Un recorrido por los malentendidos y las trifulcas
generacionales del posturelo literario en España.
Algo simpático ha pasado con la
crítica literaria en España. El foco de atención mayoritario se ha ido
trasladando de los autores a las generaciones, de éstas a las editoriales y
nuevamente a los autores. Ahora vivimos un repunte de figuras estilo llanero
solitario, firmas individuales sin adscripciones de ningún tipo, ni
generacionales ni corporativas. Pero hace unos años todo esto era campo,
campaban a sus anchas los cotillones del sector, cualquiera diría que los
reseñistas pasaban más tiempo consultando y actualizando las redes sociales que
leyendo los libros que un amable cartero había dejado en su buzón, literalmente
por la patilla. Atrás quedaba entonces Vicente Luis Mora, convertido hace eones
en estandarte de la honestidad porque glosaba brevemente su relación personal
con el reseñado antes de valorar sus publicaciones. Atrás quedaba poner las
cartas sobre la mesa. Desvelar la inevitable parcialidad de cada selección de
novedades. Durante un breve lapso de tiempo arrasaron las denuncias
sociológicas, rollo periodismo de investigación conspiranoico, de forma que La
medicina de Tongoy y Patrulla de Salvación hicieron el agosto. Mientras tanto,
críticos de chaqueta y corbata como Alberto de Santamaría debatían sobre el
estado de la crítica, añadiendo un anillo más de reflexión metaliteraria a una
discusión que comenzó cuando Juan Malherido descubrió que, si uno escribe
desde la ironía, basta con leer en diagonal una novela hasta la página 80 y (el
toque del chef) colgar fotos de tías en cueros para canalizar cientos de miles
de visitas hasta un blog.
Todo esto es el pasado, por
supuesto. Malherido y Tongoy antes
molaban, pero ahora están como reformados, salvando las pullas mutuas entre
ellos. A falta de nuevos malos de la peli, Patrulla de Salvación tiene poca
gente que salvar de la inmundicia literaria que —según ellos— nos cubre hasta
la cintura. Los Adisson de Witt, enemigos confesados de las corruptelas y el
amiguismo, chaparon el chiringuito porque «los objetivos del blog han sido, al
menos, parcialmente cubiertos». La crisis no solo ha llenado nuestras librerías
de marketing y accesorios, tacitas de James Joyce en La Central; también ha
dejado en números rojos a los sellos que antes fueran señalados con el dedo por
haberse gastado el dedo en veinteañeros. Desvelar los premios amañaos,
acordarse de la madre del poeta y del editor, desinflar a los jovencitos
pretenciosos, reivindicar la literatura de importación frente a los medradores
nacionales, fueron objetivos nobles y deportivos de la temporada 2011-2012. Ya
no. Intuyendo que este interregno paradisíaco de reseñas a la carta, atención
individualizada y entrevistas customizadas no puede durar mucho, cabe
preguntarse por el pasado y el presente de una ilusión, la ilusión generacional
que tiene entretenidos por igual a periodistas culturales y redactores de
libros de texto.
¿Se acuerdan de la generación Harry Potter?
Tampoco hagamos leña del árbol
caído. Quizá fuera el intento más bajuno y más fallido de encuadernar a los
letraheridos que nacieron entre los 80 y los 90. Pero la estrepitosa recepción
de la etiqueta resulta indicativa de un consenso. Muchos críticos piensan sobre
los escritores como los antidisturbios sobre los manifestantes: cualquier
aglomeración por encima de las veinte personas será notificada y aprobada o
disuelta a palos. Sin embargo, la mayoría de los jóvenes escritores que conozco
piensan que, salvando bromas como el Nuevo Drama, las generaciones las carga el
Diablo. Y tienen razón. Dada la acelerada reposición de ejemplares sobre la
mesa de novedades de las librerías, la trinchera donde se juegan las partidas
de verdad, resulta prácticamente suicida alinearse con un hastag grupal cuya pronta fecha de caducidad compite en velocidad
con la corrupción acelerada con la leche buena. Más llanamente: los
encasillamientos generacionales se han mostrado extremadamente valiosos a la
hora de distribuir culpas entre justos y pecadores, haciendo que escritores
buenísimos fueran acusados por deslices literarios ajenos, pero todavía está
por ver si estas simplificadas identidades colectivas incitan a la lectura o,
por el contrario, extienden un conocimiento solapado de la literatura, esto es:
para juzgar un libro basta con leer la solapa, como dicen los creadores de
opinión en Twitter. Lo que está claro es que nadie quiere repetir el mal trago
de la Generación Nocilla. Y así tenemos recortadores profesionales como salidos
de una plaza de toros, tal que Javier Calvo, cuya buena cintura le ha salvado
de las generaciones que buscaban empitonarlo. Y ya van varias.
Ahora que se edita toda junta la Nocilla, la saga de Agustín Fernández
Mallo, no resulta gratuito pararse a pensar por qué son tan viejunos nuestros
escritores en edad de merecer, por qué practican un storytelling salvajemente costumbrista contra sus mayores, por
qué la experimentación interdisciplinar ha caído en desgracia, más allá de los
blogs donde los poemitas y las reflexiones jibarizadas andan de la mano. Que
cada vez más veinteañeros reivindiquen como sus referentes a narradores
castizos de la tradición española quizá solo responda a esa estrategia
generacional que consiste en ampararse bajo la protección del abuelo Benet o de
la abuela Cela cuando nuestros padres (pongamos, ¿Foster Wallace y Bolaño?) o
están muertos o no quieren darnos la paga. También puede ser que las nuevas
tecnologías, una vez incorporadas en la vida cotidiana, no ofrezcan las
perspectivas de presentismo, fragmentación y conciencia tecnófila expandida,
por mucho que insistan los dependientes de ese puestecillo llamado Modernidad;
sino todo lo contrario: las novelas de 600 páginas con estructura aristotélica
quizá nunca fueran tan necesarias como ahora, justo cuando la errancia en
Internet reclama estas píldoras de paciencia y concentración. Claro que también
tenemos esa otra lectura, según la cual una vida dañada y alienada vía Whatsapp
reclama una sintaxis de encefalograma planito-plano, en conformidad con una
adolescencia que ahora llega hasta los 30 años (véase Dirty Thirty, la orgía masiva organizado por los hijos de la casta política). Sea como fuere,
algunos juntapalabras noveles se ha revelado contra el postureo modernista,
cayendo de este modo en la misma zancadilla que los suplementos de cultura
pusieron a los nacidos en los 60 y 70: meter en el mismo saco firmas que
deberían juzgarse individualmente, en vez de todas juntas y a bulto.
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