiculice al entorno en el que se
ha criado de semejante manera, sobre todo por parte de personas que, encima, se
consideran los verdaderos defensores de la moral y la izquierda?
Reconozco que
en esto no puedo evitar identificarme con él; sólo que yo no soy tan tenaz, y
si ser de izquierdas es ser un chico pudiente con una moral sacada de Los Lunnies que no es capaz de
comprender que ser de izquierdas no es decir «soy de izquierdas», sino
comportarse en consecuencia a ello aunque no se diga, entonces yo no puedo ser
otra cosa que, otra vez, de derechas. Y Sam Richards, sociólogo funcionalista
de origen humilde, debe estar de acuerdo, porque es conocido por libertario
(aunque se le meta en listas de progresistas por estridente y llevar pendientes).
Lo más
kafkiano de todo este asunto, sin embargo, es que, como he apuntado en otras
ocasiones, la burguesía parece estar defendiendo sus privilegios apoyando a
partidos y concepciones políticas que son, en teoría, herederas de movimientos
obreros, pero que hace largo tiempo que dejaron de serlo, como es el caso que
comenta Owen Jones en su libro, del New Labour británico, de gran influencia en
las agrupaciones socialistas internacionales.
Hace poco
apareció en la televisión un diputado del PSOE del parlamento de la Comunidad
de Madrid hablando sobre cómo el PP estaba recortando los derechos de la clase
media. Este discurso es el mismo que el del núcleo perroflauta de DRY/JSF
(tiempo después de que haya pasado de moda manifestarse contra la crisis,
éstos, que ya estaban ahí mucho antes de que se pusiera de moda, siguen
«luchando» en la UCM). Pero ¿no sería lo propio que un diputado del PSOE
defendiera los valores obreros con o como la de «partido socialista obrero español» en lugar de perder el
culo por la clase media, que ya es, de por sí, una clase privilegiada? Y, peor
aún: ¿por qué un movimiento tan pretendidamente revolucionario como el 15-M
defiende lo mismo?
Lógicamente,
porque al referirse a «la clase media» se refiere, en realidad, a las personas
con un nivel adquisitivo cercano a la moda estadística (los que no son ni
pobres ni ricos). Y de esto tienen la culpa, según Owen Jones, la neoliberal
Margaret Thatcher y su antes referido discurso.
De los
ejemplos que estoy dando, se deduce que esto que critica Jones en su libro se
da tanto en España como en el Reino Unido, y
que se debe a aquello a lo que Jones culpa: el thatcherismo, que ha sido
un movimiento de referencia en Europa y, por lo tanto, su influencia ha marcado
la política española.
Se define a
los chavs como una subcultura de clase obrera, y no es ésta
la definición de un académico, sino una definición dada por alumnos de grammar schools en una encuesta.
¿Se imagina
esto en España? ¿Qué los alumnos de instituto definan a los canis, a las chonis
o a los pokeros como «subculturas de clase obrera»?
En el mismo
libro de Jones aparece una cita que podría dar una pista de por qué esto sí
pasa en Inglaterra:
To say that class doesn’t matter in Britain is like saying wine doesn’t
matter in France; or whether you’re a man or a woman in Saudi Arabia.
The making of the English working class
es uno de los libros que más han influido la obra de Jones. Y esto no es de
extrañar siendo como es una obra capital en las universidades británicas y
americanas.
Para empezar,
en su prefacio, al igual que en otros ensayos (nunca en los españoles; eso
significaría rendirse al plan Bolonia, y entonces las universidades españolas
dejarían de ganar tantos premios Nobel, como todo el mundo sabe) en los que se
hace un invasivo análisis histórico de lo que sea, E.P. Thompson da bastantes
justificaciones sobre cualquier falta a la sociología o a la ciencia en general
que pueda tener su ensayo. [1]
En todo lo
demás, The making… es heredero, como
es natural, de la sociología y las concepciones weberianas. Weber es, como es
sabido, un autor capital de la sociología con teorías sobre la cultura que se
suelen utilizar como base para estudios que luego, en España, suelen deformarse
para esquivar algo que está en ellos y en Talcott Parsons, y ese algo es que no
tiene nada que ver ser de cultura católica que de cultura protestante. La
religión cobra bastante importancia en cómo se formó la clase obrera en
Inglaterra. En los primeros capítulos se nos cuenta la correspondencia de un
pastor calvinista; se nos habla de cómo las concepciones religiosas influyeron
tal proceso, cómo surgieron los sindicatos ingleses en forma de asociaciones
ajenas al estado que defendían los derechos de un colectivo: como instituciones
de naturaleza liberal.
De hecho, si
yo siempre he sacado algo en claro de ver muchos talk-shows en prime time,
de lo que dice la gente en el INEM (SEPE) de Alcobendas y de las conversaciones
con mis amigotes de clase obrera, es que la gente humilde odia al estado, al
gobierno, al que culpan de la situación, y el 15-M fue la sublimación de ese
sentir general; situación similar a la de la formación de la clase obrera en
Inglaterra, las clases de arriba como enemigos auténticos, que cuando son
derrocadas, como dicen en Dr. Zhivago: «ya no hay zares», ya no hay enemigos, pero en una democracia, aún parlamentaria,
¿quién es el enemigo?
Como dice E.P.
Thompson, la clase obrera inglesa estuvo
presente en su propio nacimiento, y ese estado de conciencia colectivo fue
la razón de que esa masa subyugada a la oligarquía, al poder que ostentaba el
estado, con el rey a la cabeza, decidiera que no tenía ningún sentido que,
cuando ellos son los que mueven la economía de verdad con su fuerza de trabajo,
otras personas en absoluto productivas disfruten de la riqueza que ellos
generan. Cuando entendieron que toda la economía dependía de ellos, fue cuando
entendieron el inmenso poder que podrían tener unidos, como un colectivo de
clase.
Existe un
extraño discurso, que es independiente de la clase social (aunque el «todos
somos de clase media» también es independiente de la clase social por las
mismas razones que éste) que versa de esta manera: «el problema de España (o de
los españoles) es [inserte aquí la primera tontería que se le ocurra]». Lo
mejor de este discurso es que, puesto que se habla de un problema, que es algo
negativo, que incluye al que lo dice, como él también es español, nadie le
acusaría de, y por eso no parece plantearse, que lo que está diciendo puede ser
una gilipollez como un piano; aunque sea muy evidente que él no se considera
causa de los problemas de España, como buen conocedor de la respuesta, porque,
lógicamente, España es un país en el que todo el mundo tiene razón en que la
culpa de todo la tienen los demás. La versión más habitual de este discurso vendría
a ser así: «el problema de España es la envidia (los envidiosos)». Hasta se
puede justificar esto ad verecundiam
bajo la autoridad de un argentino ciego (que, por otro lado, no tenía ni idea
de lo que es España). De hecho, invito a quien quiera a hacer un drinking game viendo, por ejemplo, La Noria o 59 Segundos, en el que se beba un chupito cada vez que se oiga en
la televisión: «los españoles somos envidiosos» o algo por el estilo. No me
responsabilizo de los comas etílicos.
Sin embargo,
no se me viene a la cabeza ninguna justificación de esto derivada de mi
experiencia (y eso que yo sí me considero un auténtico envidioso; pero soy de
los pocos). Si, por ejemplo, tuviera que escribir una ficción costumbrista
sobre Madrid, difícilmente pondría a un personaje envidioso, pero seguramente
pondría a alguien quejándose de toda la envidia que hay a su alrededor, aunque
no la haya (lo que sí hay es fanfarronería y vanidad). De hecho, en esas
indignantes opiniones de taxista centroeuropeo que se pueden leer en Der Spiegel, por ejemplo, jamás se dice
que los españoles seamos envidiosos, sino que hablan del «orgullo español» con argumentos como «si los españoles lo
hacen todo tan bien, ¿por qué su economía va tan mal y la nuestra tan bien?».
Catolicismo contra protestantismo: el «la culpa el de los fuertes por abusar de
los débiles» contra el «la culpa es de los débiles por ser débiles».
Yo siempre he
interpretado esa apología de la humildad que hacen tanto, por ejemplo, ciertos
jugadores del Barça, como un residuo católico, pero lo mejor es que es un
argumento puramente conservador que favorece el mantenimiento del status de las
clases dominantes.
La clase
obrera inglesa luchó por sus derechos porque ellos eran la mayoría que movía el
mercado. No le pidieron nada a nadie. Lo cogieron porque les pertenecía, porque
era lo justo y lo lógico, y las clases dirigentes no pudieron hacer nada. Los
individuos que formaron la clase obrera se rebelaron contra un estado que
permitía su maltrato.
En un programa
de televisión en la época de Zapatero, aparecía el hijo de un aristócrata
enseñando a los españoles su gran casa en Andalucía, creo. Era un hombre de
hacia la mitad de la treintena, indudablemente guapo, pijo, Grande de España y
con un doctorado en Economía de una universidad norteamericana. Un hombre
privilegiado que, como tantos otros privilegiados, hace uso de sus privilegios
sin ningún atisbo de culpabilidad, quizás porque, viviendo en un ambiente
privilegiado, no se considera un privilegiado, sino una persona perfectamente
normal que ha conseguido sus privilegios
gracias a su esfuerzo y, supongo, todos los que están por debajo de él (el 90%
por ciento de la población) son una gentuza. Aunque esto pueda parecer una
conjetura, según va avanzando el programa, pasa algo muy interesante. Delante
de su palacio en Andalucía aparecen unos manifestantes que piden el expropio de
las tierras del latifundio y la entrega al estado del palacio. Cuando la
reportera del programa le pregunta al marqués qué opina de esto, él responde
con bastante suficiencia: «lo que quieren es quitarme el palacio para
quedárselo ellos». Como si no fuera exactamente eso lo que quieren,
explícitamente.
Las palabras
fueron éstas, pero fácilmente pueden sustituirse por «esta gente es una
envidiosa». Es muy fácil imaginárselo, como al señorito Iván de Los santos inocentes, hablando sobre
jerarquías y cómo el que la gente vaya a manifestarse delante de su casa es
producto de lo mal que está el país. A mí no me cuesta imaginarlo donando
dinero a los pobres, votando al PSOE o, como cuenta Owen Jones, formando parte
de esa clase alta y media-alta que se declara de clase trabajadora porque
trabaja. («Todos somos de clase trabajadora» es lo mismo que «todos somos de
clase media»).
A mí me cabrea
mucho ese discurso de «todos los que se meten conmigo es porque me envidian»,
aunque es verdad, sin pensar en por qué les envidian: por su talento o por la
posición que ocupan a pesar de su falta de él.
Durante la
última Eurocopa, con motivo de alguna de las muchas salidas de tono del
polémico Balotelli, se publicó en El País
un elogio del jugador que no es nada habitual en la prensa española. En el
escrito se articulaba el típico discurso del chico incomprendido que triunfa a
pesar de las muchas dificultades, que es un discurso que nos permitiría
remitirnos a Sam Richards y su idea de la empatía, y es un discurso común en
los medios norteamericanos: se trata de la idea, muy protestante, del sueño
americano.
Cuando
apareció este artículo, me llamó la atención que en un periódico como El País se publicara algo tan adverso a
lo que acostumbran los medios españoles (en oposición a los americanos) y,
lógicamente, lo retwiteé. Antonio J. Rodríguez, que parece vivir en una
realidad alternativa donde todo el mundo lee el Babelia, escribió una entrada creyéndose muy perspicaz por ver que
este «discurso heroico» es ideológico y
burdo, también dando a entender que es convencional.
Sin embargo, como estoy diciendo,
no lo es, y menos en la prensa de izquierdas. Un claro caso de esto es el trato
mediático de Cristiano Ronaldo (muy diferente, a pesar de ser un caso muy
similar, al que le dan a Mario Balotelli en ese artículo), razón principal
aquélla por la que yo siempre he considerado que estaba triste (si yo fuera él,
también lo estaría).
Cristiano está triste… ¿Qué tendrá Cristiano? Lógicamente, que la concepción helénica del heroísmo que mamó en la Premier choca con la católica moral española. |
Poco antes de
que se le fichara, la prensa británica decía cosas como que la gente iba a Old
Trafford sólo para ver a Cristiano. De la misma manera que es inconcebible que
unos chavales de instituto definan a los pokeros como «una subcultura de clase
obrera», es inconcebible que un medio británico (protestante y, por lo tanto,
inclinado al individualismo) acuse a Cristiano de ser alguien del que
avergonzarse, cuando en todos los aspectos exhibe valores admirables (excepto
en el vestir, por supuesto, en lo que es un repulsivo obrerete). Ronaldo es,
por si hace falta decirlo, un chav como una catedral. De familia muy humilde,
no ha recibido precisamente una educación muy esmerada. Lo raro sería que no
fuera, como es, un hortera. Por otro lado, no sólo es un jugador buenísimo,
sino que, además, es guapo y tiene un cuerpo digno de un Madelman. Desde muy
temprano en su carrera ha participado en campañas publicitarias en las que
aparece enseñando palmito. Sus pendientitos y pintas de Dolce & Gabanna de
barriada son comunes entre el canon estético en el que se debaten los jóvenes y
millonarios futbolistas de origen humilde. Ronaldo no lleva tatuajes porque, si
no, no podría donar sangre.
Sin embargo,
es uno de los jugadores más odiados por los medios en España, donde se le acusa
de ser un chulo y un maleducado, pero, ¿de verdad ha hecho algo para que se le
acuse de esto más allá de, simplemente, parecer serlo (según los medios de
clase media)?
Como digo más
arriba, algunos podrían pensar que es por envidia (eso tan español, ¿no?),
porque a la gente le gustaría tener un cuerpo como el suyo, o jugar al fútbol
tan bien como él (tener su éxito profesional), o ganar tanto dinero como él, y
le critican porque consideran injusto que alguien así gane tanto dinero.
Sin embargo,
es evidente que ésta no es la razón porque, si lo fuera, a los envidiosos les
afectaría el constante discurso de la envidia, y no es habitual que una mayoría
se rebele al mismo tiempo contra el mismo discurso que ensalzan.
Cristiano exhibe
con orgullo valores que la prensa española considera inmorales. Prueba de esto
es cuando se pone de ejemplo de conducta a Rafa Nadal. A Cristiano Ronaldo no
se le envidia en absoluto; se le desprecia con absoluta sinceridad, y él lo
sabe. Owen Jones diría que se le desprecia porque es un puto chav, y Rafa Nadal es el chico bueno y
limpio; Cristiano es el hortera malo; no tuvo la suerte de nacer en una familia
con dinero como la de Nadal, con todos sus privilegios.
Sam Richards
habla de la empatía como base de la sociología porque la empatía es, realmente,
la base de la psicología. Y la sociología se basa en la psicología. A mí me
parece profundamente desagradable toda esa especie de sociología postmoderna,
esas extrañas teorías de género que niegan la psicología, como explico en
«Paradigma, cosmovisión, cultura, complot». Por eso, considero que es muy
evidente que si Xavi, Messi o Iniesta no son como Cristiano, siendo de
ambientes similares, tal cosa se debe a que meramente están dentro de las
limitaciones psicológicas que su mediocridad física les permite; son bajitos y
no especialmente guapos ni fuertes, sin embargo, son tan buenos jugadores como
él, y están muy cómodos dentro de una cultura de herencia católica que castiga
a todo aquél que trate de erigirse sobre el resto, aunque lo merezca.
El bloguero
Popy Blasco, por ejemplo, es muy dado a esgrimir un argumento, de raíz
schopenhauriana, que es que él no se fía mucho de la gente que «no está
buena». [2] No se le puede culpar: está en la estela de ese principio en el que
los feos acaban proyectando sus complejos sobre todo lo que tocan, con un
carácter moldeado por la incapacidad de conseguir ciertas cosas de ciertas
maneras, que acaba por convertirse en ellos en una forma de ver la vida esquiva
y ruin. [3]
Nietzsche, de
hecho, asocia esto a la cultura judeocristiana: dualista, abstracta y defensora
de los débiles, y es aquí donde se ve que Cristiano Ronaldo sólo ha cometido el
pecado de ir con la cabeza alta, entrenándose a diario lo más fuerte que puede
para llevar, con más o menos éxito, su equipo a la victoria, en constante
defensa de sus valores de clase obrera (que a los pijos de los periodistas tan
desagradables les parecen), dar dinero a fundaciones, utilizar los insultos
como motivación, siendo un jugador que, en realidad, siempre juega limpio y que
no le falta al respeto a nadie: Messi, acostumbrado a ganar en un equipo que
juega para él —en su selección no hace tanto—, en uno de los pocos partidos que
perdió, le lanzó un balonazo al público; Iniesta, cuando va perdiendo, no le
sobra tiempo para ponerse a dar patadas; es muy fácil ser buena persona cuando
te va bien, pero Cristiano lo sigue siendo hasta cuando le va mal, porque
Cristiano es un monista magnánimo que está, como diría Nietzsche, del lado de
la vida, y eso se valoraba cuando estaba en la protestante Inglaterra, pero en
la católica España, es un ser despreciable: tiene que pedir perdón por ser
guapo y de origen humilde; no vaya a ir contra la cultura que durante siglos ha
mandado, no vaya querer erigirse sobre los demás (sobre todo sobre los que
mandan: un puto chav), aún magnánimamente, justamente, sin engañar a nadie.
Al principio
del documental de Michael Moore Capitalism:
a love story se nos muestra en tiempo real un desahucio. En España,
últimamente, tal cosa es, desgraciadamente, el pan de cada día. Pero en este
desahucio pasa algo muy peculiar. Los desahuciados (de raza negra: esto me
parece relevante), cuando se acerca el carpintero para sellar las puertas del
inmueble desahuciado, le preguntan si no se siente mal al hacer esto. «Es mi
trabajo» responde. «Pero usted también es de clase trabajadora» observa una de
los miembros de la familia. «A la gente que paga no se la echa de casa»
finaliza el carpintero.
Hay dos cosas
que encuentro fascinantes en esta situación: la primera es la conciencia de
clase de la desahuciada; la segunda es la total impiedad por parte del
carpintero: dos ejemplos de cultura protestante inconcebibles en España.
Las mejores
universidades del mundo fueron fundadas, en su mayoría, por calvinistas. En la
entrada titulada «Epílogo: el espectro político en España» hablo sobre la
extraña paradoja que me parece que gente que se declara de izquierdas sean a su
vez unos grandes admiradores de la cultura nortemaricana. Curiosamente, la
impresión que yo siempre he tenido es que la cultura americana no es que esté
influida por el capitalismo, sino que está deformada por él. Y esto lo digo yo,
que amo el capitalismo. ¿No sería lo lógico que alguien que se declara de
izquierdas no entrara al trapo de la maquinaria propagandística del capitalismo
que ensalza valores que benefician a autores como David Foster Wallace, Pynchon
o Franzen?
El mismo Owen
Jones es un claro ejemplo de cómo las sociedades protestantes, además de, como
exponían Weber o Talcott Parsons, ser mejores a la hora de entrar en la
dinámica del capitalismo, también crean mejores izquierdistas que sociedades no
tan buenas en el juego del libremercado. ¿Sería Owen Jones tan bueno si no hubiera
estudiado en una universidad como Oxford? ¿Por qué no traducen a Eloy Fernández
Porta y a Beatriz Preciado al inglés? ¿Complot del capitalismo? ¿De la cultura
anglosajona?
Yo creo que
no, porque hasta leer a Owen Jones, ni
yo ni nadie a mi alrededor siquiera llamaba «clase media» a la
burguesía, o «clase baja» al proletariado, ¡ni siquiera había pensado en qué
era la clase baja! Aunque Owen Jones podría aportar muchas ideas nuevas a la
izquierda, irónicamente, creo que si hubiera nacido en España, sí que se
quejaría por algo, y se quejaría en su casa, porque, hijo de nadie, en un país
donde ser inteligente no sirve de nada si eres pobre, ¿a dónde iba a llegar? ¿A
licenciarse mediocremente en Historia en la UCM porque el sistema educativo
público dedicó todo su tiempo a conseguir que la medianía sacara la mejor nota
posible en lugar de apoyar a los más aptos, y después, a los que lo tienen más
fácil, les mandan al Bachillerato de Excelencia, que todo el mundo considera
insultante, o al Bachillerato Europeo, que es un eufemismo del anterior? ¿Y
luego? ¿A meterse en un sindicato corrupto como UGT? ¿Cómo iba a atreverse,
encima, un puto chav de Stockport (o de Móstoles), a querer ir a Oxford a
erigirse sobre los demás, como ese hortera de Cristiano?
_____________________________________
[1] Sobre las diferencias entre
la intelectualidad española y las anglosajonas hablo en las entradas
«Paradigma, cosmovisión, cultura, complot» y «Reflexión».
[2] «La gente estúpida es
generalmente maliciosa, por la misma razón que los feos y deformes». (Arthur Schopenhauer, Sobre la
naturaleza humana.)
[3] «We find that unattractive individuals
commit more crime in comparison to average-looking ones, and beautiful
individuals commit less crime in comparison to those who are average-looking». (Naci Mocan, Erdal Tekin, Ugly
Criminal.)
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