Este mes hacen veinte años de la muerte de
Anthony Burgess, el reputado escritor británico. Como modestísima contribución
a la celebración de esta efeméride escribimos ya en otro sitio sobre La
Naranja Mecánica, un artículo que ahora
acompañamos con esta reflexión sobre la influencia de la música en su
escritura. Seguramente sean sus composiciones musicales la faceta creativa
menos conocida de este personaje verdaderamente renacentista. Mayor injusticia
supone este olvido cuanto que Burgess fue un compositor bastante potable dentro
de la tradición clásica británica, por lo común mediocre. Basta recordar el
epíteto que los alemanes se reservaban para Inglaterra: «la tierra sin música». Las partituras de Burgess siguen siendo, en
medio de este erial real o imaginario, un tesoro por descubrir. Ojalá este
texto contribuya a despertar, dentro de los límites posibles, una curiosidad
que hoy apenas puede saciar YouTube o cualquier sistema de música on-line.
Amén de católico sobre todo,
Burgess fue compositor musical clásico. Sobre el Ulisses y sobre Cyrano
hizo sendas operetas, una para la BBC y otra para Broadway, cuya calidad
estética me reservo el beneficio de valorar para mí mismo. Quien calla otorga. Mi silencio viene motivado por el carácter
epigonal, la profunda impronta de Edward Elgar, el carácter alimenticio de sus
encargos. Quien quiera escuchar a Burgess, que ponga algún anuncio de helados o
contemple desfiles militares, triste resquicio para los compases (neo)clásicos
del siglo XX. Allí (en los desfiles, en los anuncios) pueden hallar
fragmentos de Edward Elgar, uno de los compositores británicos peor conocidos
(¡cuánto mal ha hecho la música pop!), cuya primera sinfonía encantaban a
Burgess cuando anciano. When he was young,
cosas de la vida, gustaba más de las Pomp
and Circumstances Marches. Como saben, todo escritor canónico tiene una
descripción hiperbólica sobre su formación, una profecía de su vocación, una
mitología de su profesión, una historia increíble —para que nos entendamos—
sobre el capullo que apuntaba maneras y
luego deviene en flor. El retrato del artista adolescente burgessiano, sin
embargo, no cuenta con poemas escritos a los 10 años o con premios literarios
comarcales durante la adolescencia, sino con sonatas compuestas y perdidas
durante la II GM. No en balde, Anthony estuvo reclutado y acuartelado en
Gibraltar, a la espera de la embestida patriótica del Generalísimo, cuyos
recortes de cintura entre el Eje y los Aliados —jugador de chicas, perdedor de mus— bien valieron 40 años de
dictadura. Las liras inglesas hicieron que en 1942, gracias a Dios y a la
diplomacia americana, no hubiera que llegar a las manos. Ese peñasco no merece
la muerte de nadie.
Y menos la de Anthony.
Ahora en serio, music was his passion. Una pasión compartida, claro. Fue
Kubrick quien tuvo la idea de la novela más musical de Burgess. Solo pensar en
ello me pone —por utilizar un eufemismo— los pelos como escarpias: una
partitura sobre Napoleón y su época, ¿se imaginan? Y lo mejor del asunto es que
la idea (miento: no fue invención de Kubrick) encontró ejecución por partida
triple: primero Ludwig van Beethoven, luego los epígonos escribidores y
grabadores. Kubrick necesitaba mucha pasta para grabar lo que más tarde sería Barry Lyndon. Muchos medios técnicos y
localizaciones apabullantes se requerían. Burgess, por el contrario, tenía
suficiente con su propio ingenio. Fueron bastantes unos meses para tener listo
el guion, que Kubrick rechazó, como hacía siempre en calidad de escritor
frustrado. Burgess rehízo el material
bajo el rótulo de la Sinfonía Napoleónica:
una novela escrita según la pauta de composición de Beethoven. Se puede decir
—sin ánimo de ofender— que los royalties
de La naranja que Warner Bross nunca
llegaría a embolsar, Burgess se los cobró en ideas más tarde.
Total, que la proverbial agilidad
literaria de Burgess también tenía mucho de musical y de sonora. El chico
llevaba en la sangre la indiferencia hacia los continentes, el trabajo mediante
variaciones y ritornellos, la falta
de miedo ante la repetición de los temas. Y cuando digo continente, me refiero
a los códices, por supuesto. Para Burgess la división de sus escritos en
volúmenes con tapas, índices y títulos solo tenía sentido monetario. Él
escribía y punto. En una ocasión, ante una crítica negativa que señalaba la
«media cocción» de cierta novela suya, especuló con la posibilidad de volver la
historia de nuevo. No una continuación. No. Si Goethe pudo saquear de la cultura popular las aventuras de Fausto,
empeorando el original según Chesterton, ¿por qué no atracar de nuevo las
propias ideas? El tiempo apremia / las cuestiones permanecen. El desdén de
Burgess hacia todo aquello que no fuera creación (y maquillar una obra por el
nombre —disculpen las molestias— no lo es) llegaba hasta límites encomiables.
Ante la amenaza de llamar una novela suya de otra forma (el título inicial de Earthly Powers era The Instrument of Darkness y luego The Princie of the Powers of the Air), Burgess no tuvo más remedio
que encogerse de hombros. Por él, como si los editores prefieren enumerar las
obras maestras, en lugar de bautizar los productos de consumo literario con el
fetiche del nombre propio y el ritual de los elogios críticos. Novela no. 21 por Anthony Burgess, ¿qué
me dicen?
Un lema —pensaba— con cierto
gancho comercial.
[Publicado originalmente en Libro de Notas. 10 de octubre de 2013.]
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