Los desgraciados son egoístas, malvados, injustos, crueles y menos
capaces de comprenderse entre sí que los tontos. La desgracia no une, sino que
separa a los hombres; e incluso en aquellos casos en que, al parecer, los seres
humanos deberían estar ligados por un dolor análogo, se cometen muchas más
injusticias y crueldades que entre gentes relativamente satisfechas. (Anton
Chéjov.)
Stupid bourgeois
people, like the ones who write in newspapers, say that four million unemployed
means an angry, assertive workforce. It doesn’t. It means at least four million
other very frightened people. (Neil Kinnock.)
Resulta curioso que el debate
veraniego sobre la composición de la clase obrera en España (iniciado por Pablo
Iglesias y el
Nega) esté guiado por la lectura de un librito tan británico como es Chavs. El editor de Capitán Swing me
transmitió hace tiempo la estupefacción de los presentadores anglosajones ante
el rotundo exitazo de la publicación. «La presentación fue muy bien. Los
ejemplares se vendieron como rosquillas. El corresponsal de The Guardian no daba crédito.» Y es que
Owen Jones retrata una realidad muy suya. Chavs
versa sobre la guerra cultural de clases desde la perspectiva de quienes llevan
perdiendo la batalla por el reparto de lo sensible desde los años 80, esto es,
de lo visible y de lo audible en los mass
media: los pobres que ni quieren ni pueden pertenecer a la middle class. Gran Bretaña siempre ha
tenido una sociedad clasista y una cultura elitista, pero nunca ha habido un
discurso que haya triunfado tanto como la peculiar combinación tatcherista, que
primero bautiza a todo quisqui como
clase media, luego desbarata los mecanismos de defensa colectiva y por último
responsabiliza a las comunidades de los delitos individuales. Un triángulo
ideológico definitivo.
La novedad de Margaret Tatcher
estriba en pasar a la ofensiva desde arriba, renunciando al elitismo
conservador tradicional, colonizando la mentalidad de los subalternos,
reforzando la apariencia mediática del «We
Are All Born Equal» mientras el gobierno garantiza la perpetuación de las
desigualdades existentes. Una estrategia política que comienza a penetrar en
España con Felipe González, cuya reconversión industrial anticipa la
acomodación neolaborista de Tony Blair
& co., con una importante diferencia: la sociedad franquista nunca tuvo
apariencia de clase (he aquí una
tesis discutible: hablo de la forma, no del fondo). De hecho, los discursos
clasistas estaban combinados con los discursos nacionales hasta tal punto que
la Segunda Restauración Borbónica termina vendiéndose más como reconciliación
de las Españas que como oportunidad política para la clase media, cuyo
liberalismo se supone fuera de duda. La Transición no tuvo necesidad de unas
Malvinas para garantizar la unidad nacional, no solo porque el ejército tuviera
cara de pocos amigos y el Sahara Occidental no valiera un mísero maravedí, sino
también porque no necesita más derrotas un pueblo vencido por las armas para
permanecer juntos en el miedo.
¿Tuvo Franco cara de clase? De ningún modo. No fue elitista la cultura oficial
del Régimen. A fin de cuentas, un gobierno despótico no tiene necesidad de
aparentar, dada la cruda verdad de su dominio, a diferencia de las clases
dominantes en los países democráticos, cuya superioridad política y cultural
está siempre puesta en jaque por la irremediable plebeyización de los productos
de consumo, necesitando por tanto dosis añadidas de distinción. La tarea
cultural del franquismo consistió, por el contrario, en convencer a media nación vencida. Podemos contemplar los resultados
en programas como Cine de Barrio: elevar el lumpen
gitano hasta la condición de estandarte musical de una sociedad civil
enredada en amoríos y despolitizada hasta la medula, así como sublimar las pasiones cainitas a través de los
partidos de fútbol o de las corridas de toros, y un infinito etcétera
demagógico fueron las políticas culturales aplicadas por nuestros queridos
verdugos, más necesitados de populismo que de modales caballerescos.
Que este imaginario gitano, ibérico
y taurino perviva sobre todo entre los canis no resulta nada extraño teniendo
en cuenta que el PSOE y su tecnocracia felipista dieron por ganada la batalla
por la hegemonía ideológica de centro-izquierda, que quizá nunca fuera con
ellos, concentrando sus esfuerzos culturales en reformar la escuela hacia el
laicismo, sin llegar a conseguir mucho, y en promover a golpe de talonario que
cada Comunidad Autónoma tuviera su Museo de Arte Contemporáneo («Nada más
escuchar la palabra cultura extienden un cheque en blanco al portador», que
denunciara Rafael
Sánchez Ferlosio). Entre los frutos del elitismo subvencionado de extremo
centro se cuenta la pervivencia de una mentalidad autóctona impermeable ante
las exposiciones del MNCARS cuyos valores culturales entroncan con las
tonadillas de mis abuelos, las cuales hablan de un modelo familiar muy
definido, solo que con Rafa Mora y el Tuenti de por medio. No será hasta la
década de los 2000, con la conversión de La Movida en genuina religión secular,
que los poqueros devienen el objetivo del escarnio mediático, vistos como gente
sin futuro que hace el tonto ante las cámaras de Cuatro, por contraposición a
la elite cultural hipster, cuyos
valores culinarios, ecológicos y musicales nadie toma en serio, pero pintan
mejor en pantalla.
Hasta aquí las consideraciones
que podemos realizar en la estela de Owen Jones. Que todo esto tenga la más
mínima relevancia política resulta bastante dudoso, máxime sabiendo que la
dinámica electoral de izquierdas y multitud de movimientos sociales no
descansan sobre alguna suerte de retórica clasista, sino más bien sobre el
concepto de justicia social que manejan —hasta el límite del engaño propio—
aquellos estratos medios que prefieren socializar sus ganancias vía impuestos
estatales, manu militari y todos por
igual, antes que recurrir a una caridad de dudoso tufillo redentor. Ahí están
la mayoría de los votantes de ERC, ICV y CUP que también vendrían a pertenecer,
según los cajones de sastre del CIS, a
la dichosa clase media que todos somos. Así pues, quizá sea el momento de
debatir menos sobre la clase obrera y su composición sociológica, un problema
escolástico en muchas ocasiones, y desmentir con mayor énfasis algunos juicios
exportados sin cuidado desde Londres sobre los
de en medio.
Los de en medio quizá sean clasistas en Inglaterra. En España, por el contrario, el
problema de la mayoría intersticial quizá consista en pensar como los de abajo
y actuar como los de arriba, como manda la envidia cochina colectiva hispana,
cuando en verdad vendría bien hallar un término medio, aunque sea para acabar
de una vez por todas con la farsa del mileurista que se piensa pobre y se
quiere rico, si es que quedan todavía salarios de 1.000 euros; no las tengo
todas conmigo.
Originalmente publicado en Culturamas. 23 de agosto de 2013.
Para bien o para mal, Anthony
Burgess sigue siendo el autor de La
naranja mecánica. Ésta sigue siendo, dos décadas tras su muerte, la única
novela suya disponible en las principales librerías españolas. Si exceptuamos Poderes terrenales, las 1000 páginas
republicadas con valentía por Aleph Editores y doctamente prologadas —que nunca
falte— por Rodrigo Fresán, la herencia literaria de Burgess parece olvidada,
condenada y marcada por un terrible pecado: la prolijidad del escritor
mercenario. En un oficio como el
narrativo, a caballo entre lo elitista y lo artesano, incurre en grandes
errores quien mucho engorda el curriculum,
quizá buscando el contrapunto de su propia flaqueza. Y Burgess adulteró hasta
los márgenes la página entera. Como a él, la posteridad termina pasando factura
a los juntapalabras con una treintena
de volúmenes reventando los anaqueles de las bibliotecas; un servidor se
confiesa: fue imposible (para mi) leer todo Burgess. Por el contrario, un
historial discreto en libros, una trayectoria exigua en trabajos, una imagen de
lánguida indolencia, son las mejores amistades del estudiante universitario,
lector cruel de todos ustedes, destino último de los escritores sobrevalorados,
que son la mayoría de los autores muertos actuales. Quemar los escritos cosa
buena será, pues nos hace parecer más vagos; tenemos muy trabajada esa vagancia
algunos, pero no todos. En los márgenes del canon habitan, mientras tanto,
quienes llenaron folios por hambre, ambición o aburrimiento: los tres vicios
que Juán Rulfo —parexcellence— nunca tuvo.
Burgess fue, según se vea, menos
listo o más corajudo. Narrador tardío y avieso en intenciones, deviene un
profesional de las letras porque quiere dejar algo, pero no un legado —desde
luego— para la posteridad y los lectores futuros. Corría el año 1960. Le había
diagnosticado una enfermedad mortal. Según los médicos, la esperanza de vida
resulta ser muy corta, apenas 12 meses. Terminará
existiendo, para riqueza de editores y regocijo de críticos, otros 33 añosextra. Azuzado por una muerte inminente, escribiendo tres libros y
medio cada docena mensual, la facilidad de este cuarentañero, nacido en 1917,
ya quisiera tenerla cualquier principiante. Burgess comienza así el segundo
volumen de sus memorias, contando cómo introdujo en la máquina de escribir la
primera cuartilla, cómo inició su andadura profesional, cómo se desvirgó en el
asunto. No tiene el menor interés, claro.
Tenía en mente dejar los derechos de autor a su viuda. El objetivo era rellenar,
mientras estuviera de servicio, cinco folios limpios diarios. Más prosaico,
imposible.
Algunos advenedizos, cabe
puntualizar, consideran esta narración de enfermedades y superaciones una pura
fábula inventada como Palas Atenea por alguien con demasiadas historias buenas
en la cabeza. El tumor cerebral de
Burgess: un simpático atrezzo, como mucho. Sabemos por el final de Los Soprano
que los médicos yerran las muertes súbitas a posta para que los enfermos puedan
colgarse los galones de haber combatido y eventualmente vencido a su propio
destino. Hablo —cómo no— de Junior Soprano. Pero la longevidad de Anthony
se sale de madre. Cosa segura, empero, es que Lynne Burgess, la beneficiaria
última de tanto libro junto, terminará palmando de cirrosis a la década, tras
algunas anécdotas graciosas de intento de suicidio, aperturas de cráneo contra
el bidé y cosas así, legando a
Anthony una frenética dinámica de trabajo, su única huella visible sobre el
mundo. Muy agradecidos estamos sus lectores.
La mujer de Burgess resulta
crucial, como todo quisqui debe saber, para el planteamiento argumental de La naranja. Lynne fue asaltada con nocturnidad y alevosía por unos desertores
americanos durante los últimos compases de la Segunda Guerra Mundial. Este
suceso decantará la localización espacio-temporal de la novela. Alex y sus drugos violentan alguna suerte de futuro
próximo pospunk, en lugar de propiciar una revuelta misógina y plebeya en la
Inglaterra de Isabel I. Sita en la
última década del siglo XVI, Burgess tenía un episodio histórico pendiente de
ficción: un levantamiento estudiantil contra la carestía de algunos productos
de consumo de primera necesidad. Parece que los teddy boys del momento se entretuvieron apaleando a las polleras
(terminado en as) y a las comerciantes
en general que alzaron los precios de la mantequilla y los huevos. Un
crimen, vaya. Burgess pensaba retratar a William Shakespeare (¿o debería decir
mejor Christopher Marlowe?) rollo adolescente, zascadileando por las higiénicas
callejuelas, salpicado por la sangre de mujer, arrejuntado con sus cofrades en
fragrante delito. Ya tendrá oportunidad de retratar ese intrigante ambiente en
otras ocasiones. Un hombre muerto en
Deptford, su versión de la (presunta) defunción de Marlowe, cuenta como
una. Nothing Like the Sun, sobre la
sífilis del dramaturgo, redactada de improviso para el cuatricentenario del
nacimiento, cuenta como otra. A falta de isabelinos in love, buenos fueron los Edwardian Strutters, y manos a la obra
que Burgess se puso. Para los despistados, han de saber que «Pavoneante
Eduardiano» —traducción libre y propia— era la etiqueta que endiñaron los
periodistas sobre los jóvenes sin futuro de la decadente potencia británica.
Niños bien, bien vistos: Alex solo pierde la compostura durante la comisión. Ya
saben cual: la comisión del crimen.
No hubo conflicto —by the way— entre Estados Unidos y Gran
Bretaña, como malamente predijera Trotski, tras la Segunda Guerra Mundial: la
supremacía comercial abandonó la Pérfida Albión y cruzó el charco. Buenas
fueron desde entonces las special
relationships, una vez perdido y abandonado el primer puesto de la carrera
mundial del capital hacia la infamia. Burgess
sabía del tema: desde los años setenta tenía la vista y la zarpa sobre el
mercado yanqui. Y pelillos a la mar: unos yanquis violaron a su mujer; esto fue
el trasfondo histórico de la mejor conocida de sus novelas. No hay mal que por
bien no venga.
¿Y el trasfondo teórico? Huelga
decirlo, era católico. Los americanos hicieron de la película una apología de
salvajismo; los franceses, como siempre, peroraron hasta tarde con Nietzsche en
una mano y Foucault en la otra. La sociedad del espectáculo, el nihilismo
reactivo y su violencia alienada, los dispositivos panópticos: Burgess pensaba
en términos más sencillos. Y quizá más profundos: «Dios hazme puro, pero aún
no», que rezara Agustín de Hipona. La vida del santo no tiene nada que envidiar
a los malandrines de Kubrick. Es la
historia del católico disoluto: pecar a escroto lleno y luego hacerse el arrepentido.
Ello permite una interpretación teleológica de la autobiografía. Excusatio non petita: vistos en
retrospectiva, los pecados del pasado, hasta parecen tentaciones del Supremo y
todo. Incluso el robo de la fruta, castigado con la ley del Talión por aquél
entonces, era visto por San Agustín como una premonición de su conversión
posterior. O mejor dicho, como el capital salvífico acumulado por el Hijo
Pródigo, el saldo negativo de la balanza celestial de pagos, la promesa de
felicidad eterna del converso. Burgess buscaba encarnar las tribulaciones
asociadas con el liberum arbitrium,
la capacidad de elegir el mal que conlleva el mandato divino y su imposición,
esa dualidad que persigue a la Humanidad desde que Eva se tomara en serio —para
mal de todos— lo de las cinco piezas diarias de fruta. De mal en peor desde
entonces.
La naranja termina, por tanto, redención mediante. Alex, Vuestro
Humilde Narrador, cumple 18 años y abandona la ultraviolencia. Se siente
atraído por las cafeterías, rollo Starbucks más o menos, donde las parejas
disfrutan de la tarde. Quiere sentar la cabeza, ¿qué batallas contará de
entonces? Que los jóvenes avanzan en línea recta como los juguetes eléctricos,
que la juventud también pasa, como todo, que las generaciones siempre rellenan
su cuota de desfase, no puede hacerse nada para evitarlo, antes de la llegada
de la vejez: estas y otras historias aguardan a los hijos de Alex. En el
ínterin, los gustos musicales del protagonista se refinan. Mejor dicho, se amariconan: donde antaño estuvieran las grandes
composiciones orquestales con mucho ruido de fondo, muchos tambores y timbales,
muchas ganas de invadir Polonia, ahora solo quedan los Lieder y sus románticas guedejas de violines. Y por si fuera poco,
entra en escena el espíritu ahorrador, los planes a largo plazo, las
inversiones a tanto por 100 del TAE, la racanería financiera —genuino ritual de
paso— que marca el final de la adolescencia. Ante la expectativa de invitar
a unas gachilillas (una palabra del
idioma de Umbral que en nadstad significa ptitsas
y en castellano, muchachas),
Friedrich Hakey habla por boca de Alex:
—Ah, al demonio. Que se lo paguen ellas. —No
sabía por qué, pero en aquellos últimos tiempos me había vuelto algo tacaño. Se
me había metido en la golvá el deseo de guardar todos esos preciosos billetes
para mi, de atesorarlos por alguna razón.
Ahijada de la necesidad
financiera y del virtuosismo sin complejos, La
naranja —ahora mismo— bien podría estar criando malvas. Las partes del
libro revelan las prisas de la confección. Tres apartados, a siete capítulos
por apartado, hacen un total de 21 capítulos. Me juego el dedo corazón que el
libro tiene una concepción mensual acelerada. Tres semanas de escritura y una
de revisión: las cuentas salen redondas. El
propio Burgess, adversario acérrimo de las mutilaciones literarias, consintió y
permitió que cercenaran la última sección por unos $$$. Entre todas las
prostituciones que tuvo que realizar, esta fue la peor. Los lectores de
Estados Unidos no llegaron a conocer hasta los años 80 el cierre inicial de La naranja. Ya era demasiado tarde
entonces. Desde 1971, la novela daba igual. Los enterados pueden silenciar a
los jóvenes locuaces, los profesores de literatura pueden cantar y elogiar con
la boquilla, los cinéfilos pueden colorear sus hogares y sus estantes, que lo
importante seguirá siendo la película. Dada una votación, ¿cuántos elegirían el
cierre católico de Burgess, condonación de los pecados juveniles incluida, en
lugar del cínico cierre de la cinta: «Sin lugar a dudas, me había curado»? Yo
desde luego no.
Publicado originalmente en Hermano Cerdo. 7 de Agosto de 2013.
Cosas que uno encuentra buscando a Victor Balcells en la selva de Google Images.
Ignoro si era una crítica,
supongo que sí, cuando Benet sostuvo que Baroja era, nada más y nada menos, el
primer narrador castellano en alcanzar sus objetivos. Ibidem puede decirse de Victor Balcells. Sus historias son
redondas; sus personajes, tópicos y cucos, también. Lo anecdótico y lo
entrañable dominan una escritura, la suya propia, que cumple en todo momento
con las promesas contraídas: libros con
atmósfera y cadencia que —¡albricias!— en las librerías se venden a pares.
Su carta de presentación en suciedad,
el libro de relatos Yo mataré monstruos
por tí (Delirio, 2010), ha llegado hasta la tercera edición; nunca una imagen de portada fue tan
certera: la nuda efigie del autor sacando molla. Un gesto de fuerza en la
superficie que acompaña el contenido de las entrañas: los cuentecitos que
componen YMMPT son una cartografía
adolescente en clave de humor que ya quisiera cualquier cronista de nuestro
tiempo en su haber de retratos costumbristas.
Y para rematar la faena, que no
ha hecho sino comenzar, Balcells regresa en formato maxi. Acaba de llegar a nuestras librerías su último trabajo de
artesanía, un tocho de 500 páginas bajo el rótulo Hijos Apócrifos (Alfabia, 2013), ante el cual solo cabe entonar,
nuevamente, el mission accomplished.
Misión cumplida en los diálogos, que vuelven a delinear con naturalidad el
ambiente de la narración. Misión cumplida también en el tempo, que salta hacia
atrás, el espacio de la memoria, mediante una sencillas cursivas. Misión cumplida, en suma, en el interés
narrativo: Victor Balcells es el primer narrador español rozando a la baja la
treintena cuyos libros se dejan leer desde la primera anécdota hasta el último
párrafo; lo que no quita el placer adulto de abrir al tuntún, picotear 10
páginas y volver a cerrar las tapas. Tanto en la consulta fragmentaria, último
recurso del crítico literario curtido en mil batallas, como en la ingesta
paciente y reposada, pasando con la lengua cada página, Hijos apócrifos lo que (quiera que) se propone. Y los editores se
forran a su costa, pues el lector aprecia (compra y paga) esa tensión
constante.
Desde un punto de vista
estilístico, destaca en Hijos apócrifos
la frase corta, con algún taconazo simbólico, siempre alguno por párrafo, pero
sin grandes algaradas de puntuación y subordinadas, salvo algún aparte enjuto
entre puntos y comas, todo embridado en vistas de la lectura distendida, amén
del entretenimiento. Les copio más abajo un ejemplo, que apenas alcanza relevancia
ensayística o valor para el relato, pero que no obstante ilustra el modelo de prosa funcional entre la
constatación impersonal de los objetos y la reflexión coloreada por la
subjetividad del narrador, aderezada por algún guiño a los lectores más avanzados;
una forma de escritura que Victor Balcells practica siguiendo la norma de las
dos i griegas; ya saben, la norma propugnada por los guionistas de series, la
receta de la abuela para conseguir el resultado deseado en materia de ficción:
«Un producto cultura óptimo tiene que resultar inteligible tanto para el
intelectual de Yale (primera i griega) como para la señora de limpieza de Yalta
(segunda i griega)»; y el fragmento dice así:
Las mujeres salían con sus vestidos a la calle. Pausadamente fru
fru de piernas rozando, destellos. Había
bolsos en los hombros, como ahorcados, y galanes esperando junto a los
surtidores de calor en los cafés de París. Había un fluctuar de placeres al
acecho; extrañas promesas nostálgicas en el aire y por el suelo, arrastrándose,
la agonía. Y entre todo ese desamparo de vez en cuando la apoteosis de dos que
se encontraban y se iban juntos, o de tres, o de uno solo que paseaba
meditabundo pensando quizá sobre la cuestión de la carne: Dios hazme puro,
pero aún no.
Hablando sobre Victor Balcells
con un colega de profesión, un escritor que ha tenido la suerte de consultar
algunas versiones previas del manuscrito (por cierto, ver el entramado inicial
en bruto de Hijos Apócrifos debe ser
un espectáculo innombrable: algo así como el soterramiento en directo de la
M-30), él me decía que el libro está muy bien, aunque podamos echarle dos cosas
en cara: la falta de sentido espacial
(en la primera parte, Pablo Scarpa entra en Varsovia y sale, durante la Polonia
de 1985, sin rastro de la URSS o de Solidarność) y la plantilla absurda de personajes: «Parecen los Looney Toons», me
dice. Y yo pienso de inmediato en la secretaria de la editorial Archimboldi
chutándose en la tercera parte del libro una raya delante de un escritor
potencial de la casa mientras piensa «¿No ves que vamos a rechazar tu
manuscrito, no ves que no sabes nada, ni siquiera sumar, y que la coca, aquí,
es nuestra gasolina?», y tengo que darle la razón a mi camarada. ¿Drogas en el mundillo editorial? Algo
imposible, inverosímil, lo jamas visto. Ahora en serio, y sin ánimo de
espoilear, ¿cadáveres encamados en hoteles parisinos?, ¿hamletianos suicidas
acéfalos en cabo Sunion?, ¿tórridos encuentros erótico-festivos con travelos?
No me lo puedo de creer. Pero funciona. Háganme caso: funciona.
Las cosas mejoran, pero bastante
poco; Cristobal Montoro parece un superhéroe con los brotes verdes en la mirada
y los gallumbos por fuera; la gente del común ya habla del próximo gobierno de
España. Este último, el que todavía padecemos, desde luego ha hecho de su capa
(electoral) un sayo (antidisturbios) y hasta un sudario en cuanto a previsión
de voto se refiere. Gajes del oficio, supongo, cuando uno actualiza a la jerga
de los wannabes empresariales el lema del Espadón de Lieja: «La gobernanza es la resistencia»,
pensará don Mariano entre decretos, cordones policiales y pompas de jabón.
¿Recibe Ud. muchas críticas?, pregunta la Forbes a Luis de Guindos; como
ministro de Economía, ¿Ud. sabe qué piensa la peña? La respuesta es antológica:
«Los ministros nos aislamos bastante del
contacto con la gente, por razones evidentes, incluso de seguridad. Yo intento
mantener ese contacto a través de mis colaboradores que sí están [sic] en contacto con la realidad, como es el
departamento de Comunicación.» A diferencia de Lehman Brothers, donde una
oficina de finanzas ignoraba, según contaron en los tribunales, que el vecino
de arriba estaba apostando contra sus propias inversiones, parece que en
Hispañistán la mano derecha y la mano
extremo-derecha del gobierno sí están bien coordinadas, ¡y tanto!: el puño
de acero de los recortes recibe las caricias enguantadas que la mano invisible
de la iniciativa público-privada administra a través de los periodistas
cómplices hasta el mismísimo departamento de Comunicación. Por desgracia, esta
diferencia respecto de LB no salvará a los populares del hundimiento mutuo,
anunciado y correspondido.
Además de tragarse la basura que
censuran para él sus subalternos, de Guindos también tiene la loidefamilie, no se crean: «También mi mujer, aunque no la veo mucho [sic], me dice las cosas que pasan. Y sí, para un
ministro es importantísimo tener a gente que diga la verdad.» ¡Habrase visto Donald Draper semejante!
Primero la obsesión por la marca España, antepuesta como un eslogan sobre los
intereses salariales de media España (ya saben qué mitad), y ahora la falta de
contacto humano, han transformado para siempre a Luis de Guindos; y así lo retrata la prensa, como un tipo
calvo con cara de perro: triste destino donde los haya para el único orador
no-gangoso, no-tartaja y con idiomas del Gobierno de España, la Unidad de
Todos. Luis, ¡tú antes molabas!
Como decimos, cuando no está
distraída por el telefonino, la menu
peuple cavila sobre las elecciones de 2015, que están a la vuelta de la
esquina. Una vez pasado el miedo ante la posibilidad de un tecnócrata impuesto
desde los poderes europeos (una
auténtica locura, el deponer a Don Mariano: hubiera estallado el polvorín
español; pregunten a los franceses, a ver si dan o no crédito), solo quedan
los viejos temores y las nuevas escisiones de la derecha, cuya amorfa unidad
centrista es una invención del aznarinato (véase los efímeros partidos
liberales durante los años 80: en solitario y en democracia, los liberales no se
comen un colín; por eso van todas las tardes a misa). Y quien la hizo ahora la deshace: el gobierno tiembla con el alunizaje
de Aznar; el sans moustache
desestabiliza la situación; las corbatas, los gemelos y las carteras de
inversiones parecen girasoles a su paso. («Cada vez que vea a alguien caminando mientras se aprieta los gemelos es
que está cambiando suavemente de opinión o acoplándola con cortesía», Manuel
Jabois dixit.) Ante este desaguisado, hasta Jesucristo se encoge de hombros
en la cruz. En Intereconomía huele a cura quemado en la plaza. Y no es culpa
del mamporrero de izquierdas que suelen invitar para encender la pasión del
respetable. La derechona se fragmenta, señores.
Y si el campeón de los
abdominales parece haber esnifado algo por sus (ahora) imberbes fosas nasales,
no será Napoleón Bonaparte la sustancia, como sugiere con astucia el pillastre
de Juan
Soto Ivars. A diferencia de Pepe
Botella, José María no viene a domeñar nada ajeno, sino a hacerse el capitán
del futuro bando perdedor (sí, he dicho perdedor). Viene, en todo caso, a
drogarse con el conde de Romanones, heredero del Partido Liberal de Sagasta et tuttiquanti, cabeza de cartel de la monarquía constitucional en las
elecciones de 1931 —sí, las municipales de abril del treinta-y-uno donde
realistas y liberales, guarecidos bajo el almirante Aznar-Cabañas (¡será por
apellidos!), fueron arrasados en las capitales de provincia por la coalición
republicana. Un columnista de El Mundo, Carlos
Cuesta, expresa muy bien cómo, a dos años vista, el miedo puede cambiar de bando, siempre y cuando la Troika haga mal su
trabajo, como hasta ahora, y el FMI no vuelva a errar de nuevo, eventualidad
lógicamente improbable; las palabras de Cuesta:
A todos esos que consideran un bien supremo
la lealtad al partido, permítanme, sin más, que les recuerde un detalle: si
como ha anunciado el Gobierno de su partido llegamos a 2015 con un paro de casi
el 26% –tres puntos más que con el PSOE– en medio de una órbita de permanente
bombardeo mediático con la trama de corrupción Gürtel, resultará más que
improbable ganar las próximas elecciones generales. Y si no se ganan esos
comicios, pasará por España el mayor rodillo socialista-comunista-independentista
que nadie haya conocido en toda la etapa democrática. Y dudo que en ese momento
sirvan para mucho las lealtades de partido, mientras todo lo que conocemos
salta por los aires.
And Pablo took his gun.
Dicho y hecho. Pablo Iglesias, un
gran orador con aspecto de Nazareno, según la certera descripción de Jiménez
Losantos, organizó hace poco una tertulia para debatir
sobre la posibilidad de extrapolar a nivel estatal la solución de compromiso
andaluza entre IU y PSOE. Aupados por el derrumbe del bipartidismo, los
comunistas de IU (aún se les puede llamar así) no parecen haber olvidado (¿para bien?) el pasado. Las heridas
dejadas por Zapatero tardan en cicatrizar. La gente del PSOE, dividida por si
llevaban chaqueta o iban más casual, parecían apostar —mirando hacia el futuro—
por una ensalada de siglas que incluyera hasta Equo, PACMA y más allá,
atracando los valores del pluralismo, el ecologismo y los derechos animales a
su dique seco de ideas: una vez
abandonado el espíritu obrerista, que los socialistas nunca llegaron a tener,
poco más queda para un partido como el PSOE, laboratorio de pruebas de la
tercera vía con González y baluarte del republicanismo manirroto, sottovoce zapateril, salvo las guerras culturales y morales contra los
toros y la Iglesia. Que todos los intereses cuenten y todas las voces
retumben, lo cual está muy bien, es el único programa sustantivo del PSOE,
quien siempre prefiere mucho abarcar, para así apretar menos. Y sobre Euskadi,
Cataluña, Galicia y hasta Murcia, mejor ni hablamos: salvo por las inocuas salidas
de emergencia democrática («Que se haga la voluntad del pueblo», sentencian
quienes pretenden resolver con vagancia electoral la ausencia de argumentos consistentes),
según el imaginario 2015 de las izquierdas, el Reino de España sigue siendo uno
y no 51. Sobre este punto, IU dice que nanai:
sin una República Federal no vamos a ninguna parte. Y tienen razón, sin un
Estado de derecho social, democrático y republicano no salimos de esta. Y no se
equivoquen, ésta no es la prima de riesgo, que sube igual que baja. Las cuestiones macroeconómicas importantes
se deciden en Bruselas, por mucho que nos empeñemos, nos escindamos o nos
devaluemos con las antiguas (¿o quizá nuevas?) pesetas. Y si el objetivo
consiste en aumentar las competencias del BCE, hacia una mayor unidad fiscal,
por ejemplo, con impuestos más altos para todos los ricos de Europa, entonces
quedan por resolver entre nosotros las cuestiones magras de la Historia de
España: el modelo de sociedad, el modelo productivo, el modelo territorial, ¡la
desamortización de la tierra! y cosas así.
II
14 veranos de gobierno felipista,
con todos sus factores, despolitizaron, burocratizaron y europeizaron a la
generación de extremo centro que nos gobierna ahora mismo por cuenta ajena,
tolerantes en cuanto indiferentes, republicanos espirituales y monárquicos
pragmáticos, pero muy dados a dejar las cosas como están: para la jefatura del Estado, entre reyes y presis, tanto monta que
monta tanto; lo importante no es quién gobierna, sino cuánto. Los más jóvenes
tenemos que saber, por el contrario, que República no solo significa tanto
aguillotinar a Felipe VI (que también) cuanto llevar la democracia igualitaria
meritocrática a sus últimas consecuencias: la elección de todos los cargos
representativos en calidad de fideicomisos del soberano. Las cosas se
complican, no obstante, cuando entramos en materia judicial, por ejemplo, cuyo
poder reclaman los ciudadanos que sea independiente, y cuya independencia ha
supuesto, en Estados Unidos, la imposición de cierta racionalidad (ya sea
progresista o moderada) sobre los derechos de la población (en ocasiones). ¿De verdad quieren subordinar (aún más) la
elección de cargos del Tribunal Supremo a las elecciones plebiscitarias y su
pendiente inclinada hacia la partitocracia, el clientelismo, la demagogia?
La democracia propiamente entendida solo puede entrar en conflicto con la
separación de poderes, la expertocracia, las instituciones independientes: en
suma, todo cargo público debe mediarse con los votos. Las urnas actuales, sin
embargo, están llenas de papeletas a la contra: la pasada victoria aplastante
del PP resulta incomprensible sin esta tendencia del español a empeñar su
papeleta con el propósito de la venganza, no creyendo en nada que no sea el
castigo de la culpa, la expiación de los delitos, la condena del gobernante.
Ante este panorama, queda mucho
por andar, pero una futurible victoria de las izquierdas, ya sea en 2015 o
mañana mismo, la situación enfrentada ahora no resulta distinta de la coyuntura
habida en 1931, cuando la victoria de los republicanos; si la hipotética coalición PSOE-IU llegara a algo más que agua de
borrajas o aún gobierno provisional de purgación, elegidos porque la gente está hasta el IVA de la falta de
puestos de trabajo, tras la Segunda Restauración Borbónica (1975 - ¿2015?),
entonces la hoja de ruta de ayer bien vale hoy, como la expone Antoni
Domènech, por ejemplo: en primer lugar, «si
se quiere gobernar limpia y parlamentariamente conforme al propio ideario a
corto plazo, sin trucos de "vieja política" monárquico
constitucional, no se puede pedir prestada esa base [popular y electoral] con métodos demagógicos, que sólo podrían
sostenerse en el caciquismo y la ignorancia de las gentes»; y en segundo
lugar, «si se quiere gobernar limpia y
parlamentariamente a medio y largo plazo, no hay más remedio que considerar
como provisional la base popular que se toma prestada, y emprender entre tanto
una enérgica política de reformas estructurales de la vida social y económica
española que reorganice por completo la sociedad civil, a fin de crear una base
social amplia que pueda nutrirse un partido republicano y democrático, que
estabilice a la República.»
Traducido en términos económicos,
este proyecto implicaba entonces la reforma agraria y ahora, sin duda, una
reforma crediticia, cuya iniciativa no tendrá lugar en Madrid, sino en
Bruselas, o no tendrá lugar de ningún modo. Mientras tanto, queda por revisar
las constitución política de los mercados españoles, y cómo no, el clientelismo que bajo la forma de puerta
giratoria entre la política y los negocios tiene atenazada, en favor de los
intereses corporativos granempresariales, a una nación de pymes ineficientes
(pura economía de escala, caballeros) pero que dan mucho trabajo. Y aquí es
donde la cosa se pone complicada, porque acabar con la monarquía también
supone, en este punto, terminar con la máquina burocrática monárquica heredada.
Poca broma, por cierto, pues incluye a nuestros intocables sindicatos, la
Iglesia de los zurdos de este país, financiada por el bolsillo del
contribuyente. Liberar el sindicalismo
de la correa estatal resulta crucial, sin embargo, para permitir nuevas formas
de organización y autodefensa de los productores y de los endeudados, como un
paso previo para la politización de izquierdas del autónomo y del emprendedor wannabe, quienes constituyen hoy día el
grueso del electorado pepero estafado por un gobierno que les sube sin piedad
el IRPF. Favorecer las cooperativas de trabajadores y las asociaciones
vecinales, en detrimento del funcionariado que administra nuestros derechos,
hoy hasta suena de derechas, máxime si tocas los privilegios locales y ello
implica despidos, cuando en verdad la ideología neoburguesa actual reclama que
el Estado subvencione los deseos del personal a título de derechos (palabra
inflada donde las haya); pero en verdad mi modesta (y no matizada) propuesta
solo quiere actualizar la Crítica del
Programa de Gotha; contra los lassallistas que aspiraban estatalizar
las instituciones de la clase obrera, escribía Marx:
En lo que hace a las sociedades cooperativas
actualmente existentes, éstas tienen valor sólo en la medida en que sean
independientes, no criaturas obreras amparadas o por los gobiernos o por los
burgueses.
De esto se trata. Pero es igual
mi referencia dogmática a Marx, porque los zurdos con posibilidades de gobierno
en España tienen dogmas mayores que los clásicos, entre los cuales se cuenta,
amén del históricamente comprensible anticlericalismo, el amor hacia el Estado.
Poco se puede esperar, salvo una subvención para el 15M, a modo de
conmemoración monumental, de la triunfante, hipotética y renovada izquierda de
2015. Fácil será, con esta estrategia
política a medio plazo, que los conservadores nos roben de nuevo las lealtades
liberales con una súbita bajada de impuestos: la III República se difumina en
el horizonte como el humanismo de Foucault porque los partidos que la desean
son incapaces de representar a las clases medias que prefieren empaquetar las
maletas y dejar España a su suerte. Si las previsiones actuales se
confirman, y 2015 nos encuentra con esta tasa de paro, estate seguro que la
hipotética coalición de izquierdas, con estos planteamientos, será eclipsada
por un gobierno de concentración nacional. Muy favorable tiene que resultar,
para evitar tal cosa, las elecciones a IU. Pero todavía queda mucho tiempo,
muchas manifas y muchos deshaucios para que sepamos el resultado. Por el
momento solo cabe decir que, dada la tendencia hacia la desafección
sociopolítica, sobrevalorada por los senadores a los cuales nadie nunca ha
votado, desestimada por los perroflautas que están en la calle, luchando
optimistas por nosotros, el grueso de la
población española necesita muchos gobiernos de 14 años, mucho tejido
contrainstitucional socialdemócrata y muchos campos de reeducación (es una
broma) para jubilar de una vez por todas el «Cada uno en su casa y Dios en la
de todos» que tan presente se encuentra en los movimientos sociales
multicolores que aparecen en cuanto los gobiernos conservadores de la Península
deciden planchar el bolsillo del contribuyente y cortar —a la vez— el grifo de
los servicios públicos que tanto necesitan nuestras hipotecadas clases medias,
entidad fantasmal donde las haya, intentando deshacerse de la casita en la
playa. En conclusión, algo más que NIMBY, me temo, vamos a necesitar para la
Tercera.
Publicado originalmente en Culturamas. 30 de julio de 2013.
Hoy es el solsticio de verano.
Los habitantes del Mediterráneo Occidental se preparan para hacer cosas a
escroto lleno: saltar hogueras, tirar petardos y things like that. En el ínterin nos citamos Marc O’Callaghan y un
servidor. Basta decir, para ahorrarnos las presentaciones, que O’Callaghan es
el veinteañero menos petulante que conozco en el panorama creativo barcelonés. Rara avis la suya, por cierto. Figuro que
será tentador el incurrir en patinazos de autosuficiencia cuando acabas de
participar en el Sónar, has realizado una estancia en la MittelCatalunya (Eclíptica, Castelltallat, Barcelona) y en Google
aparecen cosas como «local under star»
cuando tecleas alguno de tus pseudónimos. Para añadir mayor grado de dificultad
a la comedida modestia del artista, sus creaciones están cargadas hasta las trancas
de referencias paganas. En su página web aparece sentado en la posición del
loto haciendo (nada más y nada menos que) la V de Mister Spock. Háganse a la
idea: ¿cuántos illuminati
perdonavidas conocen incapaces de deletrear los nombres de sus deidades
preferidas? O’Callaghan, profundo conocedor de estas tradiciones, a diferencia
de los mentados illuminati, no se
tira a la piscina así como así. Durante nuestra entrevista, los barrigazos
teológicos fueron marca de la casa, no culpa del invitado. Entre cervezas y
arroces melosos, los nombres propios fueron escasos, pero bien atados. O’Callaghan
habla bien sobre masonería, sobre teosofía y sobre la madre del cordero. Ante
referencias de este cariz, en otro contexto y con otro interlocutor, yo hubiera
arqueado de forma inevitable las cejas, mensajeras de una burla tan apropiada
como inminente. En este caso, tomo notas en mi cuaderno. Perdona, ¿cómo se escribe
eso?
—Ge, U, E, Ene, O, Ene— deletrea para mi
O’Callaghan.
II
Desde 2009 O’Callaghan ha sentado
sobre sus rodillas el género del dibujo, ha descubierto su amargura, ha
injuriado papeles y paredes por partes iguales. Hablamos de forma figurada del
proceso creativo que ha llevado a este antiguo estudiante de Bellas Artes a la
consolidación en el mundillo underground barcelonés. Y más allá de éste, tienen
su blog. Allí cuelga desde hace tiempo ilustraciones que luego terminan
impresas en fanzines o sobre murales; hay quien se ha lanzado a tatuarse los
bichos alados de O’Callaghan, claro. Sus figuras rosa fosforito pueden
encontrarse por igual en salones del comic como en las paredes de su
mancomunidad; esto último todavía no ha sucedido, salvo por alguna extensión
del templo en alguna azotea privada, pero O’Callaghan me aseguró que tomaría en
consideración el formato creativo grafitero en el futuro. Y es que la lascivia
que transmiten las calaveras y los demonios de O’Callaghan resulta muy (pero
que muy) apropiada para el espacio público de esta ciudad mediterráneamente
habitada. Ingenio a la hora de explotar el espacio no falta en sus
composiciones, quizá en exceso abigarradas, pero nunca dispuestas de modo
impropio. Algo de caos nunca viene mal. Véase, por ejemplo, la conversión de un
enchufe en una vagina que tiene lugar en La construcción de un templo
(2011-12): una demonia nos ofrece su
toma de contacto gracias a la ingeniosa (no tenemos otra palabra)
transformación de un cuarto de estudiante en un lugar de peregrinaje. Un poco
más allá, en el techo de la habitación, aparece Mercurio crucificado, con una
bombilla por todo pene. Para quien no conozca la pieza, estamos hablando de
cuatro paredes pintadas siguiendo ciertos arquetipos del zodiaco, conforme a la
siguiente dialéctica de los cuatro elementos naturales: la pared norte estaría
dedicada a Saturno y a Apolo (fuego), la pared oeste a Marte (tierra), la pared
sur a Venus y a Diana (agua) y la pared este a Júpiter (aire). Pero dejemos que
el propio artista se explique:
La Construcción del Templo fue un proceso
pictórico que llevé a cabo en la que fue mi habitación durante un año, en un
piso de alquiler compartido entre cuatro personas. Los motivos están generados
a partir de proyectar imágenes de pinturas de artistas reconocidos del pasado
encima de la pared, resiguiendo de forma muy sintética con el pincel las partes
que me interesaban —sobretodo las anatomías— y añadiendo partes de mi cosecha
—como cabezas de perro o cráneos—.
Solo por rebajar el discurso
esotérico, que tantas embolias genera en un cerebro cerrilmente materialista
como el mío, O’Callaghan nos arranca una sonrisa cuando confiesa que, durante
la realización de la pieza, apenas tuvo otro alimento material que no fueran
espaguetis y salchichas crudas Campofrío; en este preciso instante estamos
comiendo una paella con brócoli; nos relamemos cuan cabras del Infierno
pensando en tiempos peores. Meanwhile,
no puedo dejar de asociar el trazo figurativo de O’Callaghan con las
composiciones minimalistas de Haring: el mismo horror vacui de La Mare De Totes Les Idolatries, la
geometría de El Último Día o el
cachondeo de λόγος σπερματικός se
pueden encontrar en los contornos a tiza trazados en el metro por el grafitero
y artista neoyorquino. A la tradición del dibujo de ficción poco añade O’Callaghan
que no estuviera allí: el componente orgiástico, la saturación de las figuras,
los motivos religiosos, la tendencia falofórica, el enfoque satírico; alguien
diría que hasta la crítica social está presente en tanto bicho dando por culo,
pero nosotros no hilamos tan lejos o tan profundo. Hay un detalle nuevo, sin
embargo, en la producción última de O’Callaghan. Durante los primeros años, las
revelacions automàtiques, nombre que
utiliza el artista para hablar de sus dibujos, pudieron aspirar a ser hypes o
memes de la blogosfera; la inclusión reciente de figuras geométricas, por el contrario,
aleja su creación de los intérpretes facilones. Que pierdan toda esperanza
quienes quieran comprender de un solo vistazo el significado de Orgía Pre-Olímpica o de The Tower of Song, por ejemplo. Hablando
de curiosidades ininteligibles, me gusta muy mucho la deriva intimista que
tienen algunas de las producciones abstractas recientes de O’Callaghan:
curioseando en su muro de FB, descubro que tiene la manía de llenar su casa de
sigilos, relaciones lineales entre palabras del alfabeto y secuencias numéricas
cuya combinación tiene como resultado iconos en zigzag, situados en lugares
íntimos, con títulos como Encontubernio (sobre la cama), Ficción (en el marco de la puerta) o Laheroína
del trabajo (ante el escritorio). Salvo
por los tatuajes que lleva su novia —en el antebrazo de Clara (De lo que no se puede hablar es mejor
callarse), en la pierna de Clara (Llenguatge)—,
los sigilos están hechos de cinta de carrocero y apenas duran unos días sobre
la pared. Firmes y quietos solo aguantan unos días. El carácter efímero de la
materia informe resultante constituye, sin duda, el aspecto más cuco de la obra de O’Callaghan. Ahora
bien, ¿estamos los críticos de arte a la altura de locuco como categoría
estética?, me pregunto con la boca llena de arroz integral.
III
Ernesto Castro (EC). Perdona la impertinencia pero, querido Marc,
¿qué maldito espacio idiomático habitas? Te licenciaste con una lectura de Jean
Baudrillard alucinante (en el doble sentido de la palabra) donde apareces
recitando frases de Cultura y Simulacro
en el orden que te viene en gana (Sentido
Del Abismo El, 2011). Tienes plegarias escritas en el idioma imaginario de
Hugo Ball. A primera vista, este idioma fonético parece el tuyo propio. Sin
embargo, casi todas las letras de Coagul están en catalán. También tienes cosas
en full spanish, como Semanario Químico (2011), pero son
minoría. Con esa cara de bueno que tienes, ¿no serás un patriota en lo musical?
Marc O’Callaghan (MOC). No
és tant per patriotisme com per encaix estètic. El català és la meva llengua
materna i és la llengua en la que penso i conceptualitzo en el més profund de
la meva consciència, però apart d’això trobo que encaixa força amb l’aura
“folk” de Coàgul. Les coses en full spanish en un principi van ser fetes
pensant en el públic hispanoparlant a qui el segell que ho editava distribuïa
principalment, però aquesta és una idea a la que ja no trobo gaire sentit. De
la mateixa manera que per a una escultura potser és més adequat el ferro que la
fusta, independentment de si el públic viu en cases de ferro o de fusta, per a
Coàgul veig més adequat el català que el castellà, independentment del que
parlin els seus oients. També penso que el fet de ser una llengua minoritària i
controversial li afegeix un plus de raresa i caràcter propis. Encara que ara
m’obliguis a contestar-te en català, en lo personal sóc pro-bilingüisme i
pro-pragmatisme idiomàtic a tope.
EC. ¿Es el catalán oficial una lengua viejuna? Algunos amigos me
comentan que hay un abismo entre el idioma oficial de los Països (llámalo X) y los exabruptos guturales de la calle, ¿es eso
cierto? También me ha contado un pajarito que Céline en catalán suena como
Mallarmé en castellano, esto es: un rollazo léxico y rítmico supino. Siendo
Coagul un proyecto musical neofolk que pretende elevar la capacidad de escucha
del público letrado que participa en los Juegos Florales, ¿no estará quizás un
poco anticuado, un poco mayor para quinquis de La Meseta como yo? Dime, ¿te
gusta el vocabulario apolillado?
MOC.Suposo que sí que és una llengua envellida,
però precisament per això manté certes fórmules pintoresques que gaudeixo fent
servir en el context coagulatori. Tinc la sensació que al pronunciar certes
coses més aviat dures en català, aquestes adquireixen un punt sardònic, com d’humor
trapella que m’agrada. Això de la diferència amb el llenguatge de carrer és
cert en el cas de les zones més xarneguitzades, com Barcelona o les afores de
les altres ciutats, però a la mínima que explores l’interior et pots arribar a
sorprendre de com es manté el català originari. A Torelló els quinquis et
vacil·len en català, i en un que és més dur i hostil que el de la tele. Pels
quinquis de La Meseta sí que sonarà tot plegat antiquat i aliè, però sou
precisament vosaltres als qui més us pot fascinar l’estranyesa del català
utilitzat a com a vehicle d’agitació psíquica en un context com el d’un
projecte de música industrial. Més que a un anglosaxó a qui totes les llengües
romàniques li sonin iguals. Concloent: sí que m’agrada el vocabulari arnat,
m’entusiasma!
EC. Y para terminar, ¿cómo se deletrea Guénon? Ge, U, E, Ene, O,
Ene, ¿me equivoco? Vale, ¿qué te cuentas sobre él?
MOC.René
Guénon, incansable explorador dels mons suprasensibles i estricte estudiós del
simbolisme primordial i esotèric comú a totes les tradicions. De gran
importància històrica són els seus estudis publicats en articles o llibres cap
a la primera meitat del segle XX, sobretot per haver acotat amb gran rigor i
perspicàcia una ciència que malauradament moltes vegades és presa del xarlatanerisme
i l’ambigüitat dels venedors de bagatel·les. A mi personalment m’ha influenciat
molt en el coneixement dels símbols eterns i m’ha ajudat a aclarir-me en tota
la qüestió esotèrica. Diguéssim que la seva lectura m’ha aguditzat l’ull per a
distingir lo genuí de lo fal·laç en aquests àmbits. Més enllà d’aquestes
qüestions pràctiques en la vida personal, també ha estat una alta font
d’inspiració per a Coàgul. Algunes de les seves anàlisis m’han encès la llumeta
per a fer cançons-símbol, com les dues cançons de Janitor, que són la Mà de la
Justícia i la Mà de la Benedicció. En aquest cas, la contraposició d’aquests
dos símbols antagònics però complementaris (situats conscientment un a cada
cara del cassette) m’ha portat a anar poc a poc explotant la idea de concebre
els discs com a totalitat microcòsmica, com per exemple que les dues cares dels
cassettes funcionin com a vies per arribar a estats oposats, o fer equivaldre
set cançons d’un CD amb els set dies de la setmana i els seus corresponents
planetaris. En quant a Guénon, no em puc considerar ni molt menys el seu
deixeble ni el seu seguidor, ja que el que jo acabo fent no té res a veure amb
el que ell consideraria que s’hauria de fer, però sí que és un tità que des de
les ombres del passat il·lumina a Coàgul en el camp dels referents nuclears.
Publicado originalmente en A*Desk. 29 de julio de 2013.
Cuando Obama deviene un bluf en materia de
derechos civiles (no se conoce violación de la privacidad como la auspiciada
por el Patriot Act, reforzada luego por el NSA), en política exterior (el
retrasado sinedie cierre de Guantánamo está a la par que el programa
de ejecuciones sumarias mediante drones)
y en cuestiones ecológicas (el fracking
se ha convertido en la última panacea en la búsqueda de la autarquía
energética), muchos se hacen la misma pregunta: ¿dónde están los laboristas
americanos? La historia del macarthismo
resulta demasiado conocida como para ser repetida aquí. No tiene tanta fama,
empero, la persecución del Partido Socialista durante el primer tercio del
siglo XX. Por ello merece la pena recoger su testigo, aunque solo sea para
recordar que, en Estados Unidos como en todas partes, el socialismo no es una
causa perdida, sino una que aún no hemos ganado.
En 1906, Werner Sombart publica
su segundo ensayo más famoso. El primer puesto siempre estuvo reservado para su
Refutación del Marxismo (1926), una
conversión ideológica anunciada desde hacía tiempo por parte de quien, mediante
su modelo intelectual, puso en entredicho la susodicha palabrita: «Moi, je ne sui pas marxiste», dijo el
anciano Karl para quitarse avant la
lettre de encima la infausta herencia de su pensamiento. Luego vendría, en
términos políticos, el Congreso de Erfurt y su inopinada estrategia política de
los dos mundos. Y en términos intelectuales, los marxistas de cátedra, muy
duramente combatidos por una socialdemocracia (sin lugares en la universidad:
resultado de los dos mundos) que los tachaba de apolíticos para arriba, y entre
los cuales se contaba Sombart hasta su giro nazi, ya anticipado en unos
trabajos de antropología obsesivamente circunscritos sobre el pueblo hebreo,
cuya guinda que corona el pastel es Deutscher
Sozialismus (1934): una apología sin descaro del régimen hitleriano. Aún
marxista entonces, Sombart publica en 1906 la medalla plateada de su palmarés
intelectual, como decimos: ¿Por qué no
hay socialismo en los Estados Unidos?. Una pregunta ciertamente
precipitada, como comprenderán, dado el momento de su formulación. Sombart se
pregunta, como si el socialismo triunfara entonces all over the world, como si el desarrollo y la implantación del SPD
no fuera una excepción, una punta de lanza en Alemania, por qué el continente
que satisface las condiciones del desarrollo homogéneo, creciente y explotador
predichas por Marx (las disparidades de renta entre los percentiles más altos y
los más bajos en USA ya era célebre entonces), no tiene una plebe marxista
convencida, se pregunta Sombart.
La pregunta quizá hasta tuviera
sentido. A fin de cuentas, el primer afiliado del Partido Socialista electo a
nivel federal, Victor Berger, accede como miembro del Congreso en 1910, en
paralelo a la elección de Pablo Iglesias en España como diputado socialista del
Parlamento. Y cabe preguntar: ¿resulta concebible acaso que la doctrina de
Iglesias, defensor de «la Bendita Intransigencia», una exportación de los dos
mundos alemanes, tuviera idéntico arraigo popular que Berger, mucho menos
obrerista, con demandas bastante inclusivas, teniendo además en cuenta las
diferencias existentes entre el sufragio caciquil ibérico y el sistema
electoral americano? A primera vista —no— apenas resulta concebible. Incluso
podemos llegar a tragar, pues resulta bastante intuitiva, la tipología
arquetípica de Sombart: el obrero yanqui «está
a gusto, está bien y de buen humor —como todos los norteamericanos—. Su visión
del mundo es el optimismo —su máxima fundamental: vivir y dejar vivir—. Por
ello mismo se desvanece el fundamento de aquellos sentimientos y emociones
sobre los cuales un trabajador europeo construye su conciencia de clase: la
envidia, la amargura, el odio hacia aquellos que poseen más, que viven en la
abundancia.» Idénticas consideraciones nietzscheanas, sobre el espíritu
anglosajón y su componente überemprendedor,
pueblan el resto del ensayo. Sombart incurre en varios errores, tales que:
tomar en serio la retórica inflada del SPD, cuyo sindicalismo siempre fue
pactista en grado sumo, mientras los representantes parlamentarios agitaban el
gallinero, como los antisistema (de palabra) que eran. Resulta también curioso
que Sombart elija como modelo sindical la AFL, una federación laborista
exclusiva para varones blancos cualificados, cuando hacía unos meses (1905,
Chicago) se había fundado la IWW, siguiendo el paradigma del sindicalismo
insurgente continental: un sindicato no racista y no sexista, que abogaba por la
acción directa. «Acción directa significa
acción industrial directamente por, para y de los propios trabajadores, sin la
ayuda traicionera de falsos líderes sindicales o de políticos intrigantes»,
rezaban los panfletos de los Wobblies.
La década posterior a ¿Por qué no? terminaría refutando el
contenido predictivo del ensayo, volviendo más acuciante el interrogante si
cabe. En 1909 se funda el International Ladies Garment Workers Union, la
primera organización contundente de costureras, cuyas sonadas victorias no
impidieron la tragedia del 25 de marzo de 1911, el incendio de la Triangle
Shirtwaist, la fabrica neoyorkina donde trabajaban cerradas con pestillo las
obreras textiles, durante el aniversario del alunizaje de los colonos en
Maryland (1634), ¡tierra de oportunidades! En 1912, los Wobblies organizan una
acción directa en Lawrence (Masachussetts), dando comida y combustible a 50.000
huelguistas (en una población de 86.000 habitantes), aguantando ante las
muertes y los arrestos provocados por la policía («Las bayonetas no pueden tejer la ropa», fueron las declaraciones
del arrestado Joseph Etor, líder de la IWW en NYC), trasladando a los niños
hasta otras ciudades, ante la perspectiva de una larga huelga, y finalmente
obteniendo aumentos salariales entre el 5 y el 11 por 100, repartiendo las
mejores compensaciones entre los trabajadores peor remunerados, ante una
rendida Silk American Company. En 1913 comienza en Colorado una huelga de los
mineros del carbón contra la familia Rockefeller que termina en abril del 14
con la Masacre de Ludlow, con la guardia nacional matando a varias docenas de
personas, con varios cientos de mineros siendo convocados a tomar las armas,
con compañías de soldados negándose a disparar sobre población civil, y
finalmente, con el despliegue del ejército federal, aplacando la insurgencia.
En suma, justo unos meses antes
del arranque de la Primera Guerra Mundial la pregunta de marras (Why not socialism?) resultaba
pertinente, sí, pero tras unos años the
correct answer sería más clara: los congresistas.
Fueron los congresistas quienes
votaron el reclutamiento obligatorio para paliar las vacas flacas del
patriotismo tras el hundimiento del Lusitania (la IGM necesitaba un millón de
soldados, pero solo hubo 73.000 volutarios), provocando que hasta 330.000
reclutas dieran señas falsas, huyendo de las autoridades en calidad de prófugos
y sediciosos (¿quién quiere morir en una trinchera?); los candidatos
socialistas, opuestos desde el inicio contra la guerra, a diferencia de sus
compañeros del Viejo Mundo, multiplicaran varias veces sus resultados en las
elecciones municipales de 1917, comparadas con los votos de 1915: en Chicago,
por ejemplo, subieron del 3,6 al 34,7 por 100. Fue el comienzo del fin. También
fueron los congresistas quienes aprobaron la Espionage Act, elevando la
beligerancia a religión de Estado, convirtiendo la cárcel o la muerte en la
disyuntiva existencial de los socialistas que quisieran continuar abriendo la
boca: 10 veranos entre barrotes para Eugene Debs (fundador del PS); la tortura
y la soga para el gaznate de Frank Little (organizador del IWW en Montana); un
vuelo desde el 14º piso de Park Row (NYC) hasta el suelo para Andrea Salcedo
(impresor anarquista); y así hasta 4.000 personas detenidas en 1920, una vez terminada
la guerra, y 249 inmigrantes eslavos deportados a la URSS (¡Sayonara, Emma
Goldman!). ¿Qué opinarían pacifistas, socialistas y anarquistas del optimismo
sombartiano durante el Trienio Guerrero (1917-20)? Durante el mitin que condujo
a su arresto, Eugene Debs puso los puntos sobre las ies, dando (en parte) la
razón a Sombart:
Nos dicen que
vivimos en una gran república libre; que nuestras instituciones son
democráticas; que somos un pueblo libre y autónomo. Incluso para un chiste, eso
es demasiado. [...] Sí, a su debido tiempo nos haremos con el poder de esta
nación y de todo el mundo. Vamos a destruir todas las instituciones
capitalistas esclavizantes y degradantes. Está saliendo el sol del socialismo.
En verdad, se estaba poniendo.
Optimismo de la voluntad, dice Gramsci.
Publicado originalmente en SinPermiso. 29 de julio de 2013.