Me cito con Carlos Taibo en el Café Comercial aún sabiendo que el
nombre del establecimiento quizás choque con la conversación que estamos a
punto de mantener. Íbamos a comentar su libro sobre el anarquismo, donde Taibo
propone —entre otras cosas— descomercializar
a marchas forzadas la economía mundial. Finalmente terminamos hablando de la
incidencia del clima sobre nuestra ideología, así que no hubo problemas de
concordancia espacio-temporal. Cualquiera podría pensar que éramos unos
astrólogos de pacotilla cuestionando una mañana de lunes la equivalencia
establecida por algunos entre el sol, el calor y el buen tiempo. Contra el
fetichismo del bronceado recordaba mi brillante entrevistado que, según las
religiones monoteístas, el Infierno está en pleno agosto siempre. Con razón los habitantes de Oriente Medio no aprecian el
fuego eterno de Satán. Y nosotros tampoco.
Carlos Taibo —para quien necesite
presentación alguna— es profesor de sociología en la Universidad Autónoma de
Madrid, pero todo el mundo sabe quien es por la docena larga de títulos que
llevan su nombre en la solapa, los últimos sobre el decrecimiento y el 15-M. Si
hubiera unas Olimpiadas para escritores, divididas por géneros y extensión,
Taibo sería el Usain Bolt del ensayo. Todavía recuerdo cómo tuve entre mis
manos su primer libro sobre el 15-M, apenas unas semanas después de que
empezara el movimiento de los indignados, durante la Feria del Libro de 2011. «Menudo máquina está hecho este Carlos»,
me susurró desde detrás de la barra el vendedor de Catarata, «me factura los temas en un santiamén».
Nadie tiene por qué jurarlo. Una antología de pensamiento libertario publicada
hará varios años y ahora Repensar la anarquía
(Catarata, 2013) ratifican su pericia sobre este tema, uno más entre tantos
sobre los cuales Taibo «factura» unos textos cargados de divulgación y ganas de
cambiar las cosas.
Entre cafés y recomendaciones
bibliográficas, seguidas de un paseo hasta la Gran Vía donde alguien quiso
vendernos ciertos asuntos a la llamada de «Mirad,
creo que es vuestra, se os ha caído esta sonrisa», vete tú a saber cómo,
finalmente terminamos haciendo la entrevista. Aunque no sirva como excusa, yo
andaba resfriado ese día y quizá por esa razón busqué trazar puentes entre el
pensamiento libertario en el sentido anglosajón (vinculado a cierta noción
anarcocapitalista del emprendizaje) y nuestros acratas de toda la vida. Puentes
levantados sobre ciertos pasajes del libro: «lo privado no remite ontológicamente a individualismos y egoismos:
desde una percepción legítima, una escuela anarquista tiene un carácter privado»;
«no cabe descartar que al amparo de [los
espacios autónomos] se afiancen la competición y la insolidaridad, con un
respeto postrero de las reglas del capitalismo». Puentes que Taibo pudo
demoler a golpe de sentido común y precisión conceptual. Más abajo tienen los
escombros dejados por semejante trabajo de demolición.
ERNESTO CASTRO. A lo largo del libro presupones una distinción
entre libertarios y anarquistas. Con fines meramente clarificatorios, ¿podrías
recordarnos en qué consiste?
CARLOS TAIBO. Me interesa subrayar que no pongo mucho acento en la
distinción terminológica. Me preocupa mucho más lo que retratan los dos
términos. Admito que la distinción terminológica como tal es discutible. Es
legítimo que haya mucha gente que considere que anarquista y libertario son
sinónimos perfectos. La distinción viene a subrayar que la noción de anarquismo
remite a una doctrina establecida, más o menos acuñada, con perfiles precisos, y
con un momento concreto de aparición en la historia. El adjetivo libertario a
mi entender deja un espacio abierto de prácticas muy dispares, con lo cual no
existe esa cosificación ideológico-doctrinal ni existen límites temporales
claros. Yo he dicho que en el 15-M hay
una vena libertaria, pero nunca diría que hay una vena anarquista, toda vez que
esto implicaría un vínculo expreso con una doctrina, lo que, con toda
evidencia, no es el caso. O puedo afirmar que Cornelius Castoriadis es un
pensador libertario, pero me parece que violentaría un poco la realidad si
dijese que es un pensador anarquista, tanto más cuanto que Castoriadis nunca se
definió como tal.
Así pues, libertario define un
conjunto de prácticas vinculadas con la asamblea, la autogestión, la democracia
directa, que son los conceptos que maneja el anarquismo pero que no reclaman
claramente un componente ideológico-doctrinal. Por decirlo de manera rápida: hay
muchos libertarios que no son anarquistas, aunque cabe suponer que todos los
anarquistas son libertarios.
EC. Algo bastante sorprendente para alguien formado en la tradición
de filosofía política anglosajona es la ausencia de una discusión sobre el
pensamiento libertario en el sentido yanqui del término, que engloba tanto a
figuras cruciales de la derecha (Nozick) como de la izquierda (van Parijs). ¿A
qué razones responde dejarles de lado?
CT. No sé si soy capaz de seguir el perfil de tu pregunta. La
posible contaminación conceptual se deriva del hecho de que en el uso del inglés
norteamericano el "libertarian"
es un individualista extremo, defensor de la propiedad privada y hostil al
Estado porque interpreta que este último es un detractor de impuestos. Entiendo
que pueda haber cierta contaminación porque entre nosotros empieza a apreciarse
cierto uso similar del adjetivo. Yo no soy quien para negarle a alguien el
derecho a utilizar un adjetivo en uno u otro sentido. Lo que quiero subrayar es
que el adjetivo libertario tal y como lo hemos manejado aquí históricamente,
tal y como yo lo empleo, remite a proyectos comúnmente colectivos o
colectivistas que nada tiene que ver con la defensa de la propiedad privada o
con el individualismo posesivo. Se sitúan, de resultas, en un ámbito conceptual
distinto aunque existan ciertas concomitancias.
En algún momento señalo, con
todo, que la discusión relativa al anarquismo individualista tiene su interés. Yo no asumo la perspectiva de la mayoría de
los anarquistas colectivistas que dicen: ésos no son anarquistas. Creo que en
todo anarquista hay un individualista. Y, si no es así, es que hay algún
problema. Lo que ocurre es que ese individualismo se combina eso con
estrategias colectivistas, socialistas o lo que fuere. Y en ese sentido lo
que estoy afirmando es que desde mi perspectiva hay que considerar en lo que
vale la apuesta del anarquismo individualista. Me refiero explícitamente a
Stirner, que creo que es un autor mal leído. Sólo se presta atención a la vena
individualista y se olvida que no es en ningún modo un autor hostil al tipo de
acción colectivista o comunista que reivindicaron muchos de los anarquistas posteriores.
EC. Como bien has dicho, la única diferencia entre los libertarios
anglosajones y los nuestros sería esa consideración no peyorativa del
individualismo. Así como considerar que una comunidad libertaria posible y
deseable debe regirse siguiendo el tipo ideal del contrato original de tal
forma que lejos de constituir un nuevo pequeño Estado, cuya estructura nada tiene
que ver —pace Hobbes y Rousseau— con
la noción de contrato, sea una comunidad de adscripción voluntaria en la cual
quienes no están conformes con la voluntad de la mayoría no solo puedan debatir
y protestar sino también retirarse de la comunidad política con su dotación
equitativa de bienes.
En relación con esto último
quisiera preguntarte qué entiendes por una «emancipación generalizada» que no
recaiga en la formación de pequeños Estados, como dices en el libro, porque en
un determinado momento otorgas un privilegio a lo que sería el
anarcosindicalismo frente a los grupos de afinidad. Sin embargo, son estos
últimos los que llevan hasta sus últimas consecuencias el principio de las
comunidades de adscripción voluntaria, a diferencia del sindicalismo entendido
como la defensa de los intereses de asalariados que, en primera instancia, no
han elegido con total libertad trabajar o pertenecer a este sector productivo.
¿En qué medida puedes hacer compatible la defensa del principio de adscripción
voluntaria y el privilegio concedido al sindicalismo libertario?
CT. Me parece que el nicho orgánico de los grupos de afinidad no
remite a la construcción de comunidades sino a una forma de acción. Refleja el
designo de reunir a personas que son muy afines y que, por estar de acuerdo en
lo principal, actúan. Esos grupos no remiten a la construcción de una comunidad
en el sentido de que no aspiran a construir una estructura política, económica
y social que implique un cambio de las reglas del juego. Creo que se trata más
bien de formas organizativas tradicionales. Y en ese terreno no son muy
diferentes del anarcosindicalismo, aunque su perspectiva refleje mucho más los
lazos de afinidad, como dice el nombre, que en el caso del anarcosindicalismo,
que remite a una lógica laboral que viene más dada por las reglas del juego del
sistema y por la necesidad de responder de una determinada manera a las
agresiones que llegan de arriba.
No comparo esas dos estructuras
por su capacidad de transformación social. Me
limito a decir que en el mundo
libertario el anarcosindicalismo tiene hoy, como tuvo en el pasado, más peso orgánico que los grupos de
afinidad. De hecho, la mayor parte de los compañeros anarquistas que conozco no
están en un grupo de afinidad. Y sí están en cambio en un sindicato o en un
ateneo libertario, figura que remite a una tercera lógica distinta. Lo único
que quiero subrayar es que se trata de formas orgánicas distintas, de tal
suerte que el anarcosindicalismo tiene más peso que las demás. Y al tener más
peso intuyo que es una estructura más fértil en términos de construcción de ese
mundo distinto en el que las reglas del juego deben ser diferentes de las del
entorno actual.
Cierto es, con todo, que estamos obligados a subrayar que en el propio anarcosindicalismo
la manifestación de formas de cultura autogestionaria es mucho más débil de lo
que pudiera parecer. Criticamos a los sindicatos mayoritarios porque son
incapaces de articular ningún proyecto de este tipo, pero habría que
preguntarse cuáles son las dinámicas autogestionarias promovidas por las
organizaciones nominalmente anarcosindicalistas. Son prácticamente nulas. Claro
es que se puede decir que esas organizaciones son incomparablemente más débiles
que los sindicatos mayoritarios y que esa circunstancia limita sus capacidades.
Pero aún así me temo que no hay, ni en el caso de los grupos de afinidad ni en
el del anarcosindicalismo, elementos sustanciosos que contribuyan a relacionarnos fluidamente
con un proyecto de emancipación y de generación de un mundo diferente desde
abajo.
EC. En un pasaje bastante sugestivo del libro vienes a plantear qué
sería hoy una utopía. ¿Es más utópico pensar una posible reforma socialista del
FMI o una emancipación generalizada respecto del Estado? No llegas a abordar en el libro posibilidades efectivas, utopías reales
promovidas —¡ay!— desde instituciones tradicionalmente jerárquicas, solo que
puestas ahora en beneficio de un proyecto emancipatorio. Estoy pensando en
cosas como la Renta Básica, un ingreso mínimo asegurado por el Estado que lejos
de generar mayor dependencia estaría orientado a fortalecer el poder de
negociación y la independencia material de todos. ¿Que posición sostienes en
relación a estas propuestas?
CT. Suelo decir que la renta básica, vista como una fórmula de
transición, me parece respetable. Pero si se plantea como un proyecto que es un
fin en si mismo, entiendo que arrastra problemas graves. Hasta donde yo creo
entender las cosas, la renta básica implica que una institución jerárquica
establezca las reglas del juego. Ello mismo está implícito en tu pregunta. Si
el mundo nuevo que se quiere construir se asienta ante todo sobre la idea de
autogestión, autogestionar la renta básica me parece extremadamente difícil. Me manifiesto siempre muy receloso a
suscribir cualquier tipo de estructura que implique el concurso del conjunto de
instituciones y jerarquías realmente existentes, por mucho que el objetivo sea
construir fórmulas que tengan la autogestión como elemento central. Creo que hay
una contradicción en ello.
En algún momento del libro me
refiero a una discusión que tiene cierto relieve en los debates libertarios: la
cuestión del periodo de transición. Parece que la mayor parte de los teóricos
del anarquismo son hostiles a la idea de que debe haber un periodo de
transición. Sostienen, un poco a tono con la discusión anterior, que la correlación estricta entre medios y
fines hace que una vez iniciado el supuesto periodo de transición se esté
alcanzando ya la etapa final. Me temo que ésa es una posición demasiado rígida.
Naturalmente que tiene que haber una fase de transición en la cual fórmulas
como la renta básica pueden desempeñar su papel. Cuando yo hablo de
decrecimiento, con muchas cautelas sugiero que, dado que el programa
correspondiente generará problemas inevitables, una forma de reducir el relieve
de esos problemas sería estipular un ingreso mínimo.
Pero, y yendo ya a la cuestión
principal sobre la utopía, cada vez me manifiesto más reticente ante las
propuestas realistas. El otro día cayó
en mis manos una frase de Bernanos, que decía algo así como que el realismo es
la buena conciencia de los hijos de puta. Todos los hijos de puta dicen: la
realidad es ésta y no podemos sortearla. Y la realidad es aquello en lo que se
sustenta su condición de hijos de puta. Cuanto más nos alejemos del crudo realismo,
más prudente y "realista", valga la paradoja, será nuestra compostura.
EC. Ahora bien, cuando estamos en una coyuntura donde lo que está
en juego no es solo el socialismo o la barbarie, sino la práctica desaparición
de buena parte de la flora y la fauna de este planeta, además de poner en jaque
el propio sustento material de la existencia humana como especie, ¿no resulta
acaso un tanto dogmático considerar, como tú haces, que la izquierda tradicional
no sea un polo de debate o discusión? Siempre he pensado que hay ciertos
solapamientos, tanto normativos como programáticos, entre posiciones
ideológicas muy alejadas. Estoy pensando en la extraña coincidencia entre
liberales y teóricos del decrecimiento.
En un libro sobre el asunto tú
mismo sostienes que el programa mínimo del decrecimiento consiste en promover
tasas de crecimiento del PIB inferiores al 2 por 100. Curiosamente, el modelo de capitalismo librecambista que promueven los
liberales, carente de estímulos estatales, tuvo tasas irrisorias para nuestra
mentalidad contemporánea, rondando crecimientos del 1 por 100 anual durante el
periodo victoriano. Tú mismo sostienes que, lejos de la imagen apocalíptica
que delinean los economistas tradicionales, el decrecimiento supondría regresar
(en el corto plazo) a los niveles de producción y consumo de los años 60, solo
que mejor distribuidos globalmente.
Así pues, durante la mentada fase
de transición, aún cuando no queramos incurrir en el más pueril de los pragmatismos
electoralistas, ¿no habrá —por así decir— que pactar con un buen número de
hijos de puta? ¿No crees que conviene señalar los puntos de confluencia entre
posiciones ideológicas que, teniendo un programa de valores y objetivos distintos,
finalmente terminan generando resultados bastante similares?
CT. Has utilizado dos verbos distintos, Ernesto. Primero has dicho
dialogar y luego pactar. Dialogar, por supuesto. Faltaría más. Yo estoy en
diálogo permanente con mucha gente. Aunque creo que no me escuchan mucho. Hablo
en varios momentos del libro de la necesidad de dialogar con otras corrientes y
tradiciones. A menudo se revela en el
mundo libertario un infeliz aislamiento que se asentaría en una hiperlucidez
que no conduce a nada. Los hay que son tan puros que al final no hacen nada.
Pactar es otra historia distinta. Voy a utilizar un argumento personal.
Considero que mi deber cívico consiste en oponerme a determinado tipo de pacto
de mínimos que no hace sino reproducir la miseria del orden existente. Ya hay
demasiada gente que está por ese tipo de pacto. Si no acierto a apreciar
cuáles son las secuelas saludables de esos pactos, me parece evidente que la
lógica de las instituciones y del parlamento penetra de manera tan poderosa en
la cabeza de muchas gentes que hacen que queden totalmente incapacitadas para
luchar en la vida cotidiana. En un momento del libro cito a Ricardo Mella,
quien respetaba que la gente votara, le parecía muy bien, pero le preocupaba
mucho más saber a qué hacían esas personas los 364 días restantes del año. Y a
mi también.
Lo que hay en la trastienda es un
problema grave de determinación de objetivos. Cuando Izquierda Unida dice que su macroprograma consiste en buscar una
salida social a la crisis, me parece que se está retratando. Hay una dramática
incomprensión de todo aquello que va más allá del corto plazo. Pactar con esas
posiciones me resulta extremadamente difícil. Todos decimos, por lo demás, que
hay que buscar acuerdos, cuanto mayores mejores, pero todos establecemos líneas
rojas con quienes no estamos dispuestos a pactar. Y tan lamentable, o tan
respetable, es una línea roja como otra. Yo
preguntaría: ¿y con quién vamos a pactar? Hay gente que diría que
podríamos incluir a muchos votantes del Partido Popular que son gentes
respetables y sensatas. ¿Tenemos que incluir al Partido Socialista en esos
pactos? ¿Tenemos que incluir a los sindicatos mayoritarios? Aunque todas las posiciones son
respetables, no me queda otra que enunciar la mía: creo en el acuerdo de
quienes defienden en todos los órdenes la autogestión desde abajo y son
conscientes, en paralelo, de lo que significan la corrosión terminal del
capitalismo y el colapso que le sigue.
Debo agregar que la mayoría de
las veces no entro al trapo de estas discusiones. He hecho alguna excepción,
sin embargo, con determinadas derivas que afectan al 15-M. Me ha resultado
extremadamente molesto escuchar voces que, dentro del movimiento, hablaban de
configurar un partido político, rompiendo claramente con las reglas de juego que
entiendo se establecieron en su momento. Como
testimonio alternativo, cabe elogiar a muchos militantes de partidos que están
en el 15-M y que se oponen a la instrumentalización política de éste y
defienden que perseveren en su condición de espacio de autonomía y autogestión.
Salvo en este debate sobre reglas elementales, mi posición suele ser tan abierta
al diálogo como escéptica con respecto a las posibilidades de sacar algo en
claro. Soy profundamente escéptico, en particular, en lo que se refiere a
modelos como el de Syriza en Grecia. Son una ilusión óptica. Creo que muchos de los críticos de Syriza empiezan a encontrar
mayor eco porque perciben con claridad que hay un proceso de incorporación a
las instituciones tradicionales, con el consiguiente rebajamiento de objetivos
programáticos, además del abandono sustancial de cualquier radicalidad desde la
base. Es algo que hemos vivido muchas veces. Aunque la gente juzge que este
debate es nuevo, tiene ya doscientos años.
EC. Y en lugar de valorar el rebajamiento del radicalismo como algo
negativo, ¿no habría que juzgar positivamente la voluntad de aglutinar mayorías
sobre cierto programa emancipatorio mínimo? Sobre la conversión de las CUP o de
Syriza en proyectos políticos de mayor alcance con una dimensión claramente
partidista alejada del mutualismo primigenio, ¿acaso son incompatibles ambas
dimensiones? ¿Acaso cierto tipo de delegación burocrática no es necesaria
mientras trabajamos en una escala pequeña, dado que los problemas de nuestro
tiempo precisamente tienen lugar en esferas financieras y ambientales que
escapan a cualquier control por parte de organismos de tamaño reducido como los
propugnados por el pensamiento libertario de raigambre ecologista?
CT. Me he topado con cierta frecuencia en Facebook con el argumento
de las mayorías. Alguien dice: «Lo que tú reivindicas, Carlos, está muy bien, pero
es un proyecto de minorías.» La réplica es inmediata: dime cuál es la condición
de tu proyecto de mayorías. Me temo que entonces encontrará una justificación
plena mi proyecto de minorías. Si para conbigurar un proyecto de mayorías
debemos contar inexorablemente con las cúpulas de CCOO y UGT, mejor apagar y
marcharse. Un ejemplo de las perversiones de los proyectos de mayorías lo aportaron
las manifestaciones contra la guerra de Iraq en 2004. ¿Qué ha quedado de ellas?
Absolutamente nada. Hay, por lo demás, una prueba del algodón en lo que
respecta a las nuevas formaciones políticas, se llamen Bildu, Sortu, las CUP o
Syriza. A saber, ¿qué tipo de proyecto
autogestionario defienden? Ninguno, con la parcial excepción de las CUP. Cuando
una formación política está en las instituciones pasa ipso facto a abandonar cualquier coqueteo que hubiera podido tener
en origen con la autogestión. Yo me pregunto si esto no se debe a alguna ley
inexorable. Quién está por la autogestión no está en las instituciones.
Cuando me piden que respalde ciertas opciones electorales, me pregunto por qué
esas mismas opciones no respaldan con orgullo las prácticas autogestionarias
que nacen de abajo. Admito, aun así, que el proyecto de las CUP es el que plantea
mayores perspectivas de análisis sugerente. Es cierto que ahí hay una apuesta
que nace de la vinculación con la democracia directa en pequeños municipios.
En cuanto a la delegación, en la práctica libertaria hay una prosaica
aceptación de alguna forma de aquélla, bien que sometida siempre a reglas muy
estrictas. Me importa subrayar que la apuesta libertaria no sólo defiende la
democracia directa: reclama una reconfiguración radical de la sociedad que
propicie ese escenario. Eso es lo que debería formar parte del proyecto de
mayorías. Decrecer, destecnologizar, desurbanizar, descomplejizar. Me temo
que el grueso de las instancias llamadas a participar en esas mayorías ni
siquiera se plantean estos asuntos. En los programas de la izquierda
tradicional, ¿hay algún acercamiento serio a la perspectiva de la desurbanización?
¿Hay algún cuestionamiento de lo que implican las ciudades? ¿Y decrecer?
Algunos me preguntan si hay partidos que me invitan a hablar de decrecimiento.
Sí, cuando no están en el parlamento. El caso más extremo es acaso el de Equo.
Se supone que era una fuerza política que, por su condición de punto de partida,
por sus vínculos con la ecología política, estaba llamado a asumir un proyecto
de decrecimiento. Nada de eso- Creo que, como quiera que en las últimas
elecciones generales el propósito de esa formación política fue atraer electores
indecisos entre IU y el PSOE, se estimó que lo del decrecimiento podía hacer
daño en la medida en que podía entenderse como un polanteamiento demasiado
radical. Si eso hace Equo, ¿qué harán los demás?
La mía no es una actitud de
dogmatismo cerril que se niega al diálogo. Quienes creemos que el colapso está
a la vuelta de la esquina tenemos que pactar con quienes asumen medidas para
que el colapso no llegue o, al menos, se postergue o limite. Las posibilidades
de alianza son, entonces, y hoy por hoy, muy reducidas.