¿Han leído los jueces de la Bienal
demasiada teoría poscolonial?
Que sepamos, Angola no tiene
grandes artistas contemporáneos. La antigua colonia portuguesa está excluida
del circuito artístico internacional. Desgraciadamente, ello no supone ninguna
rareza dentro del continente africano. Los africanos están en el centro de las
vaguardias históricas, dicen los libros de texto, no como creadores originales
de carácter individual, sino en bloque. África puede aportar mucho, según los
museos occidentales, ante una mirada europea con ganas de variedad y atavismo.
Pero más allá de Picasso la cosa pierde interés. Los compositores franceses de
los años 20 (Debussy, Ravel, los Seis) erraron muy fuerte cuando vieron el jazz
con una mirada colonial, juzgando la negritud como una tendencia que ellos
podrían despachar con Golliwogg's Cakewalk y algunos gestos coloniales
análogos. Según la versión oficial, la moda del jazz dura tres años
(1917-1920). Según cuenta el mito, esos trompetistas y saxofonistas venidos
hasta Paris anticipaban el mayor robo del siglo. Que los músicos negros de
Estados Unidos se hicieran con los oídos de medio mundo es algo normal. En casi todos los campos culturales el
interés por cierto grupo social suele anticipar la consolidación de una voz
propia, la emergencia y el respeto hacia algunos miembros señalados de la
tribu. Así, la novela hecha para mujeres (digamos: Pamela) anticipa la novela hecha por ellas (digamos: Cumbres Borrascosas). Sin embargo, algo similar no ha sucedido en las artes
plásticas. Apenas ha dejado creadores africanos la negrofilia de comienzos de
siglo. También en cuestiones estéticas, hasta nuevo aviso de coohunters, África sigue siendo una
fuente agotada de materias primas.
Este prejuicio viene además
confirmado por la 55ª edición de la Bienal de Venecia. Lejos de despejar
nuestras dudas sobre la actualidad del arte plástico africano, la concesión del
León de Oro al pabellón nacional angoleño transmite por contagio nuestras
sospechas hacia las oscuras intenciones poscoloniales del premio. Poco dados a la gesticulación altermundista, los
integrantes del jurado veneciano, herederos de una tradición expositiva donde
solo unos pocos países elegidos exponen en los Giardini, suelen ignorar las propuestas periféricas. La mayor parte
de los pabellones premiados en la historia de la Bienal enarbolan banderas
conocidas en el Atlántico Norte. Así pues, este cambio radical de postulados,
¿a qué razones responde? Cualquiera que
conozca el ritual de las políticas culturales, la jerga de los premios y su
aureola de blablablas, no puede tomar
en serio la oscura declaración de intenciones del jurado ante la prensa.
Según ellos, habían prestado «especial atención a los países que lograran dar
una idea original en la práctica extendida dentro de su región». Esto suena a
barra libre para juicios estéticos ad
crumenam. También señalaron haber sancionado aquellas muestras donde «la
naturaleza cooperativa» fuera «una experiencia palpable».
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