La calma antes de la tempestad. |
La primera adivinanza tiene su
aquél: ¿cuántos editores se necesitan para terminar con la posibilidad de hacer
dinero vendiendo libros? Ignoro el número exacto. Pero imagino que el nutrido
puñado de editoriales que se meten el codo hasta los higadillos por hacerse con
un hueco en el panorama literario español se aproxima bastante a la cifra
imaginaria. Yo diría —si me permiten el detalle económico— que en condiciones
ideales de competencia —de ser cierta la teoría del equilibrio— los precios
expresarían los costes marginales de producción, los beneficios se reducirían a
mínimos históricos, el mercado de los libros no sería inflacionario, como nos parece a
todos los que conocemos un poco (no mucho) sus entresijos, sino competitivo en grado sumo.
La joya de la corona española, el orgullo de Don Mariano, el baluarte de la
eficiencia: todos esos epítetos se ganaría el sector editorial patrio si la
susodicha teoría fuera aplicable a este caso. Desgraciadamente, los economistas
tienen tantos problemas como los editores en cuanto a adecuación empírica y a
realismo metodológico se refiere. Total, que en la burbuja que desborda la mesa
de novedades de La Central —día sí, día también— se han juntado el empacho y
las desganas de comer, por cuenta de los de los consumidores, con el entusiasmo
y el wannabismo de los productores. Lectores hastiados ante la nonagésina
edición (¡ahora ilustrada!) de El Gran Gatsby. Editores wannabes que quieren
meterte la cuchara hasta la traquea. Y allá va el avión: tapa dura (+5€),
dibujitos (+5€), epílogo crítico de Alejandro Magno (+5€). Suma y sigue, amigo.
Y date con un canto en los dientes, que Los
enanos también empezaron pequeños, como titulara en una memorable
ocasión Wener Herzog. Y claro, la falta de dinero por ambas partes ha hecho estragos. La segunda adivinanza también tiene su aquél: ¿cuantos leuros mensuales necesita un omnilector (prosa, poesía y ensayo) para
garantizar una ración saludable de alimento espiritual no pirata y en papel?
Vuelvo a ignorar that figure, pero me juego la mano derecha —tan seguro ando— a que roza los cuatro dígitos. Así pues, Mileuristas, ¡vuestro es el mundo para tomarlo!
A todo esto Random House Mondadori publica Condenada de Chuch Palahniuk. A falta de tiradas que superen los
5.000 ejemplares por barba, entiendo que la diferencia entre ser diminuto y
haber alcanzado la mayoría de edad en el negocio de encuadernar folios estriba
en detalles como tener el monopolio en castellano de escritores como Palahniuk,
narrador de sandalias doradas y autor del Club de la lucha (que nunca falte ese
epíteto en la portada). Cuando hablamos de Condenada,
por tanto, hablamos en realidad de un libro mesiánico y necesario: no solo
salvará el balance de negocios trimestral del sello en cuestión (crucemos los
dedos) sino que además financiará la publicación en papel de todos esos
narradores patrios y ajenos que no se comen un colín entre los lectores, todos
esos modernos que, además de contar historias entre semana, ejercen de críticos
algunos findes y muerden la mano que
les alimenta, vaya si la muerden, soltando que Palahniuk es un escritor mainstream («¿Habráse visto?»), un narrador
acartonado («¡Noooo!»), que sus libros se venden en
aeropuertos, que las versiones en pantalla y a color son mejores que los originales en negro sobre blanco. Todo muy cierto, claro. Pero ello no quita que el americano
sea un artesano de la narración que nunca falla a la cita con los lectores.
Esta última es una frase convencional para un narrador convencional. Y es que
en Palahniuk todo está correcto y bien ordenado. Lo cual no es poco.
Condenada pertenece a una raza mestiza de novelas a caballo entre
el cuestionamiento del arquetipo y la novela de aventuras. El libro narra el descensus ad inferos de una joven
recién muerta de trece años. Alicia en el País de Satanás se encargará de
desmontar algunas cosas que todos dábamos por sentado sobre el más allá de los
malos: en lugar de ríos de lava tenemos lagos de esperma; la Ciudadela de Belcebú ha sido sustituida por un proyecto urbanístico en constante expansión
desde el periodo sumerio hasta Frank Gehry; y un largo etcétera. Hay algo que sin embargo
no cambia entre los muertos. Los cadáveres interesantes siguen condenados a
vagar penantes por toda la eternidad bajo nuestros pies, en lugar de encontrar
descanso infinito sobre nuestras cabezas. Desde Virgilio a Dante, el Infierno
ha estado a reventar de famosos: basta con pasearse por los mille plateux de Telecinco (bocata de
salchichón en malo) para intuir tal cosa. En esta ocasión, no falta en el
catálogo de vanidades el propio Charles Darwin, quien viene a reconocer sus errores y
otorgar la razón a los creacionistas de Kansas; momento previsible donde los
haya en un relato satírico con más lugares comunes que un mitin político, todo
sea dicho. Más interesante resulta, en términos de crítica sociológica, las
lanzadas a moro muerto que amaga Palahniuk contra la generación de sus padres.
Se ha convertido en un lugar común el mofarse de los adláteres del
sesentayochismo. Y Palahniuk no está tan servido de mano como para no hacer
leña del árbol caído. Vaya como muestra la siguiente descripción de una fiesta
de cumpleaños donde la piñata contiene golosinas
placer adulto:
Algunas de las imágenes más atroces del
infierno resultan directamente risibles cuando se las compara con la imagen de
una generación entera de adultos desnudos y peleándose en el suelo, jadeando y
forcejeando en plena refriega frenética por quedarse con un puñado de cápsulas
desparramadas de codeína de efecto retardado.
A todo esto Madison, la
protagonista, ha muerto de sobredosis de marihuana en un internado. Entre las
claves del relato se cuenta la conciencia de clase mostrada por la muy madura Madison, quien declara: «NI DE COÑA
lamento no llegar a adulta y que me salga sangre todos los meses del potorro y
tener que aprender a conducir un vehículo de combustión interna de combustible
fósil y ver películas espantosas de esas que no se pueden ver sin un padre o
tutor legal, para después beber cerveza en jarras y sacarme una licenciatura
con beca deportiva en historia del arte antes de que un chaval me rocíe de
semen por dentro y a mí me toque cargar con un bebé gordinflón en la tripa
durante casi un año». Asimismo destaca el amplio léxico que puede llegar a
exhibir una persona de esa edad, para sorpresa de unos despistados lectores que
se reconocen en su sabiduría inopinada: ellos (nosotros) también conocen
(conocemos) esas palabras esdrújulas. De este modo, la narración está punteada por
apartes de la narradora, quien nos recuerda cada poco, como si estuviéramos
ante un examen de lengua en primera persona, los términos raros que saltean la sintaxis
de Palahniuk. El arranque de cada capítulo con una suerte de misiva a Satanás
refuerza la ilusión de intimidad, el efecto de dietario. Los comentarios sobre
Jonathan Swift y los Viajes de Gulliver
en el capítulo décimo, por el contrario, apuntan hacia la hipótesis de la evaluación
continua. Y aquí encontramos otro de los elementos que caracterizan la
narración palahniukista: la presencia de elementos de sabiduría universitaria
diluidos entre la asequible papilla del relato de aventuras. La presencia de un
personaje sabelotodo en materias teologales garantiza, como quien no quiere la
cosa, que nuestras entendederas enfilen la cama un poco —solo un poco— más
llenas de saber. Lo dicho, no te acostarás sin saber algo nuevo.