28 de febrero de 2015

Haya paz entre galeristas.

Se calcula que Leibniz escribía a caballo y dormía una media de tres horas del mismo modo que se calcula que Santo Tomás rellenó diez folios diarios desde el momento mismo de su nacimiento hasta el de su defunción: a ojo de buen cubero. Siguiendo el mismo criterio de vaguedad, Jacobo Siruela[1] ha bautizado ‘Casa Leibniz’ a una exposición paralela a ARCO donde las galerías están agitadas pero no revueltas, compartiendo espacio pero no negocio, primero paz y después gloria, aunque Leibniz, el filósofo de la mathesis universalis, que escribió prácticamente sobre todo, que tiene hasta unos tratados de cocina muy sabrosos, no escribiera ni una sola línea de valor sobre arte. Ni falta que hace. Una serie de chicos de los recados teóricos (Germán Huici, Marcos Giralt Torrente, Javier Montes, Oscar Alonso Molina, Estrella de Diego y Enrique Vila-Matas) se han encargado de confeccionar el nuevo traje del conde de Siruela: las cartelas de la exposición.

Unos (Montes, Alonso Molina) salen por peteneras hablando de galaxias y callando de galerías; otros (Giralt Torrente, Vila-Matas) cumplen satisfactoriamente su papel y otros, los redactores de catálogos de a duro la página, emborronan caracteres con espacios repitiendo el primum vivere deinde philosophari de toda la vida del Señor (Huici: “Frente a la labor del crítico archivista que organiza el arte en estilos, esquemas y rankings, seriándolo, difuminando la experiencia, se levanta la obra ofreciendo resistencia, esperándonos, pidiéndonos que posemos sobre ella nuestros ojos, que dejemos inundar por su presencia”; de Diego: “Gastar y malgastar el tiempo otra vez, de una manera del todo inusitada, porque tiempo es el mayor regalo para uno mismo y los demás. Gastar el tiempo como si sobrara”).

Con estas premisas afronta el público las dos plantas del palacio que el nieto de Cayetana de Alba ha alquilado en Madrid para hacer realidad el sueño de la armonía preestablecida leibniziana, que según Norbert Wiener, el padre de la cibernética, es un modelo del fascismo, aunque también puede serlo del mercado perfecto de Walras, donde los individuos están perfectamente informados y coordinados sin necesidad de interacción. Y es que el diálogo entre las obras se aproxima a cero. Casa Leibniz quiere ser una mónada sin puertas ni ventanas, como una especie de microcosmos que refleje en su interior el conjunto del arte actual español, una idea sin lugar a dudas más atractiva que la de ARCO, ese mercadillo malebrancheano de la ocasión donde ni Dios puede reconciliar lo que la res cogitans y la res extensa, el capitalismo y la inteligencia han separado.

Pero no es verdad en todos los casos que quien reparte se lleva la mejor parte, como lo demuestra la participación de Espacio Valverde en Casa Leibniz, la galería del noble organizador, que tiene una noticia buena y una mala que darnos. La mala es el cuadro de Lluis Vassallo sobre la historia de Zeuxis, que según Platón pintaba tan bien las uvas que engañaba a los pájaros; por desgracia, no puede decirse lo mismo de Vassallo. La buena es la pintura entre geométrica y metafísica de Elena Alonso y el gran bodegón de Jorge Diezma, dominado por una trompa cuya abertura central es una invitación a asomarse a una dimensión desconocida. Esta pieza forma un dueto interesante con la naturaleza no menos muerta que presenta el Espai Tactel: la pintura de un jarron azul volcado sobre la chimenea de Ana Barriga. Y es que la decoración interior del propio palacio interfiere muchas veces con las obras, como sucede especialmente en el caso de Diego Delas, cuya instalación Todas las posibilidades es un intento curioso pero fallido de crear una pieza site specific, utilizando la omnipresente chimenea como una suerte de doble diminuto de este mundo. El resultado, según el artista, puede analizarse desde un punto de vista sintáctico. Hagan la prueba y me lo cuentan.

Igualmente fallida es la sala a oscuras de Felipe Talo, cortesía de la galería Alegría, con unas velas puestas sobre unos paneles de pintura medio intuida, que aspiran a la condición de espacio místico y no llegan a la de pasaje del terror. Mucho más relevante es la dialéctica de la oscuridad y lo luminoso que establecen las dos obras situadas en la escalera del edificio: El último resplandor, de Antonio Fernández Alvira, y Las mil y una noches, de Ignacio Bautista. Ambos artistas comparten con Xavier Mañosa, artífice de una fuente de cerámica que parece hormigón, una preocupación formalista por el trompe d’oeil de los materiales (en el caso de Fernández Alvira y Bautista: el papel que simula ser madera) que no por canónico, más aún después de Jeff Koons, deja de ser interesante. En la misma línea el Salim Malla y su poliedro irregular compuesto de capturas de Google Maps, avalado por la galería Silva, que quiere plantear una reflexión sobre la geometría del urbanismo cuya superficialidad no está reñida con el mérito estético.


Con todo, la aportación más decisiva a Casa Leibniz viene de parte de la galería Ángeles Baños, que contribuye con una serie de fotografías rescatadas de los archivos etnológicos por Andrés Pachón, donde los soldados coloniales son reducidos a una escala ridícula comparada con la aparición de las manchas de la humedad y del tiempo sobre las imágenes. Pero sobre todo destacan los dibujos que ha realizado Manuel Antonio Domínguez sobre unos tratados de botánica donde se habla de ciertas flores hermafroditas, sobre las cuales ha dibujado Domínguez una conjunto de retratos bastante personales. Véase la presencia de individuos de sexualidad indefinida situados ante objetos de madera. En conclusión, Casa Leibniz no deja de ser sintomática respecto de la apropiación del nombre de filósofos de todo tipo de pelaje por parte de una industria del arte cuyo desinterés por la filosofía de tales personajes no desmerece ni mucho menos la calidad del proyecto, en este caso infinitamente superior y digerible por encima de la alternativa puramente comercial de ARCO y sus mini-yoes. 

[1] Copiamos y pegamos, a modo de fe erratas, la corrección que nos ha hecho Inka Martí en Facebook sobre la identidad nominal del comisario de Casa Leibniz: "Jacobo Fitz James Stuart o Jacobo Siruela es el editor (fundador y durante 30 años de Siruela, que vendió para fundar hace diez años Atalanta); es también autor ("El mundo bajo los párpados"); también conocido como Conde de Siruela -el titulo lo utilizó para firmar su Antologia de Vampiros. Es padre de Jacobo Fitz James Stuart, galerista de Espacio Valverde y comisario de Casa Leibniz. Es el clásico enredo producido por llevar el mismo nombre".

[Publicado originalmente en Eldiario.es. 27 de febrero de 2015.]

22 de febrero de 2015

El hipérbaton de Gregorio Morán.

En la página 423 de El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los letrados. Cultura y política en España, 1962-1996, Gregorio Morán cita La prodigiosa aventura del Opus Dei, el libro de Jesús de Ynfante que publicó en 1970 Ruedo Ibérico, la editorial de los exiliados en París, y resultó ser un exitazo, aunque según Morán se trata de “un libraco escrito literalmente con los pies”, pero el caso es que tenía

“la ventaja de que podían leerlo gasta los analfabetos; les bastaba con echar mano al índice onomástico y como en un listín telefónico, saber si estaban o no estaban, ellos o sus compadres. En el fondo, no sólo marcaba una nueva modalidad, hasta entonces desconocida en el mundo del libro español, sino un final de ciclo. La izquierda que marcaba tendencias, como diríamos hoy de manera descocada, se apuntaba al más patético de los panfletos. Denunciar, con la misma imprecisión de quien tira al plato y piensa que caza perdices, a la nueva masonería, que por cierto empezaba su ya definitiva decadencia. Incluso como instrumento garibaldiano, de combate y denuncia, llegaba demasiado tarde.”

Lo mismo puede decirse de El cura y los mandarines, un libro que, cual Palas Atenea remedando el dicho de David Hume, ha nacido olímpico de la imprenta, armado y deificado por los absurdos censores de la Real Academia de la Lengua que, en vísperas de la última edición del Diccionario, llamaron a sus socios de Planeta para decirles, en la lengua que sospecho que utilizará esta peña, que “aut Victor García de la Concha aut nihil”. Un cierre de ciclo para Morán; una lanzada a moro muerto que genera simpatías en la izquierda de moda. Una obra maestra. Pero esta historia ya está contada… principalmente por los periodistas que, habituados a entrevistar de oídas, acudieron a la presentación del libro en el Café Comercial de Madrid, una rueda de prensa con café y churros por cuenta de Akal, a preguntarle a Morán por lo divino (Podemos) y lo humano: las 800 páginas del ejemplar cuya lectura muchos pensaron abreviar acudiendo al índice onomástico que viene al final. 33 páginas de nada. Así cualquiera.

Y es que El cura y los mandarines parece escrito para ser más consultado que leído. La unidad máxima de sentido es el párrafo como compartimento estanco de información donde Morán aprovecha para desplegar su retórica de taxista y su erudición de detective. Las repeticiones son permanentes (¿cuántas veces tiene que recordarnos que durante el franquismo a la región de Cantabria se la llamaba La Montaña o simplemente Santander para que podamos darnos por enterados?) como si el lector fuera todo el rato un recién llegado a quien hubiera que recordarle que el narrador Juan García Hortelano era tremendo conversador pero como escritor poquita cosa, que el historiador Miguel Artola era cuñado de un ministro del ejército de Franco o que el filósofo Pedro Laín Entralgo era un mediocre farsante, por mencionar solo algunos de los epítetos que vienen adosados a los anti-héroes más recurrentes de este ajuste de cuentas homérico con el pasado. Morán solo alcanza cierta profundidad psicológica cuando retrata a sus favoritos: Luis Martín-Santos, Manolo Sacristán y Max Aub; esto es, los perdedores. Más precisamente, y siguiendo el mismo orden:

(i) un narrador cuya extensa obra póstuma queda en manos de tuercebotas como su padre o Salvador Clotas (a quien Morán le dedica su mejor invectiva: “Salvador Clotas es uno de esos misterios de la cultura catalana antifranquista, de quien se puede decir, sin exagerar, que su obra y pensamiento se podrían resumir en una línea, y está por escribir”); (ii) un marxista cuya capacidad analítica se ha desperdiciado hasta tal punto de que piensa en suicidarse a comienzos de los 70 (la herencia tampoco pinta bien: “Vistas desde la presente situación, las tesis cum laude de hace cuatro o cinco años eran investigación altísima. [...] Sin embargo, pese a su mediocridad, la fuerza que les da la formidable explosión del nacionalismo catalán hace más temible [este rebajamiento de los criterios académicos] de lo que acaso creas”, le escribe Sacristán a Emilio Lledó en 1979); (y iii) un exiliado que regresa a España para presenciar una escena que constata que escribir, como decía Larra, es llorar.

—¿Tienen ustedes libros de Max Aub?
—Lo siento, en esta librería no disponemos de autores extranjeros.

El resto es una aplicación del principio acuñado por Antoni Domènech en Sin Permiso: “Los libros de Gregorio [...] están llenos de descalificaciones ad hominem, de contextualizaciones históricas particulares, de juicios de intenciones y de todo tipo de apreciaciones inclementes y aun intempestivas. No es necesario coincidir con todas y cada una de sus apreciaciones —ni siquiera, tal vez, con la mayoría— para darse cuenta de esto: la “buena” crítica cultural y la “buena” historia político-intelectual, a diferencia de la  “buena” argumentación filosófica, exigen partir de algo muy parecido al temerario principio metodológico de la inclemencia.” Sin embargo, los golpes bajos del retratista, profesión a la que se ha dedicado Morán toda su vida, primero con Adolfo Suárez, luego con José Ortega y Gasset, más recientemente con Rafael Barrett y ahora con Jesús Aguirre —recordemos que El cura y los mandarines surge de una propuesta de Planeta de hacer una biografía del Duque—, no solo no aseguran la probidad analítica del retrato, pace Domènech, sino que terminan dejando ese barniz de intranscendencia que tienen las anécdotas elevadas a la condición de categoría. Afirma Morán que si solo atendemos a lo trascendente de cada época, hay algunas que podríamos saltárnoslas directamente, decisión quizás más acertada que la de convertir a uno que pasaba por allí, Jesús McGuffin Aguirre, en el centro de la cultura española desde mediados de siglo. Así nos hubiéramos ahorrado, por lo pronto, un capítulo sobre el Santander de posguerra, ciudad natal del cura Aguirre, repleto de apuntes del tipo: “Pero esto nos aparta de nuestra historia”.

El propio Morán reconoce finalmente, hacia la página 760, que el protagonismo que Ricardo Gullón atribuye a Jesús Aguire en su prólogo a Las horas situadas (“detrás de cada acontecimiento literario o cultural de la vida española está la mano, como mínimo una, ya fuera la derecha o la izquierda, de Jesus Aguirre”) es una afirmación totalmente infundada “porque no es lo mismo decir que está presente o pasaba por allí, a decir que sin su aportación difícilmente hubiera podido hacerse.” Y suma y sigue Morán: “Todo en este prólogo de Gullón dedicado a Aguirre es un inmenso hipérbaton, o un hipérbaton sobre otro hipérbaton, la exageración habitual para dirigirse antaño al conde-duque de Olivares o al de Lerma.” Si esto es cierto de un prologuillo, ¿qué será del tocho que tenemos entre manos?

El principio de inclemencia de Morán desemboca en hacer leña del árbol caído, pero a las especies protegidas ni las huele. A Camilo José Cela le llama “el abuelo golfo que cuenta chistes verdes en la mesa y pedorrea en los postres, y que mientras todos duermen, busca los papeles para manipular las firmas y quedarse con lo que haya”, una faceta oportunista y chabacana de su carácter más que resaltada públicamente por el afectado en vida. Pero cuando llega el momento de la verdad, recordarle a Cela su simbiosis con el franquismo, Morán, que tiene un sentido de la integridad demasiado elevado para el común de los mortales, se ofende por la estafa de Papeles de Son Amadans, la revista que Cela utilizó para contactar con los exiliados, publicarles y aplanarse la senda al Nóbel. Habrase visto semejante caradura: una publicación que nadie lee, montada con el dinero de un dictador venezolano. ¿Y todo lo demás? Morán menciona la conocida carta de 1938 donde Cela se ofrece como quintacolumnista en Madrid, pero se olvida de mencionar que su colaboración activa con el Régimen llega, como poco, hasta octubre de 1963, cuando informa al Ministerio de Información y Turismo sobre la presencia de 42 comunistas entre los firmantes de la “Carta de los 102”. Teniendo en cuenta la relevancia de este manifiesto en apoyo de las huelgas mineras en Asturias, una de las contadas ocasiones donde Morán les concede cierta valentía a los intelectuales del franquismo, hay que decir que la fama de viejo cascarrabias que tiene el autor, olvidadizo en esta ocasión con los delatores, está algo sobrevalorada.

Pese a que el subtítulo prometa un análisis de la cultura y de la política española entre 1962 y 1996, y pese a lo que sostengan los que ni se molestaron en quitarle el precinto al envío de Akal antes de redactar su reseña, el libro de Morán no versa tanto sobre la Cultura de la Transición o CT, esa sigla feliz de los historiadores de cuarta y quinta mano que darían para un capítulo de Victor Klemperer, cuanto de los años 60. No es solo un tema de espacio y de tiempo (Morán le dedica a 1962 la primera parte, a 1964 la segunda y a 1969 la tercera; la mitad del libro: 200, 150 y 50 páginas respectivamente), ni de personajes meramente (los verdaderos protagonistas del libro, como José Luis López Aranguren, nacieron antes de la Guerra Civil) sino ante todo de carácter: la indiferencia de Morán hacia cualquier intelectual que tenga menos años que él, como ha reconocido en diversas entrevistas diciendo que no le interesa la cultura española a partir de 1996, hace que los jovencitos de la Segunda Restauración Borbónica, hoy convertidos en los samuráis de su Continuidad, ni estén en El cura y los mandarines ni se les espere. Con los muertos es divertido hacerse el enfant terrible.

A los 70 dedica Morán sus reflexiones en abstracto más poderosas: esa que empieza diciendo que Die Verwandlung de Franz Kafka debería traducirse por La transformación en vez de La metamorfosis y luego sigue pensando la Transición a partir de esa pareja de conceptos, la transformación y/o la metamorfosis del franquismo en democracia, en lugar de la manida dicotomía de la reforma vs. la ruptura; o aquella donde recupera la obra de Manuel de la Escalera contra la justificación retroactiva de la censura franquista que afirma que después de la muerte de Franco no aparecieron grandes escritores previamente censurados. O aquella otra reflexión sobre la emergencia de los segundones del franquismo en las páginas de opinión de El País, escrita con ese vocabulario amplio y esa sintaxis deslavazada que es firma de Morán, a veces hasta el borde mismo del ripio o de la incongruencia gramatical.

El último capítulo del volumen, “Final con fanfarria”, es sintomático de la aproximación revanchista y generacional que caracteriza a Morán, pues es el único momento en que se adentra en los años 90, tras haberse despachado los 80 con cuatro flash backs a 1982 y 1988, la victoria del PSOE y el ministerio de Jorge Semprún, solo para informarnos finalmente, como en los títulos de crédito de las comedias románticas mantecosas, que los protagonistas comieron perdices y vivieron etcétera, solo que en este caso la heroína, quiero decir la droga, se interpuso en su camino: al psiquiatra Carlos Castilla del Pino se le mueren cuatro de seis hijos; al periodista Eduardo Haro Tecglen, cinco de siete. Y la lista sigue. He aquí, según Morán, la herencia de la llamada edad de bronce de la cultura española. Ya sabemos, según Hesiodo, cuál es la próxima.

[Publicado originalmente en Revista de Libros. 10 de febrero de 2015.]

18 de febrero de 2015

Alberto Cardín, Sobre el "maternalismo" español.

Como saben los allegados, estoy laborando en jornadas de doce horas en la Biblioteca Nacional con el objetivo de escribir una biografía intelectual de Alberto Cardín antes de que las obligaciones académicas me fuercen a aparcar mi entusiasmo y conviertan a este olvidado en un conocido de toda la vida, otro más, ad usum privatum. A modo de canapé de lo que estoy preparando, quisiera compartir uno de sus textos, curiosamente escamoteado en las diversas antologías que realizaron sus albaceas y colegas de Barcelona en los años inmediatamente posteriores a su muerte. Hablamos de “El pájaro en sazón, o el mal en María Zambrano”. Título menos viral imposible. Dada la bella maquetación de la revista que publicó este texto por primera y última vez, el número noveno de los imprescindibles Cuadernos del Norte, correspondiente a los meses de septiembre y octubre de 1981, he escaneado y subido el documento original. A riesgo de parecer redundante, no me resisto a transcribir aquí mismo los primeros párrafos, que tratan de un asunto crucial: la religión de fondo de los españoles, que no tendría tanto que ver con el catolicismo cuanto con el hablar de oídas y oír como quien oye llover, la asunción mística de lo inmanente como una madre impenetrable a la crítica lectora, lo que lleva a una fe del carbonero en la amada realidad con la que uno anhela comulgar. Ríase usted del wishful thinking anglosajón.


Hay una religión inveterada, más fuerte aún que la idea misma de religión. Nada tiene que ver con la voz de la tierra y de la sangre, sino con la repetición de lo informe en lo consabido, con la reproducción de tópicos que oculta la ausencia de pensamiento.

La religión organizada tiene que ver con ella en la medida en que es su más firme sostén, pero es ante todo el regimiento interior y exterior de quienes ni piensan ni se extasían, y lo que es peor, tampoco actúan de manera pragmática.

Es posible que este tipo de religión tenga más adeptos en España que en ninguna otra parte. Adeptos que no se cuentan solamente entre los vulgares, sino también entre los egregios, configurando esa especie de continuo unánime que caracteriza a la cultura española, y que según Américo Castro acontecía ya «cuando todavía no se llamaban españoles los castellanos y los leoneses».

Esta verdadera ortodoxia española, que une al vulgo con sus condiciones de existencia, previamente incluso a los proverbios, constituidos en punto de debate de un cierto habla culta, y que relaciona a los intelectuales con el acervo de lo archirrepetido para evitarles razonar, es la que María Zambrano reconoce bajo nombre de «materialismo español», esa tabuización del entorno, ese «dogmatismo afirmativo, existencialista, que postula, diríamos, la divinidad del mundo visible», o más aún que la divinidad, su maternalización, haciendo al intelecto impotente para pensarlo.

Este materialismo, en su forma devota, lo experimentó por vez primera María Zambrano en una iglesita de las afueras de Segovia dedicada a S. Juan de la Cruz. Fue allí, sin duda, donde por primera vez capturó el sentido de la primordialidad del amor, esa concepción propiamente española, continuamente consagrada por la vuelta a los místicos, de las relaciones entre mundo y verbo que impide todo lo que no sea balbuceo, acumulación caótica de notas, contraste sin paradoja, porque apenas existe contraposición de magnitudes.

***

Muy curiosa, ciertamente, esta creencia tan española en la preexistencia del amor, que en su forma intelectualizada se manifiesta en Ortega en las primeras páginas de sus Meditaciones del Quijote, a las que trata de «ensayos de amor intelectual».

Curiosa porque tiene todos los caracteres de un absorbente amor de madre que no comprende sino aquello que puede incorporar. María Zambrano, que atribuye muy apropiadamente este tipo de caridad a Ortega, lo explaya de manera inmejorable refiriéndose a Séneca, aunque tal vez no sea él precisamente el sujeto más adecuado para ejemplificarlo: «el pensamiento español, en sus horas más lúcidas, dice, cuando con entereza viril está más despierto, manifiesta una razón maternal, tan poco despegada de lo concreto y corpóreo, delicada y recia a un tiempo, tan imposibilitada de hacerse idealista, tan divinamente materialista».


Divinamente materialista, virilmente maternal, éstos son los atributos que mejor cuadral al medusino pensamiento español, al que algo mantiene estáticamente pegado a la tierra, absorbiendo desde allí cuanto al azar le llega, sin jamás pretender penetrarlo, siempre según el modelo que en la mística, tan alabada como forma de pensamiento, alcanza su paroxismo paródico; y el espíritu dotado / de un entender no entendiendo / toda ciencia trascendiendo.

[...]

15 de febrero de 2015

La estética de ISIS.

Hace una semana que ISIS quemó vivo a Muadh al Kasasbeh, un piloto jordano que los terroristas islámicos habían hecho prisionero a finales del pasado mes de diciembre y que al parecer querían intercambiar por Sajida al Rishawi, una yihadista kamikaze fallida que llevaba presa en Jordania desde 2006 y que fue inmediatamente ahorcada en represalia. Ignoramos si las ejecuciones son públicas en Jordania; imaginamos que por muy públicas que fueran nunca llegarían a alcanzar la publicidad que le ha brindado Fox News a ISIS al publicar en su página web el vídeo íntegro de la quema. Por no editar, no han editado ni los títulos de crédito en los que se invita a matar a otros pilotos que han participado en los bombardeos contra ISIS facilitando la dirección de sus hogares a través de Google Earth.
Partiendo del común rechazo moral que todos sentimos (o deberíamos sentir) hacia la pena de muerte, especialmente en sus formas más crueles y arbitrarias, el debate que ha suscitado el vídeo ha discurrido por los cauces de la ética periodística (¿dónde termina la información y comienza la morbosidad o el enaltecimiento?), de las comparaciones históricas aberrantes (ISIS ha quemado a un jordano; ¿cuántas negros ha quemado EEUU?) y de la hipocresía en las redes sociales (¿por qué Youtube y Facebook son tan puritanos para prohibir este video y permitir tropecientos similares sobre —digamos— la Guerra de Vietnam?) dejando a un lado lo que a mi juicio es el aspecto más notable del vídeo: su estética. Ponerse a analizar la estética del terrorismo no es ninguna frivolidad, aunque se hayan soltado muchas frivolidades sobre ella, como lo que dijo Karlheinz Stockhausen de que el 11S fue una Gesamkunstwerk wagneriana. No lo fue, por la misma razón que la destrucción de la Casa Blanca en Mars Attack! (Tim Burton, 1996) tampoco lo es. Una obra de arte total se mide por el artificio de su apariencia, no por su grado de realidad. En este sentido la caída de las torres gemelas tiene el mismo valor que un anuncio de Caprabo: puramente documental. Pero el caso es que el terror es un estado mental, una amenaza potencial concretable de tanto en cuanto, y nunca está de más analizar su apariencia fantasmal.
No hace falta decir que el vídeo de ISIS no es recomendable que lo vean las personas especialmente sensibles, no tanto porque sea violento o morboso, sino precisamente porque no lo es en absoluto. Los que quieran ver una snuff movie realmente indignante y vomitiva, más les vale revisar los clásicos del género (3 Guys 1 Hammer, por ejemplo) pues aquí ISIS no nos ofrece la típica imagen que obliga a cerrar los ojos, permitiendo que uno se reafirme en su papel de espectador comprometido, bienpensante y de izquierdas. Lejos del formato canónico de la grabación de un solo plano de duración, donde la mala calidad constituye una garantía de realismo documental en bruto, ISIS nos regala 22 minutos de puro arte, que hasta podrían llegar a ganar un premio en la sección de cortos de algún festival de cine hipster. No en balde tiene un montaje trepidante, una banda sonora edificante, un desarrollo de personajes coherente y una narrativa que, sin recurrir al truco del cliffhanger, deja a la espera de nuevas entregas. Como un capítulo piloto de la HBO.
No es ninguna frivolidad, insisto, señalar la influencia de Steven Spielberg en la primera parte del corto, donde ISIS reconstruye los orígenes del reinado de Jordania con una grabación delirante de caballos y tanques luchando en el mismo campo de combate, que parece referirse a la intervención de los anglosajones en la región después de la Primera Guerra Mundial. Por no hablar la gamefication o ludificación que presenta la segunda parte, donde unas infografías muy similares a las del Call of Duty ilustran una entrevista a al Kasasbeh sobre las fuerzas aéreas anti-ISIS, durante la cual la imagen del piloto jordano se encarna y virtualiza como si fuera un personaje de Assassins Creed. ¿Y qué decir de la tercera parte, la ejecución, que pretende mostrar la zozobra anímica de al Kasasbeh con unas técnicas de montaje psicótico directamente saqueadas de la serie Homeland? La ficción vuelve a verse superada por la realidad en lo que ésta tiene de artificio, de socaliña, de embeleco.
Esto no quiere decir que la guerra civil sirio-iraquí no haya tenido lugar, a diferencia de lo que pensaba Jean Baudrillard, que negaba la realidad sustantiva de la primera guerra del Golfo en base a su retransmisión en vivo y en directo. La conversión del conflicto militar en un producto de consumo, el fetichismo de la mercancía televisiva no oblitera la realidad efectiva de las personas que están sufriendo. Puede ser que los aviadores americanos experimenten los bombardeos en Siria como un mundo virtual perfectamente circunscrito a la cabina de control remoto de su drone, pero el caso de al Kasasbeh demuestra que esta no es la suerte de los pilotos jordanos, que se juegan la vida en un trabajo de dudosa catadura moral. Y digo bien: las imágenes más impactantes del vídeo no corresponden a la quema del piloto (todos los días se emiten en horario infantil escenas mucho más gores) sino al material de archivo que rescatan los terroristas sobre las desfiguraciones y las muertes civiles que son el daño colateral de cada día en este tipo de bombardeos indiscriminados.
A estas alturas del conflicto uno duda si seguir llamado terroristas a los militares de ISIS, por muy despreciables que sean desde un punto de vista moral, toda vez que el objetivo de su último vídeo es apartarse de la estética del terror que practicaron durante sus primeros meses de reconocimiento mediático internacional y sentar las bases de un ritual de Estado. Según cierta tradición libertaria, la única diferencia entre una banda de criminales y el gobierno son sus rituales, y en este campo ISIS ha demostrado su superioridad respecto del gobierno iraquí, que colgó a Saddam Hussein de una soga, y del reinado jordano, que ha hecho lo propio con al Rishawi. Como sucede con los documentales norcoreanos, donde los desfiles militares estilo asiático se dan la mano con las críticas a la sociedad de consumo que podría haber firmado un miembro de la Escuela de Frankfurt, el objetivo del vídeo de ISIS no es atemorizar sino dejar boquiabierto. Compárese con elblogdelnarco.net y adviértase la diferencia. Afortunadamente, contra lo afirmado por Ludwig Wittgenstein en el Tractatus, ética y estética no son ni mucho menos la misma cosa.
 Decía Michel Foucault en Vigilar y castigar que la función del castigo en el Ancien Régime era restablecer el cuerpo místico del rey, que había sido violado por el crimen y que volvía a su orden natural mediante la penitencia pública del condenado. Una concepción expositiva y retributiva de la justicia que comparten los nuevos antiguos regímenes de Oriente Medio, que van desde los wahabíes sauditas hasta los duodecimanos iraníes, pasando por ISIS, cuya principal innovación en este campo es su viralidad internauta. Nunca fue más cierto lo de que todo documento de cultura lo es al mismo tiempo de barbarie que cuando la estética convierte a la barbarie en un fenómeno de masas. No en balde, fascismo y fascinante comparten algo más que etimología. Cabe esperar que llegue a nivel global ese momento, que según Lynn Hunt tuvo lugar en Europa a mitad del siglo XVIII, en que la gente se canse de ver ejecuciones por streaming, pero hasta entonces solo podemos constatar la victoria estética de los terroristas y hacer como Leoncio en La república de Platón:
“cuando subía desde el Pireo por la parte de fuera de la muralla norte, se dio cuenta de que yacían en el suelo unos cadáveres junto al verdugo, y por un lado le apetecía verlos, pero por otro también sentía aversión y se echaba atrás; durante un tiempo estuvo luchando y cubriéndose el rostro, pero finalmente, vencido por su apetencia, abriendo de par en par los ojos echó a correr hacia los cadáveres y dijo: “¡Mirad, desgraciados, saciaos con este hermoso espectáculo!”.”

[Publicado originalmente en El Estado Mental. 13 de febrero de 2015.]

14 de febrero de 2015

Luis Gordillo, Una hermosa época para pintar un cuadro.

[Digitalizamos aquí un artículo de Luis Gordillo publicado originalmente en el suplemento cultural de El País el 29 de octubre de 1983, incluido en la antología final de textos del libro de Simón Marchán Fiz, Del arte objetual al arte de concepto; antología que por cierto no aparece en posteriores reimpresiones, vete tú a saber por qué motivo. Del texto cabe destacar el uso libérrimo de la cursiva y su humor, crítico con la teleología que aun hoy reviste la historia del arte de las vanguardias, reducidas aquí a la condición de mero culebreo. Lo mismo vale para el “ismismo”, la “posguerra de guerra soñada”, el dado de seis caras, la “papilla de ratas”, la “piscina de verde purísimo, iridiscente” y el “síndrome de Julio Iglesias”: metáforas muy acertadas en su mayor parte. En cuanto al homo flotador, nada que objetar a la categoría sociológica espontánea del artista, salvo la mezcla del latín y el castellano a la hora de acuñar la expresión, que debería rezar homo floator o no rezar nada en absoluto. Por lo demás, un servidor, que no ha pintado un cuadro en su vida, y tampoco está en edad de ponerse a ello, convida a sus lectores (en caso de haberlos) a que verifiquen la hipótesis de Gordillo. 32 años después, ¿parece que va a escampar o sigue nublao lo de la pintura?]


Cuando se quiere caracterizar el momento actual en pintura se echa mano de un argumento que es efectivo, incluso efectivista, pero de dudosa validez. Se dice: los ismos, el ismismo: naturalismo, impresionismo, cubismo, superrealismo, etc., como una culebra que se agita en volutas, han constituido un auténtico movimiento positivista, darwiniano, de proceso seleccionado hacia algo. Por el contrario, el momento actual, en el que vivimos, se conformaría como relajación de la culebra, en plena digestión después de ingerir un siglo de suculentos bocados ísmicos, mas dos guerras mundiales y alguna que otra revolución.

Yo diría que relajación, sí, la hay, aunque sería peliagudo y extensísimo el caracterizarla. Quizá estemos viviendo una posguerra de guerra soñada, frustrada, sin bombas ni sangre; viviendo el alelameinto, torpor y pasmo posteriores al error.

Lo que no veo tan claro es la calificación del anterior movimiento culebril como darwinian o positivista; estas palabras emiten sensaciones de sabiduría histórica, de finalidades éticas, de buena señalización en la autopista. Ese proceso, la culebra de los ismos, yo los veo más bien como el ritmo violento y desacompasado de lo esquizoide, de un hegelianismo mecánico de manera chirriante. El ir y venir de la pelota de tenis entre golpe y golpe, y a veces sin vida después de un fallo. Se me ocurre otro símil: el movimiento de un dado, de seis caras, claro; jugando con él se tiene la impresión de que es un objeto móvil, fluido y lleno de complejos matices; pero al caer muerto entre el tres o el cuatro, entre el seis o el uno, hay la sensación de un torpe y trágico destino gravitatorio.

El homo ísmico más que un positivista es un ser nervioso, un loco sonriente y deportivo.

Así, pues, el elemento específico a definir sería la posterior relajación, el momento de la digestión. También habría que concretar el tipo de hombre resultante: arriesgaría un apelativo para este nuevo ser, el de homo flotador; más adelante pasaré a explicarlo.

El hombre se ha parado, o más bien lo han parado, pero no se ha tranquilizado. Lo más característico de este nuevo prototipo en el que nos estamos convirtiendo es su condición de ser limitado, de estar siendo limitado por una multitud de situaciones: en la tierra no cabe más gente, las materias primas no son eternas, las guerras totales definitorias no son posibles, los arcanos mitológicos se han vaciado, el progreso corrompe la atmósfera y de alguna manera habrá que pararlo, la revolución ha terminado por ser una idea romántica, etc.

Eclecticismo y clasicismo.

Actualmente, en las artes plásticas se habla mucho de eclecticismo, y algunos osados incluso de nuevo clasicismo. En cuanto al primero estoy de acuerdo: si se encierran muchas ratas en un espacio pequeño, si se ponen muy nerviosas y si se mueven mucho, termina por producirse una papilla de ratas: es el eclecticismo por obstrucción de futuro, por carencia utópica.

En cuanto al clasicismo, no, no creo que vivamos una época que pueda destilar tan delicado licor; para ello haría falta una cierta serenidad, una manera lineal y prolongada de concebir el mundo, valores creíbles y creídos por una mayoría. Quizá pueda aflorar, tan solo un nuevo neoclasicismo decimonónico envarado y de cartón piedra. Yo llegaría a pensar, paradójicamente, que nuestro cínico posible clasicismo ha sido ese mundo épico de los ismos, violentos, entrecruzados, chocando con ruido a latas.

¿Y qué es el homo flotador? Es aquel cuya estética, y por tanto ética, es dejarse llevar, sobrevivir, flotar, ni un centímetro más alto o más bajo que el nivel del agua. No en vano la piscina verde purísimo, iridiscente, es uno de nuestros símbolos más queridos. Incluso flotar a veces es imposible. Nada de metafísicas, y si las hubiera deberán estar envasadas, pasteurizadas y ordenadas en los estantes del supermercado.

El homo flotador padece el síndrome de Julio Iglesias: por fin un arte democrático impuesto por el voto de la mayoría. Los marxistas partidarios del realismo socialista no hubieran podido nunca imaginar que el arte del pueblo podría llegar a ser una realidad por tal camino. Nada de epatadores y epatados; por el contrario, todos juntos creando a través de la publicidad nuestros ídolos favoritos. Ni un centímetro más ni menos del nivel del agua.

Milenarismo, sin duda; nuestro vicio favorito.

Ni clasicismo ni maduro eclecticismo, dicen que ni vanguardistas, pero ¡qué hermosa y chirriante época para pintar un cuadro!

1 de febrero de 2015

Unos hacen propósitos y otros, pronósticos de año nuevo.

Alexander Scott es mi bloguero preferido. En enero del año pasado escribió una lista de predicciones para 2014 donde asignaba una probabilidad entre 50% y 100% a que cierto evento hubiera sucedido o siguiera sucediendo en un periodo de doce meses. La lista incluía desde vaticinios sobre política exterior hasta alguno sobre asuntos personales, desde la probabilidad de que la guerra civil siria continuara en activo en enero de 2015 (60%) hasta la probabilidad de que él mismo siguiera viviendo un año mas tarde con Ozy, su follamiga sociópata camgirl graduada en estudios de género  (80%).
Curiosamente no acertó esta última predicción, pero sí aquella primera, del mismo modo que acertó su augurio sobre la supervivencia del gobierno iraquí (60%) y sin embargo anticipó equivocadamente sobre sí mismo que consumiría al menos un nootrópico semanal durante la segunda mitad de 2014 (50%), lo que confirma mi intuición de que nos sentimos más seguros sobre lo que va a pasar en Oriente Próximo que sobre lo que nos va a pasar a nosotros, lo que no implica que sepamos más sobre Oriente Próximo, sino seguramente menos. (Nota mental: defínase ese “nosotros”.)
El hecho de que Scott hubiera asignado sus probabilidades de una forma relativamente homogénea por deciles (8 predicciones con una probabilidad del 50%; 9 con una del 60%; 8 con una del 70%; etcétera) permitía comprobar hasta qué punto la probabilidad esperada para cada predicción individual se corresponde con el grado de acierto de su correspondiente decil. Y así se ha hecho. Estos son los resultados:


Of predictions at the 50% level, 4/8 (50%) were correct
Of predictions at the 60% level, 7/9 (77%) were correct
Of predictions at the 70% level, 6/8 (75%) were correct
Of predictions at the 80% level, 12/15 (80%) were correct
Of predictions at the 90% level, 7-0 (100%) were correct
Of predictions at the 95% level, 5-0 (100%) were correct
Of predictions at the 99% level, 6-0 (100%) were correct

Como puede verse, Scott ha subestimado la probabilidad de sus predicciones, especialmente las del segundo decil, que están 17 puntos por encima de lo esperado, pero teniendo en cuenta que él mismo contempló la posibilidad de subestimación en la última de sus predicciones (“59. I will end up being underconfident on these predictions: 50%”) y dada la sorprendente adecuación alcanzada en el cuarto decil (12/15; 80%) tenemos que quitarnos el sombrero ante este caballero. (Por cierto que subestimar la probabilidad de la predicción que predice la subestimación de la probabilidad las predicciones, incluyendo a esa misma predicción subestimada dentro del conjunto de las predicciones subestimadas, como hace Scott cuando atribuye una probabilidad del 50% a su última predicción, es un ejemplo de predicción que debería aparecer en un libro de Douglas R. Hofstadter.)
Siguiendo el ejemplo de Scott, he escrito mi propia lista de predicciones para 2015, a sabiendas de que intentar anticipar el futuro sin explicar qué hechos y qué teorías justifican mi anticipación tiene tanto valor científico como consultar al oráculo de Delfos, con la salvedad de que aquí nadie se consulta sino yo mismo quien a mi mismo me consulto, ganando en autoconciencia lo que pierdo en probidad científica y seguramente en capacidad profética, intuyendo que los individuos se diferencian no tanto por sus deseos (¿quién no desea el fin del hambre, la guerra y la pobreza?) cuanto por su expectativa en que tales deseos se hagan realidad y que uno es bastante pesimista en general. Unos hacen propósitos y otros, pronósticos de año nuevo.
     Una vez divididos en 10 sobre temas personales, 10 sobre política interior, 10 sobre política exterior, 5 sobre economía y una inevitable broma final, estas son las probabilidades que yo atribuyo sobre el hecho de que el 1 de febrero de 2015, dentro de doce meses:

1.   Yo no haya terminado mi tesis doctoral: 90%
2.   Yo no haya publicado un libro propio: 80%
3.   Yo haya publicado más de 80 posts en Castra Castro: 60%
4.   Yo haya publicado un artículo académico: 90%
5.   Yo viva con mis padres: 90%
6.   Yo siga saliendo con mi actual pareja: 60%
7.   Yo siga grabando programas de radio: 80%
8.   Yo haya aprendido a leer en un nuevo idioma: 50%
9.   Yo no haya viajado salvo por familia o trabajo: 80%
10. Yo no haya consumido cocaína: 99%

11. España siga siendo una monarquía: 99%
12. Podemos no haya ganado las elecciones generales: 70%
13. Podemos haya ganado alguna elección autonómica: 60%
14. PP y PSOE se hayan coaligado en las elecciones generales: 70%
15. Cataluña no se haya independizado: 90%
16. Euskadi no se haya independizado: 99%
17. Andalucía no se haya independizado: 99,99%
18. Haya más de 50 mujeres muertas por violencia de género: 80%
19. Haya más de 1.100 muertos por accidente de tráfico: 50%
20. Juan Carlos I haya muerto: 50%

21. EEUU no haya realizado una intervención terrestre: 80%
22. Francia sí haya realizado una intervención militar terrestre: 60%
23. Rusia sí haya realizado una intervención militar terrestre: 70%
24. China no haya realizado una intervención militar terrestre: 80%
25. Israel haya bombardeado Gaza: 70%
26. La guerra sirio-iraquí continúe: 70%
27. La guerra ucrano-rusa no continúe: 60%
28. La guerra centro-africana continúe: 90%
29. El gobierno afgano no haya caído: 50%
30. No haya un atentado terrorista en Europa o EEUU: 50%

31. El índice de Bitcoin esté por debajo de los 500€: 60%
32. La inflación en Venezuela supere el 100%: 50%
33. Haya más de 5 millones de parados en España (según la EPA): 90%
34. El PIB de China crezca menos del 8%: 70%
35. Grecia no haya salido del euro: 80%

36. Yo haya sobrestimado mis predicciones: 99%