6 de julio de 2014

¿Quién es la más bella del reino? La personalidad autoritaria a través del espejo.

Hay tantas teorías críticas del sujeto como autores forman parte de la teoría crítica. En el caso de Axel Honneth —por ejemplo— hallamos una denuncia de ciertas patologías sociales (alienación, marginación, explotación, etcétera) fundada sobre una noción de realización del individuo en sociedad donde las diversas variantes del reconocimiento desempeñan una función esencial y los referentes intelectuales siempre son fugas sociológicas o psicológicas de la misma tocata filosófica primigenia: el capítulo cuarto de la Fenomenología del Espíritu. En el caso de Walter Benjamin, sin embargo, sería excesivo intentar unificar sus juicios sobre el fetichismo mercantil y los apuntes de su infancia en una presunta sistemática acerca de la subjetividad judaizante durante la república de Weimar y el exilio francés; la gracia del ‘sujeto Walter’ estriba ante todo en la disparidad existente entre su nostalgia de señor mayor y la fascinación que mantuvo, su relación de amor-odio respecto del capitalismo, vistos ambos rasgos bajo los focos de su muerte a mano propia en 1940 —como puso Bertold Brecht en verso a modo de epitafio:

Imperios se derrumban. Los jefes de pandilla
se pasean como hombres de estado. Los pueblos
se han vuelto invisibles bajo sus armamentos.

Es un sesgo cognitivo inevitable entender la teoría crítica como una respuesta filosófica a esta situación, una forma de analizar el porqué del nazismo y sobre todo cómo evitar que vuelva de nuevo, tomando como premisa analítica que trece millones votantes —el mejor resultado no amañado de Hitler en las urnas— algún motivo debieron pergeñar para conceder su voto al NSDAP el 31 de julio de 1932. A la teoría crítica le compete estudiar el peculiar mecanismo de racionalidad que despliega semejante electorado utilizando el instrumental científico a su disposición con tal de entender la sinrazón política y sus (presuntas) razones internas —más allá de la jornada electoral. A  Para las preguntas que vertebran la discusión en esta sección de la revista Constelaciones (sobre todo la cuestión: «¿puede la teoría crítica explicar por qué, pese a que la coyuntura económica y sociopolítica es objetivamente insoportable, grandes agregados de población no reaccionan críticamente, sino con fatalismo o resignación?») no conozco mejor respuesta que la acuñada por Paul Lazarsfeld («una revolución en lucha requiere economía (Marx); una revolución victoriosa requiere ingenieros (Rusia); una revolución fracasada reclama psicología (Viena)»[1]), por lo que voy a meterme en la principal aportación científica de la teoría crítica a la psicología social: Los estudios sobre la personalidad autoritaria, sus aciertos y sus errores.
Así arranca la exiliada Escuela de Frankfurt: a caballo entre la sociología marxista, la cual subrayaba entonces demasiado los rasgos de clase media del voto nazi, cuando no recurría a la expresión ‘pequeñoburguesía’ como bálsamo de Fierabrás de nuestras inquietudes, y la Sex-Politik de Wilhelm Reich, cuya versión del psicoanálisis estipulaba que el instinto de muerte o Thanatos era fruto de la represión sexual externa, del sistema patriarcal igual que —contra la teoría oficial del Partido sobre el crack del 29— sostenía que la crisis social no traería la revolución sino el retorno de la autoridad político-parental reprimida; podría decirse que los miembros iniciales de la teoría crítica (sobre todo Eric Fromm y Theodor W. Adorno) recurrieron a la heterodoxia del psicoanálisis para corregir a los marxistas vulgares; su cejijunto pronóstico economicista.
Tanto monta que Reich también estuviera equivocado, que La psicopatología de masas del fascismo enfatizara demasiado el aspecto biosexual de la revuelta conservadora de entreguerras, que su análisis del carácter imaginara estratos profundos del individuo donde aparecía el presunto déficit ‘biopsíquico’ del socialismo, que su vitalismo mesmérico deudor de Henri Bergson terminara llevándole a postular la existencia de una suerte de energía inobservable —principio lumínico universal de toda vida— llamada orgón; los méritos relativos de sus discípulos tienen que evaluarse de manera conjunta y paralela. En palabras de la introducción metodológica a Los estudios:

Cabe dar por seguro que en Alemania los conflictos económicos y los trastornos en el seno de la sociedad eran tales que por esa simple razón el triunfo del fascismo resultaba más tarde o más temprano inevitable; pero los líderes nazis no actuaron como si creyeran que esto era así; en lugar de ello actuaron como si fuera necesario en cada momento tener en cuenta la psicología de la gente —activar cada gramo de su potencial antidemocrático, comprometerse con ellos, aplastar el mínimo destello de rebelión.[2]

Recordemos que Los estudios son una investigación realizada por Theodor W. Adorno, Else Frenkel-Brunswik, Daniel J. Levinson y R. Nevitt Sanford en el marco de una serie de publicaciones sobre la temática del prejuicio dirigida por Max Horkheimer cuyo objetivo consistía en demostrar —entre otras cosas— que la ideología antisemita no es exclusiva de Alemania, que el elemento presente en las distintas formas de repudio hacia los judíos no es un atributo intrínseco de la etnia odiada (pongamos: su carácter usurero) sino la estructura psicológica compartida por los haters, y por tanto, que las ideas racistas tienen un parecido de familia, una elevada correlación con otros factores de la personalidad presuntamente patológica de derechas como —por ejemplo— la intolerancia a la ambigüedad, entendida como la necesidad cognitiva de vivir en un mundo simple, regido por dicotomías muy sencillas y principios fáciles de seguir.
La gracia de la categoría en cuestión es que finalmente volvió contra los propios investigadores de la Escuela de Frankfurt (en el exilio de California) como un boomerang cuando algunas lecturas con lupa de sus datos revelaron la escasa ambigüedad que toleraron Adorno y cía a la hora de interpretar el contenido de las entrevistas (volveremos sobre ello) mientras que algunas investigaciones empíricas posteriores sobre grupos neonazis arrojaron elementos claramente refutatorios: lejos de implicar una imagen del mundo simplificada, sostener creencias contradictorias, como que hay un complot judío secreto que domina el mundo, contra todo pronóstico, conlleva una complejidad cognitiva alucinante. La intolerancia a la ambigüedad, con todo, tiene pinta de ser un aspecto coyuntural, algo que aparece en ciertas situaciones, no un rasgo permanente (como mucho estable) de la personalidad. Además, su valencia también parece contextual: será cosa buena apreciar la uniformidad cuando estamos trabajando en la teoría física del todo; no cuando buscamos pillar cacho de noche.
La hipótesis de partida de Adorno y cia era que las características psicológicas de quienes suscriben una determinada mentalidad autoritaria conforman una suerte de síndrome que puede detectarse indirectamente mediante encuestas y entrevistas porque los factores determinantes de la personalidad se reducen en última instancia a disposiciones de respuesta ante ciertos estímulos verbales, de modo que podemos cuantificar los resultados en un continuum cardinalmente ordenado (primero llamado Escala A de ‘antidemócrata’ y luego, desde la inclusión de Adorno en el proyecto, F de ‘fascista’) a partir del cual extraer tipos ideales y establecer correlaciones entre las ideas conservadoras, el pensamiento estereotipado, valorar mucho el éxito laboral, el optimismo sin proporción o terminar idealizando muchísimo a tus padres.
El problema de conjugar escalas y tipos ideales es que uno no debería concluir —como Adorno y cia hicieron— que la población se divide en grupos de facto discretos y que la gente tiene una mente-masa («La crítica de la tipología no debería ignorar el hecho de que cantidades importantes de población no son, o nunca fueron, 'individuos' en el sentido tradicional de la filosofía del siglo xix»[3]) cuando la tipología avanzada apenas abarca los casos límite y la escala de Los estudios no es reversible, mucho menos uniforme. Los estudios ignoran por completo las puntuaciones intermedias de la gradación autoritaria, centrándose en exclusiva sobre las figuras situadas en los extremos, idealizadas bajo los nombres propios de Mack y Larry, dos personae que refuerzan la sensación de disyunción excluyente que atraviesa en todo momento la publicación. Mack es el autoritario por excelencia, vale, ¿pero Larry? Según Adorno y cia, quienes carecen del síndrome de la autoridad no tienen mucho en común porque «resultan mucho más diversos» que sus oponentes fascistas.
Los resultados, sin embargo, apuntan (o deberían apuntar) en la dirección contraria: si la escala fuera uniforme reversible, bastaría con invertirla para que las ideas liberales y progresistas comenzaran a delinearse sobre el trasfondo de los atributos que carecen. Pero no lo es: si repasamos las entrevistas individuales, Mack y Larry tienen muchos puntos en común, oportunamente malversados por Adorno y cia, cuyas intuiciones y sospechas sobre los entrevistados dejan mucho que desear. Hagamos una simple prueba: las palabras que aparecen a continuación, querido lector, ¿diría Usted que son de Mack (autoritario & conservador) o de Larry (liberal & progre)?

Me parece que una chica deber mantenerse virgen hasta los 21 o los 22. Si no quisiera casarse o tuviera estudios, estaría bien entonces tener un affair con un hombre no casado siempre y cuando se mantuviera en silencio y con discreción para evitar que los estándares morales se rebajen.[4]

Son de Larry.
En descargo de los artífices del estudio tenemos que reconocer que el número de factores tenidos en cuenta vuelve prácticamente imposible que todos los perfiles coincidan uno por uno con nuestra imagen intuitiva del cuerpo social. El objetivo de las ciencias sociales consiste —además— en interrogar esos prejuicios poniendo entre paréntesis nuestras ideas de estar por casa, como cuando ciertos estudios hechos a partir del experimento de Milgram (¿hasta qué punto estamos dispuestos a torturar a una persona inocente solo porque cierta figura de autoridad lo exige?) concluyeron que porcentajes sustanciales de individuos no autoritarios, personas que habrían rechazado el mandato, no culpaban tanto a la autoridad cuanto a la persona que obedecía órdenes ajenas, juzgaban más reprobable el servilismo que la incitación a la tortura, lo que en parte confirma nuestros prejuicios sobre el secreto desprecio de la progresía hacia sus lacayos, las capas sociales que viven del Estado y están prestas a opinar en conformidad a su departamento o caudillo de sección burocrática. El asunto de discriminar limpiamente entre autoritarios y el resto forma parte del problema que más ocupados tuvo a los seguidores y a los opositores de Los estudios, a saber: ¿existe una personalidad autoritaria de izquierdas?
Para gustos, los colores: (i) los hay que insisten en respetar el vínculo original del autoritarismo con la derecha política vagamente definida, como cuando Bob Altemeyer desvincula la interpretación psicoanalítica de los hechos empíricos recogidos por la exiliada Escuela de Frankfurt y decide elaborar una nueva escala con menos factores (solo tres: sumisión autoritaria, agresión autoritaria y convencionalismo) aunque luego su noción de Right Wing resulta inoperante porque reconoce a votantes de cualquier partido, incluidos estalinistas y trotskistas de estricta observancia a la vanguardia; (ii) los hay que afirman que el espectro ideológico de izquierda vs. derecha no puede abarcar la entera complejidad del fenómeno psicológico, que tiene bastante de contextual y transgrede cualquier posición política concreta, siendo Milton Rokeach y Hans Eysenck los principales promotores de las alternativas más conocidas, la escala del Dogmatismo y la de la Dureza Mental, respectivamente, (iii) los hay que llevan décadas aportando evidencia empírica a favor y en contra de la conjetura sobre la existencia de un autoritarismo izquierdista, una hipótesis que Edward Shils puso en circulación tomando como evidente el carácter represor del socialismo realmente existente y aventurando que los militantes comunistas en Occidente quizá exhiban algunas patologías mentales, cosa que Gordon Di Renzo mostró falsa para el caso de los miembros del Partido en el Parlamento italiano, aunque determinadas investigaciones hayan recuperado últimamente la taxonomía para comprender la nostalgia del mundo soviético que tiene lugar en ciertas partes de Europa del Este, donde las bromas de los Simpsons sobre nazicomunistas se han vuelto realidad efectiva —véase el Partido Nacional Bolchevique que acaudilla en nuestro querido escritor rusófilo Eduard Limonov). 
Dependiendo de la versión y del bando en el debate que uno escoja, variará mucho la película que veremos en pantalla, y así respondo de una vez a la pregunta que vertebra este artículo: si uno prefiere la última variante, aquella que promete resultados relevantes en términos de análisis crítico de la realidad política actual en sitios como Hungría o Crimea, es cierto que estará violando la letra de la Escuela de Frankfurt (nunca llegaron a plantear la existencia de un autoritarismo de izquierdas) pero lo hará en nombre del espíritu contrarian de Adorno y cia; ahora bien, si uno escoge una lectura contextual del fenómeno, como es mi caso, entendiendo que las reacciones autoritarias son una cosa coyuntural que tiene que ver más con los riesgos y la falta de certeza en una situación concreta, que los rasgos del carácter resultan muchas veces nimios cuando estamos estudiando las creencias ideológicas de cada quien, que la política (en el mejor sentido del término) consiste precisamente en descabalar este tipo de taxonomías sociológicas y psicológicas, en ese caso —insisto— el programa original de la Escuela de Frankfurt es un 0 a la izquierda. 
¿Qué razones podemos desplegar a favor de nuestra posición escéptica, contraria a cualquier pretensión de establecer puentes entre el análisis político y la psicometría y el análisis político? La principal objeción contra este vínculo putativo entre las intenciones expresadas en las encuestas y la conducta observable de los individuos se halla en un artículo de Richard T. Lapiere, “Attitudes vs. Actions”, donde se comunica la divergencia existente entre los resultados psicométricos obtenidos sondeando el racismo en el sector hostelero (solo 1 de 256 regentes sondeados respondió que aceptaría clientes de raza china en hotel o restaurante) y la uniforme bienvenida que obtuvieron dos chinos amigos del autor cuando visitaron esos mismos establecimientos: esta divergencia entre actitud y acción resulta tanto más chocante cuanto que los psicólogos sociales suelen suponer que la mentalidad autoritaria es políticamente incorrecta, que los sujetos de derechas se avergüenzan de expresar abiertamente y en público sus ideas, aunque luego su conducta responda a los patrones del marginador, maltratador, explotador, etcétera; pero también puede pasar a la inversa, que alguien reciba un cuestionario de la fundación Rockefeller (la institución que financia a Lapiere en 1933) y sienta la comodidad como para dar rienda suelta a sus más secretas inclinaciones, aquellas que los principios del douce commerce sugieren no confesar delante del cliente, ese que —según dicen— siempre tiene la razón. Otro caso de nuestro estimado sociólogo:

Sentado en mi escritorio de California puedo predecir con un alto grado de certeza lo que va a responder qué un hombre de negocios 'promedio' de una ciudad promedio del Medio-Oeste ante la pregunta: “¿Mantendría Ud. relaciones sexuales con una prostituta en un lupanar parisino?” Sin embargo nadie puede predecir, menos aun el propio sujeto, qué haría de hecho si por alguna desdicha tuviera que vérselas cara a cara con la situación de marras.[5]

Según Lapiere, las encuestas solo miden las actitudes del encuestado ante una situación hipotética, su capacidad predictiva en términos políticos resulta, por tanto, inversamente proporcional a la implicación de la ciudadanía en el proceso político, el grado de unidad que tenga la política respecto de nuestro existir cotidiano: en este sentido, la adecuación entre los resultados electorales y los sondeos de intención de voto no solo indica la profesionalidad de los investigadores, sino también que para muchos la política es algo formal, meter un papel en una urna de tanto en tanto. Afortunadamente, Adorno y cia estaban analizando la mentalidad de los habitantes y estudiantes de California, sabiendo que Estados Unidos es la cuna de la democracia convertida en mecanismo de circulación y reposición de las elites, donde la participación ciudadana se resume en algaradas mediáticas durante las primarias y donde los partidos de extrema derecha o izquierda (los que a priori habrían de vehicular las preferencias autoritarias bajo escrutinio) apenas ganan votos, aunque luego haya gente como McCarthy en el poder, lo cual genera una dualidad política ideal para determinadas interpretaciones psicoanalíticas. La principal que Adorno y cia pusieron en circulación consistía en proyectar ciertas respuestas inocentes sobre la psicología profunda del individuo, como si sus palabras fueran una confesión personal en lugar de observaciones imparciales sobre cuestiones políticas o sociales.
El éxito del método —como algunos críticos dijeron— estaba en analizar en términos proyectivos solamente los asertos de quienes apuntaban maneras de autoritarios, los que habían obtenido muchos puntos en el test previo a la entrevista individual. Si Mack sostiene que los peores crímenes que uno puede cometer son el homicidio y la violación, ello indica su pulsión oculta por cometerlos, pero cuando Larry contesta una perorata sobre negros siendo discriminados injustamente en respuesta a la pregunta «¿Qué deseos juzgas difíciles de controlar?», nadie sospecha de la perentoria necesidad que parece tener este sujeto en reafirmar su autorretrato biempensante y liberal, hasta el punto de saltarse olímpicamente el cuestionario y decir cosas que no vienen a cuento. Para cuadrar el círculo de la arbitrariedad metodológica, Adorno y cia incurren en el ombliguismo de considerar menos autoritarias a las personas que cooperan motu proprio con la investigación o confiesan abiertamente su admiración hacia los sociólogos y los politólogos; una correlación entre liberalismo y lameculismo cuya validez resulta similar a una bruja maligna mirando con detalle su reflejo: espejito-espejito, ¿quién es la más bella del Reino?





[1] Paul Lazarsfeld (1968): “An Episode in the history of Social Research”, Perspective in American History, vol. II, Harvard University Press, Cambridge, pág. 272.
[2] Theodor W. Adorno (2009): “Estudios sobre la personalidad autoritaria”, Obra Completa, vol. IX/1, Akal, Madrid, pág. 165.
[3] AA.VV. (1950): The authoritarian personality, Harper & Row, Nueva York, pág. 746.
[4] Ibidem, pág. 236.
[5] Richard T. Lapiere (1934): “Attitudes vs. Actions”, Social Forces, vol. 13, no. 2, pág. 236.

[Publicado originalmente en Constelaciones. Verano 2013.]

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