[En La
Croqueta. Revista de Aprovechamiento
quiero sacar a la luz mis textículos más íntimos. No íntimos en el sentido de
un diario privado donde revele que soy gay, porque no lo soy y tampoco constato
mi día a día más allá de Facebook, Instagram, Wordpress, Blogger, Twitter,
Tumblr y alguna cosa más. La pesada carga del presente. Íntimos en el sentido
de escritos como realmente me sale del culo. Seguimos en el mismo campo
semántico de antes: les prometo que no estoy saliendo del armario. Estoy
hablando de trabajos forzados escolares, redacciones previamente desechadas por
publicaciones demasiado estiradas como para aceptarme tal como soy y me
presento. Esto puede sonar a auténtica mariconada, una exhibición sin
fundamento, pero tiene más de risas que de lágrimas, así que relájense, porque
no quiero, de verdad de la buena que no quiero confesarles nada. Que San
Agustín sea, en todo caso, quien me pille confesado. Así que echen un vistazo a
estas hojillas originalmente rellenadas para una revista digital que versa
sobre temas de arte contemporáneo (no diré cual) y que no llegaron a publicarse
por razones evidentes, palmarias, conclusivas. Irrefutables.]
Se cumplen no sé cuántos meses de la restauración del
Cristo de Borja, el fresco que desgració una espontánea haciendo del salvador
una imagen esférica. El meme definitivo del ser en Parménides. La boca está
calcada del Grito de Edvard Munch,
los ojos son una genialidad y la barba anticipa la paranoia hipster. Me han pedido que escriba sobre la rest-aura-ción, la devolución de la
dimensión aurática perdida, y podría copiar citas de Walter Benjamín del atlas
digital del Círculo de Bellas Artes hasta que me jubile y me hagan doctor honoris causa; no sería
la primera vez. Pero la etimología y la Escuela de Francfort son cosa de
aficionados. Así que imaginemos, ¿qué diríamos si mañana quisieran
restaurar la restauración del Cristo de Borja como quien quita la roña del
templo de Dendera y
piensa que los egipcios utilizaban bombillas? ¿Estaríamos a favor de
restaurar el Cristo de Borja original? ¿Quién tiene la última palabra sobre la
negación de la negación?
Empecemos por el refranero. No es cierto que quien
robe a un ladrón tenga cien años de perdón. En todo caso serán diez días o más
de cárcel, incluso si el susodicho aca de desvalijarte. El derecho privado tiene una función, que según Bernard Edelman es la
de proteger a los expropiadores de los expropiados. La monarquía española desde
los Trastámara ilustra a la perfección esta hipótesis. Es famoso el caso del
atracador que denunció y ganó el juicio contra el atracado por quedarse
atrapado en el sótano de su casa mientras realizaba su trabajo, esto es, el
atraco. Ni Theodor W. Adorno ni G. W. H. Hegel tienen la última palabra
sobre la negación de la negación.
Podríamos
entender, aunque no compartir las intenciones de los hipotéticos restauradores
de la restauración del Cristo de Borja. El daño está hecho y no puede
desandarse, como mucho acrecentarse. Destrozar
una obra maestra, como hizo Aleksandr Brener cuando grafiteó el símbolo del
dólar en verde sobre la Cruz blanca suprematista de Kazimir Malevich, o cuando
Pierre Pinoncelli aporreó con un martillo el urinario de Marcel Duchamp, no
tiene punto de comparación con la aberración superlativa que conlleva intentar
restaurarla. Ya lo dijo Bertold Brecht. ¿Qué hubiera sido de la estética
neoclásica si los griegos hubieran restaurado los colores del Partenón, ese edificio hortera en rojo,
azul y amarillo? ¿Qué del romanticismo manchesteriano si los Santiago Calatrava del siglo XIV
hubieran ampliado (o reciclado) la abadía de Kirkstall en lugar de dejarla a su
suerte? ¿Qué de la posteridad de la reforma gregoriana sin los apaños en el frontal de la Capilla Sixtina?
Y lo
mismo monta para el Cristo de Borja. La restauración de la restauración me
recordaría a los esfuerzos que hicieron los conservadores del parque natural de
Santa Cruz (EEUU) por restablecer el ecosistema precolombino de la isla. En
Santa Cruz pastaron los caballos, las ovejas y los cerdos desde la llegada de
los primeros colonos hasta que resultó más rentable estabular el ganado. Cuando
los campesinos donaron sus tierras al parque natural, los conservadores exterminaron a todas las ovejas para que hubiera nicho ecológico suficiente para el zorro rojo
precolombino. Pero entonces llegaron las águilas doradas, desconozco si pre- o
poscolombinas, pero águilas en último término que llegaron atraídas por los
cerdos, y que de paso esquilmaron la población de zorros. Momento en que
los conservadores introdujeron águilas calvas, con el fin de expulsar a las
águilas doradas, y aplicaron la solución final para los cerdos. Según las declaraciones de
Erich Aschehough, biólogo del parque natural: «Esta vez no habrá rehenes.»
La
situación de Santa Cruz y del Cristo de Borja es la misma: el intento de
devolver la dimensión aurática perdida, querer recuperar la versión original
lleva a joder la copia, que no estaba nada mal. Ya lo dijo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica; copio
y pego: «La autenticidad propia de una
cosa es la suma de cuanto, desde lo que es su origen, nos resulta en ella
transmisible, de su duración de material a lo que históricamente testimonia.»
¿O qué pensabais? ¿Que iba a desperdiciar la oportunidad de hacerme el pedante?
[Publicado originalmente en La croqueta. Septiembre 2014.]
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