Los dueños de
los garitos saben que la vida nocturna de una ciudad se estructura en torno a
la entelequia de la sexualidad local. Salvo en Pekín, donde según Miguel
Espigado son los occidentales los que principalmente salen y follan de
noche, o eso quiere creer él. Por esa razón, aquí como en la China, los dueños
de los garitos no hacen pagar a las mujeres. De nuevo hay excepciones, si tener
que salir de mi ciudad: Chueca aplica el principio de exclusión inverso durante
el Orgullo Gay, pero la lógica de estabular a las gallinas para facilitar la
labor a los zorros se repite allá donde mires. Basta mirar con atención. La
adolescencia típica de un madrileño heterosexual pequeñoburgués como yo
consistió en pagar la entrada a las sesiones de tarde de Kapital (la sala, no
el libro) para buitrear ad nauseam
corros muy prietos del sexo opuesto. El resultado se parece mucho a la batalla de Kruger,
una guerra sin cuartel entre un cocodrilo, media docena de leonas y muchísimos,
demasiados ñus. Para evitar confusiones, sepan que los ñus son ellas y las
leonas, nosotros. La figura solitaria del cocodrilo se la dedico al viejo sordo
de Kapital y su danza del peine, que bailaba cuando la música había terminado
para todos, pero no para él. Ay, el viejo sordo. Me pregunto si habrá muerto.
En SUMMA Art
Fair, la feria de segunda división que tuvo lugar la semana pasada en el
Matadero de Madrid, las galerías grandes no pagaron dinero, como las niñas
bonitas en la canción del barquero, porque se suponía que le daban a la feria
un caché del que todavía carece, dando por sentado que, si el sexo es el motor
inmóvil de la noche madrileña, en el mundo del arte la fagocitosis hace lo
propio. En las primeras páginas de un comic que tiene el mismo nombre, Fagocitosis, Marcos Prior y Danide
ilustraron, trayendo a nuestro tiempo la modesta propuesta que
Jonathan Swift publicó en 1729 para acabar con el hambre de los campesinos
irlandeses y sus hijos. Si según Swift, la solución consistía en legalizar el
canibalismo y que los pobres vendieran a los ricos la carne de su prole (“Concedo
que este manjar resultará algo costoso, y será por tanto muy apropiado para
terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres,
parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos”), Prior y Danide
imaginan que pasaría si una compañía llamada Marx Donald’s comercializase la
carne picada fruto de la clase trabajadora a un precio módico para la clase
trabajadora. Fordismo puro y duro: hubiera sido un éxito seguro en los años 50.
Pero el
fordismo es historia. El modo de producción dominante de nuestro tiempo, si
todavía puedo utilizar este vocablo marxista sin que me peguen una colleja a la
salida del metro, es posfordista en el
sentido de Sergio Bologna: centrado en las mejoras logísticas que facilitan
la localización [sic] de la cadena de valor. Lo que acabó con el poder de
chantaje colectivo de la FIAT de Turin, cuyos obreros montaban mal a posta los
coches cuando les negaban un aumento salarial, no fueron los bajísimos salarios
checos, que entraron en el mercado cuando el edificio Lingotto llevaba una
década cerrado, sino la trazabilidad que los japoneses impulsaron mundialmente
desde Toyota, que permite trazar, aislar y despedir a la cuadrilla responsable
del sabotaje. En el caso de la industria automovilística, la localización de la
cadena de valor llevó a una mayor división del trabajo, lo que supone que,
entre los costes de la fabricación y del transporte, el coche híbrido de mi
madre, un Toyota Prius recién comprado, contamine bastante más de lo que uno
desearía, aunque no
tanto como dicen.
Todo esto para
decir que en el mundo del arte pasa algo similar. Si en el sector industrial,
las titánicas corporaciones han diversificado su oferta fagocitando pequeñas
empresas hasta volverse prácticamente irreconocibles, hasta el punto que el
destino de las startups exitosas, desde Silueta hasta Instagram, consiste
básicamente en crear marca y venderse al mejor postor antes de que los
oligopolios las quemen a base de lupa como hormigas, en el mercado artístico
las cosas no son muy distintas. Los peces grandes viven de comerse a los
pequeños. Las ferias como SUMMA son a ARCO lo que la Masía al Barça: un
suministro de materia prima. El mundo del arte es tan grotescamente corporativo
que nada menos que Unilever, una de las compañías más versadas en el arte del larvatus prodere, de la diversificación
como estrategia para enmascararse cartesianamente, una compañía que lo mismo te vende los
helados de Frigo y Magnum que las cuchillas Williams o el desodorante Axe para
salir a matar esta noche, es la compañía que financia las
exposiciones temporales en la famosa sala de las turbinas de la Tate Modern
en Londres. Y no me extiendo más, que para eso mi padre ha escrito un libro
bautizado Contra el bienalismo (Akal,
2012), para que no tenga que venir yo ahora a repetir la palabra de mi progenitor
como, hacerme pasar por su ἄγγελος y
terminar crucificado como quien tú sabes.
En conclusión:
si el circuito artístico se arrodilla ante la máxima del gigantismo, o como
dice el lema de Pacific Rim
(Guillermo del Toro, 2013), esa película a caballo entre Godzilla y Transformers,
si la disyuntiva está entre Go Big or Go Extinct,
mejor extinguirse ahora que aumentar de tamaño como el imperio de Napoleón, que
los satíricos británicos comparaban con una rana que se hubiera hinchado hasta
alcanzar el tamaño de un burro, como el Burro
Grande de Fernando Sánchez Castillo, lo que ya revela la condición
intelectual del emperador. Y de tantos otros emperadores. Por sus orejas los
reconoceréis.
[Publicado originalmente en El Estado Mental.
29 de septiembre de 2014.]
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