Giordano Bruno, un heroico furioso. |
Es intuitivo a cualquiera que
algo existe que se traga nuestra furia en pequeños montoncitos, y que lo hace
incluso —o quizás precisamente— cuando más la necesitamos. El error
está en creer que esta furia es aplacada por algo concreto —un error en el que
yo mismo caigo a menudo. No, nuestra furia no es aplacada por Siempre Así, ni
por Qué Tiempo Tan Feliz, y ni siquiera por las finales de la Champions.
Nuestra furia se disipa, más bien, en todas direcciones. La mayoría llegamos a
viejos en edad universitaria, y lo que nos queda de fuerza se distribuye
uniformemente entre todos los objetos y seres que nos rodean, ¡y el número de
estos objetos crece sin cesar!
Cada nueva
autopista o edificio, cada nuevo objeto que compro en el Ikea o en el chicuco
de la esquina, son cosas que portan cargas de sensualidad. Estas cargas —no
hablamos de nada físico— se refieren a los modos de usarlas. Las cosas se
presentan y suscitan su uso potencial. Cuando uso una cosa, debo ejercer un
esfuerzo sobre ella; cuando no la uso, todavía se me presenta, y debo elegir
evitarla, o lo que es lo mismo, no usarla. En ocasiones, incluso debo
reflexionar antes de comprender por qué no debo, o no quiero, usar algo en
particular. Este esfuerzo sostenido sobre las cosas se paga en términos de
fuerza, es decir, de furia. Y los objetos son cada vez más complicados y
difíciles de manejar. Imaginamos la fuerza de un ser humano como un pequeño
riachuelo que va frenándose con el roce de la tierra, con el encuentro de los
obstáculos más diversos, hasta que al fin forma un charquito, o simplemente se
seca por completo.
Del mismo
modo, la proximidad física entre humanos apaga nuestra furia, pues algo nos
afecta tanto más cuanto más se parece a nosotros; de donde se sigue que nada
nos afecta más profundamente que las otras personas. Existen, por tanto, pocos
artes más difíciles que el arte de cohabitar. La cohabitación nos exige
mantener nuestras percepciones de otros seres humanos dentro de la más absoluta
simplificación. Esta simplificación se ve relajada en ciertos márgenes dentro
de los cuales permanecen nuestros seres queridos, mientras que otros perfiles
típicos se abstraen a la medida de los ámbitos de relación que suscitan (el
tendero existe en su tenderidad cotidiana, como el revisor del metro en su
revisoridad), hasta desaparecer en la tiniebla de lo que, para nosotros, es una
persona absolutamente abstracta: el ciudadano común, la persona-audiencia, la
persona-voto, el fan. Estas operaciones de identificación, manipulación y
simplificación de perfiles nos obligan a una acomodación constante y basculante
con las otras personas, y así son rutinizadas por nuestro organismo.
Cuanto más
rutinizamos, es decir, cuanto más automatizamos nuestras percepciones y
acciones, menos energía consumimos. Se observa que la más mínima dispersión
respecto de nuestras rutinas tiene un elevado coste en esfuerzo, coste que
pagamos con un reblandecimiento de nuestro espíritu. También debemos aprender a
reblandecernos a voluntad, es decir, debemos ser capaces de infligir un castigo
sobre nosotros mismos a cada momento, y en particular sobre nuestra
individualidad. Ello se debe no sólo a que no podemos disfrutar de todos los
objetos y actividades que nos agradan, sino también a que debemos hacernos
simples y rutinarios a las percepciones de los otros, como la economía de la
cohabitabilidad exige. De lo contrario, seríamos sorprendentes; y toda sorpresa
es una dispersión que exige un subsiguiente esfuerzo de acomodación; luego...
Hemos visto
que nuestra furia languidece a medida que los objetos de nuestro entorno
aumentan en número, cada uno exigiendo a nuestro cuerpo percepciones,
decisiones y modos de uso particulares. Además, nuestra fuerza, que es la
fuente de nuestra furia, se apaga con la diversidad, pues cada nuevo tipo de
objeto es un nuevo modo de hacer, que alberga una nueva forma de afectarnos.
Ahora bien: también hemos dicho que ningún cuerpo disminuye más nuestra furia
que un organismo humano, pues éstos son los que más nos afectan, y los que
exigen mayor trabajo de acomodación mutua. Se sigue, pues, que debemos castigar
nuestra individualidad de muchas maneras y, sobre todo, vemos cómo una gran
medida de esta individualidad se pierde en términos de poder para enfurecernos,
para ser fecundos, abrasivos, originales, etcétera.
Cuanto más
invasiva, decidida, potente e inmediata es una acción, más cantidad de furia
puede ser liberada. En efecto, el hecho de que seamos capaces de domesticar la
furia a lo largo del tiempo, y a través de innumerables operaciones de acuerdo
y acomodación con las cosas vivas o inertes, implica bien que nuestra furia no
estará disponible para cuando la necesitemos, bien que ella se verá obligada a
manifestarse en formas más sutiles y mediatas. ¿No serán éstas las famosas
sublimaciones de Freud? ¿Acaso no advertís, queridos lectores, que vuestra
furia, como la de quien os escribe, ha quedado confinada a la inoperante
República de las Letras? Desde luego, la operatividad de la furia es
inasumible en las ciudades abarrotadas: la vida cívica sería del todo imposible
si se permitiera un gran número y variedad de acciones furiosas. Por esta
razón, la ciudad contemporánea necesita un buen número de repúblicas
abstractas en las que confinar esta furia sutilizada y mediata. Localización y
regulación de la furia: un pilar del civismo.
Así que la
furia sutilizada no se remite exclusivamente a la República de las Letras —esto
nos era obvio desde hace mucho.
Desde luego,
las consideraciones anteriores apoyan aquella famosa tesis meliorista de
nuestro querido Steve Pinker, quien piensa que la humanidad ha encontrado su way
out de la violencia (¿a quién hemos de agradecer este genuino
progreso, al fin? ¿A la sociedad de la abundancia, a la liberal
democracy, a la sociedad de la información? Pues cuando escuchamos los
clamores de progreso, ya estamos esperando a que nos digan quién o qué es la
causa de dicho progreso). Naturalmente, el declive de la violencia es sólo
aparente, circunstancial: se debe a que nosotros, pobres ciudadanos, hemos sido
largamente domesticados, y a que, cada día de nuestras vidas, nos hemos visto
obligados a cohabitar y, por supuesto, a convertirnos en commodities agradables
y poco sospechosas; commodities que viven apaciblemente entre commodities.
Rompamos los flujos y los ritmos de circulación de las commodities, rompamos
sus itinerarios: de inmediato veremos que la furia emerge, que se propaga
desenfrenada y en una forma tanto más brutal.
Sabemos
también que existe gente que no responde ante las obligaciones cívicas,
gente que puede permitirse imponer su furia cuando lo desea, furiosos
profesionales. ¿No son estos furiosos los cuerpos de seguridad del Estado, pero
también los futbolistas? ¿No admiramos a Sergio Ramos porque él puede
manifestar su furia en nuestro lugar? Y más aún debiéramos admirar a Mike
Tyson, brecha abierta en el régimen espectacular de domesticación de la furia.
Furia, ¡ah!, te revelas entonces como una producción social sujeta a las leyes
de especialización de todo lo demás. Quienes aplastamos cada día nuestra furia
e individualidad, ¿no debemos a Dick Cheney, JP Morgan, Florentino Pérez, así
como a las fuerzas del orden, este derecho nuestro a ser gente civilizada? ¿Y
no os sentís orgullosos de ser especímenes que confirman aproximadamente la
teoría de Pinker, quizás la última que el Espíritu de la Ilustración llegue a
fabricar? ¡Cómo podríamos negarnos a esto! ¡Ser vestigios de la Ilustración en
plena Edad Oscura!
Por otra
parte, ¿quién podría decir "menos furia", allí donde sólo hay más
progreso? Sin duda un impío, alguien desagradable, un furioso. Y nosotros,
¡nosotros somos unos sentimentales!
¿Cómo
podríamos demandar más furia, el derecho a estar furiosos?
Parece que
debemos conformarnos con seguir siendo todo lo poco piadosos que podamos.
Y dejar la
furia de lado como cosa de especialistas.
Steve Pinker, aquí TEDificando el hegelianismo sin contradicciones. |
[Jose Carlos Cañizares es James Doppelgänger en
Homo Velamine, revista ultrarracionalista de periodicidad aleatoria.]
Homo Velamine, revista ultrarracionalista de periodicidad aleatoria.]
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