Se calcula que Leibniz
escribía a caballo y dormía una media de tres horas del mismo modo
que se calcula que Santo Tomás rellenó diez folios diarios desde el
momento mismo de su nacimiento hasta el de su defunción: a ojo de
buen cubero. Siguiendo el mismo criterio de vaguedad, Jacobo Siruela[1] ha bautizado ‘Casa Leibniz’ a una exposición paralela a ARCO
donde las galerías están agitadas pero no revueltas, compartiendo
espacio pero no negocio, primero paz y después gloria, aunque
Leibniz, el filósofo de la mathesis universalis,
que escribió prácticamente sobre todo, que tiene hasta unos
tratados de cocina muy sabrosos, no escribiera ni una sola línea de
valor sobre arte. Ni falta que hace. Una serie de chicos de los
recados teóricos (Germán Huici, Marcos Giralt Torrente, Javier
Montes, Oscar Alonso Molina, Estrella de Diego y Enrique Vila-Matas)
se han encargado de confeccionar el nuevo traje del conde de Siruela:
las cartelas de la exposición.
Unos
(Montes, Alonso Molina) salen por peteneras hablando de galaxias y
callando de galerías; otros (Giralt Torrente, Vila-Matas) cumplen
satisfactoriamente su papel y otros, los redactores de catálogos de
a duro la página, emborronan caracteres con espacios repitiendo el
primum vivere deinde philosophari
de toda la vida del Señor (Huici: “Frente a la labor del crítico
archivista que organiza el arte en estilos, esquemas y rankings,
seriándolo, difuminando la experiencia, se levanta la obra
ofreciendo resistencia, esperándonos, pidiéndonos que posemos sobre
ella nuestros ojos, que dejemos inundar por su presencia”; de
Diego: “Gastar y malgastar el tiempo otra vez, de una manera del
todo inusitada, porque tiempo es el mayor regalo para uno mismo y los
demás. Gastar el tiempo como si sobrara”).
Con estas premisas
afronta el público las dos plantas del palacio que el nieto de
Cayetana de Alba ha alquilado en Madrid para hacer realidad el sueño
de la armonía preestablecida leibniziana, que según Norbert Wiener,
el padre de la cibernética, es un modelo del fascismo, aunque
también puede serlo del mercado perfecto de Walras, donde los
individuos están perfectamente informados y coordinados sin
necesidad de interacción. Y es que el diálogo entre las obras se
aproxima a cero. Casa Leibniz
quiere ser una mónada sin puertas ni ventanas, como una especie de
microcosmos que refleje en su interior el conjunto del arte actual
español, una idea sin lugar a dudas más atractiva que la de ARCO,
ese mercadillo malebrancheano de la ocasión donde ni Dios puede
reconciliar lo que la res cogitans y
la res extensa, el
capitalismo y la inteligencia han separado.
Pero
no es verdad en todos los casos que quien reparte se lleva la mejor
parte, como lo demuestra la participación de
Espacio Valverde en Casa Leibniz,
la galería del noble organizador, que tiene una noticia buena y una
mala que darnos. La mala es el cuadro de Lluis Vassallo sobre la
historia de Zeuxis, que según Platón pintaba tan bien las uvas que
engañaba a los pájaros; por desgracia, no puede decirse lo mismo de
Vassallo. La buena es la pintura entre geométrica y metafísica de
Elena Alonso y el gran bodegón de Jorge Diezma, dominado por una
trompa cuya abertura central es una invitación a asomarse a una
dimensión desconocida. Esta pieza forma un dueto interesante con la
naturaleza no menos muerta que presenta el Espai Tactel: la pintura
de un jarron azul volcado sobre la chimenea de Ana Barriga. Y es que
la decoración interior del propio palacio interfiere muchas veces
con las obras, como sucede especialmente en el caso de Diego Delas,
cuya instalación Todas las posibilidades es
un intento curioso pero fallido de crear una pieza site
specific, utilizando la
omnipresente chimenea como una suerte de doble diminuto de este
mundo. El resultado, según el artista, puede analizarse desde un
punto de vista sintáctico. Hagan la prueba y me lo cuentan.
Igualmente
fallida es la sala a oscuras de Felipe Talo, cortesía de la galería
Alegría, con unas velas puestas sobre unos paneles de pintura medio
intuida, que aspiran a la condición de espacio místico y no llegan
a la de pasaje del terror. Mucho más relevante es la dialéctica de
la oscuridad y lo luminoso que establecen las dos obras situadas en
la escalera del edificio: El último resplandor,
de Antonio Fernández Alvira, y Las mil y una noches,
de Ignacio Bautista. Ambos artistas comparten con Xavier Mañosa,
artífice de una fuente de cerámica que parece hormigón, una
preocupación formalista por el trompe d’oeil
de los materiales (en el caso de Fernández Alvira y Bautista: el
papel que simula ser madera) que no por canónico, más aún después
de Jeff Koons, deja de ser interesante. En la misma línea el Salim
Malla y su poliedro irregular compuesto de capturas de Google Maps,
avalado por la galería Silva, que quiere plantear una reflexión
sobre la geometría del urbanismo cuya superficialidad no está
reñida con el mérito estético.
Con
todo, la aportación más decisiva a Casa Leibniz
viene de parte de la galería Ángeles Baños, que contribuye con una
serie de fotografías rescatadas de los archivos etnológicos por
Andrés Pachón, donde los soldados coloniales son reducidos a una
escala ridícula comparada con la aparición de las manchas de la
humedad y del tiempo sobre las imágenes. Pero sobre todo destacan
los dibujos que ha realizado Manuel Antonio Domínguez sobre unos
tratados de botánica donde se habla de ciertas flores hermafroditas,
sobre las cuales ha dibujado Domínguez una conjunto de retratos
bastante personales. Véase la presencia de individuos de sexualidad
indefinida situados ante objetos de madera. En conclusión, Casa
Leibniz no deja de ser
sintomática respecto de la apropiación del nombre de filósofos de
todo tipo de pelaje por parte de una industria del arte cuyo
desinterés por la filosofía de tales personajes no desmerece ni
mucho menos la calidad del proyecto, en este caso infinitamente
superior y digerible por encima de la alternativa puramente comercial
de ARCO y sus mini-yoes.
[1] Copiamos y pegamos, a modo de fe erratas, la corrección que nos ha hecho Inka Martí en Facebook sobre la identidad nominal del comisario de Casa Leibniz: "Jacobo Fitz James Stuart o Jacobo Siruela es el editor (fundador y durante 30 años de Siruela, que vendió para fundar hace diez años Atalanta); es también autor ("El mundo bajo los párpados"); también conocido como Conde de Siruela -el titulo lo utilizó para firmar su Antologia de Vampiros. Es padre de Jacobo Fitz James Stuart, galerista de Espacio Valverde y comisario de Casa Leibniz. Es el clásico enredo producido por llevar el mismo nombre".
[Publicado originalmente en Eldiario.es. 27 de febrero de 2015.]
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