Algunos
años después de dar unas lecciones a los estudiantes de primer curso de Caltech
(que fueron publicadas con el título de Feynman
Lectures of Physics) recibí una larga carta de un grupo feminista. En ella
me acusaban de prejuicios contra las mujeres, a causa de dos historias: la
primera era un análisis de las sutilezas de la noción de velocidad, en la cual
intervenían una conductora que era detenida por un agente de tráfico. Discutían
sobre la velocidad a la que circulaba, y yo ponía en boca de la conductora
objeciones válidas a las definiciones de velocidad que daba el agente. La carta
decía que yo hacía parecer estúpida a la conductora.
La otra
historia objeto de sus críticas estaba referida por el gran astrónomo Arthur Eddington,
quien acababa de averiguar que las estrellas obtienen su energía por combustión
atómica de hidrógeno, mediante una reacción nuclear que produce helio.
Eddington refería la forma en que, en la noche siguiente a su descubrimiento
estaba sentado en un barco con su novia. Ella dijo: «¡Mira qué hermosas brillan
las estrellas!», a lo cual él había replicado, «Sí, y ahora mismo soy el único
hombre en el mundo que sabe la causa
de que brillen». Eddington estaba describiendo una clase maravillosa de soledad,
la que se tiene cuando se hace un descubrimiento.
La carta
sostenía que yo afirmaba que las mujeres son incapaces de comprender las
reacciones nucleares.
Imaginé que
carecía de objeto tratar de responder con detalle a sus acusaciones, por lo que
les respondí con una breve carta donde les decía, «¡Venga, hombre, no
fastidies!».
Inútil
decir, aquello no funcionó demasiado bien. Me llegó otra carta: «Su respuesta a
nuestra carta del 29 de septiembre resulta insatisfactoria…» bla, bla, bla. La
segunda carta advertía que de no revisar el editor las cosas que ellas
objetaban, íbamos a tener dificultades.
Hice caso
omiso de la carta y olvidé el asunto.
Más o menos
un año después, la Asociación Americana de Docentes de Física me concedió un
premio por escribir aquellos libros, y me pidió que hablase en su congreso de
San Francisco. Como Joan, mi hermana, vivía en Palo Alto, a cosa de una hora de
coche, pasé la noche en su casa y fuimos juntos al Congreso.
Al
acercarnos a la sala donde debía pronunciar mi charla, nos encontramos gente
repartiendo octavillas entre todos los que entraban. Joan y yo cogimos una cada
uno y le echamos una ojeada. El lo alto decían «UNA PROTESTA». Seguidamente
ofrecían citas de las cartas que me habían enviado, y mi respuesta (completa).
Para terminar se decía en grandes letras «¡FEYNMAN, CERDO MACHISTA!».
Joan se
detuvo súbitamente y dio la vuelta apresuradamente: «Son muy interesantes», le
dijo a la manifestante. «¡Me gustaría tener algunas más!»
Le conté lo
sucedido mientras entrábamos en la sala.
En la parte
delantera de la sala, cerca del estrado, se encontraban dos mujeres muy
prominentes en la Asociación de Docentes. Una de ellas tenía a su cargo los
asuntos femeninos dentro de la organización, y la otra era Fay Ajzenberg, una
profesora de física que yo conocía, de Pennsylvania. Me ven bajar hacia el
estrado acompañado de una mujer que lleva un puñado de octavillas y me habla.
Fay se dirige a ella y le dice «¿Sabía usted que el Profesor Feynman tiene una
hermana a quien animó a estudiar física y ha llegado a doctorarse en física?».
«Desde luego que lo sé», respondió
Joan. «¡Esa hermana soy yo!»
Fay y su asociada me explicaron
que las manifestantes eran un grupo —irónicamente, dirigido por un hombre— que
no se cansaban de perturbar cuantas reuniones tenían lugar en Berkeley. «Nos
sentamos una a cada lado de usted para hacer ver nuestra solidaridad, y
justamente antes de que vaya a hablar, yo pronunciaré unas palabras para
acallar a las manifestantes», ofreció Fay.
Dado que antes de intervenir yo
habría otro orador, tuve tiempo para pensar algo que decir. Le agradecí a Fay
su ofrecimiento, pero lo decliné.
En cuanto me puse en pie para
hablar, media docena de manifestantes avanzaron hasta la delantera del salón de
actos y desfilaron justo al pie del estado, agitando en alto sus letreros y
salmodiando. «¡Feynman, cerdo machista! ¡Feynman, cerdo machista!».
Comencé mi alocución diciendo a
las manifestantes «Lamento que la brevedad de mi respuesta a la carta de
ustedes las haya hecho venir innecesariamente. Hay lugares más serios a los que
dirigir la atención para mejorar la situación de las mujeres en la física que estos
errores relativamente triviales —si así es como quieren llamarlos— en un libro
de texto. Pero, después de todo, tal vez haya sido buena cosa que hayan venido.
Pues las mujeres son efectivamente víctimas de prejuicios y discriminación en física,
y hoy, la presencia de ustedes aquí nos recuerdan a todos tales dificultades y
la necesidad de ponerles remedio».
Las manifestantes se miraron unas
a las otras. Los cartelones que alzaban empezaron a bajar lentamente, como las
velas al amainar el viento.
Proseguí: «A pesar de que la
Asociación Americana de Docentes de Física me haya concedido un premio por
enseñar, he de confesar que no sé hacerlo. Nada, pues, tengo que decir sobre
enseñanza. Quisiera en cambio hablar de algo que resultará especialmente
interesante para las mujeres que me están escuchando: me gustaría exponer la
estructura del protón».
Las manifestantes bajaron sus
letreros y salieron. Mis anfitriones me contaron después que jamás el hombre
aquel y su grupo de protesta había sido vencido tan fácilmente.
(He descubierto recientemente una
transcripción de mi discuros, y lo que dije al principio no parece ni de lejos
tan dramático como yo lo recuerdo. ¡Lo que recuerdo haber dicho es mucho más
maravilloso que lo que dije en realidad!)
Después de mi intervención,
algunas de las manifestantes volvieron a la carga para presionarme sobre la
historia de la conductora. «¿Por qué una conductora?», insistían. «Está usted
dando a entender que todas las mujeres son malas conductoras».
«Pero la mujer hace parecer
idiota al agente», dije yo «¿Por qué no les preocupa a ustedes la policía?»
«¡Porque eso es lo que es de
esperar de un policía!», dijo una de ellas. «¡Son todos unos cerdos!»
«Pero es que debería importarles»,
dije yo. «En la historieta del libro olvidé decir que se trataba de una agente».
Una historia deliciosa. Y muy divertida.
ResponderEliminar