¿Qué fue de los filósofos
esquizofrénicos y
homicidas?
Cuanto más leo sobre la vida de
Althusser más sorprendente resulta imaginar que semejante personaje tuviera
encandilada a toda una generación de jovencitos convencidos por la Causa. Tampoco entiendo porqué me
sorprendo. Los jóvenes lectores de Zizek, incluido un servidor, serán juzgados
con similar indulgencia por los adultos que estamos condenados a ser en el
futuro. Nada que ver con la lectura evolutiva de la transición ideológica que
viene siendo habitual entre nosotros, los zurdos que estamos dispuestos a
cambiar de opinión: lo maduro, por mucho que insista Jiménez Losantos, no es
ser de derechas; los adolescentes izquierdistas muchas veces tienen la razón,
aunque sea por las razones equivocadas. Ayer fueron las estructuras, esas
mismas que nunca bajaron a la calle; hoy lo Real tiene a muchos embelesados.
Paris sigue siendo, a través de la mediación de Itaca, entre otros sitios, la
ciudad de EEUU donde está situada la universidad de Cornell, el epicentro de la
confusión ontológica. Basta con echar un vistazo a la sección de filosofía
política para constatar que las novedades editoriales siguen rumiando la
herencia francesa del estructuralismo y su muerte anunciada como ciencia.
En The Left Hemisphere, por ejemplo, el libro de Razmig Keucheyan
publicado por la editorial Verso que pretende «hacer un mapa la teoría crítica
actual», sinónimo para muchos de filosofía política a secas, descubrimos que
3/4 de los autores glosados, salvando los economistas políticos, los teóricos
del imperialismo y los políticos/historiadores/sociólogos del capítulo "Class Against Class", son epígonos
del pensamiento afrancesado. Y al menos cinco (Étienne Balibar, Jacques
Rancière, Alain Badiou, Ernesto Laclau, Toni Negri) fueron en los 60 y 70
detrás de Althusser (y de Mao). No está nada mal, insistimos, para un autor
cuyos libros están comiendo polvo, apenas se editan y nadie los reivindica si
no es para marcar distancias con todo lo malo del 68 (el SIDA, las drogas, la
sobredeterminación psicoanalítica y los AIE). Lo curioso de semejante pensée unique crítico, como decimos, no
es tanto la lentísima reposición de conceptos, pues cada autor tiene unos cachivaches terminológico distintos,
los cuales sustituyen eficazmente la originalidad por la variedad de
palabritas. Tampoco resulta alarmante la concentración de los pensadores en la
Academia yanqui y británica, aunque a juzgar por el volumen de traducciones que
realizan las editoriales anglosajonas parezca que Alemania, después de Habermas
y de Honeth, no es país para filósofos. O que solo pasa algo en Italia, donde
salen como setas los Bifo, los Agamben y los Esposito. No hay motivo para la
alarma o el acusar de provinciano a nadie. La cuota de multiplicidad cosmopolita
está asegurada gracias a apellidos como Benhabib o Spivak.
Lo curioso, por el contrario, es
el velo que algunos corren sobre las raíces en última instancia althusserianas
de buena parte de los debates actuales. Algo similar pasó en la filosofía
continental en su variante alemana: la coronación de los discípulos de Husserl
como maestros del pensar llevó a su práctico olvido. También es cierto que el
lenguaje coloquial de Heidegger jubiló los tecnicismos de la fenomenología
husserliana, igual que hoy hablar de la «democracia» y la «diferencia», como
hace el aclamado Rancière, resulta más trending
topic que defender el corte
epistemológico de Das Kapital. Tal es
la desgracia de Althusser en la época de la teoría de supercuerdas. Peor suerte
corren, pensarán algunos, los intelectuales de pretensión científica y análisis
empírico, tal que Freud o Marx, reducidos hoy día a la condición de referentes
de la filosofía continental, que igual adornan una reseña sobre Joyce que
permiten explicar porqué √-1 es igual a Le
Phallus. El destino de Althusser no
es, sin embargo, menos trágico. Repudiado por la sociedad francesa en su
conjunto tras haber matado a su propia esposa, Althusser se convirtió para
muchos en un loco que había ahogado con sus propias manos a Helene Rytman. El
resto de su vida no mejora para nada, por desgracia, esta impresión primera.
La opinión que algunos tienen
sobre Althusser en verdad se corresponde punto por punto con la realidad.
Althusser fue un católico convertido a comunista, fenómeno harto común en la
Francia de los años 50, gracias a un proceso de conversión paulatino donde
cierta noción de culpabilidad intrínseca y bastantes ganas de negar la
personalidad individual propia hicieron las veces de nexo de unión entre un
credo y el otro. Tras haber cumplido condena por homicidio a sangre fría
—estranguló a Helene durante un masaje— con el atenuante de haber padecido una
«reacción confuso-onírica» —que apenas duró unos minutos: «He matado a Helene.
Haz algo o quemo la escuela», le dijo al médico de la École Normal—, Althusser
parecía dispuesto a ingresar en un convento, o eso se rumoreaba. Unos años
atrás había intentado «mediar entre Roma y Moscú para salvar el mundo», según
dijo, mediante una infructuosa audiencia con el papa Juán XXIII obtenida
gracias a la mediación de Guitton, su maestro. También resulta importante
recordar que el adolescente Althusser, influido por la lectura de El juego de los abalorios de Hermann
Hesse, ese novelista corruptor de la juventud, tenía pensado fundar una
fraternidad rollo La Orden de Castalia, una comunidad secreta de filósofos en
busca de la vida buena, alejada del mundanal ruido.
Salvando la ajetreada actividad
pública que llevaba a cuestas, cualquiera diría que el cenáculo de la calle
Ulm, donde estaba situada la mítica École
Normal, era una modesta realización
de este ideal, medio estoico medio oriental, donde la negación del individuo
cumple una función preferencial. Pronto supo Althusser, sin embargo, que el
oficio de la filosofía, en un contexto social convulso que obliga a que los
intelectuales se pronuncien sobre lo humano y lo divino, está más próximo al
escapismo que a la búsqueda de la verdad, tiene más de Harry Houdini que de
Epicuro. Como confesó en El porvenir es largo, la primera de sus
autobiografías, Althusser aprendió a escribir filosofía imitando los
circunloquios de Guitton, su hombre en el Vaticano. Gracias a Guitton alcanzó
una conclusión profesional acorde con la noción de si mismo como fraude y cero
a la izquierda que tenía desde que comprobó que solo copiando podía aprobar los
exámenes de la escuela: «hacer filosofía consiste en poder hablar con claridad
de todo deduciéndolo desde el vacío».
O eso se decía a si mismo.
Este martirio estaba además
acompasado por algunos plásticos ejemplos de ignorancia confesada que hicieron
volver por igual el rostro de vergüenza a amigos, acólitos y allegados. El
autor de Pour Lire le Capital no había leído Das
Kapital, reza la letra grande de la confesión. La letra pequeña matizaba
que primero se propuso escribir y luego se puso a leer sobre Marx. El caso es
que Althusser invirtió los tiempos del experto en cuestiones filosóficas,
primero las intenciones y luego los conocimientos, asentando una senda de
improvisaciones más adelante transitado, con mayor o menor excelencia
mediática, por los nouveaux philosophes
franceses. Menos conocidas son las confesiones de Althusser sobre Heidegger —se
inspiró en él para escribir Pour Marx,
«aunque solo le conocía de oídas»— o sobre Lacan: «Fui a oirle (apenas ojeé sus
libros) sin entender nada de su discurso conturbado, falsamente barroco e
imitador de Breton, manifiestamente creado para hacer reinar el terror en su
seminario.» Como señala Roudinesco, existe una distancia infinita entre la
influencia que tenía Althusser sobre las querellas de las distintas escuelas de
psicoanálisis parisinas y los errores de rookie
(un punto por encima del principiante) que solía cometer en sus escritos sobre
Freud. Roudinesco se refiere en concreto a una ponencia sobre la transferencia,
escrita en 1976 para la Reunión Psiquiátrica de la URSS, que tuvo que ser
retirada en el último momento para evitarle a Althusser la defensa en público
de ciertos errores de bulto.
Con la década de los 80 llegó el revival del sujeto. Los estructuralistas
se pusieron a practicar los géneros en primera persona, tal que las memorias o
el diario, aquellos formatos de escritura que hasta hace apenas unos años sus
propias teorías habían calificado como insuficientes para capturar el nuevo
espíritu de los tiempos. Se ve que, una vez muerto Sartre, los jóvenes samurais
perdieron las ganas de pelea. El hecho es que todos, desde Foucault hasta
Barthes, pasando por el propio Althusser, empezaron a cultivar el pronombre en
primera personal del singular. Claro que Althusser había declarado en el juicio
que no recordaba los sucesos que hicieron de un masaje una muerte por asfixia.
Uno se pregunta por tanto si la tercera persona asumida para describir el
asesinato de Helene, lejos de responder a una filosofía del olvido de si, viene
impuesta por la exigencia de coherencia narrativa que reclama una comparecencia
ante el juez. Sea como fuere, Althusser narra el desarrollo de su existencia
desde la perspectiva de un conjunto de principios psicoanalíticos que trascienden
cualquier responsabilidad individual. Estas resonancias prehistóricas
encarnadas en su conducta se resumen en una sencilla fórmula: el «no es más
que». Que con 29 años Althusser siga siendo virgen —por ejemplo— «no es más
que» la forma que asume el rechazo hacia la carne materna. De poco importa que
esta castración autoimpuesta venga acompañada de una doble moral, según la cual
nadie nunca podrá amar semejante energúmeno llamado Althusser, quien siente
verdadera repulsión hacia la «piel obscena» de su mujer cuando ambos están
acaramelados; pero por otro lado, el bueno de Louis no se priva de aprovechar
el verano para practicar el fornicio acuático con desconocidas en la playa
mientras su mujer contempla desconsolada el espectáculo desde la arena.
La médula espinal de este olvido
de si está resumida con maestría por Guillermo Rendueles: «En términos
generales, su autobiografía está vertebrada por una curiosa incompetencia moral
para distinguir lo importante de lo accesorio. Althusser confiesa su cobardía
ante acontecimientos banales o culpas completamente imaginarias para, a
continuación, reafirmarse en acciones políticas y personales canallescas.
Relata sin el menor rubor o arrepentimiento que escribió en favor de Stalin o
cómo apoyó la expulsión de su mujer del Partido Comunista y, en cambio, parece
creer que el hecho de haber copiado en un examen cuando era un niño prueba su
falsedad como filósofo.» Y pensar que fue Helene quien —gracias a su reputación
como integrante de la resistencia antifascista— logró que un psiquiatra
republicano español de apellido Ajuriaguerra revisara a la baja el historial
clínico de Althusser, internado por vez primera, diagnosticado con un cuadro de
esquizofrenia que habría supuesto la invalidez profesional del filósofo
marxista.
Quizá no fuera buena idea.
[Publicado originalmente en Culturamas. 23 de septiembre de 2013.]
Madre mía! El loco de las coles.
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