¿Hace cuánto que no pisas una
galería? Si la respuesta es «Jamás, cada vez menos, lo estoy dejando» y da la
casualidad que vives en Madrid, no sabes la que te estás perdiendo. Que conste
que no estoy hablando de las indudables dotes sociales del galerista. Entiendo
que hay cosas mejores que hacer un sábado por la mañana en lugar de elogiar una
obra cuya base conceptual nadie, salvo el redactor del catálogo, parece
entender muy bien. Tampoco hace falta mencionar las exenciones de impuestos que
conlleva el invertir vuestro capital (¡el mío no, desde luego!) en unas
entidades artísticas cuya producción, según la opinión del respetable, podría
afrontar cualquier hijo de vecino y cuyo precio además aumenta como hacía el
ladrillo antes de 2008, sublevando el liberalismo hasta del mejor pintado.
Olvidemos por un instante que Gao Ping, el chino líder en blanqueo de dinero y amigo íntimo de Nacho Vidal,
tenía una galería justo a las espaldas del Reina Sofía. Pensemos en cosas
importantes de verdad. Esas cosas que hacen de las inauguraciones de
exposiciones un complemento imprescindible, justo detrás de las series de la
HBO, para tener una dieta variada y saludable.
Hablemos de canapés.
Los hay de mil formas. Antes de
la crisis hubo una moda de tostas finas à la
nouvelle cuisine, jamón del bueno, canapés divididos en entrantes, platos
fuertes y postres. Yo invitaba a mis colegas del Juan de la Cierva, un
instituto público, y conseguía que las paredes de sus refugios tomaran otro
cariz. Allí donde antes había un cartel del GTA San Andreas ahora lucía una
calavera de Damien Hirst. Por aquél entonces, en Italia, algunos jubilados
valientes y osados se ganaron el nombre de «I
Mangiatori» porque acudían en masa a los actos culturales, se sentaban en
primera fila, siempre cerca de los fogones y de las salidas de emergencia, como
zombis en busca de una bandeja. Uno de mis mejores amigos sintetizó la verdad
del momento. No sé si fue Andrés o Guillermo, uno de los dos estudió luego
Bellas Artes, pero nunca olvidaré sus palabras. El caso es que estaba hablando
por teléfono, borracho como una cuba, a la salida de Malborough, cuando pronunció
la frase: «Mama, no quieras saber
dónde he estado. Aquí se cena incluso mejor que en casa.» Así fue, en efecto. Milenios
de mística culinaria maternal hechos trizas. Y todo por culpa del paladar
exquisito del coleccionista. Yo le bendigo.
Luego vino la crisis. Y con ella,
los colines que ahora acompañan las porciones triangulares de queso con
denominación de origen García Baquero. Por suerte, el creciente número de
galerías ha suplido la calidad claramente en declive del tentempié madrileño.
Solo en la capital del Reino, como informa un amable mapita desplegable, hay 50
galerías inaugurando exposición la semana pasada. La comparativa con Barcelona
—la competencia, ya se sabe— resulta apabullante en favor del relaxing cup of café con leche. No siempre fue
así. En el último lustro se ha producido un importante trasvase cultural entre
ambas ciudades. El resultado actual arroja una curiosa división nacional del
trabajo. Dejando de lado la música, la industria editorial sigue teniendo una
presencia mayoritaria en BCN, mientras que el negocio artístico, por el
contrario, se concentra en MAD a marchas forzadas. Cada quién dirá que
prefiere. Una elite arty o un círculo libresco.
También vale quedarse con
ninguno.
Sea como fuere, Gao Ping estuvo
arropado, tuvo buena compañía. La calle Doctor Furquet, donde estaba situada su
galería Gao Magee, se ha convertido en el epicentro del renacimiento expositivo
madrileño. Hasta hace poco el grueso de los marchantes tomaban posiciones en
las cercanías de la calle Génova, donde están sitos —¡sorpresa!— los Head Quarters
del Partido Popular. Tampoco parecía sorprender a nadie esta feliz coincidencia
entre poder político y dinero embutido en vitrinas o colgando de paredes. A fin
de cuentas, la competencia estaba entonces compuesta por unas pocas sedes en la
rivera adinerada del Parque del Retiro, tocando con el barrio de Salamanca, y
algunos espacios a la vera del Reina Sofía (Espacio Mínimo) o de la Fundación
La Caixa (Raquel Ponce, La Fábrica). La reciente apertura de hasta seis
galerías en Lavapies, siguiendo esta idea de Kunst = Kapital, ha generado la imagen de un barrio hipsterizado.
Algo así como un Chelsea con bocata de calamares.
Sin embargo, la gentrificación
del centro de Madrid discurre por una trayectoria bastante distinta. El Chelsea
original de Nueva York quizá sea famoso por tener el mayor número de galerías
por metro cuadrado, pero también mantiene abiertos algunos talleres de
reparación de coches, por ejemplo, donde todavía pervive cierto pasado de
cuello azul. Basta con dejarse ofrecer costo en Lavapiés para ver la
diferencia. La ausencia de centros de trabajo fordistas y la presencia masiva
de inmigrantes, bastante similar a El Raval en ese sentido, hacen de este
distrito un espacio de futuro imprevisible. Aunque no conviene hacer pronósticos,
cabe esperar que cualquier intento de desplazar a los habitantes previos a la
llegada del mundo del arte tenga aquí tanto éxito como tuvo en las proximidades
barcelonesas del MNCARS.
Esto es: cuatro skaters y poco
más.
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